Blonde

Blonde


La otra vida: 1959 - 1962 » Sugar Kane, 1959

Página 78 de 97

Sugar Kane, 1959

I wanna be loved by you / / nobody else but you / / Quiero que me quieras / / solamente tú / / Quiero que me quieras / / solamente tú / / Quiero que me quieras / / solamente / / ¡no se lo quitaba de la cabeza! no se quitaba de la cabeza aquel Quiero que me quieras solamente tú Quiero que me quieras solamente tú / / ¡se estaba asfixiando! ¡quemando! / / Quiero que me beses / / solamente tú / / Quiero que me beses solamente tú / / era Sugar Kane Kowalczyk de las Muchachas Sincopadas de Sweet Sue / / era Sugar Kane la ukelelista rubia platino / / era un cuerpo femenino / / era un culo y unas tetas de mujer / / era Sugar Kane la ukelelista rubia platino que huía de los saxofonistas / / a los saxofonistas les atraía su ukelele / / ¡no era capaz de resistirlo! / / una y otra vez y siempre la querían por aquello / / Quiero que me quieras solamente tú / / y ocurría otra vez / / ocurría siempre y por toda la eternidad / / ocurría otra vez / / Quiero que me quieras solamente tú / / canturreaba y sonreía al público mientras rasgaba el ukelele que había aprendido a tocar y sus dedos se movían con destreza sorprendente para estar tan drogada, sedada y aterrorizada, mientras su boca besable y fabulosa murmuraba ¡Quiero! ¡Quiero! ¡Quiero que me quieras! / / otra variante de la zorra enferma, patética, pero la adoraban y un hombre se enamoraba de ella en la pantalla / / Quiero que me quieras / / solamente tú / / ¿y esto era gracioso? ¿era gracioso? ¿era gracioso? ¿por qué era gracioso? ¿por qué era graciosa Sugar Kane? ¿por qué era gracioso ver a hombres vestidos de mujer? ¿por qué era gracioso que los hombres se disfrazaran de mujer? ¿por qué era gracioso que hombres calzados con zapatos de tacón alto trastabillaran? ¿por qué era Sugar Kane graciosa, porque era la suprema imitadora de lo femenino? ¿era esto gracioso? ¿por qué era gracioso? ¿por qué la mujer es graciosa? ¿por qué iba la gente a reírse de Sugar Kane y a enamorarse de Sugar Kane? ¿por qué, una vez más? ¿por qué la ukelelista Sugar Kane Kowalczyk tuvo tal éxito de taquilla en Estados Unidos? ¿por qué Sugar Kane, la ukelelista rubia platino y alcohólica, fue un éxito? ¿por qué Con faldas y a lo loco es una obra maestra? ¿por qué la Monroe es una obra maestra? ¿por qué es la película más comercial de la Monroe? ¿por qué la amaban? ¿por qué, cuando su vida estaba hecha jirones como seda rasgada? ¿por qué, cuando su vida estaba hecha pedazos como un vaso roto? ¿por qué, cuando se había desangrado por dentro? ¿por qué, cuando le habían sacado las entrañas? ¿por qué, cuando llevaba veneno en su seno? ¿por qué, cuando la cabeza le iba a estallar de dolor y tenía la boca en carne viva? ¿por qué, si todos los del plató habían sentido por ella aversión, resentimiento, temor? ¿por qué, cuando se estaba hundiendo ante los ojos de los demás? / / ¡Quiero que me quieras tú, bup bupi du! ¿por qué era tan seductora Sugar Kane Kowalczyk de las Muchachas Sincopadas de Sweet Sue? / / Quiero que me beses tú / / solamente tú / / ¡Quiero! ¡Quiero! ¡Quiero que me quieras / / solamente tú! / / pero ¿por qué? ¿por qué era Marilyn tan graciosa? ¿por qué el mundo adoraba a Marilyn? ¿que se despreciaba a sí misma? ¿era éste el porqué? ¿por qué el mundo amaba a Marilyn? ¿por qué, si Marilyn había matado a su hijo? ¿por qué, si Marilyn había matado a sus hijos? ¿por qué el mundo quería joder con Marilyn? ¿por qué el mundo quería joderse a Marilyn sin parar? ¿por qué el mundo quería meterse en Marilyn hasta la puta empuñadura, como una espada larga y gorda? ¿era un enigma? ¿una advertencia? ¿era un chiste de tantos? / / Quiero que me quieras tú / / bup bupi du / / solamente tú / / solamente tú / / solamente

¡Aquel malhadado sentido de la obligación! Era el castigo de la Pobre Doncella.

En el plató hubo aplausos espontáneos. Era la primera vez que la Monroe hacía la jornada completa, había estado enferma, abstraída, se rumoreaba, y allí estaba su alto y pálido marido, el de gafas, de plantón como en un velatorio, y a pesar de todo había cantado I Wanna Be Loved by You, quiero que me quieras, y se había ganado el ánimo de todos, porque todos querían a Marilyn, ¡¿verdad?! ¡Ansiaban amar a Marilyn! W encabezó el aplauso, era su prerrogativa como director, y otros se unieron a la iniciativa elogiando con entusiasmo a la Actriz Rubia, y ella los miraba desde el plató, mordiéndose el labio inferior casi hasta hacerse sangre, aunque su sedado corazón latía con fuerza porque quería saber si aquellas personas mentían a sabiendas o se engañaban con toda inocencia, y con la esperanza de que parasen dijo con voz tranquila:

—No. Quisiera repetir.

Y otra vez el ridículo y diminuto ukelele, que parecía un juguete, un símbolo de su vida de juguete y de su alma rubia de juguete, otra vez los movimientos sugestivos / seductores de muñeca crecida, Mae West y la Pequeña Bo Peep en morbosa mezcolanza. La cámara era un voyeur que se pirraba por los michelines de Sugar Kane y la gracia tenía que estar (entre la cámara y el público) en que Sugar Kane es demasiado idiota para captar las bromas sobre ella, Sugar Kane debe actuar con seriedad hasta la muerte / / Quiero que me quieras / / solamente tú / / Quiero que me quieras / / solamente tú / / viendo por el retrovisor de la limusina de La Productora los saltones y omniscientes ojos del Chófer Sapo, que era pariente de la Pobre Doncella y la conocía / / Quiero que me quieras solamente tú Quiero que me quieras que me quieras Quiero que me quieras Quiero que me ¡bup bupi du! ¡bup bupi du! Quiero que me

—No. Quisiera repetir.

