Blaze

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Capítulo 18

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El verano siguiente a su aventura en Boston, Blaze y Johnny Cheltzman se marcharon a recolectar arándanos con otros chicos de Hetton House. El hombre que los contrató, Harry Bluenote, era honrado. No en el sentido de desprecio en el que más tarde Blaze oiría a George usar esa palabra, sino en la mejor tradición de lord Baden-Powell[29]. Poseía cincuenta acres de tierra excelente para cultivar arándanos en West Harlow, y los quemaba cada dos primaveras. En julio contrataba a unas dos docenas de jóvenes inadaptados para la recolecta. Lo único que le interesaba era el escaso beneficio que un pequeño granjero podía obtener de la venta de su cosecha. Podría haber contratado a chicos de HH y a chicas problemáticas del Wiscassett Home y pagarles tres centavos el kilo; ellos lo habrían aceptado y se sentirían afortunados por poder estar al aire libre. En cambio, él les pagaba los razonables siete centavos que pedían y recibían los chicos locales. El dinero del autobús hacia y desde los campos también salía de su bolsillo.

Era un viejo yanqui alto y delgaducho, con profundas arrugas y ojos claros. Si lo mirabas a los ojos demasiado tiempo, terminabas convencido de que estaba loco. No formaba parte del Grange ni de ninguna otra asociación de granjeros. En cualquier caso, no le habrían admitido. No a un hombre que empleaba a criminales para recoger su cosecha. Y eran criminales, maldita sea, ya fueran dieciséis o sesenta y uno. Llegaban a un pueblecito decente y sus dignos habitantes necesitaban asegurar sus puertas. Debían tener cuidado con esos extraños adolescentes que merodeaban por las calles. Chicos y chicas. Júntalos —chicos criminales y chicas criminales— y el resultado no será mucho mejor que Sodoma y Gomorra. Todo el mundo lo decía. Aquello estaba mal. Sobre todo cuando uno estaba intentando sacar adelante a sus propios hijos.

La temporada abarcaba desde la segunda semana de julio hasta la tercera o cuarta de agosto. Bluenote había construido diez cabinas a orillas del río Royal, que serpenteaba por el centro de su propiedad. Destinó seis cabinas para los chicos y cuatro para las chicas, estas a cierta distancia de aquellas. Debido a su característica posición en el río, denominaron a las cabañas de los chicos Cabañas Rifle y las de las chicas, Cabañas Inclinadas. Uno de los hijos de Bluenote —Douglas— se instalaba con los chicos. Además, en junio Bluenote buscaba una mujer para que se instalase en las Cabañas Inclinadas e hiciera el doble papel de «madre de campamento» y cocinera. Le pagaba bastante bien, y aquello también salía de su bolsillo.

Un año, todo aquel escandaloso asunto salió a la luz en el concejo municipal cuando la coalición Southwest Bend intentó forzar una reevaluación de los impuestos que debía pagar la finca de Bluenote. El propósito era acortar sus márgenes de beneficio lo bastante para hacer imposible su programa izquierdista de bienestar social.

Bluenote no dijo nada hasta que la discusión finalizó. Su hijo Dougie y dos o tres amigos de la ciudad estuvieron a su lado. Entonces, justo antes de que el señor Moderador diera por concluida la discusión con su martillo, se levantó y pidió la palabra. Se le concedió. A regañadientes.

—Ni uno solo de vosotros ha perdido nada durante la época de recolecta —dijo—. Nunca han robado ningún coche ni se han metido en ninguna casa ni han incendiado ningún granero. Nada más allá que el robo de una cuchara. Cuanto pretendo es mostrarles a esos niños lo que te proporciona llevar una buena vida. Lo que hagan después depende de ellos. ¿Ninguno de vosotros se ha quedado alguna vez atascado en el barro y ha necesitado un empujón? No os preguntaré cómo podéis actuar así y seguir llamándoos cristianos, porque alguno de vosotros tendría alguna especie de respuesta sacada de lo que yo llamo la Santa Biblia Joe-Hazlo-A-Mi-Manera. ¡Por los cuervos de Cristo! ¿Cómo podéis leer la parábola del Buen Samaritano el domingo y decir cosas como estas el lunes por la noche?

Entonces, Beatrice McCafferty explotó. Tirando de sí misma hacia arriba, se levantó de su silla plegable (que soltó un crujido de agradecimiento) y, sin esperar siquiera una señal de asentimiento por parte del señor Moderador, vociferó:

—¡Está bien! ¡Vamos allá! ¡Depravado! ¿Pretendes quedarte ahí de pie, Harry Bluenote, y decirnos que nunca ha habido nada entre los chicos y las chicas de ese montón de cabañas? —Miró alrededor, inexorable como una pala—. Me pregunto si el señor Bluenote nació ayer. Me pregunto qué cree que ocurre a mitad de la noche, si no hay robos ni incendios de graneros.

Harry Bluenote no se sentó. Permaneció en pie al otro lado de la sala de reuniones, con los pulgares en los tirantes. Su rostro tenía el polvoriento color rojizo de cualquier granjero. Parecía entornar sus peculiares ojos claros con regodeo. O quizá no. Cuando estuvo seguro de que Beatrice McCafferty había terminado, de que había dicho la suya, Bluenote habló calmada pero rotundamente.

