Blitz

Blitz


Enero

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Der Schwanz. Sus manos aún estaban aceitosas de la crema y la lección de anatomía lingüística había logrado excitarme de nuevo. Pasé mi antebrazo por su entrepierna y la alcé con fuerza. Después me empleé en excitarla, buscando los pliegues y las terminaciones de los huesos, mientras estudiaba la reacción de su boca y de su frente. Hubo algo ahí que estalló de pronto, presa de la sobreestimulación o la acumulada energía del deseo contenido durante tantos años que escapó como el agua de una presa rota. Helga aferró las sábanas con los puños y se dejó ir con algún grito y unos gemidos tan potentes que yo le tapé la boca preocupado por lo que pensarían sus vecinos alemanes, acostumbrados al silencio de la divorciada solitaria del segundo. Disfruté de pronto de la labor esmerada hasta ver correrse de manera tan conmovedora a esa mujer.

Luego ella, tras sentir mi erección, bajó a chuparme la polla después de anunciar esto lo hago fatal. Pero yo no la dejé ir más allá de una demostración entusiasta y generosa, antes de tumbarla sobre el colchón y penetrarla, ahora sí. Hasta que llegó un momento en que ni ella podía lograr más placer del ya catado ni yo acertaba a encontrar lo que buscaba. Caímos en una especie de proceso mecánico que provocó más ejercicio esforzado que pasión. Un atasco de los sentidos, algo entumecidos, que se negaban a más éxtasis. Así que saqué mi pene sobrehidratado y me hice una paja sobre ella, corriéndome esta vez sobre el ombligo y los pliegues de su vientre blando.

Hubo algo en mi acción que tuvo que ver con la rabia erótica y el desafío. No contra Helga, por supuesto, pero sí contra la idea de infelicidad y abandono que me traía el recuerdo de Marta. Helga no intentó ni acariciarme ni besarme, sino que me acogió sobre su cuerpo relajado y luego me dejó tumbarme de lado, darle la espalda y huir hacia el sueño sin caer en esas enervantes y ternuristas caricias en el pelo y en la espalda. Si se sintió abandonada de golpe, lo cual era evidente, lo disimuló con discreción. Cuando me desperté después de una primera cabezada plomiza, cargada de satisfacción sexual y alcohol, ella parecía dormir a mi lado, aunque su respiración delataba que fingía.

Más tarde en la noche roncaba con un pequeño bufido y me sentí algo asqueado y ridículo. Gané un poco más de distancia hacia mi lado en la cama, que se había quedado mínima para ambos cuando ya no queríamos compartir nuestros cuerpos. Traté de volver a dormir, hundido, deprimido y roto, vaciado pero con Marta en la memoria, incluso en la memoria de la piel. Durante la noche, Helga me había contado que el trauma del abandono siempre te lleva a idealizar al otro, a convertirlo a conciencia en más perfecto, más humano, más deseable, más irremplazable. Lo hacemos, me dijo, para causarnos más daño. Ese ideal nos abruma, es un insulto a nosotros mismos, que durante meses o años nos imposibilita querer a nadie más y nos hace mirar a los hombres y las mujeres como pastiches lamentables del ser insustituible que acabamos de perder. Un día encontramos que nuestro recuerdo se hace más preciso y más justo y en ese momento podemos volver a pensar en ser menos infelices. Esto me lo había dicho Helga reclinada en el sofá y con una convicción que me había seducido.

Esa noche ya no tenía apenas fuerza para revivir más detalles de mi conversación con Helga, de la simpatía y naturalidad de su trato. Olvidé la delicadeza que había mostrado ante mí. La coronación sexual de nuestro encuentro borraba los rastros del cuidado conmovedor que me prodigó desde el instante en que me había encontrado sentado en el banco de la calle, quebrado y miserable. Cada palabra y cada gesto de Helga hacia mí fue un consuelo que tardaría demasiado en apreciar. No sólo un maternal refugio para el solitario y desamparado desperdicio humano en que me había convertido la despedida de Marta. No. Había más. Fue la inteligencia, la sabiduría de su conversación la que me regaló un espacio al menos mental para sobrevivir. Regalo de aquella mujer abandonada y sola, voluntariosa en oferta de su tiempo libre, con un piso vacío pero no gélido, triste pero con fortaleza para ofrecerme los primeros auxilios que necesité al emprender mi reconstrucción.