Y poco a poco la interpretación de Sugar Kane se fue perfilando, tenía en su interior una idea de su depuración, aunque Sugar Kane no era más que una caricatura sexual en otra farsa sexual imaginada por hombres para diversión de los hombres / / Sugar Kane, «la gelatina con muelles» / / el papel es una ofensa y una profunda herida para la Monroe y a pesar de todo: Sugar Kane se escribió para ella y ¿quién era Sugar Kane sino la Actriz Rubia?

—No. Quisiera repetir.

Quiero que me quieras / / solamente solamente tú / / ¡Sin histerias! ella no se había puesto histérica, estaba segura. Su estilista y Whitey el maquillador eran testigos. Se escuchaba a sí misma y oía la voz susurrante y ronca de Marilyn, lejana como una voz por teléfono, y estaba segura de que no se había puesto histérica con W, la histeria la tenía en reserva. Sin embargo, allí estaba el peligro de la histeria. Desde que había vuelto a La Productora era la comidilla. La espera de la histeria. Decir a W, el distinguido director contratado por La Productora para complacerla: «Oiga usted. Tiene a Marilyn Monroe en esta absurda película para utilizarla, no para joderla. Y no se le ocurra joder con ella tampoco».

Fue como si hubiera muerto y hubiese vuelto con nosotros una persona distinta. Se contaba que había perdido un niño. Y que había querido suicidarse arrojándose al mar. La Monroe siempre fue valiente.

Tras la interrupción del aplauso no solicitado, la siguiente toma fue un desastre, olvidó sus frases e incluso los dedos la traicionaron pulsando las cuerdas del ukelele que no correspondían, y rompió en extraños sollozos sin lágrimas, y se golpeó los muslos enfundados en el ceñido vestido de seda de Sugar Kane (tan ceñido que en vez de sentarse en el plató se «apoyaba» en un aparato cóncavo ideado para aquel fin) y se puso a gritar como un animal al que están matando, y llena de furia se lanzó a darse tirones en el pelo recién teñido y cardado, frágil como el algodón de azúcar, y se habría hundido las uñas en aquella máscara de pastel que tenía por cara si no se lo hubiera impedido W. «¡No, Marilyn! Por el amor de Dios.» Viendo en los ojos desorbitados de la Monroe su propio destino. Se llamó al doctor Fell, médico residente, nunca alejado del estudio ni de la Monroe, y apareció enseguida con una enfermera para llevarse a la enferma, que lloraba histérica. En la intimidad del camerino de la estrella, antaño camerino de Marlene Dietrich, ¿quién sabía qué sustancias mágicas se inyectaban directamente en el corazón?

Ahora vivo para mi trabajo. Vivo para mi trabajo. Vivo sólo para mi trabajo. Algún día haré algo que satisfaga mi talento y mi deseo. Algún día. Lo garantizo. Lo prometo. Quiero que me améis por mi trabajo. Pero si no me amáis, no seguiré trabajando. ¡Amadme pues, por favor!, así podré seguir trabajando. ¡Estoy atrapada! Soy prisionera de este maniquí rubio con esta cara. ¡Sólo quiero respirar a través de esta cara! ¡Por esta nariz! ¡Por esta boca! Ayudadme a ser perfecta. Si Dios estuviera en nosotros, seríamos perfectos. Dios no está en nosotros, lo sabemos porque no somos perfectos. No quiero dinero ni fama, sólo ser perfecta. El maniquí rubio llamado Marilyn soy yo y no soy yo. Ella no soy yo. Ella es mi destino. Sí, quiero que la améis. Así me amaréis a mí. ¡Yo quiero amaros! ¿Dónde estáis? Miro y miro y no hay nadie ahí.

Había ido en un coche prestado por la autovía de Ventura en dirección este, a Griffith Park y al cementerio de Forest Lawn (donde estaba enterrado I. E. Shinn, aunque para vergüenza suya había olvidado dónde), había conducido durante horas, nadie sabía nada, y en ciernes una migraña semejante a un taladro, y siguió recorriendo kilómetros y más kilómetros de zonas residenciales, pensando: ¡Cuánta gente! ¡Cuánta! ¿Por qué Dios crearía tanta?, sin saber con exactitud lo que buscaba, a quién buscaba, y no obstante segura de que reconocería a su padre en cuanto lo viera. ¿Te das cuenta? Este hombre es tu padre, Norma Jeane. Más vívido este padre en su mente, que resbalaba y patinaba como cubitos de hielo que se lanzan a un suelo encerado, que ninguna otra persona de su presente. No quería creer que la estuviera castigando. Que sus cartas no fueran cariñosas sino crueles. Que estuviera jugando con sus sentimientos.

Mi bonita hija perdida.

Tu arrepentido y amante padre.

Jugando con Norma Jeane, tal como había visto, con horror, por una ventana de la Casa del Capitán, a la gata embarazada jugar con un gazapo, dejando que el aturdido, ensangrentado y gimiente animal se arrastrase unos centímetros por la hierba, lanzándose después sobre él con voracidad, rasgando y mordiendo con dientes carnívoros, dejando nuevamente que se arrastrase unos centímetros, lanzándose otra vez sobre él, hasta que del pobre conejo no quedó más que la parte inferior del tronco y las patas traseras, que aún temblaban de miedo. (Su marido no la había dejado intervenir. Era cuestión de naturaleza. De la naturaleza del gato. Sólo conseguiría alterarse. Era demasiado tarde, el conejo estaba agonizando.) No. Ella no podía pensar así. No pensaba así. «Mi padre está viejo y achacoso. No tiene intención de ser cruel. Se avergüenza de haberme abandonado de pequeña. De haberme dejado con Gladys. Quiere reparar el daño. Podría vivir con él y hacerle compañía. Un anciano distinguido. De pelo blanco. Con dinero, supongo; aunque yo podría correr con los gastos de ambos, MARILYN MONROE Y SU PADRE… Me acompañaría a los estrenos. Pero ¿por qué no lo dice? ¿A qué está esperando?»