—Nunca los he espiado, Beatrice, pero tengo la seguridad de que no ha habido violaciones.

Y con aquello el tema quedó «aplazado para un próximo debate». Expresión educada para designar el purgatorio en el norte de Nueva Inglaterra.

Al principio, John Cheltzman y los otros chicos de Hetton House estaban entusiasmados con la idea del viaje, pero Blaze tenía sus dudas. Cuando se trataba de «trabajar fuera», recordaba demasiado bien su etapa con los Bowie.

Toe-Jam no paraba de hablar de encontrar una chica «para perder el sentido». Blaze no creía que tuviesen mucho tiempo para preocuparse por esas cosas. Él aún pensaba en Marjorie Thurlow, pero ¿qué sentido tenía pensar en otras chicas? A ellas les gustaban los chicos duros, tipos que podrían tomarles el pelo, como hacían los de las películas.

Además, las chicas le asustaban. Meneársela en uno de los baños de HH con la copia del Girl Digest que Toe-Jam guardaba como oro en paño le hacía bien. Conseguía que se sintiese bien cuando estaba mal. Según lo que había oído decir a los demás chicos, la sensación de meneártela y meterla era prácticamente la misma, y había algo a favor de meneártela: podías hacerlo cuatro o cinco veces al día.

A la edad de quince años, Blaze estaba terminando de crecer. Ya alcanzaba el metro noventa de altura, y la cuerda que un día John le extendió de un hombro al otro medía setenta centímetros. Tenía el pelo castaño, grueso, espeso y aceitoso. Sus manos abiertas, desde el pulgar hasta el meñique, eran ladrillos de treinta centímetros. Sus ojos eran de color verde botella, brillantes y llamativos; no eran en absoluto los ojos de un bobo. Los demás chicos parecían pigmeos a su lado; sin embargo, le gastaban bromas con facilidad, con insolente franqueza. Habían aceptado a John Cheltzman —ahora lo llamaban JC o Jeepers Cripe— como el tótem de Blaze, y después de su aventura en Boston pasaron a ser considerados héroes en el círculo de Hetton House. Blaze había alcanzado un estatus aún más especial. Cualquiera que haya visto a niños con un San Bernardo sabrá de qué se trataba.

Cuando llegaron a la finca de Bluenote, Dougie Bluenote los esperaba para acompañarles a sus cabañas. Les dijo que aquel verano compartirían las Cabañas Rifle con media docena de chicos del correccional de South Portland. No abrieron la boca ante esta noticia. Los chicos de South Portland tenían fama de ser unos tocacojones de cuidado.

A Blaze, John y Toe-Jam les asignaron la cabaña 3. John había adelgazado desde el viaje a la ciudad de las alubias. El doctor de Hetton House (un matasanos fumador de Camel llamado Donald Hough) había diagnosticado la fiebre reumática como un caso de gripe aguda. Ese diagnóstico mataría a John, pero eso sería un año más tarde.

—Esta es vuestra cabaña —señaló Doug Bluenote. Tenía la misma cara de granjero que su padre, pero no sus extraños ojos claros—. Muchos otros chicos la han usado antes que vosotros. Si os gusta, cuidadla para que otros la usen después. Hay una estufa por si refresca por la noche, pero probablemente no hará frío. Hay cuatro camas, así que podéis elegir. Si llega otro compañero, ocupará la que quede libre. Tenéis un hornillo para los panecillos y el café. Lo último que haréis antes de salir cada mañana es desenchufarlo. Hay ceniceros. Para las colillas. No las tiréis al suelo. Ni al patio. No se puede beber alcohol ni jugar al póquer. Si mi padre o yo os pillamos bebiendo alcohol o jugando al póquer, se acabó. No habrá segundas oportunidades. El desayuno es a las seis, en la casa grande. Almorzaréis a mediodía, por allí —dirigió el brazo hacia los campos de arándanos—. La cena es a las seis, en la casa grande. Empezaréis a recolectar mañana a las siete. Que tengan un buen día, caballeros.

Cuando se marchó, fisgonearon un poco. No era un mal sitio. La estufa era una vieja Invincible con un horno holandés. Todas las camas estaban en el suelo; por primera vez en muchos años no tendrían que dormir amontonados como monedas en una ranura. Aparte de la cocina y las dos habitaciones, había una amplia sala común. En ella había una librería hecha con una caja naranja de los supermercados Pomona. Contenía la Biblia, un manual sexual para jóvenes, Ten Nights in a Barroom y Lo que el viento se llevó. Había una alfombra desteñida en el suelo. El suelo estaba formado por tablas sueltas, muy diferente a las baldosas y la madera barnizada de HH. Aquellas tablas retumbaban cuando caminabas por ellas.

Mientras los otros hacían la cama, Blaze salió al porche para contemplar el río. Y ahí estaba el río. Corría a lo largo de una suave pendiente, y un poco más arriba Blaze podía oír el estruendo de unos rápidos. Árboles de troncos nudosos, robles y sauces, se inclinaban sobre el agua como si observaran su reflejo. Libélulas y caballitos del diablo y mosquitos volaban sobre la superficie. A lo lejos, en la distancia, se oía el áspero zumbido de una cigarra.

Blaze sintió que algo se aflojaba en su interior.

Se sentó en el primer escalón del porche. Al poco John salió y se sentó a su lado.

