Blonde

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Marilyn: 1953 - 1958 » Cherie, 1956

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Le había contado a Gladys lo de ir a comprar libros a la librería Strand. Era una librería de ocasión y había buscado en ella libros que hubiera tenido Gladys, pero no había encontrado ninguno. Pequeña antología de la poesía estadounidense. ¿Se titulaba así? ¡Cuánto le gustaba aquel libro! Le gustaba que Gladys le leyera poesías. Ahora leía poesías sola, pero con la voz de Gladys. A estos detalles, Gladys respondía, con voz casi inaudible: «Eso está bien, querida».

De modo que dejó de llamar a Gladys y se limitó a mandarle postales con paisajes del suroeste.

Algún día vendremos aquí, cuando sea rica. Es «el fin del mundo», no hay duda.

Norma Jeane tenía tanto miedo de ver el metraje filmado durante la jornada, tanto horror a descubrir que Marilyn le había fallado, que, al margen de sus escenas, no sabía lo que sucedía en Bus Stop. Y sus escenas se filmaban y refilmaban tantas veces, estaban tan impregnadas de la fuerza de su interpretación, y el corazón le golpeaba tanto en las costillas que no sabía qué opinaría al verlas un espectador neutral. Como Cherie, se lanzaba de cabeza, sin pensar y con optimismo. Confiaba, como le había aconsejado su amante, en el instinto.

Por lo tanto, Norma Jeane no vio Bus Stop entera, desde el ruidoso y cómico comienzo hasta el final romántico-sentimental, hasta un preestreno que se celebró en los estudios de La Productora a principios de septiembre. No vería lo bien que había encarnado a Cherie hasta entonces, meses después. Cuando ya era una mujer casada. Sentada, con la mano de su marido entre las suyas, en la primera fila de butacas de la oscura sala de proyección. Entre una niebla de Miltown y Dom Pérignon. Norma Jeane era Marilyn, aunque tranquila y sedada. Las crisis primaverales de Arizona estaban tan lejos como las crisis de una desconocida. Fue una sorpresa para ella que Bus Stop hubiera quedado tan bien.

En el papel de Cherie había hecho la interpretación más inspirada de su trayectoria profesional. Sin embargo, se le antojaba una amarga victoria, como la de una nadadora que consigue a duras penas cruzar las aguas turbulentas que han estado a punto de ahogarla. La nadadora sale dando traspiés por la orilla; el público, que no ha arriesgado nada, estalla en aplausos.

Y el público que llenaba la sala estalló en aplausos.

El Dramaturgo la protegía rodeando con el brazo sus trémulos hombros.

—Cariño, ¿por qué lloras? —le murmuró—. Has estado maravillosa. Eres maravillosa. Escucha esta reacción. Hollywood te adora.

¿Por qué lloraba? Quizá porque en la vida real, Cherie bebería como una esponja. Y le faltaría media dentadura. Y tendría que acostarse con los cabrones. Querer evitarlos habría sido absurdo por su parte, pero el guión era sentimental y cursi, y en 1956 no se podía correr el riesgo de que la Legión Católica de la Decencia la calificara de «autorizada para mayores con reparos». En la vida real, a Cherie la habrían apaleado y seguramente violado. Los hombres la habrían compartido. Que nadie me diga que el Salvaje Oeste no era así, conozco a los hombres. La habrían utilizado hasta dejarla embarazada o hasta que perdiera el atractivo físico, o las dos cosas. No habría habido ningún Bo, ningún vaquero guapo y cerril que se la echara sobre el hombro y se la llevase a su rancho de cinco mil hectáreas. Habría bebido y tomado drogas para seguir tirando hasta el día en que ya no pudiera levantarse de la cama, hasta que ya no pudiera ni abrir los ojos, y luego habría muerto.

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