Billie

Billie


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Franck se llama Franck porque a su madre y a su abuela les encantaba Frank Alamo (ese que hacía versiones en francés de los éxitos de los sesenta, el de Da doo ron ron y tal. Sí, sí, de verdad, existe gente así…), y yo me llamo Billie porque mi madre estaba loca por Michael Jackson (Billie Jean is not my lover / She’s just a girl, etc.).

Vamos, que no veníamos del mismo ambiente en la vida y no estábamos programados para ser un día amigos…

Su madre y su abuela se ocuparon tan bien de él cuando era pequeño que les regaló el CD de «El regreso de los yeyés», el concierto de «El gran regreso de los yeyés», el musical, el DVD en Blu-ray y hasta el crucero conmemorativo.

Y cuando su querido Frank Alamo estiró la pata, se pidió el día libre, fue a buscarlas en tren, las montó en primera clase y las acompañó hasta no sé qué iglesia.

Todo eso para estar con ellas y apoyarlas cuando tarareaban Sur un dernier signe de la main en el momento en que cargaban el ataúd en el furgón de pompas fúnebres…

Yo, en cambio, no sé si mi madre tuvo otros hijos después de mí a los que llamó Bad o Thriller, ni si lloró cuando Bambi saltó al vacío, porque se largó cuando yo ni siquiera tenía un año. (También hay que decir que yo era una pesada de cojones… Eso me lo dijo mi viejo un día: «Tu madre se largó porque eras una pesada de cojones. En serio, no parabas de berrear todo el santo día…»). (¡Eh! ¡No sé cuántos loqueros harían falta para asimilar una explicación como ésa, pero al menos un buen puñado, me parece a mí!).

Sí, un buen día se largó y nunca más volvió a dar señales de vida…

A mi madrastra nunca le gustó mi nombre. Decía que era de chico malo, y está claro que, al menos en eso, nunca he querido llevarle la contraria… Aun así, no contéis conmigo para criticarla. Es verdad que es una hija de su madre, pero tampoco es culpa suya, la verdad… Y, además, esta noche no estoy aquí por ella. Que cada palo aguante su vela.

Bueno. Nada más, estrellita, basta de hablar de la infancia.

Franck apenas habla nunca de ese tema, y cuando lo hace, es sólo para alejarse. Y yo, yo no tuve infancia.

Ya el solo hecho de que todavía me guste mi nombre, vistas mis circunstancias, me parece una auténtica proeza.

Sólo al genio de Michael podía salirle bien una pirueta así…

Franck y yo íbamos al mismo colegio en secundaria, pero no nos dirigimos la palabra hasta los catorce años. Es decir, el único curso en que estuvimos en la misma clase. Más adelante los dos confesamos que nos habíamos fijado el uno en el otro ya desde el primer día de cole, en sexto. Sí, que nos reconocimos a primera vista pero que, inconscientemente, nos evitamos durante todos aquellos años porque intuíamos que el otro también las pasaba canutas en la vida y no podíamos exponernos a sufrir ni un miligramo más.

También es verdad que yo sobre todo buscaba la compañía de niñas estilo las muñequitas Polly Pocket. Niñas súper monas con el pelo largo y una habitación para ellas solitas, niñas que merendaban galletas de marca y tenían una mamá que estaba siempre al tanto de las notas y los deberes. Me esforzaba al máximo por caerles bien para que me invitaran a sus casas lo más a menudo posible.

Por desgracia siempre llegaba un momento en que dejaba de caerles tan bien… Sobre todo los meses de invierno… No lo entendí hasta mucho más tarde, pero era sobre todo una cuestión de… de calentador de agua y de que… y también de… de olor corporal… Joder…, es que tartamudeo en mi cabeza de la vergüenza que me da todavía. Bueno. Cambiemos de tema.

Todos esos años mentí tanto sobre mí misma que tenía que apuntar todas las mentiras para no meter la pata ni contradecirme a cada comienzo de curso.

En mi casa estaba a todas horas nerviosa e irritable porque el ambiente lo exigía, pero en el colegio siempre fui una niña muy tranquila. De todas formas, nunca habría tenido la energía necesaria para estar a la defensiva día y noche. Hay que haberlo vivido para entenderlo, pero los que lo han vivido saben exactamente a qué me refiero: a la defensiva… Siempre, siempre… Y sobre todo cuando el ambiente estaba tranquilo… Los momentos de tranquilidad eran los peores, eso quería dec… Pff, mira, no, mejor no hablar… Me la suda.

Un día, en clase de geografía e historia, el profe, el señor Dumont, me informó sin saberlo sobre mi vida. El cuarto mundo, dijo. Habló de ello así como si nada, como otros días hablaba de la exportación de la riqueza o de las mareas del monte Saint-Michel, pero yo recuerdo muy bien que enrojecí de vergüenza. No sabía que en el diccionario existiera una palabra inventada precisamente para describir la pocilga en la que yo vivía… Porque tengo razones para saber que esa clase de submundo no siempre queda a la vista. Y prueba de ello es que las trabajadoras sociales no vinieron nunca a mi casa… Si no tienes señales de golpes y si vas al colegio todos los días pasas inadvertida al sistema de protección de menores, y mi madrastra no es que pareciera pija, pero casi. Los vecinos la respetaban, cuando se la encontraban en el supermercado la saludaban, le preguntaban por los niños y todo eso.

