Blizzard

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Capítulo III

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 Capítulo III

 

 

  CUANDO abandonaron la protección de la pared rocosa, el frío aullador cayó sobre ellos como un lobo, cortándoles la respiración, metiéndoseles a través de las pellizas y los pantalones, las botas y los guantes, helándoles hasta los huesos. Los caballos relincharon y se encabritaron, pero animados a gritos, demostraron su calidad lanzándose bravamente contra el viento, aunque abatiendo la cabeza, cosa que, por otra parte, hacían los mismos jinetes.

  El vasto y solitario cañón recogía y multiplicaba los aullidos del blizzard, era como avanzar por en medio de una legión de diablos agresivos.

  La temperatura volvía a ser de muchos grados bajo cero, el agua del gran arroyo estaba congelada hasta el fondo del cauce, también en los rabiones y pequeños saltos, donde formaba maravillosos encajes transparentes, de incomparable belleza. Pero los dos caminantes no estaban para contemplar bellezas de ninguna clase, les dolían la cara y los ojos de un modo insoportable, tenían narices y boca casi completamente pegadas por su propio aliento solidificado, debían limpiárselas de continuo. Del cuerpo de los caballos salía un vapor que se convertía inmediatamente en cristales de hielo, no podían detenerse porque entonces los animales cogerían una pulmonía fulminante. Lo que hacían era pasarse una cantimplora que Mac Cann llevaba con whisky escocés legítimo y añejo, dando tragos que les reanimaban durante unos minutos. Pero tampoco podían excederse con el peligroso estimulante.

  Recorrer aquel par de millas, cosa que en tiempo normal, incluso frío, habríales llevado una hora escasa, les costó más del doble. No había forma de correr porque el helado terreno era traicionero para los caballos. Fue un sufrimiento atroz el de hombres y animales, pero por fin Mac Cann señaló la embocadura de un cañón lateral a su izquierda.

  —¡Allí es!

  Se encaminaron en aquella dirección tan aprisa como les fue posible. Y cuando la esquina del murallón rocoso, un pivote de arenisca de doscientas yardas o más de altura, les cortó el blizzard, se detuvieron, jadeando como animales al borde del agotamiento.

  —¡Creí que no lo lograríamos!

  —¡Había que hacerlo! ¡Mire allí arriba, ya llega la nieve!

  Lee miró, pero no vio sino una ceja plomiza por sobre el borde opuesto del cañón.

  Mac Cann añadió, a gritos, porque ambos estaban como sordos:

  —¡Dentro de media hora o así el blizzard se tenderá y la nevada se acercará aprisa!

  —¡Pudimos esperar a ella, no puede ser peor que lo que acabamos de pasar!

  —¡No habríamos podido remontar el cañón con la nieve de cara! ¡Se nota que no conoce esta tierra, amigo!

  —¡Y no me pesa! ¿A qué distancia está aún la casa de su amigo?

  —¡Tras el recodo, unas trescientas yardas! ¡Vamos, no conviene que se enfríen los caballos!

  Reanudaron la marcha. El cañón lateral formaba un meandro, entre altas paredes, antes de despeñarse sobre el principal formando un repechón abrupto, cortado a la derecha por el cauce de un pequeño arroyo. Por allí subía una senda estrecha y muy poco frecuentada.

  Cuando la subían, Mac Cann, que iba delante, se inclinó aún más, de modo brusco, detuvo el caballo y miró al suelo. Lee inquirió, deteniéndose también:

  —¿Qué sucede?

  —Algo que no me gusta —fue la seca respuesta.

  Mac Cann excitó con la mano a su caballo —no usaba las espuelas, cosa que tampoco hacía Lee si no era inevitable—, y terminó de remontar la pendiente. Allí, hizo algo muy significativo, sacar su rifle de la funda. Lee había descubierto ya las huellas recientes de caballos herrados en la por otra parte dura superficie del sendero, en puntos donde la lluvia reciente había dejado un poco de barro o arena.

  Despacio, imitó a su compañero, inquiriendo:

  —¿Espera dificultades?

  —Por aquí no suelen cabalgar misioneros —fue la dura y cortante respuesta de Mac Cann—. Póngase a mi lado. Sentiría tener que meterle en una pelea, pero no me ha parecido hombre capaz de rehuirlas, aunque no le compitan.

