Blonde

Blonde


La mujer: 1949 - 1953 » Los Dióscuros

Página 44 de 97

Los Dióscuros

El recibimiento. Allí estaban, esperando a su amada en la terminal. Continental Airlines, Aeropuerto Internacional de Los Ángeles. Con elegante ropa nueva —americana, chaleco, camisa de seda con grandes puños, chalina— y sombreros a juego. Un joven de brillantes ojos oscuros, espesa melena negra, bigote y la chaplinesca mirada de amante acongojado. Junto a él, ligeramente más alto, un robusto joven con los mismos rasgos agresivos de Edward G. Robinson pero más afeminados, prominentes labios carnosos y ojos llenos de pasión. El que se parecía a Chaplin llevaba media docena de rosas blancas y el que se parecía a Robinson, media docena de rosas rojas. Cuando en la cola de pasajeros que desembarcaban del avión apareció una joven rubia con gafas de sol, un arrugado traje blanco de falsa piel de tiburón y el cabello de algodón de azúcar prácticamente oculto bajo el ala inclinada de un sombrero de paja, los atildados jóvenes la miraron con expresión ausente.

—¿Qué pasa? ¿No me re-reconocéis?

Norma Jeane suavizó la tensión del momento dándole una nota de comedia musical. Ése era su don: su habilidad para improvisar en situaciones desesperadas. Rió con alegría y esbozó esa sonrisa suya que valía un millón de dólares. Agitó una mano en la cara de los hombres, como si quisiera despertarlos.

—¡Norma!

Los demás pasajeros miraron con asombro cómo corrían los jóvenes para abrazar a Norma Jeane. Eddy G. la levantó con el brazo derecho y la estrechó con tanta fuerza que poco faltó para que le rompiera las costillas. A continuación, con la furtiva gracia de un bailarín, Cass la abrazó y le dio un húmedo y apasionado beso en la boca.

¿Quiénes eran? ¿Actores? ¿Modelos? Los tres tenían un intrigante aire familiar, como si se parecieran a otras personas.

—Oh, Cass.

Norma Jeane prorrumpió en sollozos y ocultó la cara entre las rosas blancas.

Pero Eddy G. se interpuso entre los dos.

—Me toca a mí —dijo y la besó también en la boca.

Norma Jeane estaba demasiado sorprendida para devolverle el beso o cerrar los ojos. Le costaba respirar. Había tantas rosas. Algunas cayeron al suelo. El aterrizaje, un traqueteante descenso entre un remolino de niebla con olor a azufre, la había asustado y este recibimiento la asustaba aún más. Cass, profundamente conmovido, la miraba a los ojos.

—Norma, eres tan… hermosa. Supongo…

Eddy G. esbozó una fugaz sonrisa aniñada. Él, que hacía desternillarse de risa a sus amigos imitando a su célebre padre en Hampa dorada, ahora lo imitaba también sin saberlo, sonriendo, hablando por la comisura de la boca. Era muy propio de él reaccionar atropelladamente para evitar situaciones embarazosas.

—¡Sí! Aunque es fácil olvidar lo hermosa que es Marilyn.

Los hombres rieron. Tras un pequeño titubeo, Norma Jeane los imitó.

¡Qué cambiados estaban! Norma Jeane casi no los había reconocido.

La ropa elegante no era el único motivo (¿tenían un nuevo amigo, un generoso «benefactor»?, ¿uno de esos enamorados maduros que les resultaban irresistibles?). Cass llevaba el pelo más largo y rizado y se estaba dejando crecer un sedoso bigote negro tan parecido al de Charlot que había que mirarlo con atención para distinguirlo del original. Eddy G. estaba inquieto y eufórico (su última droga era Dexamyl, un estimulante que superaba a la Benzedrina en todos los aspectos y no causaba adicción); sus oscuros ojos resplandecían, pese a que tenía los párpados hinchados y los capilares de su globo ocular izquierdo se habían roto formando un delicado encaje de sangre.

—Bienvenida a Los Ángeles, Norma.

—Dios, no sabes cuánto te hemos echado de menos. Prométenos que no volverás a dejarnos.

Mientras Norma Jeane batallaba con las rosas llenas de espinas, Cass y Eddy G. caminaban a su lado, riendo y charlando animadamente. Hacían planes para esa noche y para la siguiente. Celebrarían por adelantado el éxito de Niágara.

—Walter Winchell dice que será un bombazo.

Se abrían paso entre la multitud que atestaba la terminal, llamativos y exhibicionistas como pavos reales. Norma Jeane procuraba eludir los ojos de los desconocidos que los miraban con expectación y curiosidad. La gente se detenía en seco para verlos pasar.

La joven había dejado el Cadillac verde lima a Cass y Eddy G., que lo habían aparcado fuera del aeropuerto. Al salir, vio un largo y profundo arañazo en el guardabarros trasero y pequeñas abolladuras en la parrilla de cromo. Rió y no hizo ningún comentario al respecto.

Eddy G. se puso al volante y Norma Jeane se apretujó entre sus dos amantes en el asiento delantero. La capota estaba bajada. El aire cargado de azufre irritaba los ojos de Norma Jeane. Mientras aceleraba entre el tránsito, Eddy G. cogió la mano de la chica y la puso sobre su entrepierna. Cass cogió la otra mano de Norma Jeane y la depositó a su vez sobre su abultado pene.

Pero lo cierto es que no me conocen. No me reconocieron.

La promesa. Sucedió de algún modo: el Château Mouton-Rothschild de 1931 resbaló entre los dedos de él, que había conseguido la botella a través de un amigo de un amigo de un amigo, en cuya amplia y cavernosa bodega de Laurel Canyon Drive podía pasar inadvertida tan misteriosa desaparición, y, maldita fuera, todavía quedaban dos tercios del contenido. El vidrio estalló. Pequeños fragmentos de cristal volaron por el suelo de madera como pensamientos demoníacos. El olor agrio y penetrante del vino se percibiría durante meses.