¡Tenía treinta y tres años! Le pasó por la cabeza la posibilidad de que su padre se sintiera avergonzado de Marilyn Monroe y fuera reacio a admitir en público su parentesco. Él la llamaba únicamente Norma. Decía que no había visto las películas de la Monroe. También se le ocurrió la posibilidad de que su padre estuviera esperando a que Gladys muriese.

—¡No puedo escoger entre los dos! ¡Los quiero a ambos!

Desde que había vuelto a Los Ángeles para trabajar en Con faldas y a lo loco sólo había visto a Gladys una vez. Aunque Gladys estaba sin duda al tanto de su embarazo, no le había contado lo del aborto y Gladys no había hecho preguntas. Casi toda la visita había consistido en pasear por los jardines del hospital, hasta la verja y volver.

—Quiero ser leal con mi madre. Pero mi corazón le pertenece a él.

En tal estado acabó perdiéndose en las colinas que flanqueaban la ciudad. Se perdió en el cementerio de Forest Lawn, se perdió en Griffith Park y por último se perdió en Glendale, y aunque había vuelto a Hollywood y a Beverly Hills, olvidó la dirección exacta de su casa. Gentileza del señor Z y de La Productora. Era pequeña aunque estaba amueblada con buen gusto, y no estaba lejos de los estudios de La Productora, pero no acababa de recordar dónde. En un drugstore de Glendale (donde la reconocieron, se dio cuenta, Dios bendito, la miraban, murmuraban y sonreían, y ella estaba agotada, con el vestido arrugado, sin maquillaje y con los ojos enrojecidos tras las gafas negras) llamó por teléfono al despacho del señor Z, implorando como Sugar Kane, y le mandaron un chófer que la llevó a la casa, que ella no reconoció a primera vista, en Whittier Drive, palmeras y buganvillas esplendorosas, y tuvieron que llevarla hasta la puerta, que se abrió de pronto, y en el hueco vio a un cincuentón alto, de cara arrugada y angustiada, con gafas de vidrios gruesos, y ella, entre el aturdimiento y la perforante migraña, al parecer fue incapaz de reconocerlo.

—Cariño, por el amor de Dios. Soy tu marido.

Treinta y siete tomas de I Wanna Be Loved by You hasta que la Monroe quedó convencida de que no podía hacerlo mejor. Hubo tomas que a W y a otros les parecieron casi idénticas, pero para la Monroe había pequeñas diferencias y estas pequeñas diferencias eran vitales, como si su vida dependiera de aquello y oponerse a ella fuera poner en peligro su vida, y la mujer reaccionaba con pánico y cólera. Todos estaban agotados. Ella también estaba agotada, pero satisfecha, y se la vio sonreír. W la elogió con tacto. ¡Su Sugar Kane! Con tacto le cogió las manos y le dio las gracias como había hecho a menudo durante el rodaje de La tentación vive arriba y ella le había respondido con risitas y sonrisitas de gratitud, pero ahora Marilyn estaba tensa y encogida como una gata, sin ganas de que la tocara nadie, sin ganas de que la tocara él. Respiraba deprisa y con furia. ¡W decía que tenía el aliento inflamable! W era un distinguido director de Hollywood que había dirigido a aquella difícil actriz en la comedia anterior que había sido un éxito de crítica y público en 1955, y la Vecina de Arriba, un triunfo cómico, pero a pesar de todo la Monroe no confiaba en él. Sólo habían pasado tres años, pero Monroe había cambiado de un modo tan gigantesco que W no la había conocido. Ya no era la Vecina de Arriba. Ya no lo miraba en espera de su aprobación y su elogio. Ya no estaba casada con el Ex Deportista, no había magulladuras que ocultar, y en una ocasión, rodando en exteriores neoyorquinos, se había desplomado en los brazos de W, había sollozado como si le hubieran roto el corazón, y W la había abrazado como un padre abrazaría a una hija y nunca había olvidado la ternura y delicadeza del momento, pero la Monroe lo había olvidado por completo. Lo cierto era que la Monroe ya no confiaba en nadie.

—¿Cómo voy a confiar? Sólo hay una «Monroe». Y la gente espera verla humillada.

Se echaba a dormir a veces en su camerino de La Productora. La puerta cerrada, el cartel de NO MOLESTAR colgado, y uno de los que la adoraban, con frecuencia Whitey, de guardia. Dormía en bragas, con los pechos desnudos, cubierta por una película de sudores y olores procedentes de los ataques de pánico y las vomitonas, y el Nembutal líquido que le corría por las venas era tan potente que se hundía con dulzura en un cenagal cálido y acogedor de sueño sin sueños, y la terrible escalada del pánico remitía, se calmaba, y que el corazón se me pueda parar algún día es un riesgo que he de correr, y su alma asustada se fortalecía durmiendo muchas horas, unas veces catorce, otras sólo dos o tres, aunque en estos casos despertaba aturdida y con miedo, sin saber dónde estaba, ya no en el camerino de La Productora, sino en la Habitación del Niño de la casa de verano en la que no había vuelto a entrar desde el aborto, o en una habitación desconocida de una casa particular, incluso en una habitación de hotel, y era Norma Jeane, que despertaba en medio de la destrucción causada por una loca desconocida que había tirado al suelo frascos y tubos de maquillaje, colorete y polvos de talco, que había arrancado los vestidos de las perchas del armario, y a veces también sus libros favoritos, páginas arrancadas y esparcidas, y el espejo roto de un puñetazo (sí, Norma Jeane tenía arañazos en los nudillos), y en cierta ocasión había rayas de lápiz de labios en el espejo como un grito salvaje, y se levantaba temblando y sabiendo que le tocaba a ella arreglar aquel desorden, no quería que los demás lo viesen, qué vergüenza, la vergüenza de ser Norma Jeane, la hija de una mujer ingresada en Norwalk, y todos lo sabían, los demás niños lo sabían, alarma y compasión en sus ojos.

