Blaze

Blaze


Capítulo 22

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—Estás dando por sentado que los polis estarán metidos en el asunto. Si logras asustar a la familia lo suficiente, accederán a hacer el intercambio en privado —hizo una pausa—. E incluso si el dinero estuviera marcado… ¿estás diciendo que no conoces a nadie que…?

—Quizá sí. Quizá no.

—Hay gente que compra dinero marcado. Para ellos solo se trata de otra inversión, como el oro o los bonos del Estado.

—Pero… recoger el botín… ¿qué pasa con eso?

Burgess se encogió de hombros y se inclinó sobre su oído.

—Muy fácil. Haz que lo lancen desde un avión.

Luego se levantó y se alejó.

A Blaze lo sentenciaron a cuatro años por el timo de Jesús. George le dijo que si mantenía el hocico limpio le parecería un suspiro. A lo sumo serían dos años, dijo, y dos años resultaron ser. Aquellos años no fueron muy diferentes a los que pasó encerrado después de darle una paliza a La Ley; solo que los compañeros de celda eran más viejos. No pasó ningún día incomunicado. Cuando se sentía como un saco de nervios durante las noches eternas o los interminables encierros en los que no disfrutaban de privilegios, escribía a George. Su ortografía era desastrosa, y sus cartas, largas. George a menudo no respondía, pero el tiempo que Blaze tardaba en componer su redacción, lo laborioso que le resultaba, llegó a convertirse en su calmante. Mientras escribía, se imaginaba a George detrás de él, leyendo por encima de su hombro.

—Lavantería de la prición —decía George—. ¡Putas palabras!

—¿En qué me he equivocado, George?

—L-a-v-a-n-d-e-r-í-a, lavandería. P-r-i-s-i-ó-n, prisión. Lavandería de la prisión.

—Oh, sí. Claro.

Su ortografía y puntuación mejoraron a pesar de que nunca pudo usar un diccionario.

En otra ocasión:

—Blaze, no estás aprovechando tu ración de cigarrillos.

Aquello fue durante la edad de oro, cuando las tabacaleras regalaban pequeños paquetes de muestra.

—Casi no fumo, George. Ya lo sabes. Se me acumulan.

—Escúchame, Blazer. El viernes los coges y el martes siguiente, cuando todos se maten por un cigarrillo, los vendes. Así es como hacemos las cosas.

Blaze comenzó a hacer eso. Le sorprendió la cantidad de gente que pagaba por un cigarrillo que ni siquiera te colocaba.

En otra ocasión:

—Hablas raro, George —dijo Blaze.

—Pues claro. Me han quitado cuatro jodidos dientes. Duele que te cagas.

La siguiente vez que le permitieron telefonear, Blaze lo llamó, pero no a cobro revertido sino alimentando el teléfono con las monedas que había reunido vendiendo cigarrillos en el mercado negro. Le preguntó cómo estaban sus dientes.

—¿Qué dientes? —dijo George con un gruñido—. Probablemente el puto dentista los lleva alrededor del cuello como un congoleño —hizo una pausa—. ¿Cómo sabes que me los han quitado? ¿Te lo ha dicho alguien?

De pronto, Blaze sintió que estaban a punto de descubrirlo haciendo algo vergonzoso, como meneársela en una capilla.

—Sí —dijo—. Alguien me lo dijo.

Cuando Blaze salió de la cárcel se dirigieron al sur, hasta la ciudad de Nueva York, pero a ninguno de los dos le gustó. A George le robaron la cartera, lo que tomó como una afrenta personal. Se desplazaron a Florida y pasaron un miserable mes en Tampa, sin blanca e incapaces de cometer un golpe. Volvieron al norte, no a Boston sino a Portland. George dijo que quería veranear en Maine y fingir que era un jodido rico republicano.

No mucho después de que llegasen, George leyó en el periódico una noticia sobre los Gerard: lo ricos que eran, cómo el más joven de los Gerard acababa de casarse con una guapa latina de mierda. La idea del secuestro de Burgess resurgió en su cabeza: el último gran golpe. Pero no había ningún bebé a la vista, todavía no, así que regresaron a Boston.

Boston en invierno, Portland en verano llegó a convertirse en la rutina de los dos años siguientes. A principios de junio, conducían hacia el norte en algún trasto viejo con lo que les quedaba de las ganancias del invierno que llevaban escondidas en la rueda de repuesto: el primer año, setecientos dólares; el segundo, doscientos. En Portland daban un golpe si el golpe se presentaba por sí mismo. En caso contrario, Blaze se dedicaba a pescar y a veces preparaba alguna trampa en el bosque. Fueron un par de veranos felices para él. George tomaba el sol tumbado en el suelo e intentaba broncearse (en vano, solo se quemaba), leía los periódicos, ahuyentaba a los tábanos, y apoyaba a Ronald Reagan (a quien llamaba el Viejo Papi Elvis Blanco) hasta la muerte.

Entonces, el 4 de julio del segundo verano en Maine, se enteró de que Joe Gerard III y su esposa armenia habían sido padres.

Blaze estaba jugando al solitario en el porche de la cabaña y escuchando la radio. George la apagó.

—Escucha, Blazer —dijo—. Tengo una idea.