—¡Oh, Dios! Perdóname.

Quienquiera que fuese, fue perdonado. Pegajosos besos de ensueño. Aquellos ojos angustiados, llenos de amor. Era imposible no reír ante semejantes ojos, ante semejante belleza. Perdidos en un éxtasis interminable. Eran lo bastante jóvenes —y el Dexamyl contribuía lo suyo— para hacer el amor eternamente. No había droga más dulce que el amor. Otros colocones eran interiores, cerebrales, pero hacer el amor era una experiencia compartida, ¿no? Al menos casi siempre.

—¡Ay! Me duele. Lo siento. No pue-puedo evitarlo.

No había cortinas en las ventanas abiertas de par en par al cielo. Incluso con los ojos cerrados, uno sabía si era un día despejado, típico del sur de California, o un día nublado; si era el alba, el atardecer, una noche estrellada, una oscura noche encapotada o «el gran mediodía», como decía Cass, citando a su Zaratustra, su gran amor de la adolescencia. («Pero ¿quién es Zaratustra? —preguntó Norma Jeane a Eddy G.—. ¿Deberíamos conocerlo?». Eddy G. se encogió de hombros y respondió: «Claro. Supongo que sí. Aquí, tarde o temprano, conoces a todo el mundo. A veces los nombres cambian, pero una vez que los conoces, los conoces».) En Hollywood Tatler, Hollywood Reporter, L. A. Confidential y Hollywood Confidential publicaban fotografías de estos tres jóvenes hermosos. En las páginas de cotilleos.

TRES JÓVENES DE JARANA: CHARLIE CHAPLIN JR.,

EDWARD G. ROBINSON JR. Y LA ATRACTIVA RUBIA MARILYN MONROE:

¿UN MÉNAGE À TROIS?

Qué vulgaridad, dijo Cass. Qué falta de escrúpulos, dijo Eddy G. Marilyn es una actriz seria, observó Cass. Eddy G. comentó que detestaba sobre todo esa foto suya en la que parecía un gilipollas: salía con la boca abierta como si estuviera jadeando. Sin embargo, recortaron las imágenes más morbosas y las pegaron en las paredes. Cuando aparecieron en la portada de Hollywood Confidential, bailando los tres juntos en un bar del Strip, Cass y Eddy G. compraron una docena de revistas y pegaron las tapas en la puerta de la habitación de Norma Jeane. La joven rió de la vanidad de los muchachos. Ellos, por su parte, se burlaron despiadadamente de su compañera.

—¿Es ésta la rubia atractiva? ¿O ésta? —preguntaron manoseándole las nalgas y la vagina.

Norma Jeane chilló y se soltó. El solo contacto con ellos, con sus dedos firmes y hábiles, con el calor de sus caras, hacía que se derritiera. Ah, parecía un cliché, pero era la pura verdad.

Era Norma Jeane quien animaba a los muchachos cuando necesitaban que los animaran, un hecho frecuente después de sus largas noches de juerga y sus días ajetreados. O cuando Eddy tuvo un accidente con un Jaguar prestado. Cuando el número de plaquetas en la sangre de Cass descendió alarmantemente y tuvieron que hospitalizarlo durante tres días infernales. Cuando Eddy G., que interpretaba a Horacio en una producción local de Hamlet y había sido elogiado por la prensa de Los Ángeles, despertó una tarde «con la mente en blanco, como si se la hubieran lavado con una manguera», y no pudo trabajar en la función de esa noche ni en ninguna de las siguientes. Cuando Cass se torció el tobillo en la primera semana de ensayos de un musical de la Metro en el que había conseguido un papel en el coro.

—Fue un accidente. No me vengáis con puñeteras interpretaciones freudianas.

Norma Jeane los cuidaba y los escuchaba. A menudo pasaba por alto sus palabras hirientes. Porque lo que le decían era menos importante que el hecho de que le hablaran con sinceridad y sin subterfugios, apretándole la mano, mirándola a los ojos.

—Ah, Norma, creo que te quiero —dijo Eddy G., con su cara de niño malcriado súbitamente fruncida como la de un niño al borde de las lágrimas—. Siento celos de ti y de Cass. Siento celos de cualquiera que te mire. Si pudiera amar a una mujer, ésa serías tú.

Y allí estaba Cass, con sus maravillosos ojos, el primer amor verdadero de Norma Jeane. Esos ojos. Ningún otro hombre tiene unos ojos tan bellos. Los había visto por primera vez cuando era una niña, la Norma Jeane desaparecida tiempo atrás, maravillada por todo aquello que descubría, y que no tenía palabras para describir, en la misteriosa y atractiva vida de su madre.

—¿Norma? Cuando dices que me quieres o simplemente cuando me miras, ¿a quién ves en realidad? ¿Lo ves a él?

—No, no. ¡Te veo sólo a ti!

Qué elocuentes eran, qué ingeniosos e inspirados, qué bien se expresaban Cass Chaplin y Eddy G. cuando hablaban de sus famosos / infames padres.

—Unos padres que devoran a sus hijos como Cronos —decía Cass con la cara pálida de odio.

(«¿Quién es Cronos?», preguntó Norma Jeane a Eddy G., porque no quería que Cass se enterara de lo inculta que era. «Creo que es un rey de la antigüedad —respondió Eddy G. sin convicción—. O no, espera, me parece que es Jehová en griego. Sí, es la palabra griega para decir Dios. Estoy seguro».) En Hollywood había muchos hijos de celebridades y la mayoría parecían víctimas de un cruel encantamiento. Cass y Eddy G. los conocían a todos. Tenían apellidos ilustres (Flynn, Garfield, Barrymore, Swanson, Talmadge) que pesaban sobre ellos como si se tratara de un defecto físico. Parecían verdes e inmaduros, pero tenían ojos de ancianos. Desde muy pequeños eran expertos en la ironía. Rara vez los sorprendían los actos crueles, incluidos los propios, pero un simple gesto de cortesía o generosidad podía conmoverlos hasta las lágrimas.

