Billie

Billie


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Lo que más me incomodaba al principio era el silencio. Como la abuela de Franck nos dejaba en paz, y él hablaba muy bajito, me daba la impresión de que había un fiambre en la habitación de al lado. No paraba de preguntarme ¿estás bien?, ¿estás bien?, porque se daba cuenta de que yo no estaba nada bien, y yo le contestaba sí, sí, pero en realidad estaba súper incómoda.

Hasta que un buen día me acostumbré…

Como en el colegio, me dejé las garras en la puerta y cambié de dimensión.

La primera vez nos instalamos en un comedor que no debían de utilizar nunca, de limpio como estaba. Olía raro… Olía como a viejo… A triste… Nos sentamos el uno enfrente del otro, y me propuso empezar por leer juntos nuestra escena antes de organizarnos para los ensayos.

Pasé mucha vergüenza porque no entendía nada.

No entendía nada y por eso leía tan mal. Como si estuviera descifrando un texto en chino…

Él acabó por preguntarme si me había leído la obra, o al menos nuestra escena, y como tardé en contestar cerró su libro y me miró sin decir nada.

Volví a sacar las garras por si tenía que defenderme. No me apetecía que me diera la vara con esas chorradas de vanidad del siglo XIV. No me importaba aprenderme mi texto como una jerga de otra época, en plan fonéticamente, pero no quería que se las diera de profesor conmigo. Estaba hasta las narices de la gente que me ponía en mi sitio todo el tiempo haciéndome sentir que era una mierda. En el colegio me callaba la boca para no crearme más problemas, pero ahí no estaba dispuesta, ahí, en esa habitación que apestaba a dentadura postiza, ni hablar. Tenía que dejar de mirarme así, porque si no me iba a largar. Ya no aguantaba más que la gente me mirara fijamente todo el tiempo. Ya no aguantaba más.

—Me encanta tu nombre…

Eso me gustó, aunque pensé para mis adentros: «Toma, claro, como que es un nombre de chico…». Pero entonces me soltó lo siguiente:

—Es el de una cantante maravillosa… ¿Conoces a Billie Holiday?

Negué con la cabeza.

Qué va… Qué iba a conocer yo…

Me dijo que ya me la dejaría escuchar y me pidió que lo siguiera.

—Ven… Siéntate en el sofá… Ahí… Te la voy a leer… Toma, coge este cojín… Ponte bien cómoda… Ponte como en el cine…

Como no había ido nunca al cine, preferí sentarme en el suelo.

Él se colocó delante de mí y empezó a hablar.

De entrada me explicó todos los personajes en mi lengua materna:

—Bueno, a ver… La obra trata de un viejo que se llama el Barón… Cuando empieza la obra, está súper contento porque espera, de un momento a otro, la llegada de su hijo Perdican, al que hace años que no ve —es que Perdican se había ido a estudiar a París—, y de su sobrina Camille, a la que crió cuando era pequeña y a la que hace aún más tiempo que no ve porque la envió a un convento… No pongas esa cara, en aquella época era algo normal… Era como un internado para chicas nobles. Allí aprendían a coser, a bordar, a cantar, a convertirse en esposas perfectas y, además, así la familia se aseguraba de que no perdieran la virginidad… Camille y Perdican llevan diez años sin verse. Crecieron bajo el mismo techo y se adoraban. Como hermanos, y seguramente un poco más, si quieres saber mi opinión… La educación de los dos le ha costado una pasta, y ahora lo que querría el Barón es casarlos el uno con el otro. Porque se adoraban, y también porque así él recuperaría lo invertido. Sí, sí… Seis mil escudos le ha costado su educación, nada menos… Oye, ¿me estás escuchando? Bueno, te sigo contando. Perdican y Camille tienen cada uno un ayo… ¿Has visto Pinocho? Pues una aya es como un Pepito Grillo, para que te hagas una idea… Alguien que se ocupa de ellos y que los vigila todo el rato para que no se aparten del buen camino. El de Perdican es Blazius, que era su preceptor, es decir, su único maestro cuando era niño, y la de Camille es la señora Pluche. Blazius es un gordinflón que sólo piensa en empinar el codo, y Pluche, una vieja bruja que no hace más que rezar el rosario y espantar a todos los hombres que se atreven a acercarse demasiado a su Camille. A esta tía, la señora Pluche, no le han echado un buen polvo en su vida, en fin, ni bueno ni malo, no le han echado un polvo en su vida, y no ve razón para que Camille no sea como ella…