—¿Dónde está Toe? —preguntó Blaze.

—Leyendo el libro de sexo. Está buscando fotografías.

—¿Ha encontrado alguna?

—Todavía no.

Permanecieron sentados un rato.

—¿Blaze?

—¿Sí?

—Esto no está tan mal, ¿verdad?

—No.

Pero él aún recordaba a los Bowie.

A las cinco y media de la tarde salieron hacia la casa grande. El camino seguía el curso del río y pronto se encontraron con las Cabañas Inclinadas, donde se agrupaban media docena de chicas. Los chicos de HH y los tocacojones de South Portland siguieron andando como si todos los días estuviesen rodeados de chicas (chicas con pechos). Las chicas se les unieron; algunas se pintaban los labios mientras charlaban entre ellas, como si estar rodeadas de chicos (chicos con sombra en la barba) fuera tan normal como aplastar moscas. Una o dos llevaban medias; las otras, calcetines de colegialas, doblados todos exactamente de la misma forma en las pantorrillas. Tenían manchurrones de maquillaje, en algunos casos del grosor del azúcar de una magdalena. Una chica, muy envidiada por las demás, lucía sombra de ojos verde. Todas dominaban el arte del contoneo de caderas al caminar; más tarde John Cheltzman lo llamó el «pavoneo de la prostituta».

Uno de los tocacojones de South Portland carraspeó y escupió. Luego arrancó una ramita de alfalfa para hurgarse los dientes. Los demás chicos consideraron aquello concienzudamente e intentaron pensar en algo —lo que fuese— que pudiesen hacer para demostrar su indiferencia hacia el sexo opuesto. La mayoría de ellos se decantaron por carraspear y escupir. Los más originales optaron por meterse las manos en los bolsillos de atrás. Otros hicieron ambas cosas.

Los chicos de South Portland probablemente tenían ventaja sobre los chicos de Hetton; en cuestión de chicas, la oferta era mucho mayor en la ciudad. Las madres de los chicos de South Portland tal vez habían sido alcohólicas, drogadictas y amantes de diez dólares; sus hermanas, dulces pajilleras de dos dólares; pero los tocacojones, en la mayoría de los casos, comprendían el concepto esencial «chicas».

Los chicos de HH vivían casi exclusivamente en una sociedad masculina. Su educación sexual consistía en conferencias organizadas por el clero local. La mayoría de aquellos predicadores del campo informaron a los chicos de que la masturbación te volvía loco y que los riesgos de las relaciones sexuales incluían la infección del pene, que se pondría negro y se pudriría. También contaban con las ocasionales revistas guarras de Toe-Jam (el Girl Digest fue la mejor y la última). Las ideas para conversar con las chicas las sacaron de las películas. Sobre las relaciones sexuales no tenían ni idea, porque —como apuntó tristemente Toe— solamente enseñaban sexo en las películas francesas. La única película francesa que habían visto en su vida era French Connection: contra el imperio de la droga.

Así pues, durante el paseo desde las Cabañas Inclinadas hasta la casa grande reinó un tenso (pero no antagonista) silencio. Si no hubiesen estado tan absortos en hacer frente a su nueva situación, tal vez se habrían dado cuenta de la expresión de Dougie Bluenote, que estaba haciendo grandes esfuerzos por mantenerse serio.

Harry Bluenote estaba apoyado contra la puerta del comedor cuando ellos llegaron. Chicos y chicas miraban boquiabiertos los cuadros de la pared (Currier & Ivés, N. C. Wyeth), el suave y antiguo mobiliario, la larga mesa para comer con espera tu turno tallado en uno de los bancos y llega hambriento, vete saciado en el otro. La mayoría de ellos miraba el gran retrato al óleo de la pared este. Se trataba de Marian Bluenote, la difunta esposa de Harry.

Podrían haberse considerado a sí mismos duros —en cierto modo lo eran— pero solo eran niños afrontando su sexualidad. Instintivamente formaron en fila, como lo habían hecho toda la vida. Bluenote les dejó hacer. Luego estrechó la mano de todos y todas. Le dedicó un gesto cortés a cada chica, sin intención de delatar a las que parecían muñecas Kewpie.

Blaze fue el último. Le sacaba quince centímetros a Bluenote, pero movía nervioso los pies y tenía la mirada fija en el suelo; deseaba estar de regreso en HH. Era demasiado difícil. Era asqueroso. Tenía la lengua aplastada en el paladar. Extendió la mano sin mirar.

Bluenote se la estrechó.

—Cristo, eres muy grande. No estás hecho para recoger arándanos.

Blaze lo miró con cara de bobo.

—¿Quieres conducir la camioneta?

Blaze tragó saliva. Se sentía como si algo se le hubiera quedado atascado en la garganta.

—No sé conducir, señor.

—Yo te enseñaré —dijo Bluenote—. No es difícil. Vamos, entra y siéntate a cenar.

Blaze entró. La mesa era de caoba. Relucía como una piscina. Los asientos fueron ocupándose aquí y allí a ambos lados. Sobre ellos brillaba una lámpara de araña como las de las películas. Blaze se sentó; sintió frío y calor. El tener a una chica a su izquierda empeoraba su confusión. Cada vez que miraba hacia ese lado, sus ojos se posaban en sus pechos. Intentó evitarlo pero no pudo. Estaban… ahí mismo. Ocupando un espacio en el mundo.