—No debes ser buena con nosotros —advertía Cass.

—Desde luego —convenía Eddy G. con vehemencia—. Sería como alimentar a una cobra. Yo no me acercaría a mí mismo ni con una vara de tres metros.

—Por lo menos vosotros tenéis padres —señalaba Norma Jeane—. Sabéis quiénes sois.

—Ése es el problema —replicaba Cass, irritado—. Ya sabíamos quiénes éramos antes de nacer.

—Cass y yo somos víctimas de una doble maldición —observó Eddy G.—, porque tenemos el mismo nombre de unos individuos que no querían que naciéramos.

—¿Cómo sabéis que no querían que nacierais? —preguntó Norma Jeane—. No podéis fiaros de lo que os dijeron vuestras madres. Cuando el amor termina y una pareja se separa…

—¡El amor! —tanto Cass como Eddy G. resoplaron con desdén—. ¿Hablas en serio? Mira al Pescadito, hablándonos de esa patraña del amor.

—No me gusta que me llaméis Pescado —dijo Norma Jeane, ofendida.

—Y a nosotros no nos gusta que nos digas cómo deberíamos sentirnos —respondió Cass, acalorado—. Tú nunca conociste a tu padre, así que eres libre para inventarte a ti misma. Y estás haciendo un trabajo excelente, Marilyn Monroe.

—¡Es verdad! ¡Eres libre! —exclamó Eddy G. Con su característica impulsividad infantil, cogió la mano de Norma Jeane y poco faltó para que le fracturara los dedos—. No llevas el nombre del cabrón que te concibió. Tu nombre, Marilyn Monroe, es completamente falso. Me encanta. Es como si te hubieras parido a ti misma.

Hablaban con ella, pero no le hacían el menor caso. Sin embargo, Norma Jeane sabía que cuando no estaba presente, ellos no hablaban con tanta seriedad. Se limitaban a beber o fumar hierba.

—Si yo pudiera parirme a mí mismo, volvería a nacer —afirmó Cass con voz estentórea—. Me redimiría. Los hijos de los «grandes» jamás nos sorprendemos a nosotros mismos, porque todo lo que somos capaces de hacer ya se ha hecho, y mejor de lo que podríamos hacerlo nosotros —no hablaba con amargura, sino con un aire de noble resignación, como un actor recitando a Shakespeare.

—¡Exactamente! —convino Eddy G.—. Si tenemos talento para algo, nuestros padres siempre tienen más —rió y dio un codazo a Cass en las costillas—. Claro que mi viejo es una mierda en comparación con el tuyo. No hizo más que dos grandes pelis de gánsteres. Cualquiera puede imitar su sonrisa. Pero Charlie Chaplin… En un tiempo, era prácticamente un rey. Y ganó un pastón.

—Joder, ya te he dicho que no hables de mi padre —dijo Cass—. No sabes una mierda de él ni de mí.

—No seas capullo, Cassie, ¿qué diferencia hay entre tú y yo? Mi viejo me gritaba cada vez que lloraba o me meaba encima. Una vez, cuando yo tenía cinco años y ya estaba chalado, me lancé sobre él porque le estaba gritando a mi madre y el cabrón me arrojó al otro lado de la habitación de una patada. Mi madre lo contó en el juicio de divorcio y lo demostró con radiografías.

—Pues yo tuve que testificar en el juicio de divorcio porque mi madre estaba demasiado borracha para presentarse.

—¿Tu madre? ¿Y qué me dices de la mía?

—Por lo menos la tuya no está loca.

—¿Hablas en serio? Tú no sabes una puñetera mierda de mi madre.

Discutían con acaloramiento y grosería, como si fueran hermanos. Norma Jeane trataba de razonar con ellos, al estilo de June Allyson en aquellas películas de los años cuarenta donde la mujer podía hacer que prevaleciera la razón si además era guapa y se indignaba.

—¡Cass! ¡Eddy! No os entiendo a ninguno de los dos. Tú eres un actor excelente, Eddy; te he visto trabajar. Te inspiran los papeles serios y el lenguaje poético: Shakespeare, Chéjov. Lo tuyo no son las películas sino el teatro. Y allí es donde se demuestra el verdadero talento para la interpretación. Pero te rindes enseguida; esperas demasiado de ti mismo y finalmente te das por vencido. Y tú, Cass, eres un bailarín extraordinario —hablaba cada vez más rápido mientras los hombres la miraban en un silencio desdeñoso. Sus caras estaban tan vacías de expresión como las efigies de los monumentos funerarios—. ¡Tú eres la música en movimiento, Cass! Igual que Fred Astaire. Y tus coreografías son preciosas. Los dos sois…

De repente se sorprendió de la vacuidad de sus palabras, aunque sabía que eran veraces. ¡No exageraba! En ciertos círculos, los hijos de Charlie Chaplin y de Edward G. Robinson tenían fama de «superdotados», aunque también de «malditos». Porque el talento no sirve de nada sin otras cualidades: valor, ambición, perseverancia y fe en uno mismo. Por desgracia, los dos carecían de estos atributos.

—¿Así que yo tengo condiciones para la interpretación? —preguntó Eddy G. con sarcasmo—. ¿Y qué es la «interpretación», bonita? Una mierda. Todos los actores son una mierda. Su padre, mi padre, los malditos Barrymore, la puta de la Garbo. Son caras, nada más. Un público lleno de gilipollas mira estas caras y se produce una especie de puñetera magia. Cualquiera que tenga la estructura ósea adecuada puede actuar.

—Eh, Eddy —interrumpió Cass—. Eso sí es una gilipollez. ¡Una gilipollez como una catedral!

—Te digo que cualquiera puede actuar —repitió Eddy G. con vehemencia—. Es una farsa. Un chiste. Te subes ahí arriba, sigues las instrucciones del director y recitas tu texto. Eso lo hace cualquiera.

