Blonde

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Marilyn: 1953 - 1958 » Para Elisa

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Para Elisa

Usted se interpreta siempre a sí mismo. Pero en una variedad infinita.

KONSTANTIN STANISLAVSKI,

Un actor se prepara

No podía haber sido una casualidad. Porque en ese lugar en el que viviría intermitentemente durante el resto de su vida de rubia, no existe el azar. Allí descubrí que todo es necesidad, como los cálamos de las alas, que sujetan la carne al tiempo que la laceran.

Para Elisa, esa melodía maravillosa e inquietante.

Para Elisa, la melodía que había tocado, o intentado tocar, muchos años antes. En el reluciente piano blanco de Gladys, otrora propiedad de Fredric March. Cuando vivían en Highland Avenue, Hollywood. Gladys se había sacrificado para que Norma Jeane tomara clases de piano y de canto, intuyendo que algún día sería actriz. Siempre tuvo fe en mí. Y yo era tan ignorante. Su profesor de piano, al que adoraba y temía a la vez, guiaba con firmeza sus dedos sobre el teclado.

—No seas tonta, Norma Jeane. Haz un esfuerzo.

Estaba sola cuando oyó la música. Abstraída, subía en un ascensor de Bullock’s, en Beverly Hills. Debía de ser lunes, pues no tenía ensayo en La Productora. No vestía como Lorelei Lee («Marilyn Monroe ha nacido para interpretar ese papel»), sino como una cliente más de las tiendas de Beverly Hills. Estaba segura de que nadie la reconocería. Había ido a Bullock’s a comprar regalos para su maquillador, Whitey, que era todo un personaje y la hacía reír, y para Yvet, la secretaria del señor Z, que había sido muy amable y paciente con ella y siempre guardaría su secreto. Compraría también un bonito camisón para Gladys y lo enviaría a Lakewood con una tarjeta que diría «Con cariño, de tu hija Norma Jeane». Llevaba unas gafas de sol tan oscuras que le costaba ver los precios de las etiquetas, una holgada chaqueta de lino beis y pantalones. Calzaba unas zapatillas de lona con suela de corcho para descansar sus doloridos pies. Sobre la vaporosa melena rubia, todavía ligeramente alborotada tras una noche de descanso, se había atado un pañuelo color aguamarina, sin duda un obsequio de alguien. Porque en esta etapa de su vida la gente la obligaba a aceptar presentes —prendas de vestir, incluso joyas y reliquias de familia— cada vez que ella, ya fuera por cortesía o simplemente por decir algo con objeto de evitar preguntas íntimas, expresaba la más mínima admiración por esos objetos.

¡Pruébatelo, Marilyn! ¡Vaya, te queda que ni pintado! Por favor, quédatelo.

Mientras subía en el ascensor a la segunda planta de Bullock’s, empezó a oír una melodía de piano. No la reconoció, pues en su cabeza, como en una enloquecida máquina de discos, sonaba la vivaz banda sonora de un musical, una estridente y sincopada música de baile. Escandalosa, vulgar. Pero de pronto oyó música clásica procedente de un piso superior. Estaba segura de que no era una grabación, sino música en vivo: ¿un pianista? ¡Tocaba Para Elisa, de Beethoven! La sonata atravesaba su corazón como una esquirla del más exquisito cristal.

Para Elisa, la melodía que Clive Pearce había tocado para ella en el mágico piano blanco, despacio, con suavidad y tristeza, poco antes de llevarla al orfanato.

El tío Clive.

—Por última vez, cariño. ¿Me perdonarás?

Lo haría. Lo había hecho.

Los había perdonado a todos mil veces.

En persona, Marilyn Monroe no se parece en nada a sus fotografías. Es más bonita, más joven y con una expresión más dulce. Claro que no es precisamente una belleza. El otro día la vimos en Bullock’s, de compras. Parecía una mujer del montón. O casi.

