Blonde

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La adolescente: 1942 - 1947 » La joven esposa

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Acurrucada sobre el regazo de él, vestida con un camisón corto sin bragas debajo, un brazo alrededor de su cuello, su cálido aliento en el oído distrayéndole del último número de Life y sus fotografías de demacrados soldados en las islas Salomón, del general Eichelberger en Nueva Guinea —rodeado de sus hombres, aún más demacrados, flacos, sin afeitar y algunos, heridos—, de las estrellas de Hollywood visitando a las tropas destacadas en el extranjero para «levantarles la moral»: Marlene Dietrich, Rita Hayworth, Marie McDonald, Joe E. Brown y Bob Hope. Norma Jeane, que evitaba mirar las fotos de la guerra, examinó esta última con atención, aunque se impacientó al ver que Bucky continuaba con la lectura. «Háblame de tu trabajo con el señor Eeley», murmuró, y Bucky sintió un escalofrío de horror y excitación; no es que tuviera escrúpulos, de hecho no tenía ninguno cuando contaba anécdotas morbosas y cómicas sobre su trabajo de embalsamador a sus amigos, pero ninguna amiga o pariente femenina lo había interrogado al respecto y tenía toda la impresión de que la mayoría de la gente prefería no oír hablar del tema; no, gracias. Sin embargo, esta esposa-niña acurrucada en su regazo murmuraba «Cuéntame, papá», como si necesitara saber lo peor, de modo que Bucky habló con todo el tacto de que fue capaz, sin entrar en detalles, describiendo un cuerpo que habían preparado esa misma mañana para el velatorio: una mujer de cincuenta y tantos años, muerta de cáncer de hígado, con la piel tan repulsivamente amarilla que habían tenido que maquillarla varias veces, aplicando con un pincel capas de tinte cosmético que al secarse habían quedado desparejas, dándole el aspecto de una pared desconchada, por lo que había sido necesario repetir todo el procedimiento; sus mejillas estaban tan hundidas que tuvieron que rellenarlas con algodón y coser las comisuras de la boca para mantenerla cerrada y fijar los labios en una expresión de placidez («No es una sonrisa, sino una “semisonrisa”, como la llama el señor Eeley. Una sonrisa no quedaría bien»). Norma Jeane se estremeció, pero quiso saber qué habían hecho con los ojos. ¿Los habían «pintado»? Bucky explicó que primero le habían inyectado una solución para rellenar las cuencas y luego le habían pegado los párpados.

—No conviene que el muerto abra los ojos en medio del velatorio.

En esencia, el trabajo de Bucky consistía en extraer toda la sangre e inyectar el líquido de embalsamar. Una vez que el cuerpo estaba firme —«restaurado»—, Eeley se encargaba del trabajo artístico: rizar las pestañas, pintar los labios, hacer la manicura a personas que, en algunos casos, no se habían hecho una manicura en toda su vida. Norma Jeane preguntó si la muerta parecía asustada, triste o dolorida.

—No —respondió Bucky—. Simplemente parecía dormida. Casi siempre es así.

(Lo cierto es que la mujer tenía aspecto de querer gritar: los labios separados, los dientes al descubierto, la cara arrugada como un trapo; sus ojos estaban abiertos y nublados por una secreción mucosa. Pocas horas después de la muerte había empezado a despedir un nauseabundo olor a carne podrida.) Norma Jeane abrazó a Bucky con tanta fuerza que prácticamente le impedía respirar, pero él no tuvo valor para apartarla. No tuvo valor para levantarla y dejarla en el sofá, aunque su muslo izquierdo empezaba a dormirse bajo el cálido peso de la joven.

Era tan posesiva. Lo asfixiaba. Bucky la quería. El problema era el olor a formaldehído que impregnaba su piel, sus folículos pilosos. Si hubiera querido escapar, ¿adónde habría ido?

Ella volvió a preguntar cómo había muerto la mujer y Bucky se lo contó. Preguntó qué edad tenía y Bucky le dijo un número al azar: «Cincuenta y seis». Su joven esposa se puso tensa, como si estuviera restando mentalmente su edad a cincuenta y seis. Luego se tranquilizó un poco.

—Entonces falta mucho —dijo para sí.

7

Ella rió; era tan fácil. Una adivinanza infantil cuya respuesta conocía: ¿Qué soy yo? Una mujer casada, eso es lo que soy. ¿Qué no soy? Una virgen, eso es lo que no soy.

Empujar el cochecito de niño a través del pequeño y descuidado parque. A sus pies había hojas de palmera y desperdicios. ¡Pero le encantaba! Su corazón rebosaba felicidad al pensar esto es lo que soy; soy lo que hago. Había tomado cariño a esta actividad vespertina. Cantándole nanas y canciones populares a la pequeña Irina. En otro sitio era la terrible estación de Stalingrado, Rusia: febrero de 1943. Una carnicería humana. Allí no era más que el invierno típico del sur de California: la mayoría de los días, tiempo fresco y seco con un sol deslumbrante.

¡Qué niña tan bonita!, exclamarían las caras de los demás. Norma Jeane, risueña, sonrojada, murmuraría: Oh, gracias. A veces las caras dirían: Una niña preciosa y una madre preciosa. Norma Jeane se limitaría a sonreír. ¿Cómo se llama la pequeña?, preguntarían y Norma Jeane respondería con orgullo: Irina, ¿verdad, cariño?, inclinándose sobre la niña para besarla en la mejilla o cogerle los deditos regordetes que con tanta rapidez y fuerza se cerraban sobre los de ella. Casi siempre preguntarían la edad de la niña y Norma Jeane contestaría: Tiene casi diez meses; cumplirá el año en abril. Las caras se iluminarían con una sonrisa. Debe de estar muy orgullosa. Y ella diría: Claro que lo estoy; es decir…, los dos lo estamos. En ocasiones, las caras inquisitivas, avasalladoras, preguntarían: ¿Su marido…? y Norma Jeane se apresuraría a responder: Está en el extranjero. Muy lejos. En Nueva Guinea.