—Claro —convino Cass—. Pero no cualquiera lo hace bien.

Eddy G. se volvió hacia Norma Jeane y con súbita crueldad dijo:

—Díselo, nena. Tú eres una «actriz». Es una estupidez, ¿verdad? Sin ese culo y esas tetas, no serías nada y lo sabes.

No esa noche, sino otra. Esta noche. Cuando celebraban su llegada de las cataratas del Niágara. En el lugar que había sido su apartamento «nuevo» y que ahora estaba desordenado y olía mal incluso antes de que el Château Mouton-Rothschild se rompiera en el suelo del salón y lo dejaran tal cual porque era demasiado trabajo limpiarlo. Pero tenían una botella de champán francés, y Cass insistió en abrirla él. Llenó las copas hasta el tope, de modo que las burbujas de champán les hacían cosquillas en los dedos. Cass y Eddy G. levantaron galantemente las copas en honor a Norma Jeane:

—Nuestra Norma ha vuelto con nosotros, donde debe estar.

—Nuestra Marilyn, que es preciosa.

—Y que sabe actuar.

—Oh, sí. ¡Y también follar!

Los hombres rieron, aunque sin maldad. Norma Jeane bebió y rió con ellos. Ella infería que no la consideraban gran cosa en el aspecto sexual. Quizá todos los hombres preferían a otros hombres, o lo harían si tuvieran la opción; naturalmente, los hombres sabían lo que les gustaba a otros hombres, mientras que Norma Jeane no tenía idea. De modo que rió y bebió. Era más sensato reír que llorar. Más sensato reír que no reír. Los hombres la adoraban cuando reía, incluso Cass y Eddy G., que la veían de cerca y sin maquillaje. El champán era su bebida favorita. El vino le daba dolor de cabeza, pero el champán le aclaraba la mente y la animaba. ¡A veces se sentía tan triste! Aunque se había entregado en cuerpo y alma a Rose Loomis y parecía saber (sin vanidad, sin euforia) que Niágara sería un éxito gracias a ella, que la lanzaría en su carrera, de todos modos se sentía tan triste a veces… Bueno, el champán era la bebida de su boda. Describió la boda a Cass y Eddy, que la escucharon y rieron. Ellos, que eran contrarios al matrimonio, que detestaban las bodas, disfrutaban con sus anécdotas. El traje prestado, que se había manchado dos veces. El dolor que había sentido en su primera «relación sexual». Su joven y enardecido marido moviéndose de arriba abajo, sacudiéndose, sudando, gimiendo, resollando y jadeando. En el transcurso de su breve matrimonio, el olor a medicina de los resbaladizos preservativos. Y el viejo Hirohito, con su macabra mueca, sobre la radio.

—A veces era la única persona con la que hablaba en todo el día.

Y por lo visto en aquella época Norma Jeane tenía la regla todo el tiempo. ¡Pobre Bucky Glazer! Él merecía una esposa mejor. Norma Jeane deseaba que hubiera vuelto a casarse, que hubiera encontrado a una mujer que no pareciera sufrir un aborto cada vez que le venía la menstruación.

¿Por qué digo estas cosas tan horribles?

Cualquier cosa con tal de hacer reír a los hombres.

Cass los condujo al balcón. ¿Cuándo se había ocultado el sol? Era una noche húmeda, pero ¿qué noche? La ciudad de Los Ángeles se extendía a sus pies. Hacia el norte estaban las colinas, menos iluminadas. Una parte del cielo estaba salpicada de nubes y la otra, totalmente despejada, como una grieta enorme a través de la cual podías mirar eternamente. Norma Jeane había leído que el universo tenía una antigüedad de miles de millones de años y que lo único que los astrofísicos sabían era que su edad se reajustaba continuamente, perdida en el abismo del tiempo. Sin embargo, todo había empezado con una explosión de nanosegundos de… ¿qué? Una partícula demasiado pequeña para que la viera el ojo humano. No obstante, al mirar el cielo, uno «veía» belleza en las estrellas. Uno «veía» constelaciones que formaban figuras humanas o animales, como si las estrellas, esparcidas en el tiempo y el espacio, estuvieran sobre una única superficie plana, como las viñetas de un tebeo.

—Allí está Géminis, ¿la veis? Norma Jeane y yo somos géminis. Los Dióscuros.

—¿Dónde?

Cass señaló. Norma Jeane no sabía bien qué veía ni qué debía ver. El cielo era un enorme puzle y le faltaban demasiadas piezas.

—Yo no veo nada —dijo Eddy G. con impaciencia—. ¿Dónde está?

—Dónde están. Los Dióscuros son dos. Son gemelos.

—¿Qué Dióscuros? Esto es muy raro.

Unos meses antes, Eddy G. les había dicho a Norma Jeane y a Cass que él también era del signo de Géminis, pues había nacido en junio. Estaba ansioso por ser idéntico a ellos. Ahora parecía haberlo olvidado. Cass volvió a señalar la escurridiza constelación y esta vez Norma Jeane y Eddy G. la vieron, o creyeron verla.

—¡Estrellas! —exclamó Eddy G.—. Les dan demasiada importancia. Están tan lejos que resulta difícil tomarlas en serio. Y su luz ya se ha extinguido cuando llega a la Tierra.

—Su luz no —corrigió Cass—. Las propias estrellas.

—Las estrellas son luz. Nada más.

—No es verdad. Al principio, las estrellas tienen sustancia. La luz no puede generarse de la nada.

Se creó cierta tirantez entre ambos. Era obvio que a Eddy G. no le gustaba que lo corrigieran.

—Con las «estrellas» humanas pasa lo mismo —observó Norma Jeane—. Tienen que ser algo. No pueden ser nada. Han de tener sustancia.

¡La pobre y torpe Norma Jeane! Aquélla era una alusión clara, aunque indirecta y bienintencionada, a los monstruosos padres de sus amantes.