Bluenote y la madre de campamento sacaron la comida. Había estofado de ternera y un pavo entero. Había un cuenco enorme de madera repleto de ensalada y tres tipos de aliño. Había una bandeja de frijoles, otra de guisantes, otra de rodajas de zanahoria. Había una cazuela de barro llena de puré de patatas.

Cuando toda la comida estuvo en la mesa y todos estuvieron sentados detrás de sus relucientes platos, el silencio cayó como una roca. Chicos y chicas estaban alucinados ante semejante festín. En alguna parte rugió un estómago. Sonó como un camión cruzando un puente de madera.

—Bien —dijo Bluenote. Estaba sentado en el extremo de la mesa; la madre de campamento se hallaba a su izquierda. Su hijo se sentaba al otro lado—. Vamos a bendecir la mesa.

Inclinaron la cabeza y aguardaron el sermón.

—Señor —dijo Bluenote—, bendice a estos chicos y chicas. Y bendice los alimentos que vamos a tomar. Amén.

Se miraron atónitos, intentando saber si se trataba de una broma. O de un truco. «Amén» significaba que podías comer, pero si así era, acababan de oír la bendición más corta de la historia de la humanidad.

—Pásame el estofado —dijo Bluenote.

La recolección de aquel verano pasó como un suspiro.

A la mañana siguiente, después del desayuno, Bluenote y su hijo llegaron a la casa grande en dos camionetas Ford. Chicos y chicas montaron en la parte de atrás y los llevaron al primer campo de arándanos. Aquella mañana las chicas vestían pantalones. Tenían la cara hinchada por el sueño y la mayoría no se había puesto maquillaje. Parecían más jóvenes.

Las conversaciones empezaron. Torpes al principio, más naturales luego. Cuando la camioneta topaba con un bache, todos reían. No hubo una presentación formal. Sally Ann Robichaux tenía un paquete de Winston y lo compartió con ellos; incluso Blaze, sentado al final, cogió un cigarro. Uno de los tocacojones de South Portland empezó una amena discusión sobre libros con Toe-Jam. Resultó que ese compañero, Brian Wick, había llegado a la granja de Bluenote con un libro de bolsillo llamado Fizzy. Toe admitió haber oído buenos comentarios sobre Fizzy, y los dos llegaron a un acuerdo de venta. Las chicas hacían caso omiso, y los miraban indulgentes.

Llegaron. Los pequeños arbustos estaban cargados de arándanos. Harry y Douglas Bluenote abrieron la puerta trasera de las camionetas y todos se apearon de un salto. El terreno estaba dividido en pasillos por largas tiras de tela blanca que ondeaban enganchadas en estacas bajas. Otra camioneta más vieja y grande se detuvo a su lado. Esta tenía la parte de atrás cubierta con una lona. La conducía un hombre bajo y negro llamado Sonny. Blaze nunca le oyó decir ni una sola palabra.

Los Bluenote entregaron a sus empleados pequeños y manejables rastrillos para recoger los arándanos. Al único al que no le dieron uno fue a Blaze.

—El rastrillo está diseñado para coger arándanos —dijo Bluenote.

Detrás de él, Sonny sacó una caña de pescar y se alejó de la camioneta. Se encasquetó un sombrero de paja y cruzó el campo hacia una hilera de árboles. No volvió la vista atrás.

—Pero —Bluenote alzó un dedo—, como es un invento del hombre, no es perfecto; también se lleva hojas y ramitas. No permitáis que eso os preocupe ni os retrase. Lo separaremos más tarde, en el granero. Y lo haréis vosotros, así que no penséis que estamos recortando vuestras ganancias. ¿Entendéis?

Brian y Toe-Jam, que al final del día serían amigos inseparables, estaban de pie, uno al lado del otro, con los brazos cruzados. Ambos asintieron.

—Bien, ya lo sabéis —siguió Bluenote; sus extraños ojos claros resplandecían—. Yo saco veintiséis céntimos por kilo. Vosotros os quedáis con siete céntimos. Podéis pensar que estoy ganando a vuestra costa diecinueve céntimos por kilo, pero no es así. Después de todos los gastos, me quedan diez céntimos por kilo. Tres más que a vosotros. A esos tres céntimos se le llama capitalismo. Mi terreno, mi beneficio, vosotros os quedáis con una parte. —Luego repitió—: Bien, ya lo sabéis. ¿Alguna objeción?

No las hubo. Parecían hipnotizados por el cálido brillo del sol matinal.

—De acuerdo. Necesito un conductor; serás tú, compañero. Y necesito un contable. Tú, chico. ¿Cómo te llamas?

—Eh… John. John Cheltzman.

—Acércate.

Ayudó a Johnny a subir a la parte de atrás de la camioneta de la lona y le explicó qué tenía que hacer. Había un montón de cubos de acero. Debía contarlos y entregar un cubo a todo aquel que pidiera uno. Cada cubo vacío tenía una tira blanca pegada en el lateral. Johnny debía escribir el nombre del recolector que devolvía el cubo lleno. Los cubos llenos se ponían en una parte de la camioneta preparada para evitar que volcasen mientras la camioneta estaba en movimiento. También había un viejo y polvoriento pizarrón para llevar el recuento total.

—De acuerdo, hijo —dijo Bluenote—. Ponlos en fila y entrégales los cubos.