Como en un trance, siguió las notas de Para Elisa hasta la quinta y última planta del edificio. Estaba tan emocionada que no habría sido capaz de explicar por qué se encontraba allí, en esos grandes almacenes; de hecho, detestaba ir de compras y los sitios públicos la ponían nerviosa. Aunque fuera disfrazada, siempre cabía la posibilidad de que unos ojos astutos y perspicaces vieran más allá del disfraz porque era una época de soplones, de testigos. (Incluso V, un actor increíblemente célebre en tiempos de guerra y un patriota de pura cepa, había sido interrogado por una comisión del estado de California que investigaba a comunistas y subversivos en la industria del cine. ¡Ay! ¿Y si V la hubiera denunciado? ¿Alguna vez había defendido a los comunistas en su presencia? Pero no, V jamás la traicionaría, ¿no? Al fin y al cabo, se habían querido mucho.) Sin embargo, la música del piano la atraía, no podía resistirse a ella. Sus ojos se humedecieron. ¡Era tan feliz! Ahora debía pensar en el futuro, no en el pasado, porque todo iba de maravilla en su vida personal y en su carrera de actriz; en La Productora le habían dado el camerino que había pertenecido a Marlene Dietrich, y aunque sólo fuera por eso, no podía permitirse pensar en cosas que la entristecieran o la pusieran nerviosa. Otra vez tenía dificultades para conciliar el sueño. A menos que trabajara, trabajara y trabajara, hiciera ejercicio, bailara, leyera y escribiera en su diario hasta quedar exhausta.

Pero le habían prohibido probarse ropa en Bullock’s. O en cualquier tienda buena. Porque ensucia las cosas. No lleva ropa interior. No es limpia. Es una adicta a la Benzedrina y suda mucho.

La quinta planta de Bullock’s era la más elegante. Ropa de diseñadores, Salón de Pieles. Una mullida alfombra de color rosa viejo. Hasta las luces eran etéreas. Era la planta donde Norma Jeane se había probado ropa delante del señor Shinn, que le había comprado el vestido blanco para el estreno de La jungla de asfalto. ¡Qué fácil había sido su vida cuando interpretaba a Angela! En aquel entonces nadie agobiaba a Marilyn Monroe; de hecho, tres años antes, Marilyn Monroe prácticamente no existía. I. E. Shinn era el único que tenía fe en ella.

—Mi querido Isaac. Mi querido judío.

Pero ella lo había traicionado. Lo había matado, rompiéndole el corazón. Los familiares más cercanos del agente, como tantas otras personas de Hollywood, la despreciaban, la tenían por una puta manipuladora, pero ¿qué había hecho ella? ¿De qué la acusaban?

—No me casé con él ni acepté su dinero. Yo sólo me caso por amor.

Aunque había amado a Cass Chaplin y a Eddy G., en un arrebato febril había abandonado el piso que compartía con ellos. Los Dióscuros. Junto a ellos no tenía futuro; debía escapar. Sólo se había tomado el tiempo necesario para sacar su ropa y sus libros favoritos. Había dejado todo lo demás, incluido el pequeño tigre de peluche. Yvet había supervisado la mudanza y le había alquilado otro apartamento en Fountain Avenue. (Naturalmente, Yvet cumplía órdenes del señor Z, que ahora, como jefe de producción, ponía todo su celo en manejar la vida de la actriz y se mostraba amable y comprensivo con ella, su inversión millonaria.) Por otra parte, el Ex Deportista decía que la quería como jamás había querido a otra mujer y que deseaba casarse con ella. Se lo había dicho en la segunda cita, antes incluso de que se convirtieran en amantes. ¿Era posible que un hombre tan célebre, atento y generoso, un verdadero caballero, quisiera casarse con ella? Norma Jeane sintió la tentación de confesarle que había sido una mala esposa con el pobre Bucky Glazer. Pero fue débil, y temiendo que dejara de quererla, se oyó decir con voz infantil que lo amaba y que se casaría con él.

¿Cómo iba a decepcionar también a este buen hombre? ¿Cómo iba a romperle el corazón?

Supongo que soy una zorra… ¡Pero no quiero serlo!

Norma Jeane se había aproximado al pianista despacio, con sigilo. No quería distraerlo. El piano de cola Steinway estaba situado cerca de la escalera mecánica de bajada; sentado ante él, un hombre maduro vestido con frac y corbata blancos movía magistralmente los dedos sobre el brillante teclado. Tocaba de memoria, sin partitura.

¡Es él! ¡El señor Pearce!