—Lo cierto es que las estrellas se consumen —señaló Cass con perversa satisfacción—. Tanto las celestiales como las humanas.

—Brindo por eso —dijo Eddy G. riendo.

Eddy G. había sacado la botella de champán al balcón y la había apoyado imprudentemente en la estrecha barandilla. Volvió a llenar las copas. El joven parecía haber revivido gracias al aire fresco, un fenómeno típico en él en aquellos tiempos.

—¿Qué coño son los Dióscuros, Cass? ¿Has dicho que son gemelos?

—Sí y no. El principio de los Dióscuros es que, en esencia, no son dos. Son gemelos idénticos que tienen una extraña relación con la muerte —hizo una pausa. Igual que un actor, sabía cuándo debía detenerse.

Cass Chaplin era de lejos el más educado de los dos. Su trastornada madre lo había enviado a un internado jesuita, donde había estudiado teología medieval, latín y griego. Había abandonado los estudios antes de graduarse, nadie sabía si de manera voluntaria o porque lo habían expulsado o había sufrido una de sus innumerables crisis nerviosas. En la época de su primera relación con él, Norma Jeane había examinado furtivamente las posesiones de Cass, y en una de sus andrajosas bolsas de lona encontró un voluminoso diario titulado LOS DIÓSCUROS: MI VIDA EN (P)ARTE. Estaba lleno de composiciones musicales, poemas y dibujos de rostros y cuerpos humanos asombrosamente realistas. Había desnudos eróticos femeninos y masculinos, personas masturbándose con la cara crispada en gestos de angustia o vergüenza. ¡Pero ésta soy yo!, había pensado Norma Jeane. Ahora tenía la impresión de que después de que el Comité de Actividades Antiamericanas interrogara a Charlie Chaplin Sr., la prensa lo calificara de «comunista traidor» y él se exiliara a Suiza, Cass había empezado a dilapidar sus energías: o bien estaba demasiado eufórico, o pasaba días enteros deprimido; padecía insomnio, igual que ella, y necesitaba Nembutal para dormir, y bebía cada vez más. (Por lo menos, a diferencia de Eddy G., no había sucumbido a la última moda de Hollywood: fumar hachís.) Hacía meses que no se presentaba a una audición. Escribía música, pero después rompía las partituras. Aunque en teoría Norma Jeane no sabía nada, varios conocidos malintencionados, incluido su agente, se habían tomado la molestia de informarla de que la policía de Westwood había arrestado y retenido durante una noche a Cass Chaplin por alteración del orden público mientras se hallaba en estado de embriaguez. A veces, cuando hacían el amor, no se le levantaba; en esos momentos, Cass decía que Eddy G. tendría que satisfacerlos a los dos.

Cosa que Eddy G., que era o parecía incansable y continuamente los maravillaba con su polla, no tenía inconveniente en hacer.

—Los Dióscuros eran unos gemelos guerreros llamados Cástor y Pólux. A uno de ellos, Cástor, lo mataron. Pólux echaba tanto de menos a su hermano que ofreció a Zeus, el rey de los dioses, su propia vida a cambio de la de su hermano. Zeus se compadeció (a veces, si uno se humillaba lo suficiente y los pillaba de buen humor, los cabrones de los dioses se ablandaban) y les permitió vivir a los dos, pero no al mismo tiempo. Cástor vivía un día en el cielo, mientras Pólux estaba en el Hades, el infierno; después Pólux vivía un día en el cielo, mientras Cástor estaba en el infierno; alternaban entre la vida y la muerte, pero no se veían.

—¡Joder, qué tontería! Además de disparatado, es vulgar. Eso pasa constantemente.

Cass prosiguió, dirigiéndose a Norma Jeane:

—Entonces Zeus volvió a compadecerse de ellos. Premió su amor recíproco reuniéndolos para siempre en una constelación. En Géminis. ¿La ves?

Norma Jeane aún no había distinguido el dibujo formado por las estrellas. Pero alzó la vista al cielo y sonrió. Bastaba con saber que los Dióscuros estaban allí, ¿no? ¿O tenía que verlos?

—De modo que los Dióscuros son unos gemelos que están en el cielo y son inmortales. Siempre me preguntaba…

—¿Y eso qué tiene que ver con la muerte? —interrumpió Eddy G.—. O con nosotros. Yo me siento condenadamente humano y mortal. No como si fuera una puñetera estrella en el cielo.

La botella de champán cayó al suelo del balcón y se rompió. No se hizo añicos, como la de vino, y además le quedaba poco líquido.

—¡Joder! ¡Otra vez no!

Pero tanto Cass como Eddy G. reían. En un santiamén se habían convertido en Abbott y Costello. Eddy G. levantó algunos cristales rotos y con cara de ebria beatitud exclamó:

—¡Una promesa de sangre! ¡Hagamos una promesa de sangre! Somos los Dióscuros. Somos gemelos, aunque seamos tres.

—Eso es…, cómo se llama…, sí, un triángulo —dijo Cass con entusiasmo, arrastrando las palabras. Un triángulo no puede dividirse entre dos, a diferencia del número dos.

—No nos olvidaremos nunca, ¿de acuerdo? Los tres nos querremos siempre tanto como ahora.

—Y si es necesario, moriremos por los otros —añadió Cass jadeando.

Antes de que Norma Jeane pudiera detenerlo, Eddy G. se hizo un corte en el interior del antebrazo. La sangre brotó de inmediato. Cass le quitó el trozo de cristal e hizo lo mismo en su antebrazo, del que manó aún más sangre. Norma Jeane, profundamente conmovida, no vaciló en coger el cristal de manos de Cass y con dedos temblorosos pasó el filo por su propio antebrazo. Sintió un dolor instantáneo, agudo y lacerante.

—¡Siempre nos querremos!

—¡Siempre, como los Dióscuros!

—En la salud y en la enfermedad…

—En la riqueza y en la pobreza…

—Hasta que la muerte nos separe.