John se ruborizó, carraspeó y les pidió en un susurro que se pusieran en fila. Por favor. Parecía como si contase con que los demás le abuchearían. En cambio, formaron una fila. Algunas chicas llevaban un pañuelo en la cabeza o masticaban chicle. John fue haciendo entrega de los cubos y escribiendo los nombres en la etiqueta de identificación con grandes letras mayúsculas. Chicos y chicas eligieron su pasillo y el día de trabajo empezó.

Blaze, de pie al lado de la camioneta, esperaba. Una intensa sensación de entusiasmo le embargaba. Conducir era una de sus ilusiones desde hacía años. Era como si Bluenote hubiera leído el idioma secreto de su corazón.

Bluenote se le acercó.

—¿Cómo te llaman los chicos, hijo? Aparte de compañero.

—A veces, Blaze. A veces, Clay.

—Vale, Blaze, empecemos. —Bluenote lo acompañó a la cabina de la camioneta y se sentó al volante—. Este es un International Harvester de tres velocidades. Eso significa que tiene tres marchas hacia delante y una hacia atrás. Esto que sobresale del suelo es la palanca de cambios. ¿Lo ves?

Blaze asintió.

—El pedal del pie izquierdo es el embrague. ¿Lo ves?

Blaze asintió.

—Cuando quieras cambiar de marcha, písalo. Cuando hayas colocado la palanca de cambios donde tú quieres, suelta el embrague. Si lo sueltas demasiado despacio, perderás velocidad. Si lo haces demasiado rápido, dará una sacudida, los cubos de arándanos podrían volcar y estarías dándole una patada en el trasero a las ganancias de tus amigos. ¿Comprendes?

Blaze asintió. Los chicos y las chicas ya habían avanzado algo en sus primeros pasillos. Douglas Bluenote pasaba de uno a otro y les enseñaba el mejor modo de utilizar el rastrillo y evitar que les saliesen ampollas. También les mostró un pequeño giro de muñeca con el que apartar la mayoría de las hojas y ramitas.

El viejo Bluenote carraspeó y escupió.

—No te asustes con las marchas. Para empezar, solo tienes que prestarle atención a la marcha atrás y la reducción. Ahora, mira aquí y te enseñaré ambas cosas.

Blaze observó. Le había llevado años cogerle el truco a las sumas y las restas (y arrastrar cifras había sido un misterio para él hasta que John le dijo que pensara que arrastraba cubos de agua), sin embargo, aprendió los principios básicos de la conducción en una mañana. La camioneta solo se le caló dos veces. Bluenote le dijo más tarde a su hijo que nunca había visto a nadie que aprendiera tan rápidamente el delicado equilibrio entre el embrague y el acelerador. A Blaze, en cambio, le dijo:

—Lo estás haciendo bien. No te acerques a los arbustos.

Blaze hizo mucho más que conducir. Acarreaba los cubos de todo el mundo, los subía a la parte de atrás de la camioneta, se los alcanzaba a John, y se los devolvía vacíos a los recolectores.

Se pasó el día con una invariable sonrisa en la cara. Su felicidad era un germen que contagiaba a todos.

El retumbar de un trueno los interrumpió a las tres en punto. Todos se amontonaron en la parte de atrás de la camioneta grande, haciendo caso de la advertencia de Bluenote de que tuvieran mucho cuidado al sentarse.

—Yo conduciré de vuelta —dijo Bluenote al tiempo que subía a la cabina. Miró la expresión de Blaze y sonrió—. Date tiempo, compañero…, digo, Blaze.

—Vale. ¿Dónde está ese hombre, Sonny?

—Cocinando —dijo Bluenote. Pisó el embrague y puso primera—. Si tenemos suerte, cenaremos pescado fresco; si no, repetiremos estofado. ¿Quieres acompañarme a la ciudad después de cenar?

Blaze asintió; se sentía demasiado abrumado para hablar.

Esa noche aguardó en silencio junto a Douglas mientras Harry Bluenote negociaba el precio con el comprador de Federal Food, Inc., y cobraba. Douglas condujo de vuelta a casa una de las furgonetas Ford de la granja. Ninguno de los tres habló. Estoy yendo a alguna parte, pensó Blaze mientras observaba la carretera deslizarse bajo la luz de los faros. Estoy en alguna parte, pensó después. El primer pensamiento lo hizo feliz. El segundo intensificó tanto esa felicidad que sintió que se echaría a llorar.

Pasaron los días, luego las semanas, y había ritmo en todo aquello. Levantarse temprano. Desayuno copioso. Trabajar hasta mediodía. Abundante almuerzo en el campo (Blaze había llegado a comer cuatro bocadillos, y nadie le había dicho nada). Trabajar hasta que un trueno a media tarde pusiera fin a la jornada o Sonny tocara la campana de bronce que anunciaba la hora de la cena, un tañido que atravesaba el fugaz y caluroso día como si estuviesen en un sueño vivido.

Bluenote ya dejaba que Blaze condujera desde y hasta los campos por las carreteras secundarias. Conducía con creciente soltura, hasta que se convirtió en algo parecido a un genio. Nunca volcó ni un solo cubo en la parte de atrás. A menudo, después de cenar, acompañaba a Harry y a Douglas a Portland y observaba a Harry hacer negocios con varias empresas de alimentación.

