Blonde

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La mujer: 1949 - 1953 » Rumpelstiltskin

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Rumpelstiltskin

¿Qué hechizo es éste? ¿Cuánto durará? ¿Quién me ha embrujado?

No era el Príncipe Encantado ni V, su amante secreto, quien le había pedido matrimonio, sino el enano Rumpelstiltskin.

Nadie le había dado un guión. No se atrevía a reírse. Protestó con una vocecilla suave y apagada:

—No lo dirá en serio, señor Shinn.

Él respondió sonriendo, como un listillo de Hollywood diría en cierta ocasión, igual que sonreiría un cascanueces si pudiera sonreír:

—Por favor, cariño, ya me conoces bien. Soy Isaac; no el señor Shinn. Me conoces y conoces mi corazón. Si me llamas señor Shinn, me convertiré en polvo igual que Bela Lugosi en el papel del conde Drácula.

Norma Jeane se humedeció los labios y dijo:

—Is-aac.

—¿Eso es lo que te ha enseñado tu caro profesor de dicción? Prueba otra vez.

La joven rió. Quería ocultar los ojos de la mirada luminosa y penetrante del agente.

—Isaac. ¿Is-aac? —más que una respuesta, era una súplica.

En realidad, no era la primera vez que el temible Rumpelstiltskin pedía a la Bella Princesa que se casara con él, pero ella parecía olvidar este hecho entre una proposición y la siguiente. Como la bruma matinal, la amnesia oscurecía esos episodios. Pretendían ser románticos, pero una música estridente interfería. ¡La Bella Princesa tenía tantas cosas en las que pensar! Una apretada agenda, repleta de anotaciones para cada hora del día, estaba consumiendo su vida.

La Pobre Doncella está disfrazada de Bella Princesa. La habían hechizado para que, al menos ante los ojos de los plebeyos como ella, apareciera luminosa y resplandeciente como la Bella Princesa.

Interpretar ese papel resultaba agotador, pero como le explicaba pacientemente el señor Shinn, por el momento no había ningún otro para ella («con tu aspecto, tu talento»). En cada década ha de haber una Bella Princesa idolatrada por encima de las otras, y además de una apariencia física extraordinaria, el papel exigía aptitudes, como le explicaba aún más pacientemente el señor Shinn. («No crees que la belleza es un talento, ¿verdad, cariño? Algún día, cuando hayas perdido ambas cosas, lo creerás.») Sin embargo, al mirarse al espejo, ella no veía a la Bella Princesa que maravillaba al mundo, sino a su antiguo yo, la Pobre Doncella. Los asustados ojos azules, los aprensivos labios entreabiertos. Con tanta claridad como si hubiera sucedido una semana antes, recordaba el momento en que la habían echado del escenario en el Instituto de Van Nuys. El sarcasmo en la voz del profesor de teatro, los murmullos y las risas que había oído mientras se alejaba. Esta humillación se le antojaba natural, una justa respuesta a su valía. No obstante, ¡se había convertido en la Bella Princesa!

¿Qué hechizo es éste? ¿Cuánto durará? ¿Quién me ha embrujado?

La estaban preparando para el «estrellato». Era un proceso de transformación artificial, algo parecido a lo que harían en un criadero de animales.

Naturalmente, Rumpelstiltskin se atribuía el mérito, porque sólo él tenía los poderes mágicos necesarios para transformarla. Poco a poco, Norma Jeane había llegado a creer que I. E. Shinn era, en efecto, el único responsable: el enano hechicero que decía amarla. (Hacía tiempo que Otto Öse había desaparecido de su vida y apenas pensaba en él. ¡Qué curioso que alguna vez hubiera podido confundir a Otto con el Príncipe Encantado! No era ningún príncipe. Era un fotógrafo, un chulo. Había contemplado el cuerpo desnudo y lleno de deseo de la joven sin un ápice de ternura. La había traicionado. Norma Jeane Baker no era nada para él, por más que la sacara de una montaña de basura y le salvara la vida. En marzo de 1951, tras recibir una citación para comparecer ante el Comité de Actividades Antiamericanas, había desaparecido de Hollywood.) En esa misma época, Shinn llamó a Norma Jeane a su despacho de Sunset Boulevard y desplegó sobre el escritorio las galeradas de una revista con fotografías de Marilyn Monroe en poses que ella había olvidado por completo.