  —Y le pedí que me dejara acompañarle —Lee había captado toda la intención de sus palabras—. Si ha de haber tiros, procuraré no recibir las balas, Mac Cann.

  ¿Satisfecho?

  —Sólo mato cuando no me dejan otra alternativa, Hawk. Y ahí delante hay un hombre honrado, tres niños y una mujer a punto de dar a luz.

  —Entendido. Veamos qué más hay.

  Avanzaron emparejados y con la mirada alerta, los rifles alistados, olvidados del frío. También los caballos parecían haber notado la tensión de sus jinetes, alzaban ahora la cabeza y tenían empinadas las orejas; pero podía obedecer a que olfateaban una cuadra caliente.

  Al doblar el recodo, Lee vio un ensanchamiento del cañón. Allí, en tiempos debió haber un pequeño lago, un rebalsamiento de aguas cortado por el lomo de arenisca gris-violeta que iba de pared a pared. Durante muchos siglos se depositaron sedimentos, luego el arroyo tajó la arenisca y vació el lago. Había quedado una cuenca como de unos trescientos acres de terreno apto para el cultivo, ahora relativamente arbolado, un verdadero oasis del desierto, oculto y resguardado por los altos farallones. Allí estaba la cabaña adonde iban.

  Pequeña, de rocas y adobes con techo de troncos y ramaje, inclinado y cubierto con lechadas de arcilla para impermeabilizarlo. Una pequeña cuadra, una corraliza, un granero, completaban el establecimiento. A su alrededor se podían ver los campos arados, en uno de los cuales verdeaban hortalizas.

  —Tenemos que dejar los caballos aquí.

  Lee no necesitaba explicaciones, había jugado demasiadas veces aquel juego. Tampoco su caballo iba a extrañarse; en cuanto le habló, pidiéndole que no relinchara, le entendió muy bien.

  Al parecer, Mac Cann tenía un caballo igual de inteligente y educado.

  Se movieron habilidosamente hasta llegar, sin ser advertidos, a cincuenta yardas en línea recta de las edificaciones, por el lado opuesto al de la cuadra. Los caballos que había en ésta no olfatearían a los recién llegados. Ahora desmontaron y trabaron ligeramente a los animales al tronco de una vieja y corpulenta acacia; siguieron a pie, pesados, embarazados por la reciedumbre y el volumen de sus ropas de abrigo, pero con la mano derecha libre para apretar el gatillo, dos cazadores muy expertos.

  —Han de estar dentro, no imaginarán que tienen visita. Veamos cuántos son.

  Llegaron a la cuadra y no había sucedido nada. Dentro de la misma había, además de dos mulos, tres caballos de silla, llenándola.

  —Son tres.

  —Usted dirá qué hacemos.

  —Ante todo, hay que impedir que puedan causar daño a la mujer y los hijos de Norrie. Tengo una idea. Hagamos que relinchen sus caballos. Traiga los nuestros.

  Lee sonrió, comprendiendo el plan de su compañero. Se quedaba, y le hacía emplear al menos las manos en tirar de las riendas. Así sabría a qué atenerse…

  Pero no era ocasión de discutir; aquel hombre le gustaba y aquella situación revestía ciertas características interesantes. Retornó, pues, junto a los caballos, desatándolos y trayéndolos de la rienda. Al suyo no le gustó que lo hiciera, tampoco al de Mac Cann; sentían celos uno del otro, el ancestral impulso de medirse… para ver quién valía más. Como algunos hombres que él conoció y conocía.

  Mac Cann estaba con su rifle listo, pegado a la pared junto a la entrada. Le hizo un par de señas con la mano, indicándole que llevara sus caballos hacia la parte de la cuadra y los atara al extremo de la misma. Cuando lo iba a hacer, allí dentro relinchó fuerte un caballo, luego otro…

  Rápido, descalzóse el guante izquierdo, metiéndoselo en un bolsillo de la pelliza, y ligó con destreza al caballo de Mac Cann, dejando al suyo libre y recogiendo su rifle de la funda. Luego, en dos saltos, se pegó a la entrada de la cuadra.

