Blaze

Blaze


Capítulo 22

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Blaze estaba sentado a la barra de Moochie’s, comiendo un donut y leyendo un divertido libro de Spiderman, cuando George se coló en su vida. Era septiembre. Blaze llevaba sin trabajar dos meses, y el dinero escaseaba. Habían detenido a muchos de los sabelotodos de la tienda de chucherías. Habían interrogado al propio Blaze acerca de un atraco en una agencia de crédito en Saugus, pero él no había participado en aquel golpe y fue lo bastante honestamente convincente para que los polis lo dejasen marchar. Blaze había pensado intentar recuperar su antiguo trabajo en la lavandería del hospital.

—Es él —dijo alguien—. Ese es El Coco.

Blaze se giró y vio a Hankie Melcher. Iba acompañado de un hombre bajito con traje azul. Tenía la piel cetrina y unos ojos que parecían arder como las brasas.

—Hola, Hank —dijo Blaze—. Cuánto tiempo.

—Ah, unas pequeñas vacaciones a cuenta del Estado —dijo Hank—. Me soltaron porque ya no contaban conmigo. ¿Verdad, George?

El tipo bajito no dijo nada, solo sonrió ligeramente y siguió observando a Blaze. Aquellos ojos calientes consiguieron que se sintiera incómodo.

Moochie se acercó y se limpió las manos en el delantal.

—Hola, Hankie.

—Batido de chocolate para mí —dijo Hank—. ¿Quieres uno, George?

—Café. Solo.

Moochie se alejó.

—Blaze, quiero presentarte a mi cuñado —dijo Hank—. George Rackley, Clay Blaisdell.

—Hola —dijo Blaze. Aquello olía a trabajo.

—Hola. —George meneó la cabeza—. Eres una mole, ¿lo sabías?

Blaze soltó una carcajada, como si nadie le hubiera dicho antes que era una mole.

—George es un tipo gracioso —dijo Hank, sonriendo—. Es como Bill Crosby. Pero blanco.

—Ya —dijo Blaze, aún riéndose.

Moochie apareció con el batido de Hankie y el café de George. Este dio un sorbo e hizo una mueca. Miró a Moochie.

—¿Siempre cagas en las tazas de café o a veces usas el váter, corazón?

—George no entiende de estas cosas —le dijo Hank a Moochie.

George asintió con la cabeza.

—Es verdad. Solo me estaba haciendo el gracioso, eso es todo. Hankie, piérdete durante un rato. Ve atrás y juega al pinball.

—Vale, de acuerdo, comprendido —dijo Hankie, riéndose todavía.

Cuando se hubo marchado y Moochie estaba en el otro extremo del mostrador, George se giró de nuevo hacia Blaze.

—Ese retrasado dice que tal vez estés buscando trabajo.

—Puede ser —dijo Blaze.

Hankie introdujo un par de monedas en la máquina del pinball, luego levantó las manos y comenzó a tatarear lo que podría ser el tema principal de Rocky.

George le señaló con un gesto de la cabeza.

—Ahora que está otra vez fuera, Hankie tiene grandes planes. Una gasolinera de Malden.

—¿Sí? —preguntó Blaze.

—Sí. El crimen del puto siglo. ¿Quieres ganarte unos cien dólares esta noche?

—Claro —respondió Blaze sin vacilar.

—¿Harás exactamente lo que te diga?

—Claro. ¿Qué tengo que hacer, señor Rackley?

—George. Llámame George.

—¿Qué tengo que hacer, George? —Entonces reconsideró sus calientes y apremiantes ojos y añadió—: Yo no hago daño a nadie.

—Yo tampoco. El bang bang es para los imbéciles. Ahora escucha.

Aquella noche George y Blaze fueron a Hardy’s, un próspero establecimiento de Lynn. Todos los dependientes de Hardy’s vestían camisetas de color rosa con las mangas blancas. También llevaban distintivos en los que se leía: ¡HOLA, SOY DAVE! O ¡JOHN!, o lo que fuera. George llevaba una de esas camisetas debajo de una camisa por fuera. En la suya ponía: ¡HOLA, SOY FRANK! Cuando Blaze lo vio, asintió y dijo:

—Eso es como un alias, ¿verdad?

George sonrió (no como sonrió a Hankie Melcher) y dijo:

—Sí, Blaze. Como un alias.