Por supuesto, el señor Pearce había envejecido considerablemente. Habían pasado dieciocho años. Estaba más delgado y su cabello se había teñido por completo de plata; la carne que cubría sus inteligentes ojos era fina y descolorida; su cara otrora bella, una ruina llena de grietas y colgajos. Sin embargo, con cuánto talento tocaba el piano para la clientela rica y en su mayor parte indiferente: la inquietante dulzura de Para Elisa pasaba prácticamente inadvertida entre los parloteos de dependientas y clientes. ¿Cómo podéis ser tan groseros?, habría querido gritar Norma Jeane. Estáis ante un artista. Escuchad. Pero en toda la planta nadie escuchaba el piano de Clive Pearce; nadie salvo su antigua alumna, Norma Jeane, que era ya una mujer madura. Se mordía el labio mientras se enjugaba los ojos detrás de las gafas oscuras.

¡A Marilyn le encanta el piano! La vimos escuchando a un viejo que tocaba en la última planta de Bullock’s; puede que estuviera fingiendo, pero no lo creo. Tenía los ojos llenos de lágrimas. Era evidente que no llevaba sostén, pues sus pezones parecían a punto de atravesar la fina tela beis de su camisa.

En el apartamento nuevo y casi amueblado de Fountain Avenue, había puesto junto a la cama un panteón de grandes hombres, cuyas fotos había recortado de libros y revistas. Entre ellos destacaba Beethoven durante una interpretación: con la frente prominente, la expresión apasionada y el cabello alborotado. Beethoven, el gran genio de la música, para quien Para Elisa no era más que una bagatela, una nimiedad.

En el Panteón estaban también Sócrates, Shakespeare, Abraham Lincoln, Vaslav Nijinsky, Clark Gable, Albert Schweitzer y un dramaturgo estadounidense que acababa de recibir el Pulitzer.

Después de Para Elisa, el pianista interpretó varios preludios de Chopin y finalmente Stardust, de Hoagy Carmichael. Esto tampoco podía tratarse de una casualidad, pues la única canción hermosa de Los caballeros las prefieren rubias era When Love Goes Wrong, Nothing Goes Right, de Carmichael, que cantaba Lorelei Lee. Norma Jeane escuchó con reverencia. Aquella tarde faltaría a varias citas, incluida una importante reunión con el diseñador de vestuario, y había prometido al Ex Deportista, que se encontraba en Nueva York, que estaría en casa a las cuatro para recibir su llamada. Intentaba recordar si últimamente había visto a Clive Pearce en alguna película. A pesar de su talento, el hombre había desaparecido del panorama artístico; sin duda La Productora había rescindido su contrato tiempo atrás. ¡Y ahora debía rebajarse a hacer esos trabajos! A tocar el piano en una tienda. Si podía, ella lo ayudaría. Le conseguiría un papel de figurante en Los caballeros las prefieren rubias, ¿o acaso podría tocar el piano en la película?

Es lo menos que puedo hacer por él. Le debo tanto.

Cuando el pianista hizo una pausa, Norma Jeane se adelantó a saludarlo, aplaudiendo con entusiasmo.

—¿Se acuerda de mí, señor Pearce?

Mientras se levantaba del banco del piano, Clive Pearce la miró con asombro.

—¿Marilyn Monroe? ¿Es usted…?

—Sí, ahora sí. Pero antes era Norma Jeane. ¿Me recuerda? ¿Recuerda a Gladys Mortensen? Vivíamos en el mismo edificio, en Highland Avenue.

Uno de los párpados de Clive Pearce estaba caído. En sus flácidas mejillas había una red de venitas casi invisibles. Pero sonreía con cordialidad y parpadeaba como si una luz cegadora brillara en su cara.

—Marilyn Monroe. Es un honor conocerla.

Con su atuendo formal de frac y corbata blancos y brillantes zapatos negros, Clive Pearce parecía un maniquí que había adquirido vida sólo parcialmente. Norma Jeane le tendió la mano, un gesto que había aprendido a hacer sin inseguridad, porque ahora a la gente le encantaba estrechar y acariciar esa mano, y el señor Pearce cogió ambas entre las suyas, mirándola con arrobamiento.

—Usted es Clive Pearce, ¿verdad?

—Sí, lo soy. ¿Cómo es que me conoce?