Julio se fue adondequiera que los meses se marchasen. Luego transcurrió la mitad de agosto. Pronto terminaría el verano. Pensar en eso le ponía triste. Muy pronto volverían a Hetton House. Luego llegaría el invierno. Blaze no soportaba la idea de pasar otro invierno en Hetton.

No imaginaba lo mucho que a Harry Bluenote le agradaba. Aquel muchachote era pacífico por naturaleza y la temporada de recogida jamás había sido tan armoniosa. Solo había habido una pelea a puñetazos. Normalmente había media docena. Un chico llamado Henry Gillette acusó a uno de los chicos de South Portland de hacer trampas jugando al black-jack (técnicamente no era póquer). Blaze se limitó a agarrarlo del pescuezo y apartarlo a un lado. Luego lo instó a que devolviera el dinero a Gillette.

Entonces, durante la tercera semana de agosto, puso la guinda al pastel.

Blaze perdió su virginidad.

La chica se llamaba Anne Bradstay. La habían encerrado en Pittsfield por provocar un incendio. Ella y su novio habían prendido fuego a seis granjas de patatas entre Presque Isle y Mars Hill; luego los atraparon. Afirmaron que lo habían hecho porque no se les ocurrió otra cosa que hacer. Verlas arder había sido divertido. Anne explicó que Curtis, cuando la llamó, le dijo:

—Vamos a hacer patatas fritas.

Y eso habían hecho. El juez —que había perdido en Corea a un hijo de la misma edad que Curtis Prebble— no entendió aquel acto de aburrimiento y no tuvo compasión. Condenó al chico a seis años en la prisión estatal Shawshank.

A Anne le cayó un año en lo que las chicas llamaban la Fábrica Kotex de Pittsfield. La verdad era que a ella no le importó. Su padrastro le había quitado su flor cuando tenía trece años, y su hermano mayor la golpeaba cuando estaba borracho, lo que sucedía a menudo. Después de eso, Pittsfield fueron unas vacaciones.

No era una chica herida con un corazón de oro, solo era una chica herida. No era generosa sino consumista; tenía ojos de cuervo para las cosas brillantes. Toe, Brian Wick y otros dos chicos de South Portland reunieron sus ahorros y le ofrecieron a Anne cuatro dólares para que se acostara con Blaze. Su único motivo era la curiosidad. Nadie se lo contó a John Cheltzman —tenían miedo de que se chivara a Blaze, o incluso a Doug Bluenote—, pero el resto del campamento lo sabía.

Todas las noches, un chico de cada cabaña tenía que llevar dos cubos de agua (uno para beber, otro para lavar) desde el pozo de la carretera hasta la casa grande. Aquella noche le tocaba a Toe-Jam, pero dijo que le dolía la barriga y le ofreció a Blaze veinte centavos si iba en su lugar.

—No, está bien, lo haré gratis —dijo Blaze, y cogió los cubos.

Toe sonrió por los veinte centavos que se había ahorrado y fue a contárselo a su amigo Brian.

La noche era oscura y fragante. La luna estaba naranja; acabada de salir. Blaze caminaba impasible, no pensaba en nada. Los dos cubos entrechocaban. Cuando una mano ligera se apoyó en su hombro, no se asustó.

—¿Puedo ir contigo? —preguntó Anne. Ella llevaba sus propios cubos.

—Claro —dijo Blaze. Entonces la lengua se le pegó al paladar y se ruborizó.

Caminaron juntos hasta el pozo. Anne silbaba suavemente entre sus dientes podridos.

Cuando llegaron, Blaze apartó las tablas. El pozo solo tenía seis metros de profundidad; si dejabas caer una piedra en el interior, sonaba un misterioso y hueco chapoteo. Fleos y rosas silvestres crecían lujuriosamente alrededor de la plataforma de cemento. Media docena de viejos sauces se alzaban más allá, como a la espera. La luna arrojaba pálidos haces de luz a través de uno de ellos.

—¿Puedo llenar tus cubos? —preguntó Blaze; las orejas le ardían.

—¿Sí? Eso sería muy amable.

—Claro —dijo—, claro que sí.

Pensó en Margie Thurlow, aunque esa chica no se le parecía en nada.

Había una cuerda tostada por el sol atada a una armella en un lado de la plataforma. Blaze anudó el extremo libre de la cuerda al asa de un cubo. Lo lanzó al agujero del pozo. Se oyó un chapoteo. Luego esperaron a que se llenara.

Anne Bradstay no era experta en el arte de la seducción. Puso la mano sobre la entrepierna de los vaqueros de Blaze y le apretó el pene.

—¡Ey! —dijo, sorprendido.

—Me gustas —dijo ella—. ¿Por qué no me follas? ¿Quieres?

Blaze la miró, enmudecido por el asombro…, sin embargo, bajo la mano de ella, una parte de él había empezado a hablar en el viejo idioma. La chica llevaba un vestido largo, pero se lo había subido hasta mostrarle los muslos. Estaba esmirriada, pero la luz de la luna fue considerada con ella. Y las sombras lo fueron aún más.

Él la besó torpemente y la rodeó con los brazos.

—Guau, estás muy empalmado, ¿verdad? —preguntó ella al tiempo que hacía un esfuerzo para respirar (y le agarraba la polla con más fuerza)—. Tómatelo con calma, ¿vale?