—Pequeña, mira lo que ha hecho el fantasmón de tu amigo fotógrafo. Bonito, ¿eh? Seguro que a los ejecutivos de La Productora les encantaría verlo.

A menudo le telefoneaba a última hora de la noche para jactarse de que había conseguido colar alguna noticia falsa en una columna de cotilleo, y los dos reían a carcajadas, como si hubieran ganado la lotería con un billete encontrado en la calle.

No mereces ganar con ese billete.

Pero ¿quién lo merece?

La proposición de matrimonio de esta noche tenía una sorprendente novedad: Isaac Shinn redactaría un convenio prenupcial legando toda su fortuna a Norma Jeane Baker, alias Marilyn Monroe, desheredando a sus hijos y otros herederos. I. E. Shinn tenía millones ¡y serían todos para ella! Le presentó estos hechos con ademanes teatrales, igual que un mago habría anunciado una visión fantasmagórica a un público crédulo. Sin embargo, Norma Jeane sólo atinó a encogerse en su asiento y decir, profundamente turbada:

—Oh, gracias, señor Shinn…, mejor dicho, Isaac. Pero no puedo aceptar. No pu-puedo.

—¿Por qué no?

—Bueno, no me gustaría, no quisiera…, en fin, perjudicar a su familia. A su familia de verdad.

—¿Por qué no?

Ante semejante agresión, Norma Jeane rió. Pero enseguida se ruborizó.

—Yo lo qui-quiero —dijo por fin—. Pero no estoy enamorada de usted.

Ya estaba. Lo había dicho. En una película, lo habría expresado con tristeza pero también con elocuencia. En el despacho del señor Shinn, se lo había soltado apresuradamente y con vergüenza.

—Qué coño. Yo puedo poner suficiente amor por los dos, cariño. Ponme a prueba —su tono era jocoso, pero los dos sabían que hablaba muy en serio.

Con involuntaria crueldad, Norma Jeane replicó:

—Pero… eso no bastaría, señor Shinn.

—¡Ahora sí que me has dado! —haciéndose el payaso, Shinn se llevó las manos al corazón como si sufriera un infarto.

Norma Jeane se estremeció. ¡Aquello no tenía ninguna gracia! Pero así era la gente de Hollywood, siempre expresando sus verdaderas emociones como si se tratara de una actuación. ¿O es que sólo eran capaces de expresar sus verdaderas emociones cuando actuaban? Todo el mundo sabía que el señor Shinn sufría del corazón.

No puedo casarme con usted con el único fin de mantenerlo vivo, ¿no?

¿Debería hacerlo?

La Bella Princesa no era más que la Pobre Doncella. Bastaría una palmada de Rumpelstiltskin para hacerla desaparecer.

Durante esta conversación, ni la joven ni el agente mencionaron a V, el amante secreto de Norma Jeane, con quien ella deseaba casarse pronto. ¡Sí, muy pronto!

Norma Jeane no amaba a V con la vehemencia y la desesperación con que había amado a Cass Chaplin, pero quizá fuera mejor así. Sus sentimientos hacia V eran más sanos.

Se casarían en cuanto V obtuviera el divorcio. En cuanto su perversa ex mujer se resignara a no seguir chupándole la sangre.

Norma Jeane no estaba segura de cuánto sabía Shinn sobre su relación con V. Además de su agente, era su amigo y ella le hacía confidencias, pero sólo hasta cierto punto. (Por ejemplo, nunca le contaría que tras descubrir la traición de Cass, se había tomado un frasco casi entero de barbitúricos, aunque enseguida los había vomitado en forma de una viscosa pasta mezclada con bilis.) La joven tenía el inquietante pálpito de que Shinn disponía de más información sobre ella y V que ella misma, pues el agente acostumbraba a contratar espías para vigilar a sus clientes favoritos. Sin embargo, no hablaba de V con el tono desdeñoso y grosero con que solía referirse a Charlie Chaplin Jr., porque V le caía bien, lo admiraba y lo consideraba «un decente ciudadano de Hollywood, un tipo que ha obtenido el respeto que se merece». V había sido un actor de éxito en la década de los cuarenta y seguía siendo conocido en los cincuenta, al menos en ciertos círculos. No era Tyron Power, ni Robert Taylor, ni Clark Gable, ni John Garfield, pero era un actor responsable y con talento, una cara toscamente apuesta, juvenil y pecosa conocida por millones de espectadores estadounidenses.