Nunca he sabido dónde compraba la priva…

Misterios hay muchos, que si el ratoncito Pérez o los renos de Papá Noel, pero el mío propio, el gran misterio de mi infancia, será siempre ése: ¿De dónde coño salían esas botellas vacías? ¿De dónde?

Un grandísimo misterio…

No fue la escuela de la República lo que me sacó de todo eso. No fueron los maestros, ni los profesores, ni la amable señorita Gisèle que nos preparó para la primera comunión, ni los padres de alumnos siempre tan preocupados por el peso de las mochilas, o aquéllos, tan cultos y civilizados, de mis amiguitas, que escuchaban la emisora France Inter y leían libros y todo eso. No, fue él… (y lo señalaba con el dedo en la noche), fue Franck Muller.

Sí, él, ese que está ahí… El mariquita de Franck Mumu, al que sacaba seis meses y quince centímetros, que perdía el equilibrio cada vez que le daban una palmada en el hombro y con el que todo el mundo se metía en la parada del autobús. Fue él quien me salvó…

Él solito.

Sinceramente, no le guardo rencor a nadie, incluso ahora que le cuento todo esto, pues ya ve, hasta consigo contarlo. Queda lejos. Queda tan lejos que ya casi es como si no hablara de mí en realidad…

Bueno, reconozco que todavía siento un poquito de angustia cuando tengo que rellenar papeles. Nombre y apellidos de los padres, lugar de nacimiento y todo eso, me da como cagalera; pero se me pasa. Se me pasa rápido.

Lo único es que no quiero volver a verlos nunca. Nunca jamás… Nunca volveré allí, jamás. A ninguna boda, a ningún entierro, a nada de nada. De hecho, cuando veo una matrícula con los números de ese departamento, enseguida busco otra cosa donde poner los ojos para no ahogarme.

En una época —y como no creo que me dé tiempo a contárselo esta noche voy a resumir—, en una época en que tenía súper jodido el disco duro de mi vida, en que mi infancia volvía a machacarme por sorpresa con demasiada frecuencia y en que tenía tendencia, yo también, a empinar mucho el codo, supuestamente para protegerme de todo ello, obedecí a Franck y me reseteé a lo bestia.

Me deshice por completo de mi disco duro para poder volver a arrancar en modo seguro.

Me llevó mucho tiempo, pero creo que al final lo conseguí. Sin embargo, todo lo que pido a cambio es no volver a verlos nunca más.

Nunca jamás.

Ni siquiera muertos. Ni siquiera carbonizados. Ni siquiera hechos pedazos en una zanja.

E incluso, voy a ser sincera por una vez…, si usted me dijera: «Venga, te mando dos camilleros de la Cruz Roja, un bocata de jamón y unas cervezas pero, a cambio, tienes que saludar con la mano a tu madrastra o a cualquiera de esos cabronazos», pues bien, le diría que no.

No.

Le contestaría que no, y ya encontraría otra solución para sacarnos de este agujero.

Bueno, resumiendo, que Franck y yo íbamos al mismo colegio de un pueblo de apenas tres mil habitantes de una región rural, como se dan en llamar. Pero «rural» es una palabra demasiado bonita. Suena a colinas y a arroyos. El pueblo del que yo vengo, la región en la que crecí, de rural tenía bien poco. Era, y sigue siendo, un rincón de Francia que hace demasiado tiempo que ya no está regado por nada y que se gangrena poco a poco.

Sí, que se pudre… Que agoniza… Un pueblo en el que la gente bebe demasiado, fuma demasiado, cree demasiado en la lotería y se venga demasiado de su miseria maltratando a su familia y a sus animales.

Un mundo en el que todo el mundo se suicida así: a fuego lento y arrastrando consigo a los más débiles…

Dicen por ahí que lo de los jóvenes sin futuro es siempre en los suburbios de las grandes ciudades, ¡pero créame cuando le digo que en el campo tampoco lo tenemos fácil!

¡Nosotros, para poder quemar coches, para empezar tendríamos que ver pasar alguno por aquí!

Cuando no eres como los demás, vivir en el campo es peor que la indiferencia.

Por supuesto, siempre estarán ésos, los turistas de la política y de las asociaciones más variopintas, tales como los gourmets bío o cualquier otra cosa por el estilo de esas que no hacen daño a nadie. Ésos podrían decir que exagero, pero yo los conozco muy bien… Sí, los conozco muy bien. Son como los de los servicios sociales: a fin de cuentas, sólo ven lo que uno quiere que vean…

Y los comprendo.

Los comprendo porque yo también me he vuelto como ellos.

Cada vez que voy o vuelvo de Rungis, es decir, al menos cuatro veces a la semana, sé exactamente dónde tengo que concentrarme en la carretera. Sí, hay dos momentos precisos en que sólo miro las líneas blancas y tengo muchísimo cuidado con la distancia de seguridad. ¿Y sabe por qué? Porque en esos dos sitios, digamos entre París y Orly, hay dos montoncitos de basura en la cuneta. A ras de la calzada.

Bueno, sí, es verdad, son dos sitios muy feos, pero el problema es que en realidad no son vertederos… No: son casas. Son dormitorios de niñas que siempre están a la defensiva…

Venga, aceleremos. Como decía antes, que cada palo aguante su vela. Yo las he pasado tan canutas que me he convertido en un monstruo egoísta, y mi egoísmo es lo mejor que tengo para las pequeñas Billies de la autopista A-6.

Miradme, bonitas, miradme pasar al volante de mi vieja camioneta abollada y con flores pintadas, soy la prueba de que se puede sobrevivir a todo eso…

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