—Claro —dijo Blaze. La cogió en sus brazos y la apoyó sobre los fleos. Se desabrochó el cinturón—. No tengo ni idea de cómo hacer esto.

Anne sonrió, no sin amargura.

—Es fácil —dijo.

Se levantó el vestido hasta las caderas. No llevaba ropa interior. Él contempló bajo la luz de la luna un pequeño triángulo de pelo oscuro y pensó que si miraba durante demasiado tiempo, se moriría.

Ella señaló con el dedo.

—Mete la polla aquí.

Blaze se bajó los pantalones y la embistió. A unos seis metros de distancia, acuclillados detrás de un alto matorral, Brian Wick miraba a Toe-Jam con los ojos desorbitados.

—¡Vaya pedazo de herramienta! —susurró.

Toe se golpeó un lado de la cabeza y suspiró.

—Creo que lo que Dios le quitó de arriba se lo puso abajo. Ahora cállate.

Ambos se volvieron para observar.

Al día siguiente, Toe comentó que había oído que en el pozo Blaze había conseguido algo más que agua. Blaze se puso casi púrpura, mostró los dientes y se alejó. Toe nunca más se atrevió a mencionarlo.

Blaze se convirtió en el acompañante de Anne. La seguía a todas partes, y le dejaba una segunda manta por si tenía frío por la noche. A Anne le divertía aquello. A su modo, se había enamorado de él. Anne y Blaze acarrearon el agua de todos los chicos y las chicas durante el resto de la temporada y nadie dijo nunca nada al respecto. No se habrían atrevido.

La noche antes de que tuvieran que regresar a Hetton, Harry Bluenote le pidió a Blaze que se quedase un rato más después de cenar. Blaze aceptó, pero comenzó a sentirse incómodo. Lo primero que pensó fue que el señor Bluenote había descubierto lo que él y Anne habían estado haciendo en el pozo y se había puesto furioso. Aquello hizo que se sintiera mal, porque el señor Bluenote le caía muy bien.

Cuando todo el mundo se había marchado, Bluenote lio un cigarrillo y rodeó dos veces la larguísima mesa. Entonces tosió. Se despeinó el ya despeinado pelo. Luego casi ladró:

—Mira, ¿quieres quedarte?

Blaze lo miró atónito, incapaz de salvar el abismo entre lo que creía que el señor Bluenote iba a decir y lo que en realidad dijo.

—¿Y bien? ¿Te gustaría?

—Sí —respondió Blaze—. Sí, claro. Yo… claro.

—Bien —dijo Bluenote con expresión de alivio—. Porque Hetton House no es un sitio para un muchacho como tú. Eres un buen chico, pero necesitas que te lleven de la mano. Te esfuerzas, pero… —Le señaló la cabeza—. ¿Qué te pasó?

Blaze se tocó instintivamente la hendidura de la frente. Se sonrojó.

—Es horrible, ¿verdad? Mirarlo, quiero decir.

—Bueno, no es bonito, pero he visto cosas peores. —Bluenote se dejó caer en una silla—. ¿Qué te pasó?

—Mi padre me lanzó escalera abajo. Tenía resaca o algo así. No lo recuerdo muy bien. De todas formas… —Se encogió de hombros—. Eso es todo.

—Eso es todo, ¿eh? Bueno, supongo que fue suficiente. —Volvió a ponerse en pie, se acercó a la nevera del rincón, y se sirvió agua en un vaso de plástico—. Hoy he ido al médico (con el pretexto de esas jaquecas que tengo a veces) y me ha entregado un certificado médico favorable. Es un alivio. —Bebió agua, arrugó el vaso de plástico y lo tiró a la papelera—. Pero la cuestión es que los hombres envejecen. Tú no sabes nada de eso, pero ya lo sabrás. Uno se hace viejo y toda su vida parece un sueño que ha tenido durante una siesta vespertina, ¿sabes?

—Claro —dijo Blaze. No había oído ni una sola palabra. ¡Vivir allí con el señor Bluenote! Estaba comenzando a entender lo que aquello significaba.

—Solo quiero asegurarme de que si te adoptase estaría haciendo lo mejor para ti —dijo Bluenote. Alzó el pulgar hacia la imagen de la mujer del cuadro de la pared—. A ella le gustaban los niños. Me dio tres y murió cuando tuvo al último. Dougie es el mediano. El mayor está en el estado de Washington, construyendo aviones para Boeing. El pequeño murió en un accidente de coche hace cuatro años. Fue algo muy duro, pero me gusta pensar que está con su madre. Tal vez sea una idea estúpida, pero cada uno se agarra a lo que puede, ¿verdad, Blaze?

—Sí, señor —dijo Blaze. Estaba pensando en Anne en el pozo. Anne bajo la luz de la luna. Entonces vio las lágrimas en los ojos del señor Bluenote. Le impactaron y le asustaron un poco.

—Vamos —dijo el señor Bluenote—. Y no te quedes demasiado en el pozo, ¿me oyes?

Pero no se detuvo en el pozo. Le contó a Anne lo que había pasado. Ella asintió y se echó a llorar.

—¿Qué ocurre, Annie? —le preguntó—. ¿Qué ocurre, cariño?

—Nada —dijo—. ¿Me sacarás el agua? He traído los cubos.