Como niños ebrios, unieron los antebrazos y apretaron. Rieron hasta quedarse sin aliento. ¡Era el mayor acto de amor en la vida de Norma Jeane!

—¿Sólo hasta que la muerte nos separe? —preguntó Eddy G. con voz gutural, imitando a un gánster—. ¡Demonios, más allá de la muerte! ¡Hasta después de que la muerte nos separe!

Se besaron, tambaleándose. Comenzaron a quitarse los unos a los otros la ropa arrugada y manchada de sangre. Estaban de rodillas y habrían hecho el amor allí mismo, en el balcón, de no ser porque Cass se clavó un fragmento de cristal en el muslo.

—¡Joder!

Abrazados, dando tropiezos, volvieron a entrar en el apartamento y se arrojaron todos juntos, como cachorrillos necesitados de afecto, sobre la cama sin hacer de Norma Jeane, donde en un delirio de pasión harían el amor intermitentemente durante toda la noche.

Esa noche pensé que concebiría un niño. Pero no fue así.

El sobreviviente. ¡El estreno de Niágara! Para algunos, una noche histórica. Todo el mundo lo sabía, incluso antes de que las luces se apagaran. Cass y yo no pudimos sentarnos junto a Norma, que estaba en las primeras filas con los directivos de La Productora. Se odiaban mutuamente, pero así eran las cosas en Hollywood en aquellos tiempos. La tenían contratada por mil dólares a la semana. Ella había aceptado esa suma cuando estaba desesperada y luego pelearía para que se la subieran durante años. Finalmente, los jefes ganaron. La noche del estreno de Niágara, el cabrón de Z está sentado junto a Norma Jeane, pero se levanta para saludar a la gente y estrechar algunas manos; parpadea como si no entendiera lo que le dicen, como si quisiera entender pero no pudiera hacerlo. El tipo está convencido de que es un olmo al que la gente le pide peras. No entiende. Durante toda la trayectoria de Marilyn Monroe, que ganará millones de dólares para La Productora y una ínfima parte para sí misma, esos tipos se comportarán como si no entendieran lo que pasa. Esa noche, Marilyn lucía un vestido rojo, cubierto de lentejuelas, que dejaba al descubierto sus hombros y gran parte de los pechos; un atuendo que habían cosido con ella dentro y que la obligó a entrar en la sala dando pequeños pasos de niña, mientras todos la observaban boquiabiertos, como si fuera un bicho raro. Cinco horas era el tiempo mínimo que le dedicaba el equipo de maquillaje en ocasiones semejantes. Norma decía que era como si prepararan un cadáver. Veo que mira alrededor, buscándonos a Cass y a mí (que estamos en el gallinero), y no nos encuentra. Es una niña perdida disfrazada de puta, pero de todos modos bellísima.

—Nuestra Norma —dije dándole un codazo a Cass. Habríamos querido gritar de alegría.

Las luces se apagan y Niágara comienza con una escena en las cataratas. Un hombre de aspecto insignificante e indefenso junto a las poderosas y rugientes aguas. Luego vemos a Norma, o más bien a Rose. Está en la cama, ¿dónde si no? Desnuda bajo una sábana. Está despierta, pero finge dormir. Durante toda la película, Rose Loomis hace una cosa mientras simula hacer otra; el público lo sabe, pero el imbécil de su marido no se entera. El tipo es un ex combatiente trastornado, un caso patético, pero al espectador le importa un bledo su situación. Todo el mundo espera que Rose vuelva a aparecer en la pantalla. Ella es una mujer voluptuosa y mala hasta el tuétano. Supera con creces a Lana Turner. Después de ver Niágara, uno recuerda al menos un desnudo integral. ¿En 1953? Es imposible apartar los ojos de Rose. Cass y yo veremos la película una docena de veces… Porque Rose es nosotros. Nuestra alma. Es cruel a nuestra manera. No tiene moral, igual que un niño. Está constantemente mirándose al espejo, como haríamos nosotros si tuviéramos su aspecto. Se acaricia, está enamorada de sí misma. ¡Como todos nosotros! Pero, en teoría, eso es malo. Uno se pregunta cómo es posible que las escenas de cama pasaran el filtro de la censura. Ella abre las piernas y uno juraría que ve su rubio coño a través de la sábana. Te quedas hipnotizado mirándola. Y su cara también es una especie de coño. La roja boca húmeda, la lengua. Cuando Rose muere, la película muere. Pero su muerte es tan hermosa que yo casi me corrí en los pantalones. Todo por una chica, Norma, que de hecho no tiene la menor idea de cómo follar, que te obliga a hacer el noventa y cinco por ciento del trabajo, que en la vida real repite «Ah, ah, ah» como si estuviera en una clase de interpretación y hubiera memorizado la frase. Pero en las películas, Marilyn era una experta. Daba la impresión de que la cámara era la única que sabía hacerle el amor tal como ella deseaba. Nosotros éramos simples mirones, hipnotizados en su contemplación.

Aproximadamente en la mitad de la película, cuando Rose se burla de su marido porque a éste no se le levanta, Cassie me dice:

—Ésta no es Norma. No es nuestro Pescadito.

Desde luego que no lo era. Rose era una desconocida, una mujer a la que jamás habíamos visto. La gente pensaba que Marilyn Monroe se limitaba a interpretarse a sí misma. Encontraban la manera de desacreditar todas sus películas, por muy diferente que fuera su papel en cada una de ellas.

—Esa puta no sabe actuar. Hace de sí misma.

Pero era una actriz nata. Un genio, si uno cree en la existencia de los genios. Porque Norma no tenía idea de quién era y necesitaba llenar el vacío que sentía en su interior. Cada vez que salía, tenía que inventar su alma. También nosotros, el resto de la gente, estamos vacíos; de hecho, es posible que el alma de todos los seres humanos esté vacía, pero Norma era la única que lo sabía.