—En realidad yo soy Norma Jeane Baker. O tal vez debería decir Norma Jeane Mortensen. Usted conocía a mi madre, Gladys; Gladys Mortensen. Era amigo suyo cuando vivíamos en Highland Avenue. En 1935, aproximadamente.

Clive Pearce rió. Su aliento olía a peniques de cobre apretados durante largo rato en una mano sudorosa.

—¡De eso hace mucho tiempo! Vamos, en esas fechas usted ni siquiera habría nacido, señorita Monroe.

—Claro que sí, señor Pearce. Tenía nueve años. Y usted era mi profesor de piano —Norma Jeane intentaba controlar su tono suplicante. Era medianamente consciente de que un grupo de desconocidos los observaba a una distancia prudencial—. Por favor, tiene que acordarse. Yo era una niña. Usted me enseñó a tocar Para Elisa.

—¿Una niña tocando Para Elisa? Lo dudo mucho, querida.

Pearce parecía creer que le estaban tomando el pelo.

—Mi madre era… es Gladys Mortensen. ¿No la recuerda?

—¿Gladys…?

—Yo pensaba que ustedes eran amantes. Bueno, usted quería a mi ma-madre. Ella era preciosa y…

El caballero de pelo cano sonrió a Norma Jeane y le hizo un guiño cómplice. ¿Su madre? ¿Una mujer? No.

—Tengo la impresión de que me confunde con otra persona, querida. En la ciudad de oropel, todos los británicos parecen iguales.

—Vivíamos en el mismo edificio de apartamentos, señor Pearce. En el 828 de Highland Avenue, Hollywood. A cinco minutos andando del Hollywood Bowl.

—¡El Hollywood Bowl! Sí, recuerdo aquel edificio, una ruina infestada de cucarachas. Gracias a Dios pasé poco tiempo allí.

—Mi madre no se encontraba muy bien, tuvieron que ingresarla en un hospital, ¿recuerda? Usted era mi tío Clive. Usted y la tía Jessie me llevaron al or-or-orfanato.

Esta vez Pearce pareció alarmarse. Su cara adquirió un aire sombrío y suspicaz.

—¿Tía Jessie? ¿Alguna mujer se hizo pasar por mi esposa?

—Oh, no. Así los llamaba yo. Más bien, así querían ustedes que los llamara, pero yo no podía. ¿De verdad lo ha olvidado? —ahora el tono de Norma Jeane era abiertamente suplicante. Se aproximó más al hombre mayor, que era varios centímetros más bajo de lo que ella recordaba, para que los mirones que los rodeaban no pudieran oírla—. Me enseñó a tocar en un pequeño piano Steinway color marfil que mi madre le había comprado a Fredric March…

Al oír esto, Clive Pearce chascó los dedos.

—¡El pequeño piano blanco! Desde luego. Querida, ese piano está ahora en mi posesión.

—¿Tiene el piano de mi ma-madre?

—Es mío, querida.

—Pero… ¿cómo llegó a sus manos?

—¿Que cómo llegó a mis manos? A ver, déjeme pensar —Clive Pearce frunció el entrecejo y se tiró de los labios. Sus ojos se entornaron con el esfuerzo de memoria—. Creo que el casero se quedó con algunos de los efectos personales de su madre para cobrarse el dinero que ella le debía. Sí, estoy casi seguro de que fue así. El piano había sufrido algunos daños en el incendio…, me parece recordar que hubo un incendio…, y yo le hice una oferta por él. Lo reparé y todavía lo conservo. Era un piano precioso y no quería separarme de él. No lo haré nunca.

—¿Ni siquiera si le ofrecieran una suma considerable?

Clive Pearce apretó los labios y sopesó la cuestión. Después sonrió tal como Norma Jeane recordaba que solía sonreír en el pasado, con una expresión pícara que la hacía temblar y desconfiar del tío Clive.

—Mi querida y hermosa Marilyn, quizá pudiera hacer una concesión especial por usted.

De esta manera mágica, Clive Pearce fue contratado como extra en Los caballeros las prefieren rubias, donde en cierta escena tocaría el piano en el fondo de un lujoso salón de un transatlántico. Y así fue como Norma Jeane compró el piano blanco que había pertenecido a Fredric March, por mil seiscientos dólares que le prestó el Ex Deportista.

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