Cuando amaneció noté un movimiento del colchón. Me quedé quieto al igual que haría en un leve temblor de tierra. El dormitorio de invitados, decorado con objetos sobrantes de otras habitaciones, recibió el eco del crujido de la cama al levantarse Helga. Abrí los ojos para verla inclinarse a recoger la ropa del suelo. Posó mis prendas sobre la silla, tras ordenarlas deprisa. Recogió las suyas y las apretó contra el cuerpo que veía desnudo de una manera diferente al episodio anterior. Los desnudos, aislados del deseo sexual, remiten siempre a la fría gelidez anatómica forense. Bamboleaban sus pechos y sus nalgas, sus muslos y sus antebrazos derretidos, su pelo desordenado, su rastro de mujer de arena movediza. No era feo ni desagradable pero algo dentro de mí se abochornó, casi obligado. Me había follado a una mujer mayor alemana. Me cayó encima una oleada de vergüenza que no sabía esquivar. Si analizaba mis sensaciones nada era tan evidente, pero mi cabeza ordenaba una defensa intelectual y estética, con barreras de hierro y barricadas sin sentimientos.

Empecé a reír en silencio. Me miraba desde fuera, con los ojos de mis amigos y conocidos, y la conclusión era grotesca. Me miraba como me miraría alguien desde el lado cómodo del televisor. Todo me olía a semen y a flujos corporales que acrecentaban la estampa de esperpento y desprestigio. Me convertí durante unos minutos, antes de volverme a dormir, en una máquina de fabricar desprecio. De lejos me llegó el sonido de los pasos de Helga al entrar en su cuarto, luego la meada larga en el inodoro, que no era insonoro. Más rechazo, más infamia fabricada. Cuando tiró de la cadena, yo también parecía tirar de otra cadena y mandar a la alcantarilla aquel malentendido que dibujaba monstruoso. Soy un ser patético, me dije a modo de consuelo, y volví a roncar un rato.

Cuando me desperté aguardé hasta interpretar los ruidos. Tan sólo llegaba la agitación de la calle. Sobre la mesilla, el tarro de crema abierto. Me daba miedo salir al pasillo y encontrarme al dragón que había imaginado. Cruzarme con Helga, conversar. Quizá quisiera besarme o acariciarme la mano. Puede que pretendiera abrazarme o que hiciéramos el amor de nuevo. Pensé en echar a correr y escaparme de la casa, pero no estaba seguro de encontrar la puerta y sería lamentable hacer a Helga correr tras de mí por el pasillo y entre los muebles del salón. Yo gritaría, como un cobarde en un castillo lleno de fantasmas.

Me asomé desnudo al exterior y pregunté al vacío por ella. ¿Helga?, pero nadie contestó. Abrí la puerta del cuarto y caminé por el corto pasillo sin volverme hacia el dormitorio opuesto. A lo mejor ella dormía. La casa estaba silenciosa salvo por el canto de un canario que luego descubriría en una jaula en la cocina. Desnudo, recorrí el salón y de mi abrigo saqué el teléfono móvil sin estrenar y lo conecté a la red. Lo dejé apoyado en el brazo del sofá. Sobre la mesa de la cocina había una nota. Llámame si necesitas algo, tengo trabajo. Helga había anotado su número de móvil, antes de la firma rápida e indescifrable salvo por la H enorme como andamios de un edificio de letras destruido. Luego había añadido un

Kaffee con una flecha que iba hacia la cafetera y una taza limpia y dispuesta para mí y otra flecha dibujada en el papel que partía de la palabra

Plätzchen hacia el platillo donde estaban posadas las galletas.