  Allí dentro habían oído a los caballos relinchar, pero no podían sospechar la verdad, mirando por el ventano al exterior no había forma de descubrir a los dos caballos al extremo de la cuadra. Sonaron unas voces roncas, se abrió la puerta y un hombre que empuñaba un rifle apareció.

  De inmediato, Mac Cann le pegó el suyo a la cintura.

  —Tira el rifle, hombre. Y di a los demás que no hagan tonterías.

  La orden fue seca, cortante. El así conminado se quedó rígido, miró en su dirección y esbozó una mueca de lobo. Al descubrir a Lee, también apuntándole, respiró hondo y la mueca se le acentuó. Era joven, la edad del propio Lee, más o menos, un tipo de los que abundaban mucho en la frontera.

  —Vaya, tenemos visita… —dijo en voz alta y agresiva—. Johnny, Bud, aquí fuera hay dos lobos pidiendo cobijo.

  Pero no tiró su rifle. Lee conocía a aquel tipo de hombres, sabía cómo tratarlos. Avanzó veloz, movió el arma de modo inesperado y golpeó sucesivamente con ella, en la barbilla y el cañón del rifle, a aquel individuo. El primer golpe le cortó la sonrisa y casi la lengua, echándole la cabeza atrás, aturdido, y el segundo le obligó a soltar el rifle.

  Un instante después, entraba de espaldas, trastabillando, a un empellón de Mac

  Cann, que a su vez demostró ser capaz de rápidas acciones y poseer una fuerza hercúlea. Lee le siguió, listo para lo que fuera.

  Allí dentro, en la habitación que ocupaba casi dos tercios de la cabaña y debía servir para casi todo menos para dormir, la escena era de lo más interesante. Un hombre aún joven, fuerte, bastante calvo, vestido con ropas muy usadas, de campesino, aparecía junto a dos niñas y un niño de corta edad, el mayor no pasaría de los diez años, en un rincón y con señales evidentes de haber sido recientemente golpeado.

  Junto al hogar, donde ardía un hermoso fuego de leña seca, dos hombres jóvenes, muy parecidos al que Lee acababa de golpear, tan bien armados como él mismo, tenían los revólveres a medio sacar. Uno, además, había agarrado ya su rifle. Pero se quedaron quietos al verse encañonados.

  —No habrá sino dos tiros —la voz de Lee cortaba—. Y moriréis vosotros. Separad las manos de las armas.

  Le obedecieron lentamente, muy a disgusto. Sin lugar a dudas eran gallos peleadores, pero también sabían cuándo estaban ante alguien capaz de acogotarlos y habían sido hasta cierto punto tomados de sorpresa. Mientras Lee les mantenía cubiertos, Mac Cann maniobró a cogerles de flanco e interpeló al dueño de la casa:

  —¿Qué pasó, Norrie?

  El aludido estaba respirando con gran alivio, así como sus hijos, ahora pasando aprisa del terror a la excitada curiosidad.

  —Estos tres llegaron hace cosa de una hora, capitán. Yo estaba cuidando a mi mujer, rezando porque usted llegara a tiempo para atenderla, de modo que no pude hacer nada. Entraron y se pusieron a exigir; cuando les pedí que tuvieran cuidado me golpearon, luego me obligaron a darles de comer… No sé qué habría sucedido si usted no llega tan a tiempo.

  —Desármelos.

  El golpeado por Lee tenía la boca ensangrentada y estaba palpándosela delicadamente, mientras miraba de modo torvo a su agresor. Sus compinches parecían fluctuar entre la idea de ir a por todas y la prudencia. El más alto, un tipo no mal parecido, de cabellos claros y largas patillas, dijo con acento de Texas:

  —Este hombre exagera, sólo buscábamos cobijo y algo de comida…

  —Cierra la boca, tú.

  —¿Y si no lo hago?

  —Te sacaré ahí fuera y te partiré en pedazos. ¿Quieres comprobarlo?

  El rubio sopesó la propuesta, examinando la gigantesca figura de Mac Cann; luego dijo, malignamente:

  —Gracias, no me interesa. ¿Qué van a hacemos?

  —No me gustan los vagabundos que asaltan casas honradas para desvalijarlas.

  ¿Molestaron a su mujer, Norrie?

  —Bueno… se mostraron groseros, pero no la han tocado.

