Billie

Billie


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Y Franck tenía razón, estrellita, así tenían que ser las cosas, ¿y sabes por qué?

Para empezar porque él era buen actor, y yo no. Yo, por más que escuchaba sus consejos, era incapaz de hacer como él, de mover los brazos y las manos, de poner voz teatral y emociones en las palabras, y porque, a fin de cuentas, el ser yo misma una chica tan angustiada y estar tan a la defensiva me permitió interpretar a una Camille casi perfecta, pues ella también era así.

Tan agobiada, recelosa y torpe como lo estuve yo con esa especie de vestido de saco de patatas que me hizo Claudine.

Y porque él, además de ser un Perdican magnífico —y cuando digo «magnífico» puedes creerme porque es sólo la segunda vez que recurro a esta palabra desde que empecé a contarte mi historia, y la primera fue para hablarte de tus hermanas y de ti—, sí, magnífico…, era un Perdican a la vez dulce, amable, cruel, triste, divertido, malvado, arrogante, seguro de sí mismo, frágil y desequilibrado, tan elegante como estaba con su levita de guardabosques que había sido de su bisabuelo y que Claudine le arregló antes de lustrarle los botones de cabeza de zorro como si fueran escudos de oro; y también por mi chicle Malabar de dos sabores.

Me explico: en el último monólogo, el que todo el mundo espera y del que Franck me había hablado el primer día, el de la famosa escena de «los imbéciles y las brujas», en un momento dado Perdican responde a Camille, apretando bien los dientes para impedir que se le salga toda la rabia de golpe y la aplaste: «… El mundo no es sino una cloaca sin fondo donde las focas más informes reptan y se retuercen sobre montañas de fango, etc.».

Cuando llegamos a ensayar esa parte, llevábamos ya dos semanas viéndonos todos los días y, a fuerza de parlotear, ya fuera en modo Camille y Perdican, o en modo Franck y Billie, por supuesto que lo sabíamos ya todo el uno del otro y nos habíamos hecho amigos para siempre.

Por eso no tuvo que ocultarme mucho tiempo que algo lo agobiaba, pues yo ya lo había adivinado.

Pues sí… Me doy cuenta de las cosas… Ya sospechaba yo que mi manera de actuar le daba cien patadas…

Así que empecé a sonsacarlo para que me dejara K. O. de una vez por todas y pudiéramos zanjar ese tema.

—Venga, suéltalo. Te escucho.

Enrolló el libro como si fuera una pequeña maza, suspiró, me miró frunciendo el ceño y murmuró por fin:

—Es una de las partes más bonitas de la obra…, puede incluso que la más bonita…, pero como la interpreto yo, va a quedar fatal.

—… ¿Por qué dices eso?

—Porque… —Y, desviando la mirada, añadió—: Porque cuando pronuncie la palabra «foca», ya no verán a Perdican sino a Franck Muller, y se burlarán todos de mí…

Me lo esperaba tan poco (Franck nunca muestra sus debilidades, y ahora mismo, por ejemplo, si se ha desmayado es para ocultarnos lo mucho que sufre) que tardé un momentito en contestar.

(Eso también es algo que he aprendido con él… Esa manera solapada que tienen las inseguridades de colarse siempre en los lugares más inesperados y más retorcidos, y eso le pasa sobre todo a la gente que es mucho más fuerte que uno).

No dije nada.

Esperé a que pasara un ángel… Y otro más… Y un tercero, y éste ya por fin me guiñó un ojo haciéndome un gesto de aprobación, así que me contoneé para atraer su atención.

—Te apuesto cualquier cosa a que te equivocas.

Y, al ver que no reaccionaba, puse toda la carne en el asador:

—Eh, Franck… ¿Me oyes? Vuelve a mirarme un poco, por favor. Te apuesto un chicle Malabar de dos sabores a que nadie se burlará de ti…

¡Y, joder, esa apuesta la gané de sobra! ¡De sobra! Y lloro al recordarlo… Todavía lloro…

Perdón… Perdón… Es el frío, es el hambre, es el cansancio… Perdón…

¡Lloro porque no es un solo chicle lo que habría tenido que darme, sino un kilo de chicles! ¡Un contenedor entero! ¡Un tráiler!