Regresé hasta la ducha y dejé que el agua corriera sobre mi cara. Aunque el aroma del gel era demasiado intenso para mi gusto lo repartí por el cuerpo para borrar las huellas de la noche. El olor de Helga, más bien el de su perfume discreto, se iba borrando con cada brazada bajo el agua. Me vestí despacio. En los pantalones tintineaban las monedas del bolsillo. Husmeé un rato por la casa mientras me tomaba las galletas. Siempre me detenía a observar esas cafeteras, que suelen ser un ejemplo del triunfo del diseño práctico. La sociedad avanzaba de zancada en zancada, incapaz de resolver los problemas esenciales, ni tan siquiera los básicos, ni los que tenían que ver con el carácter humano y sus carencias, pero sin embargo resolvía batallitas ordinarias de manera higiénica y precisa, con el acabado hermoso de esas cafeteras o exprimidoras de naranjas. Me detuve un instante en cada electrodoméstico. Luego observé los cuadros del salón, que me habían llamado la atención la noche antes. Junto a la lámpara había una postal con la reproducción de la

Madonna de Munch y me sentí como ese bebé esquinado y monstruoso, un niño Jesús fetal, que mira acomplejado la belleza etérea de la madre.

En las estanterías había varios libros de arte demasiado bien ordenados por el desuso. También novelas leídas con las pastas arqueadas. Casi todo en alemán, salvo unos volúmenes de Goya y Velázquez cuyo lomo acaricié con complicidad patriótica. El gato, Fassbinder, me miraba desde el sofá, con una mueca displicente mientras no peligrara su lugar de reposo. No quise detenerme demasiado en las fotos de quienes debían de ser sus hijos o nietos en esos posados cursis que fomentan los retratos familiares. Había una foto desteñida que mostraba a una mujer en la treintena, con dos niños de apenas diez años, ambos rubios y hermosos. La mujer era Helga con mi edad actual, atractiva, resuelta, con una sonrisa incómoda ante la cámara. No me hubiera importado que aquella fotografía fuera la de mi mujer y mis hijos en otra vida. Puede que fuera la foto en la que ella se reconociera mejor, antes de que el paso del tiempo la hubiera convertido en quien ya no era ella del todo.

Estaba a punto de irme, con el abrigo puesto, y recogí el móvil, que había cargado batería suficiente para encenderse. Volví para recuperar su nota de la cocina. Me parecía de mal gusto abandonar el ofrecimiento de su número y la posibilidad de vernos de nuevo junto a las migas de las galletas integrales de fibra que me habían hecho pasar por el baño con magia intestinal. No quería verla de nuevo, eso me resultaba evidente, pero tampoco dejar rastros de ingratitud. Probé la cámara de fotos del teléfono con una instantánea de la cafetera, repetí la foto tres veces hasta que quedó a mi gusto. En la nevera, sostenida con dos imanes, había una postal de una cala rocosa de mar, con algunas construcciones en la ladera. La arranqué para darle la vuelta, pero no estaba escrita, sólo la letra impresa que señalaba que era una vista del mediterráneo en Mallorca desde una cala sin nombre. Le tomé también una foto. Y regresé al salón para hacer lo mismo con la foto de Helga con quince años. Me pareció un bonito recuerdo.

Al salir del piso me crucé con un matrimonio mayor que me saludó con desconfianza y una sonrisa gangrenada. Yo les dirigí un gesto educado, pero preferí bajar por la escalera con cierta prisa. Era un segundo piso con escalinata enorme y el portal acristalado. En la calle me sentí liberado y triste. De nuevo Marta se hizo presente porque se acumulaban las llamadas en el móvil y un mensaje de llámame por favor. No quería que se preocupara por mí, así que la llamaría. También había dos mensajes de mi amigo Carlos, por lo que supe que ella le había llamado para saber de mí. Y asomaba otra llamada perdida de mi madre que quizá no tuviera nada que ver con la ruptura. Mi madre me hizo pensar en Helga. Pero no eran un mismo tipo de mujer. Mi madre era mayor. La hacían mayor mis cuatro hermanas, que eran a su vez mayores en la forma de ser. Me sacaba dieciocho años la primera y diez la última, fui en mi infancia un juguete en sus manos, un accidente a destiempo que se crió con cinco madres y un padre que murió bien temprano, dejándome huérfano de hombres a los que imitar o convertir en modelo. Pero deténganse los aprendices de Freud. Yo no podría nunca visualizar a mi madre desnuda y jadeante como había visto a Helga en nuestro goce nocturno. Puede que fuera la tosca negación de todos los hijos, que no se imaginan concebidos en un coito agitado, sino en una conversación de sus padres sentados en el sofá frente a un aburrido programa de tele cualquier tarde de domingo. Helga se me hacía una mujer más sensual, más moderna, con ese aire avanzado de las alemanas frente a la mujer española, que cuando se hace mayor se hace paisaje.