En el cerrado dormitorio trasero de la casa de Whittier Drive un hombre decía con ternura: Norma, ya sabes que me preocupo mucho por ti, y ella decía: Sí, lo sé, con la cabeza puesta en Sugar Kane y en la sesión de rodaje del día siguiente, que era una escena de amor entre Sugar Kane y un hombre que (en la película) la adoraba y que interpretaba C, un actor que (en la vida real) había acabado por despreciar a Marilyn Monroe. Su conducta infantil y egoísta, su reiterada incapacidad para llegar al estudio a tiempo y, una vez allí, su incapacidad para recordar frases, por mezquindad, por estupidez o porque las drogas le estuvieran derritiendo los sesos, obligaban a C y a los demás a repetir las tomas, y C sabía que su propia actuación en la película era cada día peor, y W, el director, se inclinaría por la Monroe en el montaje definitivo, porque la atracción principal de la película era la Monroe, la muy guarra. Y por eso C la despreciaba, y en la culminante escena del beso le habría gustado escupir a Sugar Kane en aquella falsa cara de ingenua que tenía, ya que por entonces el simple roce de la legendaria piel de la Monroe le revolvía las tripas, y C sería enemigo de la Monroe durante toda la vida, ¡y la de cosas que contó de ella después de muerta! Así pues, al día siguiente, delante de las cámaras, aquellos dos tenían que besarse fingiendo pasión e incluso afecto, y el público tenía que creérselo, y era esta perspectiva a la que daba vueltas mientras un hombre le decía con voz suplicante: ¿Qué puedo hacer por ti, cariño? Por los dos. Recordó con un estremecimiento de culpa que aquel hombre que quería confortarla, aquel hombre adusto, honrado y medio calvo era su marido. ¿Qué puedo hacer por nosotros, cariño? Vamos, dímelo. Quiso hablar, pero tenía algodón en la boca. Él, acariciándole el brazo, le decía: Es como si después de lo de Maine cada día estuviéramos más alejados, y ella respondió con vaguedad y entre murmullos, y él dijo con voz angustiada: Estoy muy preocupado, cariño. Por tu salud. Por esas píldoras que tomas. ¿Acaso quieres destruirte, Norma? ¿Te das cuenta de lo que haces con tu vida?, hasta que ella lo apartó, diciendo fríamente: Mi vida no es asunto tuyo. ¿Quién eres tú?

Miedo escénico. ¡La maldición de la Pobre Doncella! Repetir y repetir y tartamudear, y repetir y empezar otra vez, y otra vez empezar, y tartamudear, y repetir, y retirarse, y encerrarse, y reaparecer por fin para ponerse a repetir, a repetir y repetir, para dejarlo perfecto, para dejarlo con la perfección que fuere, para perfeccionar lo que no es perfeccionable, para repetir y repetir hasta que quedara perfecto e inobjetable, para que cuando se riesen, se rieran de una interpretación brillante y no de Norma Jeane, para que no se fijaran en Norma Jeane.

Miedo escénico. Es un miedo cerval. La pesadilla del actor. Un chorro de adrenalina tan potente que puede derribarte al suelo, y el corazón galopa, y pasa tanta sangre por él que temes que vaya a estallar, y tus manos y tus pies se enfrían, y tus piernas flaquean, y la lengua se te traba, y tu voz se va. Un actor es su voz y si su voz desaparece, él también. Se sufren vómitos con frecuencia. Incontenibles y espasmódicos. El miedo escénico es un misterio que puede sobrevenir a un actor en cualquier instante. Incluso a un actor experimentado, un veterano. A un actor de éxito. Laurence Olivier, por ejemplo. Olivier, en sus comienzos, fue incapaz de actuar en un escenario durante cinco años. ¡Olivier! Y la Monroe, afectada por el miedo escénico al cumplir la treintena, realmente afectada, delante de las cámaras de cine aunque no ante un público en directo. ¿Por qué? Siempre se ha dicho que el miedo escénico debe de ser un simple temor a la muerte y a la aniquilación, pero ¿por qué?, ¿por qué un miedo tan universal afecta tan aleatoriamente?, ¿por qué al actor en concreto y por qué es tan petrificante?, ¿por qué este terror en este preciso momento, por qué?, los miembros se separan del tronco, ¿por qué?, los ojos se salen de las órbitas, ¿por qué?, las tripas se desgarran, ¿por qué?, ¿sois niños pequeños que temen ser devorados?, ¿por qué, por qué, por qué?

Miedo escénico. Porque no podía expresar la ira. Porque podía expresar con estilo y sutileza todas las emociones menos la ira. Porque podía expresar el dolor físico, la confusión, el temor, el sufrimiento moral, pero no podía presentarse de manera convincente como instrumento de tales reacciones en otros. No en escena. Su debilidad, el temblor de la voz cuando la alzaba con enfado. En son de queja, encolerizada. ¡Pero no, no podía! Y alguno, situado al fondo del local donde ensayaban (fue en Manhattan, en el New York Ensemble, y ella sin micrófono), gritaba: «Perdona, Marilyn, pero no te oigo». El hombre que era su amante o que había deseado ser su amante, al igual que todos sus amantes convencido de que sólo él conocía el secreto que resolvería el enigma, la maldición de la Monroe, le dijo que como actriz debía aprender a expresar la ira, que sería entonces una gran actriz o que al menos tendría una oportunidad para serlo, él guiaría su trabajo, él le elegiría los papeles, la dirigiría, haría de ella una gran actriz de teatro; bromeando y reprendiéndola incluso mientras copulaban (sin dejar de hablar como solía, con lentitud y desconcierto, medio abstraído, más que en el momento del orgasmo, y aun así por poco tiempo, como si fuera un paréntesis) y diciéndole que sabía por qué no era capaz de expresar la ira, ¿lo sabía ella?, y ella negó con la cabeza, y él dijo: Porque quieres que te amemos, Marilyn, quieres que el mundo te ame y no te destruya, aunque tú destruirías el mundo y temes que conozcamos tu secreto, ¿no crees?, y ella huyó de él y amó a su amigo el Dramaturgo, y se casó con el Dramaturgo, que la conoció como Magda y que apenas llegaría a conocerla.