Sí, debería haberme sepultado bajo una avalancha de Malabares si hubiera tenido el valor de confiar en mí…

A causa del orden cronológico de la obra, hubimos (empleo este tiempo verbal para que mi relato quede como más épico) de recitar los últimos. Concedionos la señora Guillet el permiso de salir cinco minutos al pasillo a cambiarnos de vestimenta, y, cuando volvimos a nuestro templo del saber, yo ataviada tan sólo con mi vestido de tela de saco y con mi crucifijo al cuello, y él, con las caderas bien ceñidas en su levita de botones dorados y calzado con sus altas botas de escudero campestre, enseguida pareció que el viento soplaba a nuestro favor.

Sí, ya en ese momento los murmullos incesantes de los que tantas veces habíamos sido el blanco Franck y yo sonaron clara, pero clarísimamente, distintos…

Parecionos que el público estaba de nuestro lado, y después pusímosnos… pusímonos… Mierda, espera, me voy a dejar de tanta épica porque, si no, no me voy a aclarar en la vida, y después simplemente recitamos otra vez lo que nos sabíamos absolutamente de memoria a fuerza de haberlo repasado y repasado mil veces en el pequeño comedor mortuorio de Claudine.

Sólo que lo recitamos mucho mejor.

Yo, porque tenía el mismo miedo que Camille, y él, porque se liberó de sí mismo…

Haciendo caso omiso de lo que había dictado el sorteo, interpretamos toda la quinta escena del segundo acto, es decir, mucho, mucho más de lo que nos había impuesto la profesora.

¿Cuántas veces puede amar un hombre honrado?

Si el cura de su parroquia soplara sobre usted y me dijera que me amará toda la vida, ¿tendría yo razón en creerle?

¡Levanta la cabeza, Perdican! ¿Qué hombre hay que en nada cree?

Cumple con su oficio de hombre joven y sonríe cuando le hablan de mujeres afligidas…

¿Es entonces su amor una moneda, para que pueda pasar así de mano en mano hasta la muerte?

No, no es una moneda; pues hasta la más fina moneda de oro vale más que usted y, pase por la mano que pase, conserva su efigie.

Ya está. Esto es todo lo que recuerdo de mi papel.

Y esos retazos de inquietud, o ese poco de Camille que me queda, los repito en la noche y los repito para ti, estrellita…

¿Cuántas veces puede amar un hombre honrado?

¡Levanta la cabeza, Perdican!

¿Es entonces su amor una moneda?

Es hermoso, ¿verdad?

Y ahora que el tiempo ha pasado, y que siempre he amado para toda la vida y siempre he abandonado para siempre, y he llorado, y he sufrido, y he hecho sufrir, y lo he hecho otra vez y lo volveré a hacer de nuevo, entiendo mejor a mi querida Camille…

En esa época yo estaba tan en pie de guerra que la tomé por una pesada de tres pares de narices, pero hoy sé exactamente quién era: una huérfana.

Una huérfana como yo, que, como yo, se moría por ser amada…

Sí, hoy la interpretaría con más ternura…

En cuanto a Franck, es muy sencillo: hizo vibrar a toda el aula 204 del edificio C del colegio JacquesPrévert en la segunda hora de clase de la mañana, ese jueves de abril de ya no recuerdo qué año.

Sí, eso es.

Dio vueltas y vueltas, dio saltitos, me chinchó, dio vueltas a mi alrededor, transformó la mesa de la profe en el pretil de un pozo, levantó su silla y la volvió a dejar con un golpe seco, se apoyó en la pizarra, jugueteó con una tiza, le habló a mi sombra, que se había refugiado entre el armario de los diccionarios y la salida de emergencia, se precipitó sobre los empollones de la primera fila y les habló tomándolos por testigos…

Fue un donjuán, un chiquillo, un hidalgo de provincias que conservaba aún en la piel el perfume de las cortesanas de París, un bobo, un gilipollas, un chico mordaz y delicado.

Y enamorado… Y orgulloso… Y farolero… Y seguro de sí mismo… Y herido quizá…

Sí… Herido de muerte…

Ahora que ha pasado el tiempo y que etc., es una pregunta que me hago.

Como Franck, Perdican debía de sufrir más de lo que era capaz de mostrar…

Resumiendo, todo esto para decirte que, cuando llegó el momento de pensar en mi Malabar más que en mi virginidad, quiero decir, cuando esas palabras que tanto le angustiaban el día anterior salieron sin freno de su corazón por fin liberado, cuando me tocó a mí escucharle con mucha más atención de la que puso Camille en su momento porque yo sabía cuánto le costaba decirlas, sí, cuando me soltó así (perdón de antemano por los errores, durante mucho tiempo me lo supe de memoria, pero ya se me han olvidado unas cuantas cosillas), mirándome a los ojos y con la mano puesta ya en el pomo de la puerta de nuestra aula:

Adiós, Camille. Vuelve a tu convento. Y cuando te sigan abrumando con esos abominables relatos que te han envenenado, responde lo que voy a decirte: Todos los hombres son embusteros, inconstantes, falsos, charlatanes, hipócritas, orgullosos o cobardes, despreciables y sensuales; todas las mujeres son pérfidas, vanidosas, embusteras, curiosas y depravadas; y el mundo no es sino una cloaca sin fondo donde las focas más informes reptan y se retuercen sobre montañas de fango; pero en este mundo existe algo santo y sublime, y es la unión de dos de esos seres tan imperfectos y tan horrendos… Ocurre a menudo que en amor nos sintamos engañados, heridos y desgraciados, pero seguimos amando. Y, con un pie en la tumba, volvemos la vista atrás y nos decimos: Muchas veces sufrí, algunas erré, pero siempre amé. Y todo eso yo mismo lo viví, yo mismo, y no un ser falso por mi orgullo y mi tedio creado.

Eh…

Hasta tú te has dejado cautivar, ¿verdad?

Así que, como bien te imaginarás, la palabra «foca» pasó inadvertida, y nadie dijo ni mu.

Nadie se burló. Nadie.

Y nadie aplaudió tampoco. Nadie.

¿Y sabes por qué?

¿No? Sí, claro que sí. ¿Lo adivinas, verdad?

Vamos…

¡Pues porque les dio por culo a todos esos mariconcetes!

¡Jajaja!

Perdón, estrellita, perdón… Estoy avergonzada… Es sólo que quería oír mi risa en la noche… Para darme ánimos y saludar a las lechuzas…

Perdón.

Vuelvo a empezar:

Nadie aplaudió porque estaban todos tan estupefactos que sus cerebros cretinos no encontraban el botón «brazos» del mando a distancia.

El peor, el de la profe. Ése se había fundido del todo dentro de su caja…

Ahora en serio, ese momento duró mucho, mucho tiempo… Uno… Dos… Tres… Hasta se hubieran podido contar los segundos, como hacen los árbitros en los combates de boxeo. Nosotros nos quedamos muy quietos. No sabíamos muy bien si teníamos permiso para salir del aula para ir a cambiarnos de ropa o si teníamos que sentarnos con los disfraces puestos, y entonces se oyeron unas tímidas palmas al fondo del aula, y después, claro, todos los demás se pusieron a aplaudir también.

Todos. Como locos. A lo bestia.

Fue como un enorme petardo que nos hubiera estallado en plena cara.

Y… O h …

Qué bonito fue…

Pero lo más bonito, para mí, ocurrió justo después:

Cuando sonó el timbre, y se largaron todos al recreo, la profe se acercó a nosotros mientras guardábamos los accesorios y nos preguntó si nos parecía bien volver a interpretar la escena para sus otras clases. Y hasta delante de otros profes y del director del colegio y tal.

Yo me quedé callada.

Yo en el colegio siempre me quedaba callada, para descansar.

Me quedé callada, pero no quería. No porque me hubiera dado corte actuar, sino porque la vida me había enseñado que era mejor no pedirle demasiado. Lo que acabábamos de vivir era como un regalo. Y ya está, ya lo habíamos abierto. Ahora quería que nos dejaran en paz con nuestro regalo. No quería correr el riesgo de estropearlo o de que me lo mangaran. Tenía muy pocas cosas bonitas que fueran mías, y ésa me gustaba tanto que ya no quería volver a enseñársela a nadie nunca más.