Marta respondió al instante, como si estuviera pegada al móvil. No solía alejarse del teléfono, en una actitud que delata a quienes esperan siempre la llamada que les cambie la vida ¿Estás bien? Sí, sí, estoy bien, aquí en Múnich sigo. No contestabas a mis llamadas, estaba preocupada. Perdona, pero es que me ha pasado de todo, me excusé. ¿Seguro que no estás mal?, Marta sonó alarmada. Por detrás no escuché la guitarra ni la voz del cantante uruguayo. No, no, la tranquilicé. Al final fui a la mesa redonda del congreso y me invitaron a participar, y estuvo bien, la verdad. Por primera vez pensé en la posibilidad de que alguien hubiera grabado con su móvil mi ataque de rabia contra Àlex Ripollés y ahora fuera un vídeo popular en la Red. ¿Dónde te estás quedando? ¿Sigues en el hotel? Me molestó la ansiedad de Marta por seguir fiscalizando mi vida. No, en casa de una amiga, una alemana que he conocido. No sé si te acuerdas de que en la presentación…

¿Helga? ¿La traductora? Me sorprendió la cualidad detectivesca. Entonces inventé a una chica universitaria, jovencita y agradable, que me había ofrecido su casa porque sus padres estaban de viaje, y una historia sin detalles pero que Marta no recibió con los celos que yo esperaba. ¿Cuándo vuelves? La gran habilidad para cambiar de asunto si la corriente se vuelve en contra. Pronto, no sé, esto es muy bonito. Y con ello quería incluir mi relación con la chica alemana. Añadí algo sobre mis ganas de pasar unos días más en la ciudad pero le expliqué que apenas tenía batería en el móvil y que ya hablaríamos a mi vuelta.

Me dejó estúpidamente satisfecho esa conversación suspendida. Luego, cuando caí en la cuenta de que la mentira fabricada en torno a esa nueva amistad tenía más efecto sobre mi autoestima que sobre ella, me sentí abatido. Para Marta sólo importaba, musicalmente feliz en el reencuentro con su amor, que yo no padeciera. A ese deseo de liberarse de culpa se debió el mensaje escrito que me llegó un instante después. Tengo la impresión de haber hecho mucho daño a la persona a la que menos querría herir en mi vida. Debía contestar algo, y así lo hice, pero con prisa y sin delicadeza. Esos mensajes reducidos y urgentes hacían añorar los intercambios epistolares en tiempos de sobres lacrados y mensajeros de librea a la espera de respuesta. Tranquila, son cosas que pasan. ¿A quién quería engañar con esa fingida indiferencia? Pero era urgente poner en orden mis asuntos, cambiarme de ropa, recuperar la maleta y resolver mi vuelo de vuelta. Podía alquilar un coche y conducir de regreso a Madrid deteniéndome en los lugares hermosos de paso. ¿Qué hay entre Múnich y Madrid?, me pregunté con suspenso en geografía. Pero no tenía dinero para aquellos placeres pausados, la compra del móvil había terminado con mis recursos.

Lucía el sol y la nieve se derretía con un crujido vivo. No reconocía el barrio ni las calles y me faltaban referencias para ubicarme y regresar hacia el InterContinental o la zona del congreso. Vi detenerse un tranvía, pero era incomprensible para mí el panel con su ruta. Tomar un taxi era un lujo que no podía permitirme y tras caminar por calles residenciales sin demasiado atractivo empecé a considerarme perdido del todo. Un joven me indicó la estación de metro más cercana. Junto al hotel recordaba la parada señalizada, Rosenheimer, y la ubiqué en el mapa junto a la taquilla. En el vagón silencioso y limpio, a media mañana, era un náufrago recién duchado. Un emigrante español más en busca de un futuro prometedor, lejos de las tragedias de su país.