Así era Norma Jeane Baker cuando la conocimos. Cuando éramos los «Dióscuros». Antes de que nos traicionara, o de que nosotros la traicionáramos a ella. Hace mucho tiempo, cuando éramos jóvenes.

¡La felicidad! No fue la mañana inmediatamente posterior al estreno de Niágara, sino varias mañanas después. Norma Jeane, que sufría insomnio desde hacía meses, despertó tras una noche de sueño profundo y reparador. Una noche sin las píldoras mágicas de Cass. Había tenido sueños sorprendentes, en los que Rose estaba muerta, pero Norma Jeane, viva.

—Me prometían que viviría para siempre.

Ella era una mujer sana, alta, fuerte y ágil como una atleta. Entre sus piernas no estaba el sangrante y humillante corte que la consumía, sino un curioso y prominente órgano sexual.

—¿Qué es esto? ¿Qué soy? Me siento tan feliz.

En el sueño tenía permiso para reír. Para correr por la playa descalza, riendo. (¿Estaba en Venice Beach? No en la Venice Beach de ahora, sino en la de hacía mucho tiempo.) La abuela Della estaba allí, con el pelo agitándose al viento. Norma Jeane casi había olvidado sus carcajadas estentóreas. ¿Acaso la abuela Della tenía algo semejante entre las piernas? No era la polla de un hombre ni la vagina de una mujer. Era simplemente:

—Lo que soy. Norma Jeane.

Despertó riendo. Era temprano, las seis y veinte de la mañana. Había dormido sola. Había echado de menos a los hombres antes de quedarse dormida, tras lo cual no los había añorado en absoluto. Cass y Eddy G. no habían regresado de… ¿dónde? Una fiesta en Malibú, o quizá en Pacific Palisades. A Norma Jeane no la habían invitado. O tal vez la habían invitado y se había negado a asistir. ¡No, no, no! Quería dormir y quería hacerlo sin píldoras mágicas; en efecto, había dormido y despertado temprano con una extraña sensación de fuerza en el cuerpo. ¡Tan feliz! Se lavó la cara con agua fría e hizo los ejercicios de calentamiento que había aprendido en las clases de interpretación. Luego los ejercicios de calentamiento de sus clases de baile. Se sentía como un potrillo impaciente por correr. Se puso mallas de ciclista, calentadores y jersey holgado. Se recogió el pelo en dos trenzas cortas y rígidas (¿no le había hecho trenzas tía Elsie antes de una de las carreras en el Instituto de Van Nuys para que el cabello rizado y rebelde no le cayera sobre la cara?) y salió a correr.

Las estrechas calles flanqueadas por palmeras estaban casi desiertas, aunque en Beverly Boulevard empezaba a acumularse el tráfico. Desde el estreno de Niágara, recibía continuas llamadas de su agente y de La Productora. Entrevistas, sesiones fotográficas, publicidad. Había carteles de Rose Loomis distribuidos por todo el país. Estaba en las portadas de Inside Hollywood y PhotoLife. Le leían las críticas con entusiasmo por teléfono, y de tanto oírlo, el nombre de Marilyn Monroe empezó a antojársele irreal, como el nombre de una ridícula desconocida descrita con palabras también ridículas y también inventadas por desconocidos.

Un bombazo de interpretación. Un talento turbador, tosco, primitivo. Una rubia ostensiblemente sexy y sin inhibiciones; no ha habido otra igual desde Jean Harlow. El poder elemental de la naturaleza. Una actuación tortuosa. Uno detesta a Marilyn Monroe y al mismo tiempo la admira. ¡Deslumbrante, brillante! ¡Sensual, seductora! ¡Que se quite Lana Turner! Un impresionante semidesnudo. Cautivadora. Repulsiva. Más lasciva que Hedy Lamarr y Theda Bara. Si las cataratas del Niágara son la séptima maravilla del mundo, Marilyn Monroe es la octava.

Al oír estas cosas, Norma Jeane se inquietaba. Se paseaba con el auricular ligeramente separado de la oreja. Reía con nerviosismo, levantaba una pesa de cinco kilos con la mano libre. Se miraba al espejo, desde el cual la miraba a su vez, tímida e intrigada, la chica del espejo biselado de la farmacia Mayer’s. O de repente se inclinaba, se balanceaba y hacía diez rápidas flexiones seguidas. Veinte. ¡Las palabras elogiosas! Y el nombre Marilyn Monroe como una letanía. Norma Jeane se sentía incómoda, consciente de que las palabras recitadas con tono triunfal por su agente o por los empleados de La Productora habrían podido ser otras cualesquiera.

Palabras de desconocidos que tenían el poder de definir su vida. Cuánto se parecían al viento, que soplaba incesantemente. El viento de Santa Ana. Sin embargo, sin duda llegaría el momento en que el viento dejara de soplar; entonces aquellas palabras se desvanecerían y… ¿qué pasaría?

—Pero ésa no era Marilyn Monroe —dijo a su agente—. ¿No se dan cuenta? Era Rose Loomis y sólo existía en la pantalla. Ahora está muerta. Todo ha terminado.

Su agente tenía la costumbre de reírse de la ingenuidad de Norma Jeane como si ella hubiera pretendido ser ingeniosa.

—Marilyn, cariño —dijo con tono reprobador—. No ha terminado.

Corrió durante cuarenta minutos de éxtasis. Después, cuando torció por el camino de entrada del edificio, jadeando, con la cara empapada de sudor, vio a dos hombres jóvenes que se dirigían a la puerta principal.

—¡Cass! ¡Eddy G.!

Estaban pálidos, desaliñados, sin afeitar. La elegante camisa de seda gris de Cass estaba desabotonada hasta la cintura y manchada con un líquido del color de la orina. Eddy G. tenía los pelos de punta, en retorcidos mechones de loco, y un arañazo reciente, curvo como un gancho rojo, junto a la oreja. Los dos miraron estupefactos a la joven vestida con un suéter de la Universidad de Los Ángeles, pantalones de ciclista, calentadores y zapatillas de deporte, con el pelo trenzado y un saludable brillo de sudor en la cara.