Miedo escénico. Cuando se cayó, golpeándose el vientre en los peldaños, cuando comenzó la hemorragia, las contracciones del útero, y sin saber cómo estaba boca abajo, con las piernas encogidas, gritando de dolor y de miedo, su alarde de no temer el dolor físico se reveló como la temeraria jactancia de una niña ignorante y sentenciada cuya maldad se castigaría quitándole el niño al que amaba, ay, lo amaba más que a su propia vida, pero no había tenido fuerzas para salvarlo. Sugar Kane lo recuerda y se queda abstraída en medio de una escena cómica de reconocimiento, besada por C, disfrazado de mujer, delante del público de un club nocturno.

Se quedaba abstraída / / abandonaba el plató tambaleándose como una borracha, a veces sacudía las manos doblándolas por la muñeca, como un pájaro herido que quisiera volar / / no dejaba que la tocáramos y si el marido estaba allí, tampoco dejaba que la tocase / / el pobre infeliz / / con aquel vestido vaporoso y transparente que habían confeccionado expresamente para la Monroe, enseñando aquellas tetas de vaca y los jamones de su fantástico culo de gelatina, y muy abierto por detrás, tanto que se le veía hasta la rabadilla / / aquella mujer trágica y aterrorizada abandonaba a Sugar Kane / / como quien se quita una piel y era Medea lo que había debajo / / una imagen que daba que pensar / / la Monroe se apretaba el vientre con las manos / / otras veces era la frente o los oídos, como si el cerebro le fuera a explotar / / a mí me dijo que temía una hemorragia / / yo sabía que había sufrido un aborto en verano, en Maine me había dicho Lo que nos sujeta el cuerpo, ¿sabes?, es sólo una red de venas, y de arterias, y ¿si se rompen y se ponen a sangrar? / / En las proyecciones diarias veíamos a una persona completamente distinta / / la Monroe de verdad en quien yo pensaba siempre / / «Sugar Kane» o con otro nombre / / Si se hubiera permitido a sí misma ser sólo Marilyn, habría estado estupenda / / Sí, la detestaba entonces / / fantaseé con estrangular a aquella mala pécora / / como en Niágara, aunque al mirar atrás pienso de otro modo / / he dirigido durante muchos años y creo que nunca he trabajado con nadie como ella / / era un rompecabezas que no se podía resolver / / conectaba con la cámara, no con los demás / / miraba a través de nosotros como si fuéramos fantasmas / / quizá fuera la Monroe que había debajo lo que hacía especial a Sugar Kane / / que tuviera que pasar a través de la Monroe para llegar a Sugar Kane, que sólo es superficie / / puede que para alcanzar la «superficie» haya que calar muy hondo / / recibiendo mucho daño y causándoselo a otros

Se rumoreaba que Marilyn y el doctor Fell «se entendían». Oíamos risas en el camerino y la puerta estaba cerrada.

NO MOLESTAR.

Se rumoreaba que Marilyn y W «se entendían y habían acabado mal». Oíamos a W echarle la bronca, no a la cara, sino a la espalda que se alejaba. La llamaba por teléfono al ver que no llegaba, pero no conseguía localizarla; a veces se retrasaba cinco horas, seis horas, o no aparecía. Los problemas de espalda de W comenzaron durante el rodaje de Con faldas y a lo loco, con contracturas. Enviaron al ayudante de W a buscarla a la caravana (estábamos entonces en exteriores, en Coronado Beach, para rodar la secuencia de «Florida»), y allí estaba Sugar Kane totalmente maquillada y con el traje de baño, hacía una hora que estaba lista y nos estaba esperando, de pie, con impaciencia, leyendo un libro que seguramente sería de ciencia ficción, El origen de las especies, y el ayudante de W dijo: «Señorita Monroe, W la espera», y Marilyn, sin mirarlo ni inmutarse, va y le suelta: «Dile a W que le den por el culo».

Sus comienzos como joven promesa de la pantalla. La Monroe era astuta y práctica. Adquiría los muchos fármacos que tomaba (Benzedrina, Dexedrina, Miltown, Dexamyl, Seconal, Nembutal, etcétera) en distintos drugstores de Hollywood y Beverly Hills, del mismo modo que consultaba a diversos médicos, sin que ninguno conociera y ni siquiera sospechara (por lo menos es lo que dirían después de su muerte) los servicios que prestaban los demás. Pero su drugstore favorito, según diría en las entrevistas, sería siempre Schwab’s. «Donde Marilyn comenzó a prometer como actriz mientras Richard Widmark le miraba el culo.»

No la dulce Sugar Kane, sino Rose la golfa, despatarrándose desnuda y con pereza sobre las sábanas de una cama sin hacer del motel Luna de Miel, una construcción de piedra artificial que se alzaba junto a la autovía de Ventura a la altura de Sunset. Rose bostezando y apartándose de la cara el pelo rubio oxigenado. Esa expresión ensimismada de mujer que ha estado con un hombre, al margen de lo que el hombre haya hecho con ella, al margen de lo que la mujer haya sentido o fingido que sentía, o de lo que pueda sentir horas después, en su propia cama, recordando soñadoramente. En el lavabo contiguo, un hombre, también desnudo, meaba en la taza con la puerta entreabierta y hacía ruido. Pero Rose había puesto la televisión y veía en la pantalla la imagen de una rubia sonriente, una modelo fotográfica de veintidós años, vecina de Hollywood West, cuyo cadáver habían encontrado en Los Ángeles Este, en un sumidero que pasaba por debajo del ferrocarril; la habían estrangulado y «mutilado sexualmente» y llevaba allí varios días. Rose miró a la rubia sonriente y también sonrió. Sonreía siempre que estaba nerviosa o aturdida. Da tiempo para pensar. Aleja al interlocutor. Pero ¿qué era aquello? ¿Una broma de mal gusto? La rubia era Norma Jeane. A esa edad. La foto tenía que haberla proporcionado Otto Öse.

Habían llamado a la muerta por otro nombre. No era el nombre de Norma Jeane ni ningún otro de los suyos.

—Ay, Señor. Dios nos asista.

Y sin embargo lo pensó. Ya sabe quién es ella. Es un cadáver en el depósito.

Al hombre que meaba, fuera quien fuese, no le contó ni la noticia del homicidio ni la revelación.

Había ligado con aquel hombre en Schwab’s durante el desayuno por motivos sentimentales, aunque con aquella cara y aquel cuerpo de oso no podía ser un actor, y tampoco llegaría a conocer su identidad exacta. Él no la había reconocido como Rose Loomis, ni siquiera como la Monroe, en realidad no era la «Monroe» aquel día. El hombre estaba ahora en la bañera, abriendo los dos grifos y hablándole en voz alta, como un presentador de televisión. No hizo ningún esfuerzo por entender lo que decía. Era diálogo cinematográfico vacío, una forma de llenar la escena hasta que terminase. Aunque también podía ocurrir que ya hubiera despedido al hombre y que el ruido de los grifos y las cañerías procediera de la habitación contigua. Pero no, estaba aún allí, con sus hombros anchos y unas pecas en la espalda que parecían pegotes de arena seca. Ella le había preguntado cómo se llamaba, él se lo había dicho, ella lo había olvidado, le daba vergüenza preguntárselo otra vez y no recordaba si le había dicho Me llamo Rose Loomis, o tal vez Norma Jeane, o quizá Elsie Pirig, un nombre cómicamente chirriante, aunque el hombre no se había reído. La muerta podía llamarse Mona Monroe. El coche lo había conducido ella, él había visto su anillo y hecho un comentario casi nostálgico, y ella le había explicado inmediatamente que estaba casada con La Productora, que era montadora de cine, y él pareció impresionarse de veras y le preguntó si en su trabajo veía a las «estrellas», y ella respondió que no, nunca; sólo en las películas, cuando cortaba y empalmaba trozos de cinta, y no eran más que imágenes en el celuloide.

Tiempo después. El hombre pecoso había desaparecido. La pantalla del televisor era un bombardeo de rayas trémulas y cuando las rayas se transformaron en caras humanas, no reconoció ninguna, la estrangulada Mona Monroe había desaparecido y en su lugar había un concurso con mucho escándalo. «¿Y si no hubiera sucedido aún?»

De pronto se sintió feliz otra vez, y esperanzada.

El marido engañado. Al volver con él a media tarde, quienquiera que fuese ese hombre, con el coño chorreando leche de otro hombre y el pelo oliendo a tabaco de otro (a Camel), ella, que no fumaba, podía haber esperado, si era una escena de película, con música dramática de fondo, que hubiera un enfrentamiento; en los tiempos del Ex Deportista, una paliza brutal y posiblemente algo peor. Pero no estaba en una película. Aquello no era cine. No era más que la casa cedida de Whittier Drive, con todas las persianas echadas para protegerse de la inclemencia del sol y con la figura herida y silenciosa de cara tallada en madera, el hombre al que ella había admirado mucho antaño y al que ahora apenas podía soportar, un hombre tan fuera de lugar en el sur de California como cualquier judío neoyorquino en el país de Oz; un personaje que aparecía con ella en una escena prolongada y que merecía tanta atención como cualquier otro personaje en una escena parecida y que aguantaba el tipo hasta que se pasaba a otra escena más emocionante: en este caso, un baño largo en agua caliente, con la puerta cerrada para que no la molestase el cónyuge, dado que estaba muy cansada, ¡cansadísima!, apartándose de él sin darle la cara y sin más deseos que perder el sentido por etapas en la bañera de mármol, bebiendo ginebra (de la petaca de Sugar Kane, que se la había llevado a su casa), llamando inútilmente al número particular de Carlo (Carlo estaba fuera haciendo otra película y además estaba recién enamorado), emprendiendo a continuación la búsqueda onírica de alguna imagen que la hiciera sonreír y reír, pues era Miss Sueños Dorados y no morbosa por naturaleza, así no era la típica chica estadounidense, y recordando que aquella mañana, en los estudios, la habían estado aguardando (a Marilyn Monroe) y llamando por teléfono con la impaciencia habitual hasta que quedó claro, incluso para el más optimista, que Marilyn Monroe no iba a presentarse aquel día para encarnarse y rebajarse a sí misma; y que W tendría que rodar con ella en otra ocasión. ¡W se atrevía a darle instrucciones! Aquello sí era gracioso. Se echó a reír al imaginar el cabreo de C, el guapo mozo de Brooklyn, que declararía que no aguantaba a la Monroe ni en pintura, obligado a estar de plantón, maquillado, con tacones altos y ropas de mujer, como un híbrido del monstruo de Frankenstein y Joan Crawford, y si el marido engañado pegaba el oído con angustia a la puerta del cuarto de baño al oír aquella chillona risa infantil, ¿lo interpretaría como alegría?

El marido engañado. «Yo sólo quería salvarla. Durante todos aquellos años no pensé en mí mismo. En mi orgullo.»

La Amiga Mágica. A cinco kilómetros de allí, en los estudios de La Productora, empezaba otra espera de la Monroe, que les había asegurado por mediación de su agente que aquel día iría a trabajar, que había estado enferma, «con un virus», pero que estaba ya casi recuperada; el rodaje tenía que empezar a las diez de la mañana, no antes por deferencia a la Monroe, que, insomne empedernida, no solía dormirse hasta las cuatro o las cinco de la madrugada, pero ya eran las once, el sol cegador no tardaría en estar en el cénit, el teléfono se puso a sonar, lo dejó descolgado. Estaba en un dormitorio del fondo, de pie, sentada, paseando, y se miraba en el espejo en espera de que llegase la Amiga Mágica, y se sentía poco digna murmurando: «Por favor. Ven, por favor». La jornada había comenzado para ella a las ocho de la mañana, momento en que había despertado mareada y sobria, con un recuerdo vago de la víspera, el motel de piedra artificial, decidida a reparar lo hecho, y al principio se había mostrado paciente, no angustiada ni alarmada, mientras se limpiaba el cutis con crema. «Por favor. Ven, por favor.» Sin embargo, los minutos pasaban y la Amiga Mágica no aparecía.