Lo quiero. Estoy decidida a casarme con él.

Dice que me adora.

Shinn dejó caer su puño regordete sobre el escritorio.

—Estás en Babia, Norma Jeane. Sigo aquí.

—Lo la-lamento.

—Entiendo que no me quieras de esa manera, cariño. Pero hay otras formas —ahora Shinn hablaba con delicadeza, escogiendo las palabras—. Siempre que me respetes, y creo que ya lo haces…

—¡Oh, desde luego, señor Shinn!

—Y que confíes en mí…

—¡Por supuesto!

—Entonces tenemos una base fuerte, inquebrantable, para el matrimonio. Además del convenio prenupcial.

Norma Jeane titubeó. Parecía una oveja aturdida, conducida diestramente hacia el redil. Sólo empezó a resistirse al llegar a la entrada.

—Pero yo…, yo me casaré por amor; nunca por dinero.

—¡Norma Jeane! —exclamó el agente con brusquedad—. ¡Maldita sea! ¿No me has oído? ¿Acaso Huston no te enseñó a escuchar a tus compañeros de escena? ¿A concentrarte? La expresión de tu cara y tu postura indican que sólo estás «sugiriendo» una emoción, que no la sientes. En consecuencia, ¿cómo puedes saber cuáles son tus verdaderos sentimientos?

¡Qué pregunta! Shinn esgrimía esa clase de tácticas con sus clientes. Adoptaba el papel de un director que analiza las escenas y ofrece motivaciones. Era imposible discutir con él. Sus ojos eran brasas encendidas. Norma Jeane experimentó una sensación de vértigo, como si fuera a desmayarse.

Será mejor que ceda. Que diga que sí. Lo que él quiera. Él posee la sabiduría mágica. Es tu verdadero padre.

La joven había estado haciendo pesquisas sobre la vida privada de I. E. Shinn, de modo que sabía que había estado casado dos veces; la primera, durante dieciséis años. Poco después de separarse, se había casado con una joven intérprete contratada por RKO, de la que se había divorciado en 1944. Tenía cincuenta y un años. Tenía dos hijos adultos de su primer matrimonio. Norma Jeane se había alegrado al descubrir que su agente era un buen padre y mantenía una relación amistosa con la madre de sus hijos.

Yo únicamente podría casarme con un amante de los niños. Un hombre que desee hijos.

Shinn la miraba con un gesto extraño. ¿Habría hablado en voz alta? ¿O hecho alguna mueca?

—No eres religiosa, querida, ¿verdad? —preguntó Shinn—. Yo no, por supuesto. Soy judío, pero…

—¡Vaya! ¿Es judío?

—Desde luego —Shinn rió al ver la expresión de la chica. Era la encarnación de Angela—. ¿Creías que era irlandés? ¿Hindú? ¿Un patriarca mormón?

Norma Jeane rió, cohibida.

—Ay, bueno, sabía que era ju-judío, pero por alguna razón… —hizo una pausa y cabeceó. Era una maravillosa interpretación de la rubia tonta. Y tan adorable—. Hasta que usted no lo dijo… Judío.

Shinn también rió.

—Isaac es un nombre judío, cariño. Tomado de la Biblia hebrea.

Shinn la tenía cogida de las manos. Movida por un impulso, Norma Jeane se llevó esas manos a la boca y las cubrió de besos. En un trance de abnegación, murmuró:

—Yo también soy judía de corazón. ¡Mi madre admiraba tanto al pueblo semita! Decía que eran una raza superior. Y creo que también tengo sangre judía. ¿Nunca le he dicho que mi bisabuela era Mary Baker Eddy? ¿Ha oído hablar de ella? ¡Es famosa! Su madre era judía. No practicaban la religión porque tuvieron una visión de Jesús, el Sanador. Pero soy descendiente de judíos, señor Shinn. Por nuestras venas corre la misma sangre.

Estas palabras de la joven Princesa fueron tan sorprendentes que a Rumpelstiltskin no se le ocurrió ninguna respuesta.

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