Algo en aquella sonrisa hizo que Blaze se relajase. No vio malicia ni mezquindad en ella. En aquel golpe solo estaban ellos dos, no había nadie que le diera a George con el codo en las costillas cuando Blaze decía alguna tontería, así que no se sentía un intruso. Blaze no estaba seguro de que George hubiera sonreído si hubiese habido alguien más con ellos. Probablemente habría dicho algo como: «Mantén la puta boca cerrada, mono de mierda». Blaze pensó que era la primera vez, desde la muerte de John Cheltzman, que le gustaba alguien.

George se había labrado su propio camino en la vida. Había nacido en el pabellón benéfico de un hospital católico de Providence llamado St. Joseph: de madre soltera y padre desconocido. Ella se resistió al consejo de las monjas de que entregara al niño en adopción, y en cambio lo usó como un palo con el que golpear a su familia. George creció en las afueras de la ciudad y realizó su primer golpe a los cuatro años. Su madre estaba a punto de darle una bofetada por haber derramado un tazón de Maypo. George le dijo que un hombre le había traído una carta y la había dejado en la entrada. Cuando la madre salió a buscarla, la dejó fuera del apartamento y bloqueó la salida de incendios. Más tarde la bofetada fue doble, pero nunca olvidó la excitación de saber que había ganado, al menos durante un rato. El resto de su vida estuvo persiguiendo esa sensación. Efímera, pero siempre dulce.

Era un muchacho brillante y resentido. La experiencia le había enseñado cosas que los perdedores como Hankie Melcher nunca aprenderían. Cuando solo tenía once años, George y tres viejos conocidos (él no tenía colegas) robaron un coche, se dieron una vuelta desde Providence hasta Central Falls, y los detuvieron. Al chico de quince años que iba al volante lo enviaron al reformatorio. A George y a los otros dos los dejaron en libertad condicional. George se ganó además una paliza monstruosa del chulo de cara gris con el que por entonces vivía su madre. Se llamaba Aidan O’Kellaher y tenía un grave problema de riñones, de ahí su nombre callejero de Pisser[31] Kelly. Pisser le golpeó hasta que la medio hermana de George gritó que lo dejara en paz.

—¿Tú también quieres un poco? —preguntó Pisser, y cuando Tansy meneó la cabeza, añadió—: Entonces cierra tu jodida boca de buzón.

George no volvió a robar un coche sin un buen motivo. Aquella vez bastó para saber que darse una vuelta en coche no traía nada provechoso. Aquel era un mundo sin diversión.

A los trece años pillaron a George y a un amigo robando en Woolworth’s. Libertad condicional otra vez. Y otra paliza. George no dejó de robar, pero perfeccionó su técnica y nunca más lo volvieron a atrapar.

Cuando cumplió diecisiete, Pisser le consiguió un trabajo llevando la contabilidad. En aquella época, Providence gozaba de una especie de reactivación económica que pasaba por la prosperidad de los exhaustos estados de Nueva Inglaterra. Las cuentas iban bien. Así era George. Se compró ropa buena. También comenzó a alterar las cuentas. Pisser pensaba que George era un muchacho atento y emprendedor; estaba ganando seiscientos cincuenta dólares semanales. A espaldas de su padrastro, George se agenciaba otros doscientos.

Entonces la Mafia llegó del norte a Atlantic City. Querían controlar los números. Algunos de los lugareños recibieron su carta de despido. A Pisser Kelly lo encontraron en un desguace de automóviles con la garganta degollada y las pelotas en la guantera de un viejo Chevrolet Biscayne.

Apartado de su medio de vida, George se marchó a Boston. Se llevó con él a su hermana de doce años. El padre de Tansy también era desconocido, pero George tenía sus sospechas; Pisser tenía el mismo mentón.

Durante los siete años siguientes, George perfeccionó algunos pequeños timos. También inventó otros. Su madre firmó con desgana un documento que lo convertía en el tutor legal de Tansy Rackley, y George matriculó a la putita en la escuela. Llegó un día en que la descubrió inyectándose heroína. Además, qué tiempos tan felices, la habían dejado preñada. Hankie Melcher estaba deseando casarse con ella. Al principio George estaba sorprendido, pero luego pasó. El mundo estaba lleno de estúpidos que se buscaban para demostrar lo listos que eran.

George acogió a Blaze porque este era un estúpido sin pretensiones. No era un estafador ni un colega ni un tipo con iniciativa. No se lanzaba a la piscina, y mucho menos solo. Blaze tenía pocas luces. Era una herramienta, y así lo usó George todos los años que estuvieron juntos. Pero nunca lo usó mal. Como a un buen carpintero, a George le encantaban las buenas herramientas, esas que funcionan perfectamente cada vez que las usas. Podía mostrar la espalda a Blaze. Podía irse a dormir a una habitación mientras Blaze estaba despierto y sabía que, cuando despertase, el botín seguiría debajo de la cama.