No tardó así en retrasarse una hora y luego dos horas, y los minutos desfilaban cruelmente, como el tictac del reloj de péndulo de la Casa del Capitán, que daba los cuartos de hora incluso mientras expulsaba de su interior al niño vivo, una masa de grumos y coágulos, como un alimento parcialmente digerido, y ella sabía la verdad del caso: tenía veneno en las entrañas y en el alma. Sabía que ella no merecía la vida como otros la merecían, y aunque lo había intentado, no había sabido justificarla; pero no debía ceder, porque su corazón rebosaba de esperanza, ¡quería ser buena!, se había comprometido a interpretar a Sugar Kane y haría un trabajo de puta madre, y a eso de las doce había empezado a ponerse histérica y en medio de un aluvión de llamadas se acordó que Whitey, maquillador personal de la señorita Monroe, se acercaría a la casa de Whittier Drive para darle un repaso cosmético antes de que la actriz abandonara la intimidad y refugio de su domicilio, dado que ella no se atrevía a salir sin aquella condición, ¡y qué alivio ver a Whitey!, ¡querido Whitey!, alto, serio, sacerdotal, con un maletín de trabajo en el que había más tarros, ampollas, tubos, pastas, polvos, pinturas, lápices, cepillos y cremas que en la casa de ella; qué alegría ver a Whitey en aquel lugar desordenado y deprimente; si no cogió y besó las manos de Whitey fue porque sabía que el círculo de fieles ayudantes de la Monroe prefería que su ama guardase las distancias, como si fuera legítimamente superior a ellos.

Al ver su calamitoso estado y la ausencia de magia en su cara demacrada, pálida y asustada, Whitey murmuró:

—No se preocupe, señorita Monroe. Quedará perfectamente, se lo prometo.

En el plató se decía que no era raro que, algunos días, la Monroe dijera incoherencias, como si las palabras la confundieran. Whitey oyó decir a su ama en aquel momento:

—¡Ay, Whitey! Debe Sugar Kane querer ir allí, más me refiero que la vida misma.

Y advirtiendo lo que quería decir su ama, Whitey le indicó que se acostara en la cama hecha a toda prisa y comenzara los ejercicios respiratorios de yoga (porque también Whitey practicaba el yoga, la modalidad llamada hatha yoga), y la tensión de la cara y el tronco le disminuyó, y Whitey le prometió que haría aparecer a Marilyn en menos de una hora, y lo intentaron, lo intentaron con ganas, pero Norma Jeane se sentía incómoda tendida en la cama, la pesada colcha de brocado que cubría las sábanas arrugadas olía a terror nocturno, se sentía como en un rito fúnebre, como si estuviera en la funeraria y el embalsamador la estuviera retocando con pastas, polvos, pinceles y tubos de colores, su amante embalsamador, su primer marido, que le había roto el corazón y negado el niño, ¿cómo se la podía culpar pues de la muerte del niño? Las lágrimas le corrían ya por los pómulos y las sienes.

—¡Bah, señorita Monroe! —dijo Whitey.

Tuvo la nauseabunda sensación de que se le aflojaba la piel de los pómulos y de que tenía las mejillas de goma, y anhelaba otro tirón de la gravedad (Otto Öse la pinchaba diciéndole que tenía una redonda cara infantil que pronto haría bolsas), hasta que Whitey admitió que su magia no estaba funcionando. Todavía no.

Así que Whitey condujo a la temblorosa Pobre Doncella al tocador de tres espejos y luces blancas, delante del cual, en sostén de encaje negro y media combinación de seda negra, se encogió esperanzada como una suplicante que reza, y las manos suaves y expertas de Whitey le quitaron el maquillaje inútil con crema y algodones, y luego le pusieron paños calientes de gasa que parecían vendas para suavizarle la piel, que se le había irritado como por un cruel capricho de la noche anterior (¿o había sido el pecoso amante de espaldas anchas, un gigante de cuento que había restregado sus quijadas sin afeitar contra su sensible piel?), y Whitey, con seriedad y sin prisas, recomenzó el ritual y volvió a aplicarle loción astringente, crema hidratante, base, colorete, polvos, sombra de ojos, delineador, rímel y el pintalabios granate ideado para Sugar Kane, aunque la película era en blanco y negro, y no podía retratarla en toda su gloria; y conforme transcurrían los minutos, iba saliendo de los espejos una presencia conocida aunque esquiva, al principio un destello titilante en los ojos, luego un estiramiento de los labios para esbozar la sonrisa provocativa, y a continuación se puso de manifiesto el lunar, ya no en la comisura izquierda de la pintada boca, sino un par de centímetros más abajo, hacia la barbilla; pues así se había diseñado la cara de Sugar Kane, un poco distinta de las caras anteriores que había tenido la Monroe en otras películas, y ama y criado empezaron a emocionarse («¡Ya viene! ¡Ya casi está aquí! ¡Marilyn!»), como si experimentaran la tensión que precede a una tormenta o la sensación que sigue a un terremoto, la espera del siguiente temblor, el siguiente sobresalto; y por último, mientras Whitey limpiaba y rehacía minuciosamente las castañas y arqueadas cejas, que contrastaban con el pelo claro, apareció riéndose del miedo de la Pobre Doncella la cara más hermosa que se había visto, una cara de ensueño, la cara de la Bella Princesa.

La Monroe haría muchos regalos al legendario Whitey, y el más valioso fue un alfiler de corbata dorado, en forma de corazón, con la siguiente inscripción:

