Blizzard

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Capítulo XV

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 Capítulo XV

 

 

  WINDY hizo cuando le ordenara Lee, cuidadosamente y nadie le vio, desde luego, salir de la taberna por la parte de atrás; no estaba la noche para espías. Se apresuró a llegar a la cuadra, cuyo propietario había colocado ya la recia empalizada protectora contra la posible incursión de lobos hambrientos al pueblo, y dormía arrebullado en mantas encima de paja caliente. Tuvo que gritarle para que se despertara y le abriera paso. Sus voces, oídas de lejos, dijeron a los tres que venían hacia allí que Crunkett no erró en su suposición, pero al mismo tiempo se engañaron, porque creyeron era Lee Hawk el que hablaba.

  Windy gruñó una corta explicación al malhumorado cuadrero, se fue al interior y ensilló el negro de Lee, lo tomó de la rienda y marchó con él a la calle. Iba tan envuelto en prendas de abrigo como reclamaba el tiempo, la luz de la lámpara del cuadrero apenas si iluminaba un pequeño espacio, y encima lleno de nieve fina revoloteando. A treinta pasos de distancia, los asesinos no podían identificarle. Pero Burr sí identificó al caballo:

  —Él es, conozco bien a su caballo…

  No necesitaron más. Además, tenían a Windy perfectamente enmarcado por el resplandor del farol, que el cuadrero trincó en un poste para poner de nuevo los troncos de la empalizada. Apuntaron y le descerrajaron una descarga cerrada. A él, que no al caballo. Era demasiado bueno.

  Windy casi no se enteró de que moría. Ni pensaba en tal posibilidad cuando al tiempo que sus oídos percibían la descarga, y sus ojos los lívidos fogonazos allí delante, tres proyectiles de rifle, traspasando sus pesadas ropas de abrigo, le atravesaban el pecho. El caballo relinchó, espantado, tironeó y soltó las riendas de la mano súbitamente fláccida.

  Windy estaba ya muerto, pero aún se sostuvo en pie unos instantes, mientras el asustado cuadrero dejaba caer el tablón que aguantaba y se lanzaba velozmente a tierra. Los asesinos se creyeron no haberle acertado bien y volvieron a dispararle, casi a bocajarro, pegándole en la cara, el cuello y el pecho. Cuando le vieron caer pesadamente, seguros de haber matado a Lee Hawk, dieron media vuelta y escaparon aprisa.

  En la taberna, Lee había bajado, con la pesada pelliza abierta, pero puesta, de nuevo al mostrador. Pidió otra copa, pretextando que el cuarto estaba helado, y lió sin prisas un cigarrillo.

  Sólo quedaban dos o tres hombres apurando sus vasos y su tiempo antes de irse a dormir. De repente, allí fuera sonó la primera descarga…

  Lee se puso rígido. Luego, dio un ágil salto hacia la puerta al tiempo que sacaba su revólver. Ya estaba en ella cuando la segunda descarga resonó. Y el eco venía de la cuadra.

  Salió con violencia al exterior y la nevisca le azotó la cara. Respirando fuerte y llenando del frío aire sus pulmones, corrió en dirección a la cuadra, alerta y con el revólver empuñado. Pero los asesinos habían escapado por otro lado, no se les cruzó.

  En cambio vio a su caballo. Llamándolo fuerte, siguió hacia él. El animal relinchó al oírle y se le reunió enseguida, ya tranquilo. Lee lo cogió de la rienda y así se acercó al cadáver de Windy, tendido sobre la nieve fangosa, a media docena de yardas de la cuadra, cuyo propietario no asomaba apenas la cara, todavía asustado.

  Lee no necesitaba luz. Se arrodilló en silencio junto al viejo bandido y sacó una cerilla, rascándola. A su luz miró intensamente la cara contraída y ensangrentada de Windy. Respiró hondo, muy hondo. Luego se levantó y se acercó al cuadrero, interpelándole con fría dureza:

  —¿Qué pasó?