La señora Guillet nos miraba suplicante, pero en lugar de sentirme halagada, me puse un poco triste. Ella era como todos los demás… No sabía nada. No veía nada. No entendía nada. No tenía ni idea de… del camino que habíamos tenido que recorrer, Franck y yo, para conseguir callarles la boca a todos y dejarlos turulatos…

¿Y ahora qué? ¿Qué se creía? ¿Que éramos monos de feria? Pues no, bonita, de eso nada… De eso nada… Yo, antes de llegar ahí, estaba en una tumba, y él, metido en una caja. Hoy os hemos demostrado que éramos libres pese a todo, muy bien, pero ahora no penséis que nos tenéis a vuestros pies. Porque para nosotros no era una escena, ¿sabéis?

No era teatro, no eran unos simples personajes. Para nosotros eran Camille y Perdican, dos niños de papá muy charlatanes y súper egoístas, pero nos habían echado una mano cuando estábamos hechos polvo, y ahora nos dejaban solos para que pudiéramos saborear vuestros aplausos, así que idos al cuerno con vuestras ganas de espectáculo, idos al cuerno. No actuamos más y no actuaremos nunca más, por la sencilla razón de que nunca hemos actuado.

Y si aún no lo habéis entendido es que no lo entenderéis nunca, así que…, que os den morcilla…

—¿No queréis? —repitió, súper decepcionada.

Franck me miró, y le dije que no con la cabeza, un minúsculo no. Un gesto que sólo él podía ver. Como un código. Apenas un estremecimiento. Una cosa como de hermanos pieles rojas.

Entonces se volvió hacia ella y le soltó, en plan súper definitivo y súper relajado a la vez:

—No, gracias. A Billie no le apetece mucho, y yo respeto su voluntad.

Y eso, eso de verdad me causó un impacto, un impacto tremendo.

Todavía tengo la marca y nunca haré nada por ocultarla.

Porque estoy demasiado orgullosa…

Porque su amabilidad, su paciencia, la amabilidad de Claudine, su granadina caducada desde 2003, sus manos tan calentitas en mi nuca mientras me ponía bien el vestido, el silencio de hacía un momento, los aplausos desenfrenados, la profesora que hasta entonces sólo se había fijado en mí para humillarme o para ponerme un cero tras otro y que ahora me suplicaba para poder quedar bien con el director, todo eso era muy agradable, no digo que no, pero no importaba lo más mínimo comparado con la frase que Franck acababa de pronunciar…

Ni lo más mínimo.

«Respeto su voluntad».

Se respetaba mi voluntad.

¡Y delante de un profesor, encima!

Pero… Pero yo, algunas noches, sólo para poder cenar algo, ¡tenía que pelear duro! Yo, algunas mañanas, no sabía siquiera si mis… No, nada… En mi caso, ¡la palabra «respeto» estaba tan vacía que ni siquiera entendía para qué la habían inventado! Pensaba que era una chorrada de ésas para terminar una carta. En plan «respetuosamente le saluda» y después la firma debajo y tal, y entonces…, entonces…, ese chavalín, entonces…, ese pequeño Franck Mumu que como mucho pesaría cincuenta kilos, y eso con zapatos incluidos, ¿qué acababa de hacer? ¿Pegarle un corte a una profesora delante de mí y obligarla a mirarme con expresión suplicante?

Oh, Dios mío. Era la pera.

Eso sí que era la pera…

¿Perdón? ¿Qué decís, paletos? ¿Todavía queréis darnos más la vara? Ah, pues no. No, gracias. Resulta que a Billie no le apetece mucho y que alguien respeta su voluntad.

Ah, eso…

Eso me hizo renacer…

De hecho, en cuanto la Guillet se dio la vuelta, yo que nunca abro la boca en clase, me puse a gritar. A gritar como un animal salvaje. Supuestamente para relajar la tensión pero en realidad, y sólo ahora me doy cuenta, no era en absoluto por una cuestión de estrés o de tensión que evacuar, fue el grito de un recién nacido.

Grité, reí y viví.

Así que, estrellita, de verdad voy a echar el resto para convencerte de que nos ayudes una vez más, pero si no quieres, no te preocupes, a mi querido Francky lo salvaré de todas maneras.

Si es necesario, cargaré con él y me iré hasta la otra punta del mundo apretando los dientes. Sí, si es necesario, cargaré con él hasta la Luna y acabaremos en urgencias en Marte pero, mientras tanto, tranquila, tú y las demás podéis contar conmigo para que se haga mi voluntad.

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