Era verdad: el padre de Irina estaba en un sitio llamado Nueva Guinea. Era teniente del ejército de Estados Unidos. De hecho, estaba «desaparecido». Oficialmente «desaparecido en acto de servicio» desde diciembre. Norma Jeane hacía lo posible para no pensar en ello. Mientras pudiera cantarle Little Baby Bunting y Three Blind Mice a Irina, no le importaba nada. Lo único que contaba era que la preciosa niña rubia le sonriera, balbuceara, la cogiera de la mano, la llamara «mamá» como un pichón de loro que está aprendiendo a hablar.

Contigo

el mundo vuelve a nacer.

Antes de ti…

nada existía.

Madre miró a la pequeña. Durante largo rato fue incapaz de hablar y temí que rompiera a llorar, o que se volviera de espaldas y ocultara su rostro.

Entonces vi que su cara estaba radiante de felicidad. Y de asombro por esa felicidad, después de tantos años.

Estábamos en un lugar cubierto de césped. Creo que era el jardín que está detrás del hospital.

Había bancos y un pequeño estanque. La mayor parte de la hierba estaba quemada. Los colores eran todos distintos tonos de marrón. Los edificios del hospital estaban borrosos debido a la distancia y no alcanzaba a verlos con claridad. Madre estaba tan recuperada que le permitían salir sin supervisión. Se sentaba en un banco y leía poesía, repitiendo las bellas palabras para sí, en un murmullo. O caminaba durante todo el tiempo que le permitían sus «carceleros», como los llamaba ella, aunque sin rencor. Reconocía que había estado enferma y que las sesiones de electrochoque le habían hecho bien. Reconocía que aún tardaría un tiempo en curarse por completo.

Naturalmente, los jardines del hospital estaban rodeados de muros.

Era un radiante y ventoso día invernal cuando fui a ver a madre para presentarle a mi hija. Le confié a mi pequeña. La puse en sus brazos.

Finalmente madre prorrumpió en sollozos, estrechando a la niña contra sus flácidos pechos. Pero no eran lágrimas de tristeza, sino de felicidad. Ah, mi querida Norma Jeane, dijo madre, esta vez todo irá bien.

En Verdugo Gardens había varias mujeres jóvenes cuyos maridos estaban en el extranjero. En Gran Bretaña, Bélgica, Turquía, el norte de África. En Guam, las islas Aleutianas, Australia, Birmania y China. Era una lotería: ningún hombre sabía dónde le enviarían. No se guiaban por un criterio lógico y mucho menos justo. Algunos permanecían en las bases, en inteligencia, comunicaciones, o trabajando en los hospitales o las cocinas. Quizá los asignaran al servicio de correos. O a las prisiones militares. Con el transcurso de los meses, y más tarde de los años, quedaría claro que durante la Segunda Guerra Mundial en las fuerzas armadas había dos clases de hombres: los que combatían y los que no.

Después de la guerra quedaría claro que había dos clases de seres humanos: los que tenían suerte y los que no.

Si te encontrabas entre las esposas desafortunadas, debías esforzarte por no demostrar rencor ni abatimiento, pues eso era digno de encomio. «¡Qué valiente!», diría la gente. Pero Harriet, la amiga de Norma Jeane, no se fijaba en esas cosas. Harriet no era valiente ni se esforzaba por disimular su resentimiento. Cuando Norma Jeane llevaba a la pequeña Irina al parque, la madre de la niña se quedaba tendida en el desvencijado sofá del salón que compartía con las esposas de otros dos soldados, con las cortinas echadas y la radio apagada.

¡La radio apagada! Norma Jeane era incapaz de permanecer cinco minutos sola en su apartamento sin encender la radio. Y eso que Bucky estaba a menos de cinco kilómetros de allí, en Lockheed.

Norma Jeane consideraba su deber anunciar con tono jovial:

—¡Hola, Harriet! ¡Ya estamos de vuelta! —pero Harriet no respondía—. Irina y yo hemos dado un bonito paseo —informó Norma Jeane con la misma voz deliberadamente animosa mientras sacaba a la niña del cochecito y entraba en el apartamento—. ¿Verdad, cariño?

Le entregó la niña a Harriet, que permanecía inmóvil en el sofá, anegada en lágrimas de rabia y furia más que de dolor, pues quizá estuviera más allá del dolor; Harriet, que había engordado más de diez kilos desde el mes de diciembre, con la piel abotargada y pálida y los ojos inyectados en sangre. En medio del exasperante silencio, Norma Jeane se oyó decir:

—¡Sí! ¡Ha sido un paseo muy bonito! ¿Verdad, Irina?

Finalmente Harriet cogió a la niña (que empezaba a inquietarse, a gemir y patalear) de brazos de Norma Jeane como si cogiera un montón de ropa húmeda que luego dejaría en un rincón.

¿Por qué no dejas que yo sea la madre de Irina, si tú no quieres serlo?

Oh, por favor.

