Blonde

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La otra vida: 1959 - 1962 » El Francotirador

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El Francotirador

El significado oculto del progreso de la civilización ya no es un misterio para quienes hemos consagrado la vida a la lucha entre el Bien y el Mal, entre el instinto de Vida y el instinto de Muerte, tal como se manifiesta en la especie humana. ¡Por eso juramos!

Prefacio

Libro del patriota estadounidense

Era la sabiduría de mi padre, sabiduría de explorador: «Siempre hay un ser esperando a que el hombre indicado le pegue un tiro».

Cuando cumplí once años, mi padre me llevó al monte a matar «aves carniceras». Fijo en aquella época mi eterno respeto por las armas de fuego y mi habilidad como francotirador.

Mi padre llamaba «aves carniceras» a las rapaces nocturnas, los halcones, los cóndores de California (hoy casi extinguidos) y las águilas reales (ídem de ídem) que abatíamos a tiros mientras volaban. Además, aunque carroñeros (y no depredadores que pusieran realmente en peligro nuestras aves de corral y nuestros corderos), mi padre detestaba a los buitres por sucios y como no había razón que justificara la existencia de los animales asquerosos, también a estos feos animales los matábamos a tiros en los árboles y en las cercas, donde se posaban como paraguas viejos. Papá no estaba bien, había perdido el ojo izquierdo y tenía «cincuenta metros» (como él decía) de colon perforados por heridas de guerra, y por eso les tenía tanta inquina a aquellos carniceros que caían del cielo sobre nuestros animales como demonios voladores.

Y los cuervos. Miles de cuervos graznando y chillando en olas migratorias que oscurecían el sol.

Otra firme convicción de mi padre era que no había balas suficientes para todos los objetivos que se merecían una. He heredado todas sus máximas, y su patriotismo.

Por aquellos años vivíamos de lo que nos quedaba del rancho ovejero. Veinte hectáreas, casi todas de matorral, en el valle de San Joaquín, entre Salinas, que quedaba al oeste, y Bakersfield, que estaba al sur. Mi padre, su hermano mayor, que había vuelto mutilado de la guerra, aunque no de la de mi padre, y yo.

Los demás nos habían abandonado. Nunca hablábamos de ellos.

Paseábamos durante horas con la camioneta Ford. A veces a caballo. Mi padre me regaló su fusil Remington del calibre 22, y me enseñó a cargar y disparar con seguridad, nunca con precipitación. Mientras fui pequeño, y durante mucho tiempo, disparé sobre objetivos inmóviles. Un objetivo vivo y móvil es otra cosa, decía mi padre. Apunta con cuidado antes de apretar el gatillo, recuerda que algún día habrá un objetivo que, si no lo tumbas, te devolverá el disparo sin compasión.

Llevo los sabios consejos de mi padre dentro del corazón.

Algunos piensan que como francotirador tengo que ser muy precavido. Lo que yo digo es que donde hay un objetivo podría no haber una segunda oportunidad.

Los pollos y gallinas del corral y los corderos de los campos eran las presas favoritas de las «aves carniceras». Había más depredadores por allí, coyotes, perros salvajes y a veces pumas, pero las «aves carniceras» eran lo peor de todo a causa de su número y la rapidez de sus ataques. Aunque eran aves hermosas, eso había que concedérselo. Halcones peregrinos, neblíes y águilas reales. Remontando el vuelo, planeando y cayendo en picado para clavar los espolones en animales pequeños y llevárselos vivos, chillando y forcejeando.

A otros los mataban y mutilaban donde los habían encontrado pastando o durmiendo. Las ovejas balaban. He visto sus restos en la hierba. Los ojos sacados a picotazos y las entrañas arrastradas por el suelo como cintas de grasa. Una nube de moscas era la indicación.

Mi padre daba la orden, «¡Dispara! ¡Dispara a esos cabrones!», y en ese mismo instante disparábamos los dos.

Todos los que me conocían me elogiaban por ser tan joven. Me llamaban Francotirador y a veces Soldadito.

El águila real y el cóndor de California son hoy rarezas, pero en mi juventud los matábamos a puñados y colgábamos los cadáveres en señal de advertencia. Ya lo sabéis. Ahora no sois más que carroña y plumas, ya no sois nada. Pero era bonito contemplar el vuelo de aquellos poderosos animales, había que concedérselo. Bajar un águila real, como decía mi padre, es trabajo de hombres, lo mismo que verle de cerca las plumas pardas del cuello. (Hasta el día de hoy llevo muy cerca del corazón, en recuerdo de mi juventud, una pluma parda de quince centímetros.) El cóndor era un ave más grande aún, con plumas negras en las alas (una vez las medimos y nos dio tres metros) y debajo plumas muy blancas, como si tuviera otro par de alas. ¡Y qué gritos daban! Planeando en amplios círculos, inclinándose hacia un lado y hacia el otro, y lo extraño de aquellos animales era que, a la hora de comer, llegaran otros volando a toda velocidad desde donde no alcanzaba la vista de un hombre.