Blaze también calmaba la ira y el hambre interior de George. Y eso no era poca cosa. Llegó el día en que George comprendió que si decía «Blazer, tienes que saltar desde la azotea de aquel edificio porque así es como hacemos las cosas»… bueno, Blaze lo haría. En cierto modo, Blaze era el Cadillac que George nunca tuvo, poseía buenos amortiguadores cuando la carretera estaba llena de baches.

Cuando entraron en Hardy’s, Blaze fue directamente hacia la ropa de caballeros, de acuerdo con las instrucciones. No llevaba su cartera, sino un monedero barato de plástico con quince dólares y una identificación a nombre de David Billings, de Reading.

Mientras entraba en el establecimiento, metió la mano en el bolsillo trasero de sus pantalones, como para comprobar que la cartera seguía allí, y dejó tres cuartas partes de la cartera asomando. Cuando se inclinó a mirar unas camisas de una estantería baja, la cartera cayó al suelo.

Aquella era la parte más delicada de la operación. Blaze, medio vuelto, con un ojo en la cartera pero simulando estar mirando a otro lado. Para un observador casual, parecía ensimismado en las camisas Van HeIlsen de manga corta. George le había explicado el plan cuidadosamente. Si la cartera la veía un hombre honesto, perderían todas las apuestas y lo intentarían en Kmart. A veces había que realizar media docena de intentos para que el timo diera sus frutos.

—Vaya —dijo Blaze—. No sabía qué había tanta gente honesta.

—No la hay —dijo George con una sonrisa invernal—. Pero hay mucha gente que tiene miedo. Tú no le quites ojo a esa jodida cartera. Si alguien te la cuela, habrás perdido quince dólares y yo una identificación que vale mucho más.

Aquel día en Hardy’s habían tenido la suerte del principiante. Un hombre que vestía una camiseta con un caimán en el pecho entró en el pasillo, vio la cartera y miró a ambos lados para comprobar si alguien se acercaba. No había nadie. Solo Blaze, que examinaba una camisa tras otra y luego las mantenía frente a sí delante de un espejo. El corazón le latía al galope.

—Espera a que se la meta en el bolsillo —había dicho George—. Y entonces arma la de Dios es Cristo.

Con un pie, el hombre con la camiseta del caimán empujó la cartera hacia la estantería de chalecos que estaba mirando. Luego se metió la mano en el bolsillo, sacó las llaves de su coche y las dejó caer. Oops. Se agachó para recogerlas y se agenció la cartera al mismo tiempo. Metió ambas cosas en el bolsillo delantero de sus pantalones y comenzó a alejarse.

Blaze bramó como un toro.

—¡Ladrón! ¡Ladrón! ¡Sí, TÚ!

Los clientes se volvieron a mirar y estiraron el pescuezo. Los dependientes miraban alrededor. El jefe de sección vislumbró la fuente del problema y se acercó a ellos a toda prisa, pero se detuvo en la zona de la caja registradora para pulsar un botón marcado como especial.

El hombre con el caimán en el pecho se puso blanco… miró en derredor… sorprendido. Logró dar cuatro pasos antes de que Blaze lo cogiera por el cuello.

—Incrépalo pero no le pegues —había dicho George—. Grítale. Pero, pase lo que pase, no dejes que tire la cartera. Si te parece que intenta deshacerse de ella, dale con la rodilla en los huevos.

Blaze agarró al hombre por los hombros y lo sacudió como quien agita un frasco de jarabe. El hombre con la camiseta del caimán, quizá aficionado a Walt Whitman, soltó un bárbaro parloteo. Se le cayeron monedas de los bolsillos. Intentó meter la mano en el bolsillo de la cartera, justo como George había dicho que haría, y Blaze le golpeó en las pelotas, no demasiado fuerte. El hombre con la camisa del caimán gritó.

—¡Yo te enseñaré a robarme la cartera! —chilló Blaze a la cara del tipo. Estaba realmente metido en su papel—. ¡Te voy a matar!

—¡Que alguien me lo quite de encima! —gritó el otro—. ¡Quitádmelo de encima!

Uno de los dependientes de la sección de ropa de caballero metió la nariz en el asunto.

—¡Bueno, ya es suficiente!

