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La otra vida: 1959 - 1962 » El Macarra del Presidente

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El Macarra del Presidente

Estaba claro que era un macarra.

Pero no cualquier macarra. ¡No, él no!

Era un macarra par excellence. Un macarra nonpareil. Un macarra sui géneris. Un macarra con un buen guardarropa, con estilo. Un macarra con pomposo acento británico. La posteridad lo honraría recordándolo como el Macarra del Presidente.

En marzo de 1962, en Rancho Mirage, Palm Springs, el Presidente le dio un codazo en las costillas y silbó.

—¿Esa rubia es Marilyn Monroe?

Le respondió que sí, era la Monroe, una conocida suya. Despampanante, ¿eh? Aunque algo chalada.

Con aire pensativo, el Presidente preguntó:

—¿Ya he salido con ella?

El Presidente era muy ingenioso. Un bromista. La examinó rápidamente con la mirada. Cuando estaban lejos de la Casa Blanca y de las presiones de su cargo, el Presidente sabía pasar un buen rato.

—Si no lo he hecho, conciértame una cita. Pronto.

El Macarra del Presidente rió con inquietud. Él no era el único macarra del Presidente, desde luego, pero tenía razones para pensar que era su macarra favorito. Sin duda era el más informado de todos.

Se apresuró a decirle al apasionado Presidente que una relación con la atractiva rubia era un «riesgo innecesario». Era famosa por…

—¿Quién ha hablado de una relación? Sólo quiero un revolcón en la cabaña. Si hay tiempo, dos.

Intranquilo, en voz baja, consciente de las numerosas miradas de admiración que los seguían mientras caminaban junto a la piscina fumando el cigarro de después de la cena, el Macarra del Presidente lo informó —igual que hubiese hecho el FBI si lo hubieran consultado, pues los archivos de MARILYN MONROE, TAMBIÉN CONOCIDA COMO NORMA JEANE BAKER eran voluminosos— de que la Monroe se había sometido a una docena de abortos, esnifaba cocaína, era adicta a las anfetaminas y los barbitúricos y habían tenido que lavarle el estómago media docena de veces sólo en el hospital Cedars of Lebanon. Era una información del dominio público. Estaba en la prensa amarilla. En Nueva York, la habían ingresado en Bellevue chorreando sangre, con las dos muñecas cortadas; la habían llevado en una camilla, desnuda y delirando. Todo esto había salido en la columna de Winchell. Un par de años antes, en Maine, había perdido un niño, o había intentado hacerse un aborto que había salido mal, y una patrulla de rescate la había sacado del océano Atlántico. Además, alternaba con presuntos comunistas.

¿Lo ve? Un riesgo innecesario.

—La conoces, ¿eh? —el Presidente estaba impresionado.

¿Qué otra cosa podía hacer el Macarra aparte de asentir con gesto grave? Tirándose del cuello de la camisa, al estilo de los actores que quieren demostrar calor y nerviosismo en una película, dos cosas que, de hecho, sentía. El Macarra favorito del Presidente era un pariente político de éste y su esposa le organizaría un escándalo y pondría un nuevo límite en su crédito si se atrevía a presentar al Presidente a un símbolo sexual como Marilyn Monroe, que era una yonqui, una ninfómana, una suicida y una esquizofrénica.

—Pero sólo por referencias, jefe. ¿Quién querría un contacto directo con ella? La Monroe ha tenido relaciones con todos los judíos de Hollywood. Ha subido desde las alcantarillas gracias a que se ha acostado con todo el mundo. Durante años estuvo liada con dos famosos maricones drogadictos, concediendo sus favores a los amigos ricos de éstos. La Monroe ha inspirado el célebre chiste del chorizo polaco, jefe, ¿lo ha oído?

Pero el Presidente, con su pecosa cara de colegial, más joven y viril que nunca en el momento de nuestra historia, apenas si lo escuchaba. Estaba pendiente de la mujer conocida como Marilyn Monroe, que se paseaba por la terraza con aire de sonámbula, una media sonrisa en los labios y ese gesto tan suyo, o quizá fuera un aura, de extrema fragilidad, una expresión ausente que hacía que los demás mantuvieran las distancias mientras la observaban. ¿Salvo que éste fuera mi sueño y ellos pudieran verlo? La Actriz Rubia en la terraza bañada por la luz de la luna, contoneándose junto al borde de la destellante piscina, con los ojos cerrados, esbozando con los labios la letra de All the Way, de Sinatra. El cabello rubio platino parecía fosforescente. La boca pintada de rojo, una perfecta O de succión. Llevaba el provocativamente corto albornoz de toalla que le había dejado su anfitriona, cuyo nombre muy probablemente habría olvidado, atado a la cintura; parecía desnuda debajo. Sus piernas eran piernas de bailarina, delgadas y con músculos firmes, aunque en la parte superior de los muslos empezaban a despuntar unas fatales estrías blancas. Y su piel era sorprendentemente pálida, como la de un cuerpo embalsamado y sin sangre.

Pero el Presidente fue tras ella con una expresión inconfundible en los ojos. Un estudiante de colegio privado preparándose para una travesura. Con el encanto de un tenaz irlandés de Boston, fanáticamente leal a su familia y sus amigos; enemigo acérrimo de todos los que lo importunaban. En todas las escenas, el Presidente era el protagonista, el único actor que tenía guión; todos los demás improvisaban, y se hundían o salían a flote. El Macarra del Presidente sólo atinó a decir con vehemencia, implorando:

—La Monroe se ha tirado a Sinatra, a Mitchum, a Brando, a Jimmy Hoffa, a Skinny D’Amato, a Mickey Cohen, a Johnny Roselli, a Sukarno, ese cabecilla rojo…

—¿A Sukarno? —ahora sí el Presidente estaba impresionado.

El Macarra comprendió que ya no podría hacer nada. Sucedía a menudo. Lo único que pudo hacer fue menear la cabeza y murmurar, con poco tino, que si el Presidente se liaba con la Monroe, debería tomar precauciones, pues se había descubierto que esa mujer padecía una enfermedad venérea de las más virulentas cuando había viajado a Washington para follarse al propio McCarthy con el fin de conseguir que borraran de la lista negra a su ex marido judío y comunista; lo habían publicado en todas las revistas sensacionalistas… El Macarra del Presidente también era un hombre apuesto, de aspecto juvenil a pesar de que sus sienes empezaban a encanecer, con ojos inteligentes aunque llenos de autodesprecio y mejillas regordetas. Su cara parecía cubierta de una salsa blanquecina. En el banquete de Trimalción, habría sido Baco, el Juerguista, con una corona de laurel en la cabeza, sonriendo estúpidamente entre los invitados ebrios, aunque, con franqueza (lo sabía), ya era demasiado mayor para el papel. Una década más tarde tendría los ojos vidriosos y enrojecidos del típico borracho-drogadicto, y un temblor en las manos semejante al de la enfermedad de Parkinson, pero todavía no. ¡Ah, el Macarra favorito del Presidente tenía su orgullo! No se rebajaría a mentir, ni siquiera inducido por el terror que le inspiraba su esposa.

—Con respecto a si ha salido o no con esta mujer, jefe, le diré que no, que yo sepa.

En ese momento, como si le hubiesen hecho una señal, Marilyn Monroe miró con nerviosismo en su dirección. Con un titubeo, como una niña que no sabe si cae bien a la gente o no, sonrió. ¡Qué cara de ángel! Embelesado, el Presidente murmuró al oído del Macarra:

—Concierta una cita, ya te lo he dicho. Pronto.

En el código de la Casa Blanca, pronto significaba «en menos de una hora».

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