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TERCERA PARTE - Recuento de victimas » 64

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—¿Qué diantre es esto, Marco? —grité—. ¿De pronto tienes información sobre los McDaniels?

Marco no respondió, ni siquiera se mosqueó.

—Hablo en serio, Ben —dijo, y dando la espalda a la calle sacó la pistola de la cintura y me apuntó al vientre—. Abre la puerta.

Me quedé paralizado. Había conocido un poco a Marco Benevenuto, había pasado un par de horas sentado junto a él en un coche, y ahora se había quitado la gorra de chófer, el bigote, se había puesto una americana de seiscientos dólares y me tenía a su merced.

Yo estaba avergonzado y confundido.

Si me negaba a dejarlo entrar en mi edificio, ¿me dispararía? No podía saberlo, pero intuía que me convenