Blizzard

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Capítulo V

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 Capítulo V

 

 

  NEVÓ toda la noche, al hacerse el nuevo día alrededor de la cabaña había medio metro largo de nieve y todo el cañón estaba cubierto por el manto blanco. El cielo era de un gris ligeramente sucio, liso como una manta nueva, no había viento, el aire estaba totalmente en calma. El frío, muy intenso, podía por ello resultar soportable.

  Lee y Mac Cann se ocuparon ante todo de la mujer, que debía ser lavada y atendida, eliminando en lo posible las últimas secuelas fisiológicas del parto. Ahora, pasado éste, la mujer recuperó sus pudores, cosa que convirtió la tarea de los improvisados comadrones en más incómoda. El bueno de Norrie, en cambio, hallaba por lo visto natural que Lee atendiera a su esposa, dado que Mac Cann lo trajo y afirmó que poseía conocimientos de Medicina.

  —La próxima vez lo hace usted solo —gruñó Lee cuando salieron para ir a ocuparse de sus caballos.

  Mac Cann asintió, comprensivo.

  —Las mujeres suelen ser así, muchacho. No hay que tomárselo muy en cuenta. Lo importante es que ella está bien y no tiene fiebre, es fuerte y mañana, o pasado a más tardar, podrá levantarse y encargarse de su gente. Entonces nos marcharemos.

  —Preferiría no tener que permanecer aquí. Si ella ya está bien, no veo razones para que nos quedemos, dado que no me parece vayan a acercarse por aquí los de ayer. Usted debe conocer bien el camino.

  —Sí… Veremos. Creo que cayó menos nieve de la que yo calculaba. Y en ese caso, quizá será mejor aprovechar la pausa antes de que vuelva a levantarse el viento…

  Los caballos estaban bien, la cuadra era abrigada. Les dieron unas friegas con alcohol, de beber y un buen pienso. Luego tornaron a la cabaña, recogieron sus rifles y salieron de descubierta, a pie.

  Al pronto se hundieron en nieve hasta más arriba de las rodillas, pero luego la capa de nieve resultó más liviana. En el fondo del cañón, unos treinta centímetros, aunque aumentaba mucho su espesor en donde cayó contra un obstáculo.

  —Con cuidado, podremos arriesgarnos. Si salimos ahora, llegaremos a mi casa cerca ya de noche. En todo caso, pernoctaríamos en la de Bassett si las cosas se ponen feas; no me agrada cabalgar de noche con una nevada así.

  —¿Cuál es el riesgo?

  —Los lobos. Bajan en manadas y son de verdad un mal encuentro.

  Se despidieron de Norrie y de su esposa, dejándoles el resto de los aprestos que Mac Cann trajera para atender al parto, ensillaron y sacaron a los caballos, que parecían deseosos de moverse tras el tiempo pasado en la cuadra. Luego avanzaron, Mac Cann abriendo camino, sobre la espesa nieve hacia el cañón principal.

  Era impresionante el aspecto que ofrecía éste, completamente cubierto por la nevada. Las altas paredes de arenisca emergían de la blancura impoluta como bastiones y murallas gigantescos, en un maravilloso contraste de color. Un silencio absoluto lo dominaba todo, ni tan siquiera se oía cantar a un ave.

  —Aún no ha terminado de nevar. Puede que su idea haya sido, a la postre, acertada; si cae otra como la de anoche nos quedaríamos incomunicados durante varios días.

  De todas maneras, cabalgar en tales condiciones era una temeridad, casi una heroicidad. Los caballos estaban demostrando sus magníficas cualidades, pero pronto comenzaron a sudar.

  A veces se hundían casi hasta los corvejones en la nieve, lo normal era que avanzaran clavando en ella las patas hasta cerca de las rodillas, muy a menudo los estribos y los pies de los jinetes iban dejando surcos paralelos al avance.

  Había que ir despacio, rodeando con frecuencia en busca de los mejores tramos de terreno. El arroyo era de cristal puro, completamente helado, a menudo cubierto por una traicionera capa de nieve. Los árboles semejaban una fantástica decoración navideña.

  —El invierno se anticipó este año. Será muy duro…

  Debía estar preocupado por su manada de caballos, pensó Lee. Un hombre nada corriente, el capitán Mac Cann, en todos los sentido. Daba muestras de conocer el terreno palmo a palmo y gracias a él no sufrieron los caballos una desgracia irreparable.