  —Ya. ¿Cómo está ella?

  —Figúrese…

  —Andando, vosotros, afuera. Con vuestras cosas. Y no os hagáis ilusiones; mataremos al que intente un gesto agresivo.

  Los tres vagabundos bien sabían que llevaban las de perder ahora. Obedecieron hoscamente y Lee les siguió. Como pronosticara Mac Cann, estaba tendiéndose el viento aprisa, dejando un silencio sepulcral, y el cielo del norte se oscurecía aprisa también.

  —Paraos ahí. Hawk, quíteles todos los cartuchos del cinto menos uno. Norrie, vacíe los tambores de sus armas.

  Así fue hecho. Ahora, los tres vagabundos se pusieron a maldecir violentamente. Y uno de ellos, cuando Lee iba a dejarle sin proyectiles, reaccionó de un modo suicida, sacando un cuchillo de estrecha pero recia hoja, que llevaba oculto en el antebrazo, bajo la pelliza y la chaqueta, sin duda. Tan rápido y salvaje fue su gesto que por poco no cogió en falso a Lee, el cual vio destellar la hoja del cuchillo cuando iba derecha a su garganta y saltó atrás, iniciando un movimiento defensivo de manera instintiva.

  Sonó un disparo seco como un trallazo, y el vagabundo agresivo aulló al recibir el impacto del proyectil en el hombro izquierdo. Era zurdo, por eso había sorprendido a Lee. Pero Mac Cann estaba alerta.

  Un instante después, el propio Lee golpeaba con toda su alma al vagabundo, un puñetazo seco, corto, que le envió por tierra casi sin sentido, y sacaba, con el mismo veloz movimiento, su revólver, apuntando a los dos restantes y cortando su conato de ataque a Mac Cann mientras éste recargaba el rifle.

  —¡Quietos!

  Se aquietaron. Y ya no intentaron nada más. El herido se incorporó, maldiciendo, con la cara gris, agarrándose el hombro, mientras la sangre comenzaba a gotearle del brazo y la mano al suelo por las puntas de los dedos. El rubio pidió que le dejaran curarle, se quejó de que les dejaran desarmados e inermes.

  —No hubo para tanto…

  —Y no estáis desarmados. Cada uno de vosotros tiene una bala en el cinto; además, conserváis los rifles y los cuchillos. Ahora, si sois sensatos, montaréis y os alejaréis lo más posible de aquí. No os aconsejo que intentéis la revancha, a no ser que queráis morir congelados. Andando, coged los caballos y apresuraos, porque dentro de media hora comenzará a nevar.

  Tuvieron que hacerlo. Al marcharse, los dos que estaban ilesos barbotaron cataratas de rabiosas amenazas, pero tanto Mac Cann como Lee las escucharon como quien oye llover. El herido, ahora, no tenía arrestos para maldecir.

  Se alejaron aprisa, sin volver la cabeza, hacia la desembocadura del cañón y no tardaron en desaparecer, vigilados por Lee y por Mac Cann.

  —Espero que puedan hallar un refugio antes de que les caiga encima la nevada — dijo éste con sequedad—. O lo van a pasar mal de veras.

  —¿Le duele, por ellos?

  —No. Son forajidos, granujas sin mucha conciencia. Si no hubiéramos intervenido, probablemente Norrie y los suyos lo habrían pasado peor a sus manos. Meta a los caballos en la cuadra, desensíllelos y deles unas friegas con alcohol; encontrará una cantimplora llena en el arzón de mi montura. O si lo prefiere, vigile en tanto Norrie lo hace.

  No pedía, ordenaba; de modo tan natural como respiraba. Pero Lee nunca aceptaba órdenes de nadie.

  —¿Por qué no dejamos a Norrie vigilando y nosotros acomodamos los caballos? Lo haremos así más aprisa y podremos dedicarnos juntos también a la otra tarea. Esos no han de volver, ahora al menos.

  Lo dijo despacio, frío, pero remarcando su voluntad de no ser mandado. Y Mac Cann le entendió. Sonriendo, tendió su rifle a Norrie, que miraba intrigado a Lee, y asintió:

  —Tiene mucha razón. Norrie, vigile por si a ésos les da por desmentirnos. Vamos, Hawk.

 

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