George, que había estado examinando ropa al azar, se desabrochó la camisa, se la quitó sin esforzarse por que no lo vieran, y la metió debajo de una pila de Beefy Tees. De todos modos, nadie lo estaba mirando. Todos miraban a Blaze, que en ese momento le daba un fuerte tirón al hombre y le rasgaba la camisa del caimán a la altura del pecho.

—¡Ya basta! —exclamó el dependiente—. ¡Deténgase!

—¡Este hijo de puta tiene mi cartera! —gritó Blaze.

Una multitud de curiosos comenzó a acercarse. Querían ver si Blaze mataría al tipo al que tenía agarrado antes de que el jefe de sección, el guardia de seguridad o alguna otra persona con autoridad llegase.

George pulsó el botón de sin ventas de una de las dos cajas registradoras del departamento de ropa de caballero y comenzó a sacar el dinero. Llevaba unos pantalones bastante amplios, y había cosido una bolsa —una especie de riñonera oculta— en la parte interior delantera. Metió allí los billetes; se tomó su tiempo: primero los de diez y veinte —gracias a la suerte del principiante incluso había algunos de cincuenta—, luego los de cinco y al final los de uno.

—¡Suéltelo! —gritó el jefe de sección mientras avanzaba entre la multitud. El guardia de seguridad de Hardy’s le pisaba los talones—. ¡Es suficiente! ¡Deténgase!

El guardia de seguridad se interpuso entre Blaze y el hombre con la camisa rota del caimán.

—Deja de pelear cuando llegue el guardia —había dicho George—, pero que parezca que sigues queriendo matar al tipo.

—¡Regístrale los bolsillos! —gritó Blaze—. ¡Este hijo de puta me ha robado!

—Recogí una cartera del suelo —admitió el hombre-caimán— y estaba buscando al posible dueño cuando… cuando este bruto…

Blaze se abalanzó contra él. El hombre-caimán se encogió del susto. El guardia empujó a Blaze hacia atrás, pero a Blaze no le importó. Se estaba divirtiendo mucho.

—Tranquilo, grandullón. Cálmate, muchacho.

Mientras tanto, el jefe de sección le preguntó al hombre-caimán su nombre.

—Peter Hogan.

—Muéstreme lo que lleva en los bolsillos, señor Hogan.

—¡No pienso hacerlo!

—Hágalo o llamaré a la poli —dijo el agente de seguridad.

George se largó hacia la escalera mecánica. Parecía tan atento y perspicaz como el mejor empleado de Hardy’s que siempre fichaba a la hora.

Peter Hogan consideró la conveniencia de clamar por sus derechos, pero terminó cediendo y vació sus bolsillos. Cuando la multitud vio la barata cartera marrón, se oyó un «Ahhh».

—Esa es —dijo Blaze—. Es mía. Debe de habérmela quitado del bolsillo de atrás mientras miraba las camisas.

—¿Tiene alguna identificación dentro? —preguntó el guardia de seguridad al tiempo que la abría.

Durante un terrible instante Blaze se quedó en blanco. Entonces fue como si George estuviera justo ahí, a su lado. David Billings, Blaze.

—Claro, Dave Billings —dijo Blaze—. Yo.

—¿Llevaba efectivo?

—No mucho. Unos quince dólares más o menos.

El guardia miró al jefe de sección y asintió. La multitud soltó otro «Ahhh». El guardia le tendió la cartera a Blaze, quien se la metió en el bolsillo.

—Usted venga conmigo —dijo el guardia, agarrando a Hogan por el brazo.

—Dispérsense, amigos, esto ya se ha acabado —dijo el jefe de sección—. En Hardy’s hay montones de ofertas esta semana, y les insto a que las tengan en cuenta.

Blaze pensó que hablaba tan bien como un locutor de radio; no le sorprendía que tuviera un trabajo de tanta responsabilidad.

—¿Me acompaña, señor? —le dijo el jefe de sección.

—Claro. —Blaze miró a Hogan—. Solo permítame que coja la camisa que me había gustado.

—No se preocupe, esa camisa es un regalo de Hardy’s. Pero nos gustaría que se acercase brevemente a ver al señor Flaherty, en la tercera planta, habitación siete.

Blaze asintió y se volvió de nuevo hacia las camisas. El jefe de sección se alejó. A unos metros de distancia, uno de los dependientes estaba a punto de pulsar el botón de sin ventas de la caja registradora que George había vaciado.

—¡Eh, tú! —gritó Blaze, llamándolo con la mano.

El dependiente se acercó… pero no mucho.

—¿Puedo ayudarle, señor?

—¿Este establecimiento tiene restaurante?

El dependiente parecía aliviado.