Él sacó el agua. Ella lo miró ensimismada.

El último día de recolección finalizó a la una en punto, y hasta Blaze se percató de que la mercancía final era poca. Los arándanos se habían terminado.

Ahora siempre conducía él. Estaba en la cabina de la camioneta, con el motor en marcha, cuando Harry Bluenote los llamó:

—¡A la camioneta! ¡Blaze conducirá de vuelta! ¡Cambiaos de ropa y acercaos a la casa grande! Habrá tarta y helado.

Los chicos treparon por el portón trasero, chillando como bebés, y John tuvo que gritarles para que tuviesen cuidado con los arándanos. Blaze sonreía de oreja a oreja. Sintió que podría mantener esa sonrisa durante todo el día.

Bluenote se sentó en el lado del pasajero. Su cara parecía pálida bajo el bronceado, y tenía la frente perlada de sudor.

—Señor Bluenote, ¿se encuentra bien?

—Claro. —Bluenote soltó su última sonrisa—. Supongo que he almorzado demasiado. Conduce, Bla…

Se agarró el pecho. Las venas se le hincharon a ambos lados del cuello. Miró fijamente a Blaze, pero parecía que no podía verle.

—¿Qué ocurre? —preguntó Blaze.

—El corazón —dijo Bluenote, y cayó hacia delante. Su frente golpeó el salpicadero de metal. Por un momento se aferró con ambas manos al viejo asiento desvencijado, como si el mundo estuviera dando la vuelta. Luego se inclinó a un lado y cayó por la puerta abierta hasta el suelo.

Dougie Bluenote, que estaba echando un vistazo al capó de la camioneta, se acercó corriendo.

—¡Papá! —gritó.

Bluenote murió en brazos de su hijo durante el agreste y traqueteante trayecto de vuelta a la casa grande. Blaze apenas se enteró. Él estaba aferrado al grande y cascado volante de la camioneta I-H, con toda la atención puesta en la sucia carretera sin pavimentar.

Bluenote tembló una, dos veces, como un perro sorprendido por la lluvia, y eso fue todo.

La señora Bricker —la madre de campamento— dejó caer una jarra de limonada al suelo cuando los chicos lo llevaron dentro. Los cubitos de hielo salieron despedidos hacia todos los rincones de la tarima de pino. Llevaron a Bluenote al salón y lo pusieron en el sofá. Un brazo le colgaba hasta el suelo. Blaze lo apoyó sobre el regazo de Bluenote. Volvió a caerse. Blaze lo dejó ahí.

Dougie Bluenote estaba hablando frenéticamente por teléfono en el comedor, de pie al lado de la larga mesa, preparada para la fiesta con helados por el fin de la recolección (había un pequeño regalo de despedida al lado de cada plato). Los otros recolectores observaban desde el porche. Todos parecían horrorizados salvo Johnny Cheltzman, que parecía aliviado.

Blaze se lo había contado todo la noche anterior.

El médico llegó y realizó un breve examen. Cuando terminó, tapó con una manta el rostro de Bluenote.

La señora Bricker había dejado de llorar pero empezó de nuevo.

—El helado —dijo—. ¿Qué haremos con todo el helado? ¡Oh, qué desgracia!

Se puso el delantal sobre la cara, luego en la cabeza, como si fuera una capucha.

—Diles a los chicos que entren y coman —dijo Doug Bluenote—. Tú también, Blaze. Manos a la obra.

Blaze negó con la cabeza. Le parecía que nunca más volvería a tener hambre.

—No importa —dijo Doug. Se pasó las manos por el pelo—. Tendré que llamar a Hetton… y a South Portland… Pittsfied… Jesús, Jesús, Jesús.

Apoyó la cabeza contra la pared y empezó a llorar. Blaze se sentó y observó la figura cubierta del sofá.

La ranchera de HH fue la primera en llegar. Blaze se sentó atrás y miró a través de la ventana sucia. La casa grande menguó y menguó hasta que finalmente se perdió de vista. Los demás empezaron a hablar un poco, pero Blaze permaneció en silencio. Ese fue el comienzo del hundimiento. Intentó que su cabeza lo entendiera, pero no pudo. No tenía sentido, pero de todas formas todo se estaba hundiendo.

Su rostro comenzó a reaccionar. Primero la boca, luego los ojos. Sus mejillas temblaron. No podía controlar esas cosas. Le desbordaban. Al fin empezó a llorar. Apoyó la frente contra la ventana trasera de la ranchera y soltó grandes sollozos monótonos que sonaban como el relincho de un caballo.

El conductor era el cuñado de Martin Coslaw.

—Que alguien haga callar a ese alce, ¿vale?

Pero nadie se atrevió a tocarle.

El bebé de Anne Bradstay nació ocho meses y medio más tarde. Era un niño enorme (casi cinco kilos). Fue entregado en adopción y recogido casi de inmediato por los Wyatt, una pareja sin hijos procedente de Saco. El hijo de Bradstay se convirtió entonces en Rufus Wyatt. Cuando tenía diecisiete años fue nombrado el mejor jugador de baloncesto del equipo de su instituto; el mejor de Nueva Inglaterra un año más tarde. Ingresó en la Universidad de Boston con la intención de licenciarse en literatura. Disfrutaba especialmente con Shelley, Keats y el poeta americano James Dickey.

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