Blonde

Blonde


La mujer: 1949 - 1953 » La audición

Página 32 de 97

La audición

Toda interpretación es una defensa ante la amenaza del aniquilamiento.

El manual del actor y la vida del actor

¿Cómo sucedió por fin? Sucedió así.

Un director de cine debía un favor a I. E. Shinn. Éste le había pasado una fija sobre una potra purasangre, llamada Footloose, que participaría en las carreras de Casa Grande, el director había apostado por la potra (11 a 1) con dinero prestado en secreto por la mujer de un rico productor y se había hecho con dieciséis mil quinientos dólares que lo ayudarían a saldar parte de sus deudas, aunque no todas, desde luego, porque el individuo en cuestión era un jugador empedernido y un imprudente; un genio en su trabajo, según algunos, un hijo de puta irresponsable, según otros, pero en cualquier caso un hombre imposible de definir de acuerdo con los criterios corrientes sobre conducta, corrección, cortesía profesional, decencia o incluso sentido común: un «pionero de Hollywood» que detestaba Hollywood pero lo necesitaba para el respaldo económico que hacía posible sus originales y costosas películas.

Y el protagonista de la siguiente película del director debía a I. E. Shinn un favor aún más grande. En 1947, poco después de que el presidente Harry Truman firmara el histórico Decreto 9835 que exigía juramentos de lealtad y programas de seguridad para todos los empleados públicos, y cuando incluso las empresas privadas empezaron a pedir «juramentos de lealtad», este actor había estado entre las numerosas figuras de Hollywood que se habían manifestado en contra de la orden, firmando peticiones y consiguiendo que lo ficharan como defensor de derechos constitucionales como la libertad de expresión y de reunión. Un año después se convirtió en uno de los sospechosos de subversión investigados por el temido Comité de Actividades Antiamericanas, que denunciaba a los comunistas y a los «simpatizantes de los comunistas» de la industria cinematográfica de Hollywood. Se descubrió que en 1945 el actor había actuado como representante sindical en las negociaciones entre el izquierdista Sindicato de Actores de Cine y los estudios más importantes, exigiendo un seguro de salud, mejores condiciones de trabajo, un sueldo mínimo más alto y el pago de derechos por la reposición de películas; al Sindicato de Actores se lo acusaba de estar lleno de comunistas infiltrados, simpatizantes de la izquierda o simples incautos. Para colmo, ciertos informantes anticomunistas voluntarios habían denunciado en secreto al actor ante el comité por su larga amistad con reconocidos miembros del Partido Comunista Americano, como los guionistas Dalton Trumbo y Ring Lardner Jr., que ocupaban un lugar destacado en la lista negra.

En consecuencia, para que se librara de la orden de comparecencia del comité y de un interrogatorio hostil en Washington D. C., que habría acarreado una nefasta publicidad para el actor a nivel nacional y el boicot de sus películas por parte de la Legión Americana, la Legión Católica de la Decencia y otras organizaciones patrióticas (no había más que ver la suerte que había corrido el otrora venerado Charlie Chaplin, ahora denunciado por «rojo» y «traidor») y una entrada inevitable en la lista negra (por mucho que en público los estudios negasen la propia existencia de esa lista), el actor fue invitado a una reunión privada con varios importantes congresistas republicanos de California en la mansión de Bel Air de un abogado del mundo del espectáculo a quien había conocido por mediación de I. E. Shinn, el astuto y canijo agente. En esa reunión privada (de hecho, una espléndida cena rociada con caros vinos franceses), los congresistas interrogaron informalmente al actor y éste los impresionó con su serena sinceridad masculina y su ardor patriótico, pues al fin y al cabo era un veterano de la Segunda Guerra Mundial, un soldado que había combatido en Alemania en los últimos y penosos meses de la contienda, y si se había sentido atraído por el comunismo ruso, el socialismo o lo que fuera, debían recordar, por favor, que Stalin, ahora convertido en monstruo, era a la sazón nuestro aliado; Rusia y Estados Unidos no eran aún enemigos ideológicos: el uno, un Estado ateo militante empeñado en dominar el mundo, si no en destruirlo; y el otro, la única esperanza del cristianismo y la democracia en un mundo de atribuladas naciones. Debían recordar, por favor, que hacía apenas unos años era comprensible que un joven apasionado como el actor suscribiera las políticas radicales para enfrentarse al fascismo. Los periódicos y las revistas familiares como Life alentaban la simpatía hacia Rusia.