Caminé hasta el hotel y recuperé mi maleta bajo la mirada sospechosa del recepcionista. Mirada que se trocó en una advertencia incómoda cuando me vio intentar abrir la puerta del cuarto de negocios, desde el que quería revisar mis mensajes de correo y quizá navegar hasta dar con un billete barato de avión. Es sólo para clientes, me dijo en un inglés extranjero como el mío, pero perdida su solidaridad a cambio de una chaqueta azul con la chapita con su nombre. Me sentí expulsado del paraíso que representaba el hotel. Mis planes se revelaron catastróficos cuando me vi en la calle, con la maleta de ruedas, con el móvil sin batería y desorientado. Ya ni tan siquiera podía pedirles que me guardaran de nuevo el equipaje durante algunas horas. Casi me atropelló un ciclista cuando invadí el carril reservado, pero me regaló un insulto tan bien dicho en alemán que daban ganas de enmarcarlo.

Fui hasta un locutorio que conocía del día anterior, cuando crucé por delante en mi paseo sin rumbo. Me dieron una cabina y enchufé el móvil a la red para completar la recarga. Luego intenté contestar algún correo electrónico pero sin ningún entusiasmo. Tenía un mensaje de Carlos, escueto, que decía: Marta me ha contado, tenemos que hablar. ¿Cuándo vuelves? Un abrazo. Carlos era mi amigo pero Marta guardaba una enorme confianza con él. En lugar de escribirle marqué su seña de contacto en skype. Estaba en el estudio. Carlos trabajaba en un estudio, bajo el nombre de un conocido arquitecto. En realidad, la empresa era la tapadera de un concejal del ayuntamiento para desviarse fondos de urbanismo y el arquitecto, ya en evidente decadencia, le servía de aliado en su rutina corrupta. Los padres de Carlos estaban muy bien relacionados y cuando él cayó en la misma degradación laboral que yo, tuvo al menos esta propuesta indecente bajo un paraguas de prestigio, que no dejó pasar. Le repugnaba ganar dinero así, pero las opciones más románticas, como la mía, trabajar para el aire, quedaban descartadas, más aún en el momento en que estaban a la espera de adoptar su primer hijo.

¿Qué pasa? ¿Dónde estás?, me preguntó sin dejar de mirar a su alrededor. No le gustaba hablar desde la oficina. Es que tengo aquí al puto niño de mi jefe, me lo han dejado para que le entretenga, y me mostró al niño en el ordenador junto al suyo. Su jefe estaba casado con una jovencísima arquitecta con la que tenía un niño de cuatro años y era algo ridículo ver a ese hombre de setenta embarrancado en las vicisitudes de un amor juvenil y la agotadora crianza del niño, al parecer tan insoportable que cuando lo llevaban por el estudio los empleados eran forzados a distraerlo con jueguecitos de ordenador y a atender sus caprichos como en una guardería improvisada, salvo que la guardería era propiedad del menor. Es de esos hombres mayores que se casan con su viuda, decía Carlos de su jefe. En Múnich, sigo aquí, comencé a explicarle. Ayer le di dos hostias a Àlex Ripollés y lo tiré de la silla durante una mesa redonda. Seguro que ya está colgado en YouTube. ¿Sabías que en alemán Àlex Ripollés se pronuncia Àlex Gilipollez? Pero qué cojones dices, Carlos se mostraba más alarmado que divertido. Oye, aquí no puedo hablar, pero Marta ya me ha contado lo vuestro, que estás jodido. Lo siento, tío. No, no, tranquilo, estoy bien, le interrumpí. Me apetecía quedarme un poco más por aquí. No te castigues, que te conozco, no te culpes de todo, me advirtió.

No, tranquilo, si además anoche follé. Me zumbé a una tía, he dormido en su casa. En realidad más que una tía era una vieja. Mayor. Sí, alemana. Una señora alemanota, pero vive aquí. No veas qué momentazo. Acojonante, me emborraché, claro, y acabé en su casa. Tío, tenías que verme, con ella ahí desnuda, las tetas que le llegaban por el ombligo, la barriguita esa de las señoras mayores. De cagarte. Y allí yo, dándolo todo. En ese momento, por detrás de Carlos apareció la cabecita del niño, que se mostraba interesado, y mucho, en mi relato. ¿Quién dijo que lo único que capta la atención de los niños de hoy son los videojuegos?, y levanté la mano para saludar a la criatura. Cuando Carlos lo apartó seguí mi relato con detalles groseros.