  —No… no lo sé, de veras, no lo sé… Estaban allí delante, emboscados, le dispararon cuando salía; debieron confundirle con usted a causa del caballo. Seguro que el tipo al que hizo marcharse ayer, luego de matar a su compañero, se habrá agenciado ayuda; eran tres o cuatro…

  Eran tres. Una somera inspección del terreno le descubrió los casquillos gastados. Y vinieron por él, pero no se trataba de aquel coyote tejano. Era Crunkett, sin duda. De algún modo descubrió que él iba a darle su merecido y buscó anticipársele con un golpe instantáneo. El pobre Windy fue confundido por causa del caballo…

  Un odio frío, implacable, le llenaba el pecho cuando pidió al cuadrero que le ayudara a meter el cadáver de Windy en el establo. No porque el viejo bandido hubiera muerto, porque la muerte, y la muerte violenta, entraba en los cálculos de hombres como ellos dos, pues podía llegarles en cualquier momento y de cualquier mano. Era otra cosa, aquella emboscada traicionera, sin lugar a dudas preparada por el señor Elmer Crunkett, el ruin traidor…

  Ahora su cerebro funcionaba fría, lúcidamente. Cabían dos posibilidades; que los asesinos creyeran realmente haberle dado muerte a él, y que hubieran descubierto su error. Si lo segundo, sin duda Crunkett iba a asustarse mucho, imaginándose su, reacción. Entonces el miedo haríale actuar sobre la marcha para jugarse el todo por el todo, lanzaría a sus asesinos directamente contra él. Pero si, por el contrario, creía que sus esbirros le habían matado a él, no a Windy, probablemente se quedaría a cubierto, porque de ningún modo le convenía ser visto por la gente del pueblo aquella noche. Tampoco enviaría a nadie desconocido a investigar lo sucedido, casi con toda certeza mandaría al tipo que le avisó fuera a entrevistarse con él en la herrería…

  —Deje a mi amigo así —pidió secamente al cuadrero—. Cierre su negocio y no diga una palabra a nadie, si vienen a hacerle preguntas. Ni una palabra y se ganará diez dólares; abra la boca, y se ganará un balazo, ¿entendido?

  El cuadrero no era lerdo. Había visto y oído bastante, juró que ni a punta de pistola le sacarían información del cuerpo.

  —No me ha entendido. Lo que quiero es que, si le preguntan, diga que me mataron a mí, pero que mi amigo se ha llevado mi cadáver, y los caballos. Procure reconocer a quien le pregunte por la voz, luego me contará quién, o quiénes, vinieron a enterarse.

  Volvió al exterior completamente frío, dueño de sí.

  Helaba y era algo más espesa la nevada, pero al parecer ningún habitante de Kayenta había considerado prudente salir a averiguar lo sucedido. Abrochándose el chaquetón, se encaminó de regreso a la taberna, pero no entró en ella. Se quedó apostado, acurrucado contra la pared y a resguardo del viento, en la esquina, alerta a la aparición de cualquier tardío visitante del local.

  Pasó media hora, luego una. Entrar no entró nadie, salir salieron los hombres que habían estado allí cuando sonaron los disparos. Salieron juntos y recelosos, se alejaron aprisa, desapareciendo en la oscuridad. No era probable que ninguno de ellos estuviese conchabado con Crunkett, de todos modos tendría que correr aquel riesgo.

  Cuando el tabernero cerró la puerta comprendió que sus suposiciones eran acertadas. Los asesinos estaban convencidos de haberle dado muerte, así se lo dijeron a Crunkett y éste lo creyó, no consideró necesario enviar a nadie a hacer preguntas peligrosas. Seguramente aguardaría al amanecer para alejarse del pueblo sin ser visto, con sus hombres, ir a la casa de su tío como si nada supiera, contar que no se quiso detener en el pueblo por cualquier razón plausible y esperar los acontecimientos, imaginándose que, muerto él, Windy se iba a apresurar a alejarse de la región, asustado y procurando por su vida.

  Un tipo retorcido, cobarde y astuto como Crunkett no corría riesgos innecesarios, pero también solía confiar demasiado en su infalibilidad.

  Estaba casi congelado cuando volvió a la cuadra. El cuadrero no debía tener sueño, porque le contestó enseguida y le abrió aprisa.