Quizá Harriet ya no fuera su amiga. De hecho, quizá nunca lo hubiera sido. Evitaba el trato con las «tristes y estúpidas» mujeres con las que compartía piso y a menudo se negaba a hablar por teléfono con su familia o la de su marido. Y no porque hubiera discutido con ellos: «¿Por qué? No hay nada sobre lo que discutir». No es que estuviera enfadada con ellos ni que la molestaran. Sencillamente, se sentía demasiado agotada para atenderlos. Decía que estaba aburrida de sus propias emociones. Norma Jeane temía que Harriet se hiciera daño a sí misma o le hiciera daño a la niña, pero cuando le mencionó su preocupación a Bucky, de manera indirecta, titubeante, él no le hizo caso porque eso eran «cosas de mujeres», sin interés para un hombre. Y no se atrevió a discutir el asunto con Harriet. Provocarla podía resultar peligroso.

Guiándose por un patrón de Family Circle, Norma Jeane confeccionó un tigre para Irina con un par de calcetines anaranjados, tiras de fieltro negro (para las rayas) y relleno de algodón. La cola del tigre estaba ingeniosamente hecha con una percha de metal forrada. Los ojos eran brillantes botones negros y los bigotes, limpiapipas comprados en Woolworth. ¡Cuánto le gustaba el tigre a la pequeña Irina! Norma Jeane reía con alegría mientras la niña abrazaba el muñeco y gateaba con él por el salón, chillando como si el animalito estuviera vivo. Harriet contempló la escena con indiferencia, fumando un cigarrillo. Al menos podrías darme las gracias, pensó Norma Jeane. Pero Harriet se limitó a observar:

—¡Vaya, Norma Jeane! Estás hecha toda un ama de casa. La esposa y la madre perfecta.

Norma Jeane emitió una risita, pero la burla le dolió. Con un ligero aire de reproche, como Maureen O’Hara en las películas, dijo:

—Harriet, es un pecado que seas desdichada teniendo a Irina.

Harriet soltó una carcajada. Estaba sentada con los ojos entornados, pero los abrió de súbito con una expresión de exagerado interés, mirando a Norma Jeane como si no la hubiera visto antes y no le gustara lo que veía.

—Sí; es un pecado y yo soy una pecadora. Y ahora lárgate, señorita Alegría. Vete al infierno.

8

—Conozco a un tipo que revela películas. Es estrictamente confidencial —dice él—. En Sherman Oaks.

En el caluroso y sofocante verano de 1943, Bucky comenzó a inquietarse. Norma Jeane trataba de no pensar en lo que eso significaba. Todos los días los titulares de los periódicos anunciaban nuevos ataques de las fuerzas aéreas estadounidenses. Heroicas incursiones nocturnas en territorio enemigo. Un ex compañero de instituto de Bucky había recibido una condecoración póstuma al valor tras ser abatido en acto de servicio mientras pilotaba un Liberator B-24 durante un ataque a una refinería alemana en Rumanía.

—Es un héroe —convino Norma Jeane—, pero está muerto, cariño.

Bucky miraba la fotografía del piloto en el periódico con gesto ausente y pensativo. Sorprendió a su mujer con una violenta carcajada.

—Bueno, muñeca, también puedes ser un cobarde y acabar muerto.

Esa misma semana, Bucky compró una cámara de cajón Brownie de segunda mano y empezó a hacer fotos a su joven e inocente esposa. Al principio eran de Norma Jeane vestida con ropa de domingo, casquete blanco, guantes blancos y zapatos de tacón blancos; Norma Jeane con vaqueros y camisa; Norma Jeane en la playa de Topanga con su dos piezas a topos. Bucky le pidió que posara al estilo de Betty Grable, mirando con timidez por encima del hombro y enseñando su bonito trasero, pero Norma Jeane era demasiado vergonzosa. (Estaban en la playa, era mediodía, la gente los miraba.) Bucky quiso que posara atajando una pelota de playa con una gran sonrisa, pero la sonrisa salió tan forzada y poco convincente como las de los cadáveres del señor Eeley. Norma Jeane rogó a Bucky que pidiera a alguien que les hiciera una foto juntos.

—No me divierto posando sola, Bucky. Venga.

Pero él se encogió de hombros y dijo:

—¿Qué interés iba a tener en mirarme a mí mismo?

Después, Bucky quiso tomar fotos de Norma Jeane en la intimidad del dormitorio. Fotos de «antes» y «después».

«Antes» era Norma Jeane como siempre. Primero completamente vestida; luego, parcialmente desvestida, y por fin desnuda. Desnuda en la cama con una sábana sugestivamente echada sobre los pechos, una sábana que él iría retirando poco a poco hasta tomar fotografías de Norma Jeane en posturas incómodas y pícaras.

—Vamos, muñeca, sonríe a papá. Ya sabes cómo.

Norma Jeane no sabía si debía sentirse halagada o turbada, excitada o avergonzada. Le dio un ataque de risa y se tapó la cara. Cuando recuperó la compostura, Bucky seguía esperando pacientemente, enfocándola con la cámara. ¡Clic!, ¡clic!, ¡clic!

—Ven, papá. Ya es suficiente. Me siento sola en esta cama tan grande.

Pero cuando abrió los brazos a modo de invitación, Bucky se limitó a retratarla una vez más.

Cada clic del disparador era una astilla de hielo clavándose en su corazón. Como si al mirarla a través del objetivo no la estuviera viendo a ella.

Pero el «después» fue peor. Fue humillante. Para las fotos de «después», Norma Jeane debía usar una peluca cobriza, al estilo de Rita Hayworth, y la ropa interior de encaje negro que Bucky le había comprado. Ante su alarma, él fue más allá aún y la maquilló, exagerando las cejas y la boca, «realzando» incluso los pezones con un pintalabios rojo cereza que aplicó con un pincel pequeño, haciéndole cosquillas. Norma Jeane resopló, incómoda.

—¿Ese maquillaje es de la funeraria? —preguntó.