—Primera planta.

—Gracias, tío —dijo Blaze.

Con el pulgar y el índice de la mano derecha hizo el gesto de una pistola, le lanzó al dependiente un disparo invisible y se fue hacia la escalera mecánica. El dependiente lo observó. Cuando regresó a la caja registradora, donde todos los compartimientos estaban vacíos, Blaze ya se encontraba en la calle. George lo esperaba en un oxidado Ford robado. Y así fue como escaparon.

Recaudaron trescientos cuarenta dólares. George lo dividió en dos partes iguales. Blaze estaba extasiado. Nunca había hecho un trabajo más sencillo. George era un maestro. Podrían hacer el mismo timo por toda la ciudad.

George llevaba todo aquello con la modestia de un mago de tercera que realiza sus trucos delante de los niños en una fiesta de cumpleaños. No le contó a Blaze que el truco se remontaba a sus días de estudiante, cuando dos colegas empezaban a pelearse delante del mostrador de una carnicería y, mientras el dueño intentaba separarlos, un tercero vaciaba la caja registradora. Tampoco le contó a Blaze que podrían detenerlos al tercer intento, si no al segundo. Él simplemente asentía, se encogía de hombros y disfrutaba del pasmo del grandullón. ¿Pasmo? Blaze estaba jodidamente impresionado.

Condujeron hasta Boston, se detuvieron en una tienda de licores y se llevaron dos botellas de Old Granddad. Más tarde fueron a la doble sesión del Constitution, en Washington Street, y vieron choques de automóviles y hombres con armas automáticas. Cuando salieron, a las diez de la noche, estaban como una cuba. Les habían robado los cuatro tapacubos del Ford. George, aun sabiendo que los tapacubos eran igual de mierdosos que el resto del coche, se volvió loco. Entonces se dio cuenta de que además habían rasgado con una llave la pegatina del parachoques en la que ponía vota demócrata y se echó a reír. Se sentó en la acera y siguió riéndose hasta que las lágrimas le recorrieron las cetrinas mejillas.

—Nos ha robado un amante de Reagan —dijo—. ¡Putas palabras!

—Quizá el tipo que ha estropeado la pegatina del parracoches no es el mismo que se ha llevado los tapacubos —dijo Blaze. Se sentó junto a George. La cabeza le daba vueltas, pero eran unas vueltas buenas. Vueltas agradables.

¡Parracoches! —gritó George. Se inclinó hacia delante como si le doliera el estómago, pero chillaba de la risa y daba palmadas en el suelo con los pies—. ¡Siempre supe que había una palabra para Barry Goldwater! ¡Jodido parracoches!

Entonces dejó de reírse. Miró a Blaze con ojos llorosos y solemnes y le dijo:

—Blazer, acabo de mearme encima.

Blaze se echó a reír. Rio hasta que cayó de espaldas en la acera. Nunca se había reído tan fuerte, ni siquiera con John Cheltzman.

Dos años más tarde empapelaron a George por usar cheques falsos. A Blaze volvió a sonreírle la suerte. Mientras la policía detenía a George en la entrada de un bar de Danvers, él estaba con gripe. Lo condenaron a tres años, una dura condena para ser su primer delito como falsificador, pero George era un conocido estafador y el juez un conocido pateador de culos. Incluso un parracoches. Al final, entre los indultos y la reducción de condena por buena conducta, cumplió veinte meses.

Antes de la sentencia, George habló con Blaze.

—Me voy a Walpole, grandullón. Por lo menos un año. Probablemente más.

—Pero tu abogado…

—El cabrón no podría defender al Papa contra un cargo de violación. Escucha: aléjate de Moochie’s.

—Pero Hank dijo que si me acercaba por allí, él podría…

—Y aléjate también de Hankie. Consigue un trabajo normal hasta que yo salga, así es como tú haces las cosas. No intentes dar ningún golpe tú solo. Eres demasiado bobo. Lo sabes, ¿verdad?

—Sí —dijo Blaze con una sonrisa que ocultaba sus ganas de llorar.

George se percató y le dio un puñetazo en el brazo.

—Estarás bien —le dijo.

Luego, mientras Blaze se marchaba, George lo llamó. Blaze se dio la vuelta. George hizo un ademán impaciente hacia su frente. Blaze asintió e inclinó la visera de la gorra hacia el lado de la buena suerte. Sonrió. Pero en su interior seguía llorando.

Intentó volver a su antiguo trabajo, pero le parecía una lata después de la vida con George. Lo dejó y se buscó algo mejor. Durante un tiempo trabajó de gorila en un local del Combat Zone, pero no servía para eso. Tenía un corazón demasiado blando.