—¡Norma! ¿Qué haces levantada a estas horas? —preguntó Eddy G. con voz plañidera.

Cass dio un respingo, como si le latiera la cabeza, y dijo con tono de reproche:

—¡Vaya! ¡Estás contenta!

Norma Jeane rió. Los quería tanto. Los abrazó y besó sus ásperas mejillas, pasando por alto el apestoso olor.

—¡Sí! ¡Soy feliz! Tanto que está a punto de estallarme el corazón. ¿Sabéis por qué? Porque ahora la gente de Hollywood verá que yo no soy Rose. Dirán: «Ha creado a Rose, que es muy distinta de ella. ¡Es una actriz!».

¡Embarazada! Con el nombre de «Gladys Pirig», había ido a consultar a un ginecólogo de un barrio de Los Ángeles tan alejado de Hollywood que parecía pertenecer a otra ciudad. Cuando él le dijo que sí, que estaba embarazada, ella rompió a llorar.

—Ay, lo sabía. Supongo que lo intuía. Últimamente me siento hinchada y tan contenta.

El médico, que no veía más que a una joven rubia llorosa, interpretó mal sus palabras y le cogió la mano, una mano que no tenía anillo de bodas.

—Usted es una joven sana, querida. Todo irá bien.

Norma Jeane se soltó, ofendida.

—He dicho que estoy contenta. Quiero tener al bebé. Mi marido y yo llevamos años intentándolo.

De inmediato llamó a Cass Chaplin y a Eddy G. Pasó la mayor parte de la tarde tratando de localizarlos. Estaba tan eufórica que olvidó que tenía una cita para comer con un productor, una entrevista con un periodista de Nueva York y una reunión en La Productora. Aplazaría su próxima película, un musical. Durante una temporada se ganaría la vida posando para revistas. ¿Cuánto tardaría en notarse el embarazo? ¿Tres meses? ¿Cuatro? Hacía tiempo que la gente de Sir! le pedía una foto para la portada y ahora podría cobrar la friolera de mil dólares. También podía contar con Swank y Esquire. Y había una revista nueva, Playboy, cuyo director también quería sacar a Marilyn Monroe en la portada. Después se dejaría el pelo de su color natural.

—Si sigo decolorándolo, se estropeará.

Se le ocurrió una idea absurda: ¡llamaría a la señora Glazer! ¡Cuánto echaba de menos a la madre de Bucky! Era a ella, y no a Bucky, a quien adoraba. Y a Elsie Pirig.

«¿Sabes una cosa, tía Elsie? Estoy embarazada.»

Aunque aquella mujer la había traicionado, Norma Jeane la había perdonado y seguía añorándola.

«Una vez que tienes un hijo, eres una mujer para siempre. Te conviertes en una de ellas y ya no pueden hacerte a un lado.»

Los pensamientos volaban, rápidos como murciélagos, en su cabeza. No podía ordenarlos. Prácticamente tenía la impresión de que no eran suyos. ¿No se olvidaba de alguien? ¿Alguien a quien debía telefonear?

«Pero ¿quién? Casi puedo ver su cara.»

La celebración. Esa noche se reunió con Cass y Eddy G. en un restaurante italiano de Beverly Boulevard, un sitio donde rara vez reconocían a Marilyn. Con ropa vulgar, el pelo oculto bajo un pañuelo, unas cejas que apenas se veían y sin maquillaje, Norma Jeane estaba segura. Eddy G. se sentó junto a ella en el reservado y la besó en la mejilla.

—Eh, Norma, ¿qué pasa? —preguntó con cara de asombro—. Pareces…

—Nerviosa —terminó Cass con gesto risueño pero asustado, sentándose en el asiento de enfrente.

Norma Jeane había planeado murmurarles al oído, a uno por vez: «¿Sabes una cosa? ¡Estoy embarazada! Vas a ser padre». En cambio, prorrumpió en sollozos. Levantó sus laxas y asombradas manos y las besó en silencio mientras los hombres intercambiaban una mirada llena de miedo. Más tarde, Cass diría que sabía que Norma estaba embarazada, claro que lo sabía: hacía tiempo que ella no tenía la regla y sus reglas eran tan dolorosas, demoledoras para la pobre chica y una auténtica prueba para cualquier amante, que desde luego que lo sabía, o lo presentía. Eddy G. aseguró que se había quedado de piedra, aunque no era exactamente una sorpresa. ¿Cómo iba a sorprenderse si hacían el amor todo el tiempo? ¿Cómo iba a sorprenderse justo él, con su polla incansable y siempre enhiesta? Porque no cabía duda de que el padre era él. Quizá no fuera exactamente un honor, ni siquiera tenía la seguridad absoluta de su paternidad, pero no podía negar que se sentía orgulloso. ¡Un hijo de Edward G. Robinson Jr. y una de las mujeres más bellas de Hollywood! Los dos jóvenes sabían que Norma Jeane deseaba un niño. Era uno de sus rasgos más enternecedores: qué ingenua y tierna era, cuánta fe tenía en el poder redentor de la maternidad, aunque su madre fuera una loca que la había abandonado y que (según rumores que circulaban por todo Hollywood) en una ocasión había intentado matarla. Los dos sabían lo importante que era para Norma ser lo que ella definía como una «persona normal». Y si un niño no te convertía en una persona normal, ¿qué otra cosa podría hacerlo?

De modo que esa noche, cuando Norma Jeane se echó a llorar y les besó las manos, mojándolas con sus lágrimas, Cass se apresuró a decir, con toda la comprensión de que era capaz:

—Ay, Norma, ¿crees que estás…?

—¿Es lo que pienso? —interrumpió Eddy G., y su voz se quebró como la de un adolescente—. Oooooh, vaya.

Ir a la siguiente página

Report Page