Bucky frunció el entrecejo.

—No —respondió—. Lo compré en una tienda de artículos de broma en Hollywood.

Pero el maquillaje tenía el inconfundible olor del líquido de embalsamar con una nota dulzona a ciruelas demasiado maduras.

Bucky no pasó mucho tiempo tomando fotos de «después». Enseguida se excitó, dejó la cámara y se desnudó.

—Ay, nena. Muñeca. Se-ñor.

Estaba tan agitado como si acabara de nadar en las aguas de Topanga. Quería hacer el amor, quería hacerlo de inmediato, y manipulaba torpemente un condón mientras Norma Jeane lo miraba con la inquietud de un paciente que observa a su cirujano.

Tenía la impresión de que su cuerpo entero se había sonrojado. La voluminosa peluca de ondas cobrizas que caía sobre sus hombros desnudos, las bragas y el sostén de encaje negro que no eran más que minúsculos retazos de tela…

—Esto no me gusta, papá. No me parece bien.

Nunca había visto en la cara de Bucky Glazer una expresión como la de ahora. Parecía la célebre foto de Valentino en el papel de jeque. Norma Jeane prorrumpió en sollozos y Bucky preguntó con brusquedad:

—¿Qué pasa?

—Esto no me gusta, papá —respondió ella.

Bucky acarició el pelo de la peluca y le pellizcó un pezón rojo y tumescente a través del tejido transparente del sostén.

—Claro que sí, pequeña. Te gusta.

—No. No es lo que quiero.

—Vamos. Apuesto a que tu cosita está lista. Apuesto a que está mojada.

Sus dedos ásperos e indiscretos hurgaron entre los muslos de la joven, que dio un respingo y lo empujó.

—No, Bucky. Me haces daño.

—Venga ya, Norma Jeane. Nunca te ha hecho daño. Te encanta. Admítelo.

—Ahora no me gusta. No me gusta nada.

—Es divertido.

—No lo es. Me da vergüenza.

—Por Dios, estamos casados —se exasperó Bucky—. Llevamos un año casados. Una eternidad. Los hombres hacen muchas cosas con sus esposas y no hay nada de malo en ello.

—Yo creo que sí. Te digo que me duele.

—Ya te he dicho que otros también lo hacen —replicó Bucky perdiendo la paciencia.

—Nosotros no somos otros. Somos nosotros.

Con la cara encendida, Bucky empezó a tocar de nuevo a Norma Jeane, esta vez con más fuerza; cuando habían discutido y él la tocaba, ella, casi siempre se ablandaba al primer roce, sometiéndose como un conejo capaz de entrar en trance en cuanto comienzan a acariciarlo rítmicamente y con firmeza. Bucky la besó y ella le devolvió el beso. Pero cuando quiso quitarle el sostén y las bragas, Norma Jeane lo apartó. Arrojó al suelo la espectacular peluca, que olía a fibra sintética, y se frotó la cara para quitarse el maquillaje hasta que sus labios quedaron pálidos e hinchados. Hilillos de lágrimas y rímel se deslizaban por sus mejillas.

—Ay, Bucky. Estas cosas me dan mucha vergüenza. Hacen que no sepa quién soy. Creía que me querías.

Empezó a temblar. Bucky se acuclilló a su lado, con la cosa grande bamboleándose ahora a media asta, el condón arrugado en la punta, y la miró como si la viera por primera vez. ¿Quién coño se creía que era esa chica? En esos momentos, con la cara húmeda y manchada, ni siquiera le parecía guapa. ¡Una huérfana! ¡Una niña abandonada! ¡Una más entre los miserables hijos adoptivos de los Pirig! Su madre había sido declarada oficialmente loca y no tenía padre, así que ¿de dónde sacaba esas ínfulas? ¿Cómo se atrevía a sentirse superior a él? De repente, Bucky recordó lo mucho que lo había irritado unas noches antes en el cine, mientras veían a Abbott y Costello en Pardon My Sarong: él había estado a punto de mearse de risa, había hecho vibrar la fila entera de asientos con sus carcajadas, pero Norma Jeane, que tenía la cabeza apoyada sobre su hombro, se había puesto rígida y con esa vocecilla suya de niñata había dicho que no les veía la gracia a esos actores. («¿No crees que el gordo es retrasado? ¿Está bien reírse de un retrasado?») Bucky estaba furioso, pero se limitó a hacer oídos sordos a su pregunta. Aunque habría querido gritar: ¡Caray, la gracia de Abbott y Costello es precisamente que tienen gracia! ¿Es que no oyes al público reír como hienas?

—Puede que esté cansado de quererte. Tal vez necesite un cambio de vez en cuando.

Furioso, con su orgullo masculino herido, Bucky se bajó de la cama, se puso apresuradamente los pantalones y la camisa y salió del apartamento dando un portazo para que lo oyeran los fisgones de los vecinos. En el piso de al lado vivían seis mujeres de soldados, mujeres hambrientas de sexo que lo miraban con coquetería cada vez que se cruzaban con él y que con toda seguridad en ese momento tendrían la oreja pegada a la pared. Estupendo; que escucharan. Norma Jeane se asustó y lo llamó:

—¡Bucky! ¡Vuelve, cariño! ¡Perdóname! —pero en el tiempo que tardó en ponerse la bata y correr tras él, Bucky había desaparecido.

Conducía el Packard sin rumbo. El depósito de gasolina estaba casi vacío, pero le daba igual. Habría ido a ver a Carmen, su ex novia, de no ser porque le habían dicho que se había mudado y no tenía su nueva dirección.

Sin embargo, las fotografías fueron toda una sorpresa. ¿Ésa era su mujer, Norma Jeane? Pese a que mientras Bucky la fotografiaba ella parecía a punto de morir de vergüenza, algunas de las fotos mostraban a una chica osada y coqueta con una sonrisa pícara y provocativa; aunque Bucky sabía que su mujer se había sentido verdaderamente incómoda, se convenció de que, al menos en algunas de las fotografías, daba la impresión de haber disfrutado «exhibiendo su cuerpo como una puta cara».

Las fotografías de «después» intrigaron especialmente a Bucky. En una de ellas, Norma Jeane aparecía tendida de lado en la cama, el cabello cobrizo cayendo sensualmente sobre la almohada, los ojos entornados en expresión soñolienta y la punta de la lengua asomando entre unos labios que el pincel de Bucky había transformado en carnosos y lascivos. Como un clítoris que sobresale entre los labios de la vagina. Los pezones erectos de Norma Jeane se veían a través del transparente sostén negro y la imagen de su mano alzada delante del vientre estaba movida, como si estuviera a punto de acariciarse lujuriosamente o acabara de hacerlo. Bucky sabía que la pose había sido accidental, que la había empujado para que adoptara esa postura sensual y que ella intentaba incorporarse, pero ¿qué más daba?

—Se-ñor.

Imaginó que aquella chica exótica y hermosa era una desconocida y sintió una punzada de deseo.

Seleccionó media docena de fotos, aquellas en las que Norma Jeane estaba más sexy, y se las enseñó con orgullo a sus compañeros de Lockheed. Tuvo que alzar la voz para que le oyeran por encima del casi ensordecedor bullicio de la fábrica:

—Esto es estrictamente confidencial, ¿de acuerdo? Ha de quedar entre nosotros.

Los hombres asintieron con la cabeza. ¡La expresión de sus caras! Estaban estupefactos. Todas las fotografías eran de Norma Jeane con la peluca cobriza a lo Rita Hayworth y la ropa interior negra.

—¿Ésta es tu mujer? ¿Tu mujer?

—¿Tu mujer? ¡Caray, Glazer, qué suerte tienes!

Silbidos y risas cargadas de envidia. Tal como Bucky había previsto. Aunque Bob Mitchum no reaccionó como él esperaba. Bucky se quedó de una pieza cuando Mitchum miró rápidamente las fotos, hizo una mueca de disgusto y dijo:

—Hay que ser un hijo de puta para enseñar fotos como éstas de tu propia esposa.

Y antes de que Bucky pudiera detenerlo, las rompió en pedazos. Si el capataz no hubiera estado cerca, se habrían enzarzado en una pelea.

Bucky se alejó, enfurruñado. Y furioso. Mitchum le tenía envidia. Quería ser actor en Hollywood, pero jamás dejaría de trabajar en la cadena de montaje de la fábrica. Sin embargo, yo tengo los negativos, pensó Bucky con satisfacción. Y tengo a Norma Jeane.

9

Sin que Norma Jeane lo supiera, Bucky había tomado la costumbre de pasar por la casa de sus padres de camino a la suya.

Su ronca voz de niño ofendido resonó entre las paredes de la cocina que tan bien conocía:

—¡Claro que quiero a Norma Jeane! Me he casado con ella, ¿no? Pero es tan absorbente. Es como un bebé que llora cuando no lo cogen en brazos. Como si ella fuera una flor y yo, el sol sin el cual no puede vivir. Es… —con la frente fruncida en una mueca de dolor, Bucky buscó la palabra adecuada— agotador.

La señora Glazer lo riñó con nerviosismo.

—¡Vamos, Bucky! Norma Jeane es una chica dulce y una buena cristiana. Sencillamente, es joven.

—Yo también soy joven, puñetas. Tengo veintidós años. Lo que ella necesita es un tipo mayor, un padre —Bucky miró con rabia las caras preocupadas de sus padres, como si ellos tuvieran la culpa de todo—. Me está exprimiendo. Acabará haciendo que me distancie.

Calló, conteniéndose para no decir que Norma Jeane quería abrazarlo y hacer el amor todo el rato. Besarlo y abrazarlo en público. A Bucky a veces le gustaba y otras veces no. Y lo curioso es que no creo que físicamente sienta gran cosa. Al menos no lo que se supone que deben sentir las mujeres.

Como si hubiera leído los pensamientos de su hijo, la señora Glazer se ruborizó con furia y dijo con ansiedad:

—Desde luego que quieres a Norma Jeane, Bucky. Todos la queremos; para nosotros no es una nuera, sino una hija. ¡Ah, qué boda tan bonita! Parece que fue ayer.

—Encima quiere tener hijos —prosiguió Bucky, indignado—. En plena guerra. Ha estallado la Segunda Guerra Mundial, el mundo se está yendo a hacer puñetas y mi mujer quiere tener hijos. ¡Señor!

—No seas blasfemo, Bucky —protestó débilmente la señora Glazer—. Ya sabes cuánto me fastidia.

—Yo sí que estoy fastidiado —replicó Bucky—. Cuando vuelvo a casa, Norma Jeane se comporta como si se hubiera pasado el día entero limpiando y haciendo la cena para mí, esperándome. Como si no existiera sin mí. Como si yo fuera Dios o algo por el estilo —dejó de pasearse, respirando con dificultad. La señora Glazer le había servido gelatina de cerezas en un plato y él empezó a comer vorazmente. Con la boca llena, añadió—: Yo no quiero ser Dios. No soy más que Bucky Glazer.

El señor Glazer, que había permanecido callado hasta ahora, declaró con contundencia:

—Mira, hijo, vives con esa chica. Os casasteis por la Iglesia «hasta que la muerte os separe». ¿Acaso crees que el matrimonio es un tiovivo?, ¿que puedes dar unas cuantas vueltas y luego apearte para jugar con los demás chicos? No, señor. Es para toda la vida.

Mientras comía la gelatina de cerezas, Bucky emitió un sonido semejante al que haría un animal herido.

Quizá en tu generación, viejo. Pero no en la mía.

10

—Tengo que ir, pequeña.

Ella casi no podía oírle por encima del fuego de las ametralladoras y la música del noticiario. The March of Time. Estaban en el cine. Todos los viernes por la noche iban al cine. Era el entretenimiento más barato; caminaban hasta el centro cogidos de la mano como un par de colegiales enamorados. La gasolina estaba demasiado cara. Y eso si podías conseguirla. Un rumor casi inaudible, como un trueno lejano, en las montañas. Un viento árido que escocía en los ojos y las fosas nasales. No apetecía recorrer largas distancias a pie con ese aire seco e irritante. El Capitol de Mission Hills ya estaba lo bastante lejos. Puede que estuvieran viendo Confesiones de un espía nazi, el engreído y sofisticado George Sanders y Edward G. Robinson, con su cara de bulldog. Los vidriosos ojos de Robinson brillando de emoción. ¿Quién, aparte de él, era capaz de expresar sucesivamente dolor, odio, ira, terror y trivialidad? Aunque era un canijo, poco convincente en el papel de amante. No era lo que se dice el Príncipe Encantado. Ni un hombre por el cual una estaría dispuesta a morir. O quizá estuvieran viendo Acción en el Atlántico Norte, con Humphrey Bogart. Bogart, con su cara picada de viruela y sus ojos rodeados de bolsas. Siempre con un cigarrillo entre los dedos y una nube de humo cruzando su rostro demacrado. Sin embargo, Bogart era apuesto. En la pantalla gigante, vestidos con uniforme, todos los hombres eran apuestos. También es posible que aquella noche hubieran ido a ver The Battle of the Beaches o Los hijos de Hitler. Bucky quería verlas todas. O acaso vieran otra comedia de Abbott y Costello, o El recluta enamorado, con Bob Hope. A Norma Jeane le gustaban los musicales: Tres días de amor y fe, Cita en Saint Louis, All About Lovin’ You. Pero Bucky se aburría con los musicales y ella tenía que admitir que eran tontos y banales, tan falsos como el Reino de Oz.

—En la vida real, la gente no se pone a cantar ni a bailar de repente —protestaba Bucky—. Por Dios, ni siquiera hay música.

Norma Jeane resistió la tentación de señalar que siempre había música en las películas, incluso en las de guerra o en los noticiarios como The March of Time. No quería discutir con Bucky, que en los últimos tiempos estaba hipersensible. Nervioso e irritable como un hermoso perrazo al que uno no se atrevería a tocar por mucho que le apeteciera.

Ella no lo sabía, pero lo intuía. Durante meses. Lo intuía desde antes de lo de la peluca, la ropa interior de encaje y los clics de la cámara. Escuchaba los murmullos de Bucky, sus insinuaciones. Todas las noches, durante la cena, oía las noticias de la radio. Devoraba los periódicos locales, Life, Collier’s, Time. Bucky, que leía con dificultad, arrastrando los dedos por las líneas impresas y esbozando las palabras con los labios. Despegaba de las paredes los mapas desactualizados y los reemplazaba por otros nuevos, recortados de los periódicos. Una nueva configuración de chinchetas de colores. Parecía distraído e impaciente mientras hacía el amor. Empezaba y terminaba en un pispás. Lo siento, cariño. Buenas noches. Norma Jeane lo abrazaba y él se sumía rápidamente en el sueño, como una piedra hundiéndose en el blando lodazal del fondo de un lago. Sabía que se iría pronto. El país sufría una fuga masiva de hombres. Era el otoño de 1943 y la guerra parecía haber durado ya una eternidad. Era el invierno de 1944 y los estudiantes del último curso de instituto temían que la guerra terminara antes de que ellos pudieran alistarse. A veces, aunque cada vez con menor frecuencia, Norma Jeane volvía a acariciar su viejo sueño de convertirse en enfermera de la Cruz Roja o en piloto. ¡Una mujer piloto! A las mujeres entrenadas para pilotar bombarderos no se les permitía hacerlo. Las mujeres muertas en acto de servicio no tenían funerales con honores militares, como los hombres.

Norma Jeane lo entendía: los hombres merecían una recompensa por ser hombres, por arriesgar su vida de hombres, y su recompensa eran las mujeres. Las mujeres que los esperaban en casa. Era absurdo que las mujeres pelearan codo con codo con ellos en el campo de batalla; no podía haber mujeres-hombres. Las mujeres-hombres eran monstruos. Las mujeres-hombres eran obscenas. Las mujeres-hombres eran lesbianas, «tortilleras». Cualquier hombre normal querría estrangular a una tortillera, o follársela hasta que los sesos le salieran por las orejas y la sangre empezara a chorrear por su coño. Norma Jeane había oído a Bucky y sus amigos despotricar contra las lesbianas, que eran casi peores que los mariposones, los maricas, los «pervertidos». Esos bichos raros patéticos y asquerosos inspiraban en un hombre sano y normal el deseo de lanzarse sobre ellos y darles su merecido.

Bucky, por favor, no me hagas daño. Ay, por favor.

Bucky ya no veía el cráneo del viejo Hirohito expuesto sobre la radio en el salón. De hecho, Norma Jeane tenía la impresión de que ni siquiera la veía a ella. Pero ella era muy consciente de la presencia del souvenir y temblaba cada vez que le quitaba el pañuelo de encima. Yo no te he matado ni decapitado. No es culpa mía.