El «ave carnicera» a la que más tiros pegué fue el neblí. Porque había muchísimos y cuando empezaron a escasear por los alrededores iba a buscarlos cada vez más lejos de casa, trazando círculos cada vez mayores. Para recorrer el campo iba a caballo. Luego, cuando tuve edad suficiente para conducir y antes de que subiera el precio de la gasolina, cogía el vehículo. El neblí es gris y azulado, y tiene las plumas como el vapor, por eso cuando tenían detrás un cielo neblinoso aparecían y desaparecían, aparecían y desaparecían, y a mí aquello me emocionaba, porque sabía que debía disparar contra un objetivo que no sólo corría mucho sino que además era invisible, y así lo hacía, guiándome por el instinto, a veces fallaba (lo admito), pero con frecuencia daba en el blanco y bajaba del cielo al animal volador como si lo tuviera atado con una cuerda y de un tirón fortísimo, sin saberlo ni adivinarlo el neblí, pudiera bajarlo a la tierra en un segundo.

Ya en el suelo, con las hermosas plumas ensangrentadas y los ojos dilatados, se quedaban inmóviles como si nunca hubieran estado vivos.

Ahora ya lo sabes, carnicero, les decía con serenidad.

Ya sabes quién manda aquí y quién no puede volar como tú; nunca me alegraba, casi había tristeza en mis palabras.

Pues ¿cómo es la melancolía del Francotirador, cuando su hermosa presa yace yerta a sus pies? Ningún poeta ha hablado de esto hasta ahora y me temo que nunca lo hará.

Aquellos años. Vivía allí, pero pasaba mucho tiempo deambulando y a menudo dormía en la camioneta, siguiendo no sé qué rastro de deseo innombrable que me arrastraba a veces hasta las montañas de San Bernardino y hasta los vastos espacios desiertos de Nevada. Era un soldado en busca de su unidad. Era un francotirador en busca de mi vocación. En el retrovisor de la camioneta, una nube de polvo pardo que ascendía y delante de mí espejismos sinuosos que atraían y engañaban. ¡Tu destino! ¡Dónde está tu destino! Con las manos en el volante y el fusil al lado, en el asiento del acompañante, a veces dos fusiles y una escopeta, cargados y preparados para hacer fuego. A veces, en el vacío del desierto, conducía con fanfarronería juvenil, con el fusil apoyado en el volante, como preparado para disparar a través del parabrisas si hacía falta. (Como es lógico, nunca cometía un acto tan perjudicial para mí.) A menudo viajaba durante días y semanas, mi padre había muerto ya, mi tío estaba viejo y achacoso y nadie me vigilaba. Disparaba no sólo a las «aves carniceras», sino también a otras aves, sobre todo a los cuervos, porque hay muchísimos cuervos en el mundo, y otras aves de caza como faisanes, patos y codornices californianas, contra los que utilicé el arma, aunque no me molestaba en buscar los cadáveres.

A veces también disparaba contra conejos, ciervos y otros animales, pero no como un cazador. Un francotirador no es un cazador. Inspeccionando con prismáticos los montes y el desierto, en busca de movimiento y vida. Una vez, pasando por las montañas Big Maria (cerca de la frontera con Arizona), vi algo que me pareció una cara, una cara de mujer, de pelo rubio artificial, con una boca de un rojo artificial fruncida y dando un beso grotesco, y aunque no quería mirar la aparición, estaba indefenso ante ella, la sangre me martilleaba en las muñecas y en las sienes, y me dije que era sólo un cartel publicitario, no una cara de verdad, pero era tan provocativa y excitante que al final no pude resistirlo, reduje la velocidad, apunté con el fusil y estuve disparando hasta que me desapareció aquella opresión horrible, y me alejé de allí, no me había visto nadie. Ahora ya lo sabes. Ahora ya lo sabes. Ahora ya lo sabes.

Poco después me sentí tan nervioso que no tuve más remedio que disparar a ovejas y vacas, incluso a un caballo que pastaba, ya que no había testigos por allí. Pues apretar el gatillo es muy fácil, como me dirían un día en la Agencia. Hay una sabiduría sagrada en esto y yo creo que es la sabiduría del explorador. Donde pongas el ojo, pon la bala. Y No importa qué sea el objetivo, sólo dónde está es delicado como la poesía. A veces veía venir un coche a lo lejos, por la carretera, y si no había testigos (en el desierto de Nevada pocas veces hay testigos), en el instante crucial en que nuestros vehículos se aproximaban sacaba el fusil por la ventanilla, apuntaba y, tras calcular por encima la suma de la velocidad de los dos coches, apretaba el gatillo en el momento estratégico; con el supremo dominio del Francotirador yo ni pestañeaba, aunque si el otro conductor pasaba muy cerca de mí veía la cara que ponía; seguía adelante sin reducir la velocidad ni aumentarla, viendo tranquilamente por el retrovisor que el coche alcanzado se salía de la carretera y se estrellaba. Si algún testigo había, eran las «aves carniceras» que contemplaban el espectáculo desde las alturas; y las «aves carniceras», a pesar de la agudeza de su vista, no pueden prestar declaración. No había nada personal en lo que hacía, era sólo el instinto del Francotirador.

«¡Dispara! ¡Dispara a esos cabrones!», ordenaba mi padre, ¿y qué puede hacer un hijo sino obedecer?

En 1946 me contrató la Agencia. Demasiado joven para haber servido a mi patria en la guerra, solicité servirla durante los intervalos de falsa paz. Porque el Mal ha anidado en Estados Unidos. Ya no es cosa de Europa sólo, ni siquiera de los soviéticos, sino que se ha instalado en nuestro continente para destruir la tradición estadounidense. Porque el Enemigo Comunista es extranjero y al mismo tiempo tan cercano a nosotros como cualquier vecino. El vecino puede ser perfectamente este Enemigo. «El Mal es el nombre del objetivo», dicen en la Agencia. «Cuando hablamos de objetivo, nos referimos al Mal.»

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