  Tardaron aún más que el día anterior, contra el blizzard, en alcanzar el cañón donde quedara Windy. Este se encontraba confortablemente tendido bajo las mantas y durmiendo como un bendito. Ni les oyó llegar.

  Lee comprobó que estaba seca la cantimplora de whisky que le había dejado. Le despertó con mal humor y no le dio tiempo a excusas.

  —Ensilla y carga las provisiones. Date prisa.

  —Será mejor que nosotros le ayudemos, hay que ganar tiempo.

  Aun así, cuando retornaron al cañón principal, Mac Cann olfateó el viento encalmado y gruñó, como con disgusto:

  —Tendremos que arriesgarnos.

  —¿A qué?

  —Apretar el paso. No va a tardar en nevar de nuevo. Y antes de dos horas no saldremos de este cañón a la llanura.

  El cañón mantenía su anchura, de casi tres cuartos de milla, y la altura de sus paredones; pero poco a poco fueron disminuyendo ambas. Se alzó un ligero viento, una simple brisa, que aun llegándoles por la espalda les penetró a través de las ropas, tan helada como sutil. Y luego comenzó a nevar.

  Caían los copos lentamente, apenas revoloteando, como plumas, no demasiado espesos. Pero muy pronto espesaron, hasta convertirse en una bailoteante cortina difuminadora de todo lo circundante.

  Los tres viajeros viéronse de inmediato avanzando por en medio de un vacío blanco, espectral, silencioso, sin puntos de referencia apenas. Lee se dijo que, de estar solo con Windy ahora, comenzaría a preocuparse.

  Pero Mac Cann parecía tener un sexto sentido. Entre dos juramentos malhumorados les avisó:

  —¡Manténganse pegados a mí! ¡Sigan mis huellas! ¡Estamos a menos de una milla de la salida del cañón y a poco más de la cabaña de Bassett!

  Una milla podía ser una distancia larguísima, según en qué condiciones se recorriera. Para ellos tres resultó serlo mucho. Además, la cerrazón blanca habíase oscurecido muy aprisa y aunque sólo eran las dos de la tarde, casi parecía el crepúsculo.

  Cegados, pero también ensordecidos por aquel silencio empavorecedor de la nevada, Lee y Windy dejábanse llevar por Mac Cann, al que sólo veían como una oscura masa fantasmal entre los torbellinos de la nieve.

  —¿Está seguro de que no nos perderemos?

  —¡Conozco el camino, aunque el diablo sabe mejor que yo dónde estamos ahora mismo!

  —¿Y si nos ponemos a dar vueltas en círculo?

  —¡No ocurrirá! ¡Mi caballo aún lo conoce mejor que yo, y además olfateará de lejos el humo de la cabaña de Bassett!

  Así sucedió. De repente, delante de ellos emergió una masa negra, una especie de roca, al pie de un alto árbol de peladas ramas, apenas un garabato espectral contra el telón blanco-gris. De aquella masa emergían oscuras volutas de humo. Habían llegado a la cabaña de Bassett.

  Este resultó ser uno de aquellos fronterizos semisalvajes que durante un siglo empujaron de manera incesante la frontera hacia el Oeste. Estaba cerca de los cincuenta años, sin duda, más semejaba un oso que un hombre, con sus anchas espaldas y redonda cintura, hirsutas barbas y cejas y sus ojos pequeños, vivaces, que recorrieron rápidamente el rostro de Lee con atención. Tenía una mujer navajo, pero ésta se había quebrado, por lo visto, una pierna pocas semanas antes; ahora permanecía estoicamente echada junto a la chimenea, entablillada a base de arcilla y corteza de abedul. La cabaña era aún más sórdida que la de los Norrie, al parecer Bassett alternaba el cultivo de unos campos con la caza. Mientras les alistaba café en un grande y sucio pote, comentó la situación.

  —En cuanto pare de nevar volverá el blizzard y dejará todo más limpio y más helado que el mismo Polo… Buen año para los lobos, maldita sea. Ya están bajando de las mesetas y los montes, tendrá que tener1 mucho cuidado con sus caballos, capitán.

  —Lo tendré. ¿Has tenido visitas?

  —No he visto a nadie desde que usted se fue ayer, luego de atender a mi mujer. A propósito, ¿qué tal le ha ido a Flora Norrie? ¿Qué clase de cachorro ha tenido esta vez?