A veces veía en sueños las cuencas de los ojos de la calavera. El asqueroso agujero de la nariz, la sonriente mandíbula superior. El olor a humo de tabaco, el sonido del agua caliente saliendo furiosamente del grifo.

¡Te pillé, pequeña!

En una de las últimas filas del Capitol de Mission Hills, Norma Jeane deslizó su mano en la de Bucky, que estaba pringosa por la mantequilla de las palomitas. Como si en lugar de estar en la platea de un cine, participaran en una cabalgada salvaje que ponía en peligro la vida de ambos.

Era curioso: desde que se había convertido en la señora de Bucky Glazer, Norma Jeane no se interesaba tanto por las películas. Eran tan… optimistas. Optimistas a la manera de las cosas irreales. Uno compraba la entrada, se sentaba y abría bien los ojos para ver… ¿qué? A menudo se distraía durante la proyección. Al día siguiente tendría que hacer la colada y ¿qué le haría de cenar a Bucky? Y el domingo: si pudiera conseguir que Bucky fuera a la iglesia en lugar de quedarse durmiendo hasta las tantas. Bess Glazer había hecho una velada alusión al hecho de que la «joven pareja» no asistía al oficio dominical y Norma Jeane estaba convencida de que su suegra la culpaba a ella por no arrastrar a Bucky hasta la iglesia. La otra tarde, Bess Glazer la había visto empujando el cochecito de Irina en el parque y poco después le había telefoneado para expresar su sorpresa:

—¿Cómo es que tienes tiempo para todo, Norma Jeane? Incluso para ocuparte del bebé de otra mujer. Lo único que puedo decir es que espero que te pague por tus servicios.

Esa noche The March of Time atronaba. La música marcial era tan estridente y emocionante que aceleraba el corazón. Eran secuencias de la vida real. Era la realidad. Durante las noticias de la guerra, Bucky se irguió en el asiento y miró fijamente a la pantalla. Sus mandíbulas dejaron de triturar palomitas. Norma Jeane contemplaba las escenas con una mezcla de fascinación y horror. Allí estaba el malhumorado «Vinegar Joe» Stilwell con barba de varios días diciendo: «Nos han dado una buena paliza». Pero la música subía de volumen y retumbaba. La pantalla relampagueaba con vertiginosos cambios de plano. Granulados cielos grises y, abajo, suelo extranjero. ¡Combates aéreos sobre Birmania! ¡Los fabulosos Tigres Voladores! Todos los hombres y mujeres presentes en el Capitol habrían deseado ser Tigres Voladores. Habían pintado los viejos Curtiss P-40 para que parecieran caricaturas de tiburones. Eran temerarios, héroes de guerra. Se enfrentaban a los Zeros japoneses, aviones más veloces y técnicamente más avanzados.

En el curso de un único combate aéreo sobre Rangún, los Tigres derribaron veinte de los setenta y ocho aviones japoneses… ¡sin perder ninguno de los suyos!

El público aplaudió. Hubo silbidos aislados. Los ojos de Norma Jeane se llenaron de lágrimas. Hasta Bucky se enjugó los suyos.

Impresionaba ver semejante acción en el cielo: llamaradas de proyectiles antiaéreos; aviones que caían en picado dejando una estela de fuego y humo. Cualquiera hubiera dicho que aquello era un conocimiento secreto. El conocimiento de la muerte de otro. Cualquiera hubiera dicho que la muerte era algo sagrado e íntimo, pero la guerra lo había cambiado todo. Las películas lo habían cambiado todo. Además de la posibilidad de contemplar a distancia la muerte de otro, uno tenía el privilegio de hacerlo desde una perspectiva de la cual los moribundos estaban privados. Así debe de vernos Dios. Si es que nos mira.

Bucky apretó la mano de Norma Jeane con tanta fuerza que ella tuvo que contenerse para no protestar. En voz baja y apremiante dijo algo como:

—Tengo que ir, pequeña.

—¿Irte? ¿Adónde?

¿Al lavabo de caballeros?

—Tengo que alistarme antes de que sea demasiado tarde.

Norma Jeane rió, convencida de que bromeaba. Lo besó con ferocidad. En los tiempos en que empezaban a conocerse, siempre se besuqueaban en el cine. Los Tigres Voladores habían desaparecido de la pantalla y ahora mostraban bodas de soldados. Sonrientes soldados de permiso o en las bases en el extranjero. La marcha nupcial sonaba a todo volumen. ¡Cuántas bodas! Cuántas novias, de todas las edades. La rapidez con que las parejas de novios aparecían y desaparecían de la pantalla daba a las escenas un aire de comedia. Ceremonias religiosas y ceremonias civiles. Paisajes exuberantes y paisajes agrestes. Tantas sonrisas radiantes, tantos abrazos vigorosos. Tantos besos apasionados. Tanta esperanza. Se oían risitas ahogadas entre el público. La guerra era noble, pero el amor, el matrimonio y las bodas hacían gracia. La mano de Norma Jeane se movía como un ratoncillo en la entrepierna de Bucky.

—Mmm, pequeña —murmuró Bucky, sorprendido—. Ahora no. Eh.

Pero se volvió hacia ella y la besó con fuerza. Venciendo la fingida resistencia de la joven, le abrió los labios para meterle la lengua profundamente en la boca y ella gimió y se apretó a él. Le cogió el pecho derecho con la mano izquierda como si cogiera un balón de fútbol. Los asientos se sacudieron. Jadeaban como perros. Detrás de ellos, una mujer golpeó el respaldo de los asientos y murmuró:

—Si queréis hacer esas cosas, marchaos a casa.