  —Vino Smithson, ya hará un buen rato. Me dijo que estaba en la taberna cuando sonaron los disparos y me preguntó si sabía qué pasó. Le contesté que usted había venido por su caballo, que cuando se lo llevaba, unos desconocidos le dispararon, matándole, que luego había aparecido su compañero, le recogió, le cargó en sus caballos y se marchó llevándose su cuerpo y a los tres animales, muy nervioso…

  —Descríbame a ese Smithson.

  Había sido el que le transmitió el mensaje de Crunkett.

  —Hace años trabajó para el capitán Mac Cann, sí; pero le echó porque le robaba caballos. Otro que el capitán le habría puesto una soga al cuello, o por lo menos enviado a presidio. Pero el capitán es demasiado gran señor. Desde entonces, Smithson malvive haciendo un poco de todo, está casado con una mestiza y no tiene demasiados amigos aquí… Sí, estoy seguro de que me ha creído, desde luego no me pidió que le abriera, se marchó enseguida, diciendo que sus asesinos debieron ser el tipo al que usted echó del pueblo ayer y algún amigo suyo…

  Probablemente ahora Crunkett estaría muy satisfecho, muy tranquilo. Tanto mejor si era así.

  Lee se quedó en la cuadra, sin dormir, pues no tenía sueño, fumando al lado de la pequeña estufa y mirando al cadáver de Windy, tapado con una manta de silla. Se trazó un plan de acción y se juró que no llegaría Elmer Crunkett a casa de su tío.

  Media hora antes del alba abandonó a pie la cuadra. Se había hecho explicar detalladamente por el cuadrero la ubicación exacta de la cabaña de Smithson, a pesar de la profunda oscuridad no le costó encontrarla, había dejado de nevar. Sin preocuparse por el intenso frío de la madrugada, husmeó cautelosamente la cabaña, luego la cuadra aledaña. Sus movimientos eran como los de un lobo viejo que entra en un aprisco bien guardado. No dejó ninguna huella demasiado visible cuando entró en el corral de Smithson, se llegó a la cuadra, y a la luz de una cerilla comprobó la presencia en ella de tres caballos de silla, tres monturas y otros detalles reveladores. Con Crunkett había dos hombres, pero los asesinos fueron tres. No cabía duda, Smithson fue el tercero…

  En realidad, Burr, tras cumplir el encargo de Crunkett y asegurarle a éste que mataron a Lee Hawk, afirmando haberle visto bien la cara, lo cual era falso pero lo cual se guardaron mucho de desmentir los otros asesinos, cobró inmediatamente sus doscientos dólares y retornó a uña de caballo al cañón, donde necesitaba encontrarse al alba para que su falta no fuese notada y provocara suspicacias.

  Con las primeras livideces del alba gélida, Lee vio encenderse luz en la cabaña de Smithson. No mucho después, cómo se abría la puerta y salían tres hombres muy arropados, sacando a sus caballos de la rienda. Encogido en su incómodo observatorio y medio congelado, les vio montar a caballo, hablar uno de ellos algo a Smithson, luego a los tres alejarse al paso, después al trote, hacia el norte, sin detenerse. Smithson volvió a cerrar…

  Incorporándose, Lee corrió hacia la cuadra, manoteando vigorosamente para que el ejercicio devolviera la buena circulación a sus venas. Su caballo estaba ensillado, listo para partir. Dio veinte dólares al cuadrero y le repitió sus instrucciones. Aquel hombre estaba lleno de curiosidad, pero iba a guardarse mucho de desobedecerle. De todas formas, aunque Smithson volviera y descubriera la verdad, ya sería demasiado tarde para Crunkett.

  Nadie había salido aún al exterior cuando montó a caballo y atravesó veloz el pueblo dormido. La luz grisácea del amanecer invernal deprimía el ánimo, cuando salía más allá de las últimas cabañas un largo aullido lúgubre llegó desde el lejano norte, tendiéndose sobre la tierra aterida y desolada como un lamento de muerte. El blizzard…

  Igual que el blizzard era ahora Lee Hawk, lanzándose implacable sobre la huella de los asesinos de su compañero, del canalla que ahora cabalgaba regodeándose con el pensamiento de haberle eliminado a él, tener libre el camino para acercarse a Pat Mac Cann y mancillarla con su aliento de sapo, con sus asquerosos pensamientos. Igual que el blizzard…

 

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