Tres meses más tarde estaba muerto.

Habían ido regularmente a jugar a los dados, y nunca había habido ningún problema. Era un juego a la vista. Blaze no jugaba, pero a menudo acompañaba a George, que tenía bastante buena suerte.

Aquella noche de octubre, George hizo seis buenas tiradas. El hombre arrodillado frente a él, al otro lado del tapete, apostaba siempre en su contra. Y ya había perdido cuarenta dólares. La partida se desarrollaba en un almacén, cerca de los muelles, que olía a pescado podrido, cereal fermentado, sal, gasolina. Cuando el lugar estaba en calma, podías oír el tac tac tac de las gaviotas caminando por el tejado. El hombre que había perdido cuarenta dólares se llamaba Ryder. Decía que era medio indio penobscot, y lo parecía.

Cuando George recogió los dados por séptima vez en lugar de pasar el turno, Ryder puso veinte dólares más sobre el montón.

—Vamos, dados —balbució George. Le brillaba la cara. Llevaba la gorra inclinada hacia la izquierda—. Vamos dados, vamos, vamos, vamos.

Los dados cayeron sobre la manta y sumaron once puntos.

—¡Siete de una vez! —gritó George—. Ve recogiendo el botín, Blazecito, papá va a por el número ocho. ¡Ocho y me como un bizcocho!

—Has hecho trampa —dijo Ryder. Su voz era suave y distante.

George se quedó petrificado antes de recoger los dados.

—¿Qué?

—Trucaste los dados.

—Vamos, Ryde —dijo alguien—. Él no…

—Dame mi dinero —dijo Ryde. Extendió el brazo sobre el tapete.

—Lo que te voy a dar es un brazo roto si no dejas de decir gilipolleces —dijo George—. Eso es lo que te voy a dar, corazón.

—Dame mi dinero —repitió Ryder, aún con el brazo extendido.

Siguió uno de esos instantes en silencio y Blaze oyó a las gaviotas en el tejado: tac tac tac.

—Que te follen —dijo George, y le apartó el brazo con una palmada.

Entonces todo ocurrió muy rápido, como esas cosas ocurren siempre. La rapidez es lo que hace que la mente se tambalee o reaccione. Ryder metió la mano en el bolsillo de sus vaqueros como un relámpago, y cuando la sacó agarraba una navaja. Ryder pulsó el botón del mango de imitación de marfil y los hombres alrededor del tapete dieron un paso atrás.

—¡Blaze! —gritó George.

Blaze se abalanzó por encima del tapete, hacia Ryder, pero este ya había tomado impulso sobre sus rodillas y había clavado la navaja en el estómago de George. Soltó un alarido. Blaze agarró a Ryder y le machacó la cabeza contra el suelo. Sonó como el crujido de una rama al quebrarse.

George se puso en pie. Miró el puño de la navaja; sobresalía por su camisa. Lo agarró, intentó sacarla e hizo una mueca.

—Joder —dijo—. Oh, joder.

Luego se desplomó.

Blaze oyó un portazo. Oyó pisadas huecas de pies que corrían.

—Sácame de aquí —dijo George. Su camisa amarilla se teñía de rojo alrededor del mango de la navaja—. Recoge el botín… ¡Oh! ¡Jesús, cómo duele!

Blaze amontonó los billetes arrugados. Se los metió en los bolsillos con dedos insensibles. George gemía como un perro en un día caluroso.

—George, déjame que te quite…

—No, ¿estás loco? Me está sosteniendo las tripas. Llévame en brazos, Blaze. ¡Oh, maldito Jesús!

Blaze levantó a George en brazos y este volvió a gritar. La sangre se derramó sobre el tapete y el brillante pelo de Ryder. Debajo de la camisa, el estómago de George estaba tan duro como una mesa. Blaze cargó con él por el almacén y salió al exterior.

—No —dijo George—. Te has olvidado el pan. Nunca te olvides el puto pan.

Blaze pensaba que George se refería al dinero y le dijo que lo tenía, pero George volvió a hablar:

—Y el salami. —Su respiración empezó a acelerarse—. Tengo ese libro, ya sabes.

—¡George!

—Ese libro con la fotografía de…

Pero entonces George se atragantó con su propia sangre. Blaze le dio la vuelta y le palmeó la espalda. Cuando volvió a girarlo, George ya estaba muerto.

Blaze lo posó en las tablas que había fuera del almacén. Se alejó. Luego regresó y le cerró los ojos. Se alejó por segunda vez. Luego regresó una vez más y se arrodilló.

—¿George?

No hubo respuesta.

—¿Estás muerto, George?

No hubo respuesta.

Blaze corrió hacia el coche, se metió dentro y se sentó al volante. El coche chirrió al avanzar y dejó una marca de neumáticos a lo largo de cinco metros.

—Cálmate —dijo George desde el asiento trasero.

—¿George?

—¡Cálmate, maldita sea!

Blaze se tranquilizó.

—¡George! ¡Pasa adelante! ¡Pasa por encima! Espera, me pararé a un lado.

—No —dijo George—. Me gusta ir aquí atrás.

—¿George?

—¿Qué?

—¿Qué vamos a hacer ahora?

—Secuestrar al niño —dijo George—. Como habíamos planeado.

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