Norma Jeane se volvió y replicó con furia:

—Estamos casados, así que déjenos en paz. Márchese usted. Váyase al infierno.

Bucky rió: ¡su dulce esposa se había convertido súbitamente en un basilisco!

Aunque más adelante pensaría: Fue entonces cuando empezó todo. Esa noche, supongo.

11

—Pero… ¿dónde? ¿Adónde ha ido? ¿Cómo es que no lo sabes?

Sin previo aviso, Harriet desapareció de Verdugo Gardens en marzo de 1944. Llevándose consigo a Irina y dejando tras de sí sus miserables pertenencias.

Norma Jeane estaba asustada: ¿qué haría ella sin su niña?

Con una confusión propia de un sueño, creía recordar que había ido a presentar a la niña a Gladys y que ésta le había dado su bendición. Pero ahora no había ninguna niña. No habría bendición.

Norma Jeane llamó a la puerta de sus vecinas una media docena de veces. Pero las compañeras de piso de Harriet también estaban estupefactas y preocupadas.

Nadie parecía saber dónde había ido la deprimida Harriet con su hija. No estaba con su familia en Sacramento, ni con sus suegros en el estado de Washington. Sus amigas dijeron que se había marchado sin decir adiós ni dejar una nota de despedida. Sin embargo, había dejado pagada su parte del alquiler de marzo. Hacía tiempo que planeaba «desaparecer». Había dicho que «no tenía madera de viuda».

También había estado «enferma». Había intentado hacer daño a Irina. Hasta era probable que le hubiera hecho daño por algún medio que no dejara señales.

Norma Jeane retrocedió, entornando los ojos.

—No. Eso no es cierto. Yo lo habría notado. No deberías decir esas cosas. Harriet era amiga mía.

Era incomprensible que Harriet se hubiera marchado sin decir adiós a Norma Jeane. Sin permitirle que se despidiera de Irina. Harriet no haría una cosa así. Dios no se lo habría permitido.

—Hola, qui-quiero denunciar la de-desaparición de una pe-persona. Una ma-madre y su hi-hija.

Norma Jeane llamó al Departamento de Policía de Mission Hills, pero empezó a tartamudear de tal manera que tuvo que colgar. Sabía que en cualquier caso no serviría de nada, porque era evidente que Harriet se había marchado por voluntad propia. Era una adulta y la verdadera madre de Irina, de modo que aunque ella quisiera a la niña más que Harriet y creyera que ese amor era recíproco, no podía hacer nada, absolutamente nada.

Harriet e Irina se habían esfumado de su vida como si nunca hubieran estado allí. El padre de la niña seguía oficialmente «desaparecido en acto de servicio». Jamás encontrarían sus restos. ¿Era posible que los japoneses se hubieran llevado su cabeza? Cuando Norma Jeane se concentraba con todas sus fuerzas, veía una escena en una habitación lejana —aunque quizá fuera un sueño, pues no distinguía las imágenes con claridad— en la que Harriet bañaba a la pequeña Irina con agua hirviendo, la niña daba gritos de dolor y pánico y nadie, excepto ella, podía rescatarla, pero Norma Jeane corría con impotencia de un extremo al otro de un pasillo sin puertas y lleno de vapor, tratando de localizar la estancia, apretando los dientes con desesperación y furia.

Al despertar, Norma Jeane se arrastró hasta el diminuto cuarto de baño, bajo la deslumbrante bombilla del techo. Estaba tan asustada que se metió en la bañera. Le castañeteaban los dientes. Su piel ardía en el agua caliente, muy caliente. Allí la descubriría Bucky a las seis de la mañana. La habría alzado en sus brazos musculosos y llevado a la cama, pero me miraba de tal manera, con las pupilas dilatadas como las de un animal, que supe que no debía tocarla.

12

—Nuestra época ya es historia.

Por fin llegó el día. Norma Jeane estaba casi preparada.

Esa mañana, Bucky la informó de que se había enrolado en la marina mercante. Dijo que probablemente se marcharía seis semanas después. A Australia, según creía. Pronto invadirían Japón y la guerra terminaría. Como ella ya debía de saber, hacía tiempo que quería alistarse.

Le aseguró que eso no significaba que no la quisiera, porque la amaba con toda su alma. No significaba que no fuera feliz, porque era feliz. Nunca había sido tan feliz. Pero quería que su vida fuera algo más que una luna de miel.

Vives en una época histórica; si eres un hombre, debes hacer tu parte. Debes servir a tu país.

Demonios; Bucky sabía que aquello sonaba cursi. Pero era lo que pensaba.

Podía ver el dolor en la cara de Norma Jeane; sus ojos anegados en lágrimas. Se sentía culpable, pero también contento. ¡Eufórico! No era sólo Norma Jeane, sino también Mission Hills, donde había pasado toda su vida; su familia, que lo asfixiaba; la fábrica Lockheed, donde estaba atascado en la cadena de montaje; el inmundo olor de la sala de embalsamamiento. No pensaba terminar siendo un embalsamador. Yo no.

Le sorprendió la compostura de Norma Jeane, que se limitó a decir con tristeza:

—Ay, papá. Ay, Bucky. Lo entiendo.

La estrechó en sus brazos y de pronto los dos se echaron a llorar. ¡Bucky Glazer, que jamás lloraba! Ni siquiera cuando se rompió el tobillo jugando al fútbol en el último curso del instituto. Se arrodillaron en el suelo de linóleo de la cocina, que Norma Jeane mantenía limpio y encerado, y rezaron juntos. Luego Bucky la levantó en brazos y la llevó a la habitación entre sollozos. Ése fue el primer día.

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