PARA WHITEY CON AMOR

MIENTRAS AÚN RESPIRO

MARILYN

Como moscas a un panal de miel, así acudían los ojos de las mujeres hacia C. Un actor tan guapo, disfrazado de mujer en Con faldas y a lo loco, aunque era un hombre de temple, no un hortera y un payaso, como habría sido de esperar. C, el huraño. C, el peor enemigo de Sugar Kane. C había estado con demasiadas mujeres. Se había dado un atracón y había vomitado. La Monroe tentaba tanto a C como una mierda seca. Cierta vez que C besó a la Monroe, su boca sabía a almendras amargas y ella lo apartó de un empujón, llena de miedo, y salió corriendo del plató acusándolo de haberse puesto veneno en los labios, o eso se dijo. C contaría con expresión compungida que las primeras veces que se vieron, había bromeado con la Monroe sobre las próximas escenas de amor, que eran muchas; en una larga escena a bordo de un yate, C yacía de espaldas, fingiendo impotencia, mientras Sugar Kane se ponía encima de él, besándolo y achuchándolo, deseosa de «curarlo», y si pasó la censura fue sólo porque se adujo que era cómica y grotesca; y en aquellos encuentros iniciales, C había simpatizado mucho con la Monroe, sin sospechar la sordidez que permanecía oculta. Una escena, y no precisamente complicada, necesitó sesenta y cinco tomas. Todos los días, C y los demás tenían que esperar a la Monroe durante horas y a veces ni se presentaba. El rodaje que tenía que empezar a las diez de la mañana podía empezar perfectamente a las cuatro o las seis de la tarde. C tenía orgullo y ambiciones profesionales y no podía renunciar a aquel chollo de papel (en una película que sería la mejor que hiciera y que le haría ganar más dinero que ninguna), y de aquí su inquina por la Monroe. Sí, admitía que la Monroe podía estar consternada y un poco desquiciada (había sufrido un aborto y su matrimonio se estaba yendo a pique), pero él no tenía la culpa y en cambio debía mirar por sus intereses. Con una mujer en ese estado, o caes tú o cae ella, le habría confiado al marido si hubieran sido amigos, pero no era así. C era particularmente cruel imitando las confusiones verbales y tartamudeos de la Monroe, como un día en que tuvo que esperarla cinco horas (¡cinco horas!), y cuando por fin apareció, débil y sin aliento ni excusas, se volvió hacia él y hacia W y con una amarga sonrisa dijo:

—Bueno, ya sabéis lo que es ser mujer. Que se rían de ti.

Siempre preguntarían a W qué le había parecido trabajar con la Monroe en la última etapa de la breve trayectoria de la actriz, y W se limitaría a decir: «En la vida real, aquella mujer era el infierno y estaba en el infierno; en la película, estuvo divina. No había ninguna conexión. Ni más misterio en el asunto que éste».

Sin embargo, Sugar Kane llegó aquel día al plató rodeada de triunfo, con sólo cuatro horas de retraso; habían estado rodando planos secundarios y adelantando un poco; y hete aquí que llega Sugar Kane, dócil y sin aliento, esta vez disculpándose y muy pesarosa; pidiéndoles que la perdonaran, sobre todo C, a quien alargó una mano tan helada que C tuvo que contener un respingo; e inesperadamente, Sugar Kane escenificó cuatro o cinco páginas de guión sin un solo fallo; ni más ni menos que la escena de amor, larga y turbadoramente íntima, que discurría a bordo del yate. ¡Cuántos besos! Sugar Kane, con su más sugestivo vestido transparente, con la abertura de la espalda tan baja que se le veía el comienzo de los glúteos, rubia muñequita coquetuela, mimosona y bobisonriente, recostada encima de C y restregándose, y C estaba atónito, porque aquella escena tan difícil, con dos actores que se odiaban a muerte, quedó convincente y fluida; no podía creer que la Monroe no dijera al terminar: «No. Quisiera repetir». Al contrario, la Monroe sonreía. ¡Sonreía! La escena se dejaría intacta, tal como estaba, impecablemente interpretada en una sola toma. ¡Una sola toma! ¡Después de las repeticiones de pesadilla de los días y semanas anteriores! C se preguntó si aquel milagro era un indicio de que la Monroe se había recuperado de la noche a la mañana de una enfermedad real o, cosa más probable, si había interpretado la escena brillantemente en una sola toma sólo para dar a entender que podía hacerlo. Cuando le daba la gana.

Pese a todo, hasta C y otros que detestaban a la Monroe tuvieron que admitir que había estado genial aquel día. Aplaudimos, contentísimos de que hubiera vuelto, aunque fuera sólo por un tiempo. Si no la adorábamos, faltaba poco. ¡Nuestra Marilyn!

No dejabas de vigilarme. ¡Cobarde! Cuando le dieron el alta en el hospital de Brunswick, él la llevó a la Casa del Capitán, que no era la casa de nadie. No volvió a entrar en la Habitación del Niño. Los preciosos objetos del niño se regalaron a Janice, para su pequeño. No volvió a pasar ante la puerta cerrada del sótano, aunque dijo al Dramaturgo que estaba bien, que se sentía contenta, que se estaba recuperando y no tenía «pensamientos morbosos», y él la creyó como sin duda creía ella en sus propias palabras, y una calurosa noche de agosto, el Dramaturgo despertó al oír ruido de cañerías, su joven esposa no estaba en la cama y tampoco en el cuarto de baño contiguo; la encontró en otro cuarto de baño, llenando la bañera de agua hirviendo, desnuda, trémula y agachada, muslos carnosos, ojos brillantes, y tuvo que abrazarla para impedir que se metiera en aquella agua, agua tan caliente que los espejos y los apliques estaban empañados, y ella forcejeó diciendo que el médico de Brunswick le había indicado que se hiciera una «ducha vaginal» para purificarse, y que era eso lo que iba a hacer, y él vio en los ojos de su mujer el destello de la locura y no la reconoció, volvieron a forcejear, qué fuerte era aquella mujer, incluso en su débil estado, ¡ah, su Magda! Pero aquella mujer no era su Magda, a aquella mujer no la conocía. Luego le diría ella con resentimiento: «Es lo que quieres, ¿no? Que me vaya», y el marido protestaría, y ella se encogería de hombros y diría riendo: «Ay, papá —una palabra que sonaría un poco grotesca en su boca desde el aborto—, ¿por qué no decir la verdad para variar?».

Imposible conocer las verdades más elementales. Salvo que la muerte no aporta ninguna solución al enigma de la vida.

(Él había escrito estas palabras y volvería a escribirlas; las palabras como solaz y como penitencia; en su momento, palabras de exorcismo; y nunca más le rogaría ella con ojos suplicantes: Papá, ¿verdad que no escribirás sobre mí? Nunca más.)

¡Noche de estreno! Con los azucarados movimientos de Sugar Kane concibió la sabiduría zen y salió por su boca llena de Dom Pérignon.

Ir a la siguiente página

Report Page