Para, para, para, Beto, ¿de qué cojones me estás hablando? Carlos cortó mi verborrea mientras plantó de nuevo al niño en otro ordenador y volvió para hablarme en susurros. ¿Seguro que estás bien? ¿Por qué no vienes ya? Me calmé y volví a hablarle intentando tranquilizarle con mis palabras. Estoy bien, jodido, pero hecho a la idea. Bonita expresión, hecho a la idea. Modelado por los golpes sería una expresión más precisa para describir lo que somos. Marta ha vuelto con el uruguayo, el cantante, ¿te acuerdas? En realidad tenía que haberlo sospechado. A Marta no le gusta perder a nada, ni siquiera con su pasado, y esto era una cuenta pendiente para ella. ¿Te acuerdas la que te montó una vez que le ganaste al Risk, aquella partida en tu casa en que peleabais por conquistar América del Sur? Fue una agria disputa entre ambos que delató el espíritu competitivo de Marta y la furia oculta ante la derrota. ¿A qué viene eso ahora, Beto? No, bueno, que sólo quiero que sepas que estoy bien y que anoche follé, que es lo que te estaba contando. ¿Con quién follaste?, me preguntó después de asegurarse de que el niño de su jefe no alcanzaba a oírle. Pues con una señora, lo que te decía, con una tía que podría ser tu madre, de verdad, con dos cojones, me tenías que haber visto. Pero bien, eh, o sea un espanto despertarte y ver esa cosa ahí al lado, pero estuvo bien, no sé, ya te contaré, era maja. Era como la tía esa del chiste de Woody Allen cuando se folla a una vieja y dice que tenía ochenta y un años pero se conservaba muy bien, tenías que haberla visto, sólo aparentaba ochenta.

Carlos sonreía, convencido de que me estaba inventando buena parte de la historia pero no toda. Me salvó la noche, le reconocí, porque no tenía donde caerme muerto, pero esta mañana casi vomito, te lo juro. Que le he comido la boca a una señora, tío, que es muy fuerte, que yo mismo alucino. Pero ¿estás con ella?, me preguntó Carlos. Sí, no te jode, y me voy a mudar a vivir con ella, se la voy a presentar a mi madre, que son de la misma edad. A ver, Beto, deja de decir gilipolleces, ¿cómo estás? Seguro que andas paseando por ahí, hundido, hecho mierda, vente a Madrid, anda, te vienes a casa unos días, hasta que os organicéis Marta y tú con el piso. En lugar de apaciguarme, todos sus consejos y su preocupación me resultaban insoportables, prefería mis bromas crueles sobre Helga, mi huida hacia adelante. Tienes que volver a Madrid, insistió Carlos, le digo a Sonia que te vienes a casa unos días y ya está. Carlos y su mujer sonaban siempre afinados, deberían haberme servido de ejemplo cuando Marta y yo empezábamos a interpretar partituras distintas.

Sentí un enorme asco de mí mismo por no haberme anticipado a la ruptura de Marta, por haber sido incapaz de escuchar la música de sus pensamientos antes de que me la viniera a tocar una orquesta ajena en plena cara. Por haber necesitado una conversación de más. Siempre sobra esa conversación de más. Y asco por mi forma de hablar de Helga, intentando quitarme de encima la escena, contándosela a Carlos como un episodio dantesco, cómico. No hablamos mucho más. Después de despedirnos y escuchar a Carlos tratar de convencerme de que lo de Marta se arreglaría tarde o temprano, ya verás como se arregla, volví a sentirme furioso. Tendría que contarle a todo el mundo lo de Marta, hablar con todo el mundo de lo de Marta, poner al corriente a mi madre y a mis hermanas de lo de Marta. Lo de Marta. La decepción de todos, el consuelo vacío de todos. Lo de Marta.

Navegué por la Red para encontrar buenas ofertas de aviones. La más barata salía dos días después. Múnich-Madrid. La letra M repetida me recordó a Marta. Cuando, completadas todas las etapas de la compra, logré llegar al proceso de pago, la página me negó por tres veces el crédito de la tarjeta. Fue un instante bíblico y bancario muy humillante. Hasta tal punto había vaciado mis recursos. Miré al teléfono móvil, rutilante, mi último lujo en un tiempo largo. Busqué hoteles baratos en Múnich pero me aburrí de los consejos de clientes ansiosos por compartir sus experiencias. Anoté algunas direcciones y me llamó la atención que en cada página que abría los anuncios me ofrecían vuelos entre Múnich y Madrid, con ese rasgo de mentalismo que ha adquirido la publicidad en línea. Me sentí espiado y preferí dejar de navegar. Vi que mi móvil había tomado fuerzas para tirar al menos hasta después de comer. Empezaba a asfixiarme ese aroma de locutorio forrado en madera barata.