Regresó a Maine, consiguió un trabajo en la producción de pasta de papel y esperó a que George saliera de la cárcel. Le gustaba hacer pasta de papel, y le encantaba transportar árboles de navidad desde el sur.

Le gustaba el aire fresco y los horizontes despejados de edificios altos. A veces la ciudad estaba bien, pero el bosque era más tranquilo. Había pájaros; a menudo podías ver ciervos vadeando un estanque y tu corazón se marchaba con ellos. Con certeza no echaría de menos el metro ni las mareas de gente apretujada. Pero cuando George le dejó una nota —«Salgo el viernes, espero verte»—, Blaze se puso manos a la obra y se marchó de nuevo al sur de Boston.

George había aprendido un buen surtido de nuevas estafas en Walpole. Las pusieron en práctica igual que una anciana prueba un automóvil nuevo. La que tuvo más éxito fue la estafa-marica. La muy jodida funcionó durante tres años como la seda, hasta que detuvieron a Blaze realizando lo que George llamaba «el golpe de Jesús».

George se llevó algo más de su estancia en la prisión: la idea de cometer un gran golpe y retirarse. Porque, como le dijo a Blaze, no podía pasarse los mejores años de su vida timando a homosexuales en bares donde todo el mundo iba vestido como en The Rocky Horror Picture Show, ni traficando con enciclopedias falsas, ni cometiendo el timo de la estampita. No, daría un gran golpe y se retiraría. Aquello se convirtió en su mantra.

Un profesor de instituto llamado John Burgess, encerrado por homicidio, había sugerido el secuestro.

—¡Tú deliras! —dijo George, horrorizado.

Estaban en el patio haciendo los ejercicios de las diez en punto: comerse un plátano y observar a algunos imbéciles jugar al fútbol a su alrededor.

—Tiene mala fama porque es el crimen que eligen los idiotas —dijo Burgess. Era un hombre delgaducho con calvicie incipiente—. Secuestrar a un bebé, eso es lo que te hace falta.

—Sí, como a Hauptmann —dijo George, y se agitó adelante y atrás como si estuviera electrocutándose.

—Hauptmann era un idiota. Demonios, Rasp, bien organizado, el secuestro de un bebé difícilmente puede salir mal. ¿Qué diría el niño cuando le preguntaran quién lo hizo? ¿Guu-guu ga-ga? —comenzó a reír.

—Sí, pero la presión es mucha —dijo George.

—Claro, claro, la presión. —Burgess sonrió y se tiró de la oreja. Él era un gran tirador de orejas—. Podría haber mucha presión. Los secuestros de bebés y los asesinatos de polis siempre conllevan mucha presión. ¿Sabes qué dijo Harry Traman sobre eso?

—No.

—Dijo: si no eres capaz de soportar la presión, lárgate de la cocina.

—No puedes recoger el rescate —dijo George—. Y si lo recoges, el dinero estará marcado. Eso está más claro que el agua.

Burgess levantó un dedo, como un profesor. Entonces hizo ese estúpido gesto: se tiró de la oreja, y estropeó la imagen.

—Estás dando por sentado que los polis estarán metidos en el asunto. Si logras asustar a la familia lo suficiente, accederán a hacer el intercambio en privado —hizo una pausa—. E incluso si el dinero estuviera marcado… ¿estás diciendo que no conoces a nadie que…?

—Quizá sí. Quizá no.

—Hay gente que compra dinero marcado. Para ellos solo se trata de otra inversión, como el oro o los bonos del Estado.

—Pero… recoger el botín… ¿qué pasa con eso?

Burgess se encogió de hombros y se inclinó sobre su oído.

—Muy fácil. Haz que lo lancen desde un avión.

Luego se levantó y se alejó.

A Blaze lo sentenciaron a cuatro años por el timo de Jesús. George le dijo que si mantenía el hocico limpio le parecería un suspiro. A lo sumo serían dos años, dijo, y dos años resultaron ser. Aquellos años no fueron muy diferentes a los que pasó encerrado después de darle una paliza a La Ley; solo que los compañeros de celda eran más viejos. No pasó ningún día incomunicado. Cuando se sentía como un saco de nervios durante las noches eternas o los interminables encierros en los que no disfrutaban de privilegios, escribía a George. Su ortografía era desastrosa, y sus cartas, largas. George a menudo no respondía, pero el tiempo que Blaze tardaba en componer su redacción, lo laborioso que le resultaba, llegó a convertirse en su calmante. Mientras escribía, se imaginaba a George detrás de él, leyendo por encima de su hombro.

