Blonde

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Marilyn: 1953 - 1958 » El adiós

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El adiós

Empezamos a morir entonces, ¿verdad? Tú me echabas la culpa.

Nunca. A ti no.

Porque no os salvé ni a ti ni al niño.

A ti no.

Porque no fui yo quien sufrió. A quien se le desgarraron las tripas.

A ti no. Era a mí. Me lo merecía todo. Yo ya había matado al niño una vez, el niño ya estaba muerto.

Ella, la lesionada, pasó una semana en el hospital. Había perdido mucha sangre y estuvo a las puertas de la muerte en la sala de urgencias. Tenía la piel del color blanco mate de la cera, las ojeras realzadas, cortes y contusiones en la cara, en el cuello y en los brazos. Al caer se había torcido una muñeca. Se había fracturado varias costillas. Tenía conmoción cerebral. Tenía arañazos superficiales junto a los exánimes ojos y los yertos labios. Cuando el asustado marido la vio inconsciente en una camilla de la sala de urgencias pensó que sin duda estaba muerta; aquel cuerpo era ya cadáver. Ahora, en la habitación del hospital, donde no se admitían más visitas que las de él, recostada en las almohadas, con goteros blancos en ambos brazos y un tubo de oxígeno en la nariz, parecía una superviviente de alguna catástrofe; de un terremoto, un bombardeo. Parecía una superviviente que no pudiera expresarse en ningún idioma conocido para decir a qué había sobrevivido.

Ha envejecido. La juventud la ha abandonado por fin.

Estaba «en observación» porque, según dijeron al Dramaturgo, había caído en un delirio suicida.

No obstante, ¡qué alegre la habitación de la enferma! Llena de flores.

Aunque aquella enferma estaba allí con nombre supuesto. Un nombre que no se parecía ni remotamente a ninguno de los suyos.

El personal del Hospital General de Brunswick no había visto nunca semejante despliegue de flores. Desbordaban la habitación y llegaban hasta la sala de las enfermeras y de las visitas.

Claro que en el Hospital General de Brunswick no había ingresado hasta la fecha ninguna cara famosa de Hollywood.

Los periodistas y fotógrafos estaban prohibidos, como era natural. Sin embargo, en la portada de The National Enquirer aparecería una foto de Marilyn Monroe, la mujer lesionada en la cama del hospital, entrevista por el hueco de una puerta desde unos cinco metros.

MARILYN MONROE ABORTA AL 4.° MES DE EMBARAZO.

SE TEME SUICIDIO

Una foto semejante apareció en el Hollywood Tatler con una «entrevista telefónica en exclusiva desde la cama» con Marilyn Monroe, firmada por un, o una, columnista apodado «Keyhole».

El Dramaturgo impediría que ella conociese éstos y otros escarnios.

Cuando habló por teléfono con sus amigos de Manhattan, dijo con voz nerviosa y forzada:

—No he hecho más que desestimar los temores de Norma. Ahora no me lo perdono. No, no sobre el embarazo: tener un niño no la atemorizaba, en absoluto. Me refiero a su obsesión por el Holocausto, por «ser judía». A su obsesión por la historia. Ahora entiendo que sus temores no eran exagerados ni imaginarios. Su miedo es una percepción inteligente de… —hizo una pausa. Estaba aturdido, jadeando y a punto de sufrir un ataque de nervios, como los que había sufrido varias veces en público desde la catástrofe, y no sabía ya de qué hablaba. En aquellos momentos de desánimo, el Dramaturgo, el señor del lenguaje, había perdido buena parte de su poder; él mismo se veía como un niño que se afanaba por expresar ideas que flotaban en su cerebro como globos que huían cuando alargaba las manos para cogerlos—. Otros hemos aprendido a minimizar este miedo. Este sentido trágico de la historia. Somos frívolos, somos supervivientes. Pero Marilyn, quiero decir Norma…

Pero, Señor, ¿qué estaba diciendo?

Buena parte del tiempo que pasó en el hospital estuvo callada. Yacía con los hinchados ojos entornados, como si flotase un poco por debajo de la superficie del agua. Una misteriosa sustancia le entraba gota a gota en las venas y por las venas le llegaba al corazón. Su respiración era tan superficial que el Dramaturgo no estaba seguro de que respirase en realidad, y si el Dramaturgo daba una ligera cabezada, un velo de un blanco destellante en su cerebro, porque estaba agotado, porque no era joven, porque estaba perdiendo los siete kilos de más que tenía desde que se había casado, despertaba aterrorizado por la posibilidad de que su mujer hubiera dejado de respirar. Le cogía las manos para garantizarle la vida. Le acariciaba las hinchadas y yertas manos. ¡Pobres manos lastimadas! Viendo con horror que aquellas manos eran más bien pequeñas y de dedos cortos, manos vulgares, con una franja de mugre bajo las mordisqueadas uñas. Su pelo, su famoso pelo, oscurecido en las raíces, seco, quebradizo y raleante. Le murmuraba con voz queda, como a una niña: «Te amo, queridísima Norma. Te amo», con la certeza de que ella lo oiría. Ella también lo amaba, y lo perdonaría. Y de repente, al atardecer del tercer día, le sonrió. Le cogió las manos y pareció revivir.

¡El genio del actor! Sacar energía de las indescriptibles profundidades del alma. No podemos abarcarte. No es extraño que te temamos. Estamos en una lejana orilla, alargándote las manos con veneración.

—Volveremos a intentarlo, ¿verdad, papá? Las veces que haga falta —quien no había abierto la boca durante días se puso a hablar con rapidez. Estuvo enérgica e implacable. Sus ojos de enferma brillaban. El marido no quería que ella le viese la cara—. No nos rendiremos nunca, ¿verdad, papá? Nunca. ¿Me lo prometes?

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