  —Un muchacho. Ella está bien, no hubo dificultades.

  —Me alegro, sí, me alegro, son buena gente… Como le decía, aquí no ha llegado nadie. Pero esta mañana, cuando salí a ver mis trampas en la orilla del arroyo, descubrí huellas de jinetes; tres. Iban hacia Kayenta, debieron pasar de lejos sin ver mi casa. Me alegro, esas visitas no suelen ser buenas. Pero ellos han de ser locos o tener mucha prisa, para viajar con esta nevada.

  —Bueno, tenían sus razones. Uno lleva una bala en un hombro, querrían llegar al pueblo cuanto antes.

  Satisfizo concisamente la curiosidad de Bassett, más conciso aún fue al mencionar a Lee y a Windy. Por su parte, Lee habló lo justo para no ser tachado de descortés por el hombre que les daba cobijo en su casa, Windy cerró la boca, escuchó y se dijo que aquel asunto estaba enredándose mucho, aunque no supiera él explicarse por qué razón lo creía así.

  —De modo que hicieron eso a los Norrie… Pues así se los coman los lobos…

  Fue una maldición premonitoria. Porque cuando, a la mañana siguiente, en medio de una nevada intermitente, los tres viajeros abandonaron la cabaña de Bassett para seguir camino hacia la casa de Mac Cann, al parecer ya sólo a unas pocas millas de distancia, los caballos estaban inquietos, con razón. Toda la noche habían aullado lobos en los alrededores, incluso se acercaron a la cabaña, alejándose sólo después de que les dispararon unos tiros, matando a varios, que sus compañeros se apresuraron a devorar en medio de una furiosa algarabía de gruñidos salvajes. Las osamentas de los lobos muertos, tan peladas como si nunca hubieran tenido carne encima, estaban esparcidas sobre la nieve, en muchos puntos manchada de sangre.

  —Están locos de hambre, tengan mucho cuidado, no se confíen. ¿Quieren que les acompañe?

  Mac Cann rechazó la generosa oferta y los tres hombres, con el caballo de carga, se alejaron penosamente de la cabaña de Bassett. No se veía a más de cien yardas con claridad, el mundo semejaba envuelto en algodones, apenas si soplaba una brisa sutil, gélida. El terreno, ahora, parecía tener un gran valle ondulado y abierto que descendía hacia el sur. Pero ellos no iban hacia el sur, sino en una dirección general oeste, aunque dando rodeos para acomodarse, sin duda, a la configuración del terreno marchando por los puntos más cómodos.

  Allí, la capa de nieve era menos espesa, sin por eso ser escasa. Resultaba lógico, en terreno abierto y en declive, casi en escalones, según informó Mac Cann.

  —En tiempo normal llegaríamos a mi casa en poco más de hora y media. Pero ahora me conformaría si llegáramos en cuatro y no nos salieran lobos al camino.

  Habrían tal vez avanzado un par de millas, según el cálculo de Mac Cann, que iba guiándose por aislados accidentes del terreno, cuando cesó momentáneamente la nevisca. Y unos minutos después Mac Cann, que manteníase a la cabeza de la marcha, emitió un seco juramento sobresaltado.

  —¿Qué pasa? —inquirió Lee, alertado de pronto.

  Mac Cann alzó la mano y señaló allí delante, diciendo con voz dura, tensa:

  —Mírelo. No estaba anteayer por la tarde, cuando pasé por este mismo sitio.

  Se acercaron despacio, embargados por el mismo áspero sentimiento, y rodearon aquello que así alterara al normalmente sereno Mac Cann.

  El esqueleto casi completamente mondo de un caballo se destacaba en medio de la nieve removida, sobre la que había seguido cayendo la nieve, que no acabó de cubrir las huellas del desastre, para ojos avezados tan claro como dibujado y descrito en un libro. Incluso podían notarse los manchones de nieve roja debajo y alrededor del animal. Estaba ensillado y los afilados dientes de los lobos hambrientos habían devorado también en parte el cuero de la montura.

  Pero aquello no era todo. Junto al esqueleto del caballo, asquerosamente adornado con piltrafas de cuero y carne congeladas, había otro: el de su jinete, que había sido devorado también, tras matar en su desesperación de última hora a tres de los lobos, cuyos restos igualmente devorados yacían a corta distancia. El revólver y las ropas destrozadas del desgraciado aparecían medio tapados por la nieve, acá y allá.

 

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