Pero no pude resistirme a rastrear al cantante uruguayo en la Red. Las últimas novedades, alguna entrevista. Su página de promoción ofrecía fragmentos del nuevo disco. Su cara en la portada y el título del álbum, que resultó una pista demoledora.

Vuelve la primavera. Desde mi invierno no podía más que sentirme expulsado de esa primavera que era Marta. Lo que para él era regreso, para mí era pérdida. Fui brincando por los treinta segundos de escucha que permitían por canción. Amores recuperados, errores del pasado, lamentos sentimentales, festejos románticos. Había una balada titulada «Nunca te has ido», de la que pude escuchar sólo la estrofa inicial. Pero en YouTube estaba colgada la canción completa, porque era el vídeo de lanzamiento. La escuché cuatro veces completa, convencido de que sólo podía estar dedicada a Marta. Demasiadas claves coincidentes. Era una idea absurda, porque seguramente la canción llevaba meses escrita, desde antes de su renovada relación. Pero el dolor genera paranoias irracionales. Tenía los auriculares puestos, pero me di cuenta de que estaba hablando por encima de la canción, dando gritos. Cabrón, ya te vale, hijodeputa, mediocre, liante, hortera. El encargado del locutorio tocó mi puerta para pedirme que bajara la voz, estaba molestando, seguro, a una madre que hablaba con una hija lejana o a un joven que tranquilizaba a un pariente que no veía desde hacía años. ¿Merecía mi problema menor causar tanto estruendo?

Preferí salir de allí. Me puse a llorar en la calle y las lágrimas se helaban en mi cara. De pronto sentí que no tenía a nadie. Ni amor, ni familia, ni amigos, nada existía de verdad ya en mí. Nadie, porque nadie, por más que te rodee la gente, puede llegar dentro de ti. Un viento afilado provenía del río y terminaba en mis lagrimales. La mano que sostenía la maleta cristalizó y se apoderó de mí una terca lástima trascendental. Un clavo doloroso que penetró hasta lo más íntimo. Por vez primera pensé en morir. No era mala solución. Fin de todos los problemas. Y me ahorraba el avión de vuelta y la noche sin hotel. Morir, definitivamente, no ofrecía más que ventajas. ¿Alguna objeción?

Pero no me tiré desde el puente al río ni me lancé a las ruedas del tranvía, sino que permití que la inercia me arrastrara por la avenida. Mis movimientos estaban limitados por la maleta, que no era pesada pero sí incómoda, y no quería arrastrarla por el suelo con sus ruedines porque provocaba un ruido escandaloso sobre el empedrado. Un ruido que atraería miradas de pena hacia mí. La pena del despojado. Cambiaba la maleta de mano a mano. Me senté un rato a tomar aliento en un parque situado entre las manzanas de edificios, en el cruce de las calles Dienestrasse y Schrammerstrasse. Lo supe porque empleé un rato en deletrear los carteles. Las sillas de aluminio estaban encadenadas unas a otras por un cable de acero, probablemente para que no las robara ningún español. Tomé una foto de la maleta sobre la hierba. Luego hice lo mismo con la vista de las fachadas desde allí. Guardar las fotos conformaba un mapa en el que no encontrarme tan perdido.

Me gustan los jardines, y me gusta llamarlos jardines y no espacios verdes, y me gustan porque son una invención del hombre aliada con la naturaleza. Un pacto entre el territorio y su poblador, frente a la guerra habitual que mantienen por dominarse el uno al otro. Los jardines nos desvelan de cuajo la otra dimensión del hombre. La de la pasión por lo inútil, por lo estético. El tutor de mi tesis sostenía que Dios fue el primer paisajista de la historia y que con los jardines tratamos de rescatar la memoria perdida del Edén. En cada maceta aspiramos a recuperar la utopía perdida, el sueño arruinado por aquel castigo tan original.

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