—Lavantería de la prición —decía George—. ¡Putas palabras!

—¿En qué me he equivocado, George?

—L-a-v-a-n-d-e-r-í-a, lavandería. P-r-i-s-i-ó-n, prisión. Lavandería de la prisión.

—Oh, sí. Claro.

Su ortografía y puntuación mejoraron a pesar de que nunca pudo usar un diccionario.

En otra ocasión:

—Blaze, no estás aprovechando tu ración de cigarrillos.

Aquello fue durante la edad de oro, cuando las tabacaleras regalaban pequeños paquetes de muestra.

—Casi no fumo, George. Ya lo sabes. Se me acumulan.

—Escúchame, Blazer. El viernes los coges y el martes siguiente, cuando todos se maten por un cigarrillo, los vendes. Así es como hacemos las cosas.

Blaze comenzó a hacer eso. Le sorprendió la cantidad de gente que pagaba por un cigarrillo que ni siquiera te colocaba.

En otra ocasión:

—Hablas raro, George —dijo Blaze.

—Pues claro. Me han quitado cuatro jodidos dientes. Duele que te cagas.

La siguiente vez que le permitieron telefonear, Blaze lo llamó, pero no a cobro revertido sino alimentando el teléfono con las monedas que había reunido vendiendo cigarrillos en el mercado negro. Le preguntó cómo estaban sus dientes.

—¿Qué dientes? —dijo George con un gruñido—. Probablemente el puto dentista los lleva alrededor del cuello como un congoleño —hizo una pausa—. ¿Cómo sabes que me los han quitado? ¿Te lo ha dicho alguien?

De pronto, Blaze sintió que estaban a punto de descubrirlo haciendo algo vergonzoso, como meneársela en una capilla.

—Sí —dijo—. Alguien me lo dijo.

Cuando Blaze salió de la cárcel se dirigieron al sur, hasta la ciudad de Nueva York, pero a ninguno de los dos le gustó. A George le robaron la cartera, lo que tomó como una afrenta personal. Se desplazaron a Florida y pasaron un miserable mes en Tampa, sin blanca e incapaces de cometer un golpe. Volvieron al norte, no a Boston sino a Portland. George dijo que quería veranear en Maine y fingir que era un jodido rico republicano.

No mucho después de que llegasen, George leyó en el periódico una noticia sobre los Gerard: lo ricos que eran, cómo el más joven de los Gerard acababa de casarse con una guapa latina de mierda. La idea del secuestro de Burgess resurgió en su cabeza: el último gran golpe. Pero no había ningún bebé a la vista, todavía no, así que regresaron a Boston.

Boston en invierno, Portland en verano llegó a convertirse en la rutina de los dos años siguientes. A principios de junio, conducían hacia el norte en algún trasto viejo con lo que les quedaba de las ganancias del invierno que llevaban escondidas en la rueda de repuesto: el primer año, setecientos dólares; el segundo, doscientos. En Portland daban un golpe si el golpe se presentaba por sí mismo. En caso contrario, Blaze se dedicaba a pescar y a veces preparaba alguna trampa en el bosque. Fueron un par de veranos felices para él. George tomaba el sol tumbado en el suelo e intentaba broncearse (en vano, solo se quemaba), leía los periódicos, ahuyentaba a los tábanos, y apoyaba a Ronald Reagan (a quien llamaba el Viejo Papi Elvis Blanco) hasta la muerte.

Entonces, el 4 de julio del segundo verano en Maine, se enteró de que Joe Gerard III y su esposa armenia habían sido padres.

Blaze estaba jugando al solitario en el porche de la cabaña y escuchando la radio. George la apagó.

—Escucha, Blazer —dijo—. Tengo una idea.

Tres meses más tarde estaba muerto.

Habían ido regularmente a jugar a los dados, y nunca había habido ningún problema. Era un juego a la vista. Blaze no jugaba, pero a menudo acompañaba a George, que tenía bastante buena suerte.

Aquella noche de octubre, George hizo seis buenas tiradas. El hombre arrodillado frente a él, al otro lado del tapete, apostaba siempre en su contra. Y ya había perdido cuarenta dólares. La partida se desarrollaba en un almacén, cerca de los muelles, que olía a pescado podrido, cereal fermentado, sal, gasolina. Cuando el lugar estaba en calma, podías oír el tac tac tac de las gaviotas caminando por el tejado. El hombre que había perdido cuarenta dólares se llamaba Ryder. Decía que era medio indio penobscot, y lo parecía.