Ya en ese momento recuerdo que no me lo podía creer. Hasta empezaron a entrarme dudas… ¿De verdad era eso los deberes que nos había puesto la profesora? ¿De verdad era tan súper interesante? Pues no me había dado a mí esa impresión… Ya sólo el nombre del tío ese, del autor, Alfred de Musset, sonaba a viejo rancio con monóculo… Pero bueno, el caso es que yo sonreía, y, como sonreía, Franck Mumu también estaba feliz. Le crecían alitas en la espalda, y se esforzaba un montón por conservar mi atención.

Sin saberlo, me estaba ofreciendo mi primera salida. El primer espectáculo de toda mi vida…

Cuando terminó de presentarme a los personajes, se aseguró de que lo tenía todo en mente haciéndome muchísimas preguntas súper difíciles:

—Perdona, pero no lo hago en absoluto para pillarte… Es para estar seguro de que después sigues bien la obra, ¿me entiendes?

Yo le decía que sí, que sí, pero me traía al pairo la obra. Yo lo único que entendía era que un ser humano me prestaba atención y me hablaba amablemente, y eso ya no era literatura sino ciencia ficción.

Luego me leyó Con el amor no se juega. O más bien me la interpretó. Para cada personaje ponía una voz distinta y, cuando hablaba el coro, se subía en un taburete.

Para el personaje del Barón, hablaba como un barón, para Blazius, imitaba a un viejo medio pedo, para Bridaine, a un viejo cabroncete que sólo pensaba en comer, para Pluche, a una solterona que hablaba con los labios muy apretados, para Rosette, a una campesina amable pero superada por los acontecimientos, para Perdican, a un chico guapo que no sabía si lo que le apetecía era follar o casarse, y para Camille, a una chica muy seria, muy como debe ser y con las ideas muy claras. Bueno…, al menos al principio…

Una chica de dieciocho años que no sabía nada de la vida y que se parecía a las velas que se encienden en las iglesias: súper simple, súper pura y súper blanca, pero con fuego en el cuerpo.

Sí, con mil emociones bullendo en su interior…

Yo estaba… maravillada.

Exactamente como antes cuando he querido tragarme las lágrimas y he visto el cielo, que brillaba enterito…

Apretaba fuerte el cojín, y era como si le hubiera pegado una sonrisa encima.

No hacía más que sonreír todo el rato.

En un momento dado, interpretando a Perdican, que le decía a Camille con un tonito un poco despectivo: «Hermana querida, las monjas te han dado su experiencia; pero, créeme, no es la tuya; tú no te morirás sin amar», cerró el libro con un golpe seco.

—¿Por qué te paras? —le pregunté yo preocupada.

—Porque es el final de nuestra escena y porque es hora de merendar. ¿Vienes?

Cuando estábamos en la cocina, bebiendo no sé qué, una naranjada, creo, y comiendo las magdalenas correosas de su abuela, no pude evitar pensar en voz alta:

—Qué mal que nos corten así… Pero si nos morimos de ganas de saber qué contestará ella…

Él sonrió.

—Tienes razón… El problema es que después de esa frase hay tochos y tochos de texto… Monólogos súper largos… Sería muy difícil aprenderse todo eso de memoria… Pero es verdad que es una pena porque lo más bonito de esa escena, ya lo verás, está al final del todo, cuando Perdican se irrita y le explica a Camille que sí, que todos los hombres son imbéciles y que todas las mujeres son unas brujas, pero que no hay nada más bello en el mundo que lo que ocurre entre un imbécil y una bruja cuando se aman…

Le sonreí.

No nos dijimos nada más pero, en ese momento, los dos sabíamos ya lo que vendría después.

Nos terminamos la naranjada haciendo como si nada, pero lo sabíamos.

Lo sabíamos, y sabíamos que el otro también lo sabía.

Sabíamos que era nuestra última oportunidad, y que por fin podríamos resarcirnos de todos esos años de soledad que habíamos pasado rodeados de todos los imbéciles y todas las brujas del mundo entero.

Sí. No dijimos nada y nos pusimos a mirar por la ventana para calmarnos, pero lo sabíamos.

Sabíamos que en realidad también nosotros éramos hermosos…

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