El actor explicó que él nunca había sido miembro oficial del Partido Comunista, aunque había asistido a varias asambleas, y que no estaba en condiciones de «dar nombres», que era lo que pretendía el comité. Los congresistas republicanos congeniaron con él, lo creyeron e informaron al comité de que debían eliminar su nombre de la lista, gracias a lo cual al final no lo citaron. Si hubo dinero de por medio, fue efectivo entregado discretamente por el agente del actor al abogado. Es posible que los congresistas republicanos recibieran un porcentaje del pago. El actor no supo, o no demostró saber, nada acerca de la transacción, salvo, claro está, que había quedado fuera de la lista negra. El papel de I. E. Shinn en esas negociaciones, así como en otras similares en aquellos años de «listas negras» e «indulgencias» secretas en Hollywood, siempre sería un misterio, igual que el propio agente.

—¿Por qué no creer que actúo movido únicamente por la bondad de mi deforme corazón de enano?

De modo que dos hombres clave en la próxima película de la Metro-Goldwyn-Mayer estaban secretamente en deuda con I. E. Shinn. Y era posible que cada uno de ellos estuviera al tanto del endeudamiento del otro. El pequeño y astuto agente de risa estentórea, serenos ojos calculadores y un permanente clavel rojo en la solapa esperó su oportunidad como un buen jugador y llamó al director en el momento preciso, el día antes de la audición para el único papel de la película apropiado para su cliente Marilyn Monroe. Shinn comprendía que al director, un disidente de Hollywood, le causaría una impresión perversamente favorable el hecho de que La Productora hubiera despedido a la joven. Así que lo llamó, se identificó y el director dijo con benévola ironía:

—Me llamas para hablarme de una chica, ¿verdad?

A lo que Shinn respondió con su característica y altiva brusquedad:

—No. De una actriz. Una actriz muy especial que sería perfecta para el papel de la «sobrina» de Louis Calhern.

—Todas son especiales mientras nos las follamos —gruñó el director, que tenía resaca y le dolía la cabeza.

—Esta chica es verdaderamente buena —protestó Shinn, ofendido—. Podría llegar a ser una estrella si le dieran el papel adecuado, y creo que el de Angela es ideal para ella. Créeme, estarás de acuerdo cuando la veas.

—¿Una estrella como la Hayworth? —preguntó el director—. Una preciosa pueblerina incapaz de actuar. Una chica con tetas grandes y el labio inferior fruncido como si estuviera de morros. Una tonta que se ha hecho electrólisis para mejorar el borde del cuero cabelludo y está teñida de rojo o de rubio platino, pero será una gran estrella.

—Lo será —aseguró Shinn—. Te ofrezco la oportunidad de descubrirla.

El director suspiró y dijo:

—De acuerdo, Isaac. Envíamela. Concierta una cita con mi ayudante.

No le confesó a Shinn que ya había escogido a una joven para ese papel. No estaba confirmado; aún no había hablado con el agente de la chica, pero en este caso también había una deuda (de carácter sexual) y la candidata era una belleza morena con facciones exóticas, que era precisamente lo que exigía el guión. El director podría explicar a Shinn, si es que éste le pedía explicaciones, que su cliente no daba el tipo. Y le pagaría el favor que le debía en otra ocasión.

La cuestión es que al día siguiente, a las cuatro en punto, Shinn se presenta con su chica Marilyn Monroe. Una preciosa rubia platino con un cuerpo fabuloso enfundado en brillante rayón blanco, tan asustada, según ve el director, que sólo es capaz de hablar en murmullos. En cuanto la mira, el director llega a la instintiva conclusión de que esa chica no sirve para actuar, ni siquiera para follar, aunque su boca podría resultar útil y ella sería un buen objeto decorativo, como el elegante mascarón de proa de un barco o el ornamento de plata del capó de un Rolls-Royce. Piel pálida y luminosa como la de una muñeca cara y ojos azul cobalto llenos de pánico. Las dos manos temblando mientras sujetan el pesado guión. Una voz tan suave que al director le cuesta entenderla cuando declara, como una colegiala nerviosa, que ha leído el guión, el guión completo, y que es una historia turbadora, como una novela de Dostoievski, en la que una simpatiza con los criminales y no quiere que los castiguen. La joven dice Dos-to-ievs-ki poniendo el mismo énfasis en cada sílaba. El director ríe y pregunta:

—Vaya, ¿has leído a Dostoievski, preciosa?