Cuando George recogió los dados por séptima vez en lugar de pasar el turno, Ryder puso veinte dólares más sobre el montón.

—Vamos, dados —balbució George. Le brillaba la cara. Llevaba la gorra inclinada hacia la izquierda—. Vamos dados, vamos, vamos, vamos.

Los dados cayeron sobre la manta y sumaron once puntos.

—¡Siete de una vez! —gritó George—. Ve recogiendo el botín, Blazecito, papá va a por el número ocho. ¡Ocho y me como un bizcocho!

—Has hecho trampa —dijo Ryder. Su voz era suave y distante.

George se quedó petrificado antes de recoger los dados.

—¿Qué?

—Trucaste los dados.

—Vamos, Ryde —dijo alguien—. Él no…

—Dame mi dinero —dijo Ryde. Extendió el brazo sobre el tapete.

—Lo que te voy a dar es un brazo roto si no dejas de decir gilipolleces —dijo George—. Eso es lo que te voy a dar, corazón.

—Dame mi dinero —repitió Ryder, aún con el brazo extendido.

Siguió uno de esos instantes en silencio y Blaze oyó a las gaviotas en el tejado: tac tac tac.

—Que te follen —dijo George, y le apartó el brazo con una palmada.

Entonces todo ocurrió muy rápido, como esas cosas ocurren siempre. La rapidez es lo que hace que la mente se tambalee o reaccione. Ryder metió la mano en el bolsillo de sus vaqueros como un relámpago, y cuando la sacó agarraba una navaja. Ryder pulsó el botón del mango de imitación de marfil y los hombres alrededor del tapete dieron un paso atrás.

—¡Blaze! —gritó George.

Blaze se abalanzó por encima del tapete, hacia Ryder, pero este ya había tomado impulso sobre sus rodillas y había clavado la navaja en el estómago de George. Soltó un alarido. Blaze agarró a Ryder y le machacó la cabeza contra el suelo. Sonó como el crujido de una rama al quebrarse.

George se puso en pie. Miró el puño de la navaja; sobresalía por su camisa. Lo agarró, intentó sacarla e hizo una mueca.

—Joder —dijo—. Oh, joder.

Luego se desplomó.

Blaze oyó un portazo. Oyó pisadas huecas de pies que corrían.

—Sácame de aquí —dijo George. Su camisa amarilla se teñía de rojo alrededor del mango de la navaja—. Recoge el botín… ¡Oh! ¡Jesús, cómo duele!

Blaze amontonó los billetes arrugados. Se los metió en los bolsillos con dedos insensibles. George gemía como un perro en un día caluroso.

—George, déjame que te quite…

—No, ¿estás loco? Me está sosteniendo las tripas. Llévame en brazos, Blaze. ¡Oh, maldito Jesús!

Blaze levantó a George en brazos y este volvió a gritar. La sangre se derramó sobre el tapete y el brillante pelo de Ryder. Debajo de la camisa, el estómago de George estaba tan duro como una mesa. Blaze cargó con él por el almacén y salió al exterior.

—No —dijo George—. Te has olvidado el pan. Nunca te olvides el puto pan.

Blaze pensaba que George se refería al dinero y le dijo que lo tenía, pero George volvió a hablar:

—Y el salami. —Su respiración empezó a acelerarse—. Tengo ese libro, ya sabes.

—¡George!

—Ese libro con la fotografía de…

Pero entonces George se atragantó con su propia sangre. Blaze le dio la vuelta y le palmeó la espalda. Cuando volvió a girarlo, George ya estaba muerto.

Blaze lo posó en las tablas que había fuera del almacén. Se alejó. Luego regresó y le cerró los ojos. Se alejó por segunda vez. Luego regresó una vez más y se arrodilló.

—¿George?

No hubo respuesta.

—¿Estás muerto, George?

No hubo respuesta.

Blaze corrió hacia el coche, se metió dentro y se sentó al volante. El coche chirrió al avanzar y dejó una marca de neumáticos a lo largo de cinco metros.

—Cálmate —dijo George desde el asiento trasero.

—¿George?

—¡Cálmate, maldita sea!

Blaze se tranquilizó.

—¡George! ¡Pasa adelante! ¡Pasa por encima! Espera, me pararé a un lado.

—No —dijo George—. Me gusta ir aquí atrás.

—¿George?

—¿Qué?

—¿Qué vamos a hacer ahora?

—Secuestrar al niño —dijo George—. Como habíamos planeado.

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