Y la chica se ruboriza, consciente de que se está burlando de ella. Entretanto Shinn permanece de pie a su lado, furioso, con la cara encendida y un hilo de baba brillando entre sus gruesos labios.

No la etiqueté como una pueblerina. Tenía bastante buen aspecto. Una joven de Pasadena criada entre algodones, de clase media alta y con una educación deplorable, a quien alguien había dicho que podía actuar. Casi una colegiala católica. ¡Qué divertido! El pobre infeliz de Shinn estaba enamorado de ella. No sé por qué eso me hizo gracia, pero me la hizo. Ella parecía mucho más alta que él, pero de hecho no lo era tanto. ¡Más tarde descubrí que estaba liada con Charlie Chaplin Jr.! Pero ese día, en ese momento, tuve la impresión de que ella y Shinn eran pareja. Una pareja típica de Hollywood. La bella y la bestia, una situación que resulta cómica para todos excepto para la bestia.

De modo que el director indica a la rubia Marilyn Monroe que comience con la audición. Hay seis o siete personas en la sala de ensayos, todos hombres. Sillas plegables, cortinas echadas para impedir la entrada de la deslumbrante luz del sol. No hay alfombra, el suelo está lleno de colillas y desperdicios y la rubia sorprende a todo el mundo al tenderse con su brillante vestido de rayón blanco (perfectamente planchado, con falda estrecha, cinturón de tela y un cuello barco que deja al descubierto apenas una porción de su pecho color crema) antes de que el director se dé cuenta de lo que hace o de que cualquiera alcance a detenerla. En el suelo, acostada boca arriba con los brazos extendidos, la joven explica con nerviosismo al director que la primera escena comienza con ella dormida en un sofá, así que tiene que tumbarse, como ha hecho durante sus ensayos. La primera vez que aparece Angela está dormida. Eso es crucial. El espectador la ve a través de los ojos de «su tío», un hombre mayor, casado, abogado. A Angela se la ve únicamente a través de sus ojos y más adelante, a través de los ojos de los agentes de policía. Siempre a través de unos ojos masculinos.

El director mira estupefacto a la rubia platino tendida en el suelo, a sus pies. ¡Me está explicando el personaje a mí, el director! Se ha vuelto tan desvergonzada como una niña terca. Una niña agresiva. Él olvida encender el cigarro cubano que acaba de desenvolver y sujeta entre los dientes. En la sala de ensayos reina un silencio absoluto mientras Marilyn Monroe comienza la escena cerrando los ojos, inmóvil en su interpretación del descanso, con la respiración profunda, lenta y rítmica (la caja torácica y los pechos subiendo y bajando, subiendo y bajando), sus tersos brazos y sus piernas cubiertas con medias de nailon extendidos con el letargo de un sueño profundo como un trance hipnótico. ¿En qué pensará?, se preguntan los hombres mientras contemplan el cuerpo de la bella durmiente. Los ojos cerrados, los labios entreabiertos. El principio de la escena dura unos pocos segundos, pero parece mucho más. Y el director piensa: esta chica es la primera de las veinte o más que han hecho una prueba para el papel (incluida la morena a la que se propone contratar) que ha captado la importancia del comienzo de la escena, reflexionado sobre el papel, leído el guión completo (o eso dice) y sacado alguna conclusión al respecto. La joven abre los ojos, se sienta despacio, parpadeando con gesto de asombro, y dice en un murmullo:

—Oh, debo de haberme quedado dormida.

¿Está actuando o ha dormido de verdad? Todo el mundo está incómodo. Ocurre algo extraño. La chica, aparentemente ingenua (o astuta), se dirige al director y no al ayudante que lee las frases de Louis Calhern, y de esa manera convierte al director, que aún tiene el cigarro cubano sin encender entre los dientes, en su amante «tío».

Fue un gesto sincero e íntimo como sus dedos en mis cojones. Más tarde tendría la impresión de que en efecto me había tocado. No era una interpretación. Ella era incapaz de actuar. Era la pura realidad. ¿O no?

Once años después, el director trabajaría con Marilyn Monroe en la última película de la actriz y recordaría esta audición y este momento. Todo estaba allí desde el principio. Su talento, si es que podía llamarse así. Su locura.

Al final de la escena el director ha recuperado parte de su compostura y conseguido encender el cigarro. De hecho, no está pensando que la joven cliente de Shinn es un genio. La mira con la expresión de máscara que ha perfeccionado con la práctica, porque es un hombre continuamente expuesto a las miradas de personas que pretenden leer sus pensamientos. Pero ni él mismo sabe lo que piensa en este instante. No consultará a sus ayudantes; no es de la clase de hombres que escuchan consejos de sus subordinados. Así que le dice a la chica:

—Gracias, señorita Monroe. Ha estado muy bien.

¿Ha terminado la audición? El director chupa el cigarro mientras hojea el guión que está sobre su regazo. Es un momento cargado de tensión. ¿Sería una crueldad pedirle que leyera otra escena, o debía dar por terminada la audición y explicarle a Shinn (que ha estado observando con grotesca cara trágica y ojos límpidos llenos de amor) que, en efecto, Marilyn Monroe tiene un talento inusual y fascinante y es muy hermosa, desde luego, pero que el papel requiere una morena exótica y no una rubia elegante? ¿Debería, podría, defraudar a Shinn, que además de hacerle un gran favor consiguió que borraran a Sterling Hayden de la lista negra? ¿Qué relación tiene Shinn con el Comité de Actividades Antiamericanas y con las estrategias que permiten «despejar las sospechas de subversión» de un individuo sin que éste testifique en Washington poniendo en peligro su carrera? El director sabe que no conviene enfadar a Shinn. Acostumbrado a que respeten su silencio, piensa en estas cosas, medita, cuando de repente la chica dice con su entrecortada vocecilla de niña:

—Puedo hacerlo mejor. Déjeme intentarlo otra vez. Por favor.

A él le sorprendió hasta tal punto su descaro, que el cigarro casi cayó de entre sus labios.

¿Le permití repetir la escena? Desde luego. Mirarla era fascinante. Acaso como observar a una enferma mental. Lo suyo no era una actuación. No tenía técnica. Cuando simulaba dormir, afloraba otra personalidad que era a un tiempo ella misma y otra.

Es fácil entender por qué esta clase de personas se siente atraída por la interpretación. Porque el actor, en su papel, siempre sabe quién es. Todas las pérdidas se recuperan.

Finalmente, después de la audición, el director informa a I. E. Shinn de que le telefoneará pronto. Estrecha la mano del agente, una mano firme pero helada, como si la sangre hubiera abandonado sus dedos. No quiere estrechar la de la actriz, con la que prefiere evitar cualquier contacto, pero ella la tiende y él descubre que es suave, húmeda, caliente y su apretón más férreo de lo que cabría esperar. Un espíritu temerario. Mataría por conseguir lo que quiere. Pero ¿qué quiere? El director le da las gracias otra vez y le asegura que pronto tendrá noticias suyas.

¡Qué alivio cuando Shinn y Marilyn se marchan! El director da enérgicas caladas a su puro. No ha bebido nada después de los cuatro martinis del almuerzo, tiene sed y se siente curiosamente incómodo porque es incapaz de precisar lo que piensa. Sus ayudantes esperan que hable. Que emita algún sonido o haga un chiste. O cualquier gesto. Más de una vez lo han visto escupir en el suelo en señal de cómico disgusto. O soltar una graciosa retahíla de obscenidades. Él también es actor y disfruta con la atención de los demás. Pero no con una atención molesta.

El ayudante de dirección carraspea y se acerca a él. ¿Qué piensa el director? La prueba fue bastante mala, ¿no? Una rubia muy atractiva. Bonita. Como Lana Turner, pero demasiado vehemente. Quizá la traicionaran los nervios. No es apropiada para el papel de Angela. ¿O sí? No tiene técnica, es incapaz de actuar. ¿O acaso es Angela, una joven confundida, quien es incapaz de «actuar»?

El director sigue callado. De pie junto a la ventana, espiando a través de un extremo de la cortina de lamas. Chupando el cigarro. El ayudante de dirección se sitúa a su lado, aunque no demasiado cerca. El director debe de haber decidido no aceptar a la cliente de Shinn. Busca la manera de suavizar el golpe. Piensa que tal vez podría asegurarle a Shinn que en su próxima película encontrará un papel para la hermosa Marilyn. Pero en esta película, ella no trabajará…, ¿no? El director da un codazo al ayudante cuando, una planta más abajo, Shinn y la rubia salen del edificio y caminan hacia la calle. El director exhala lentamente el humo del cigarro y dice:

—Cielo santo. Mira el culo de esa muchacha, ¿quieres?

Y así se decidió el futuro de Norma Jeane.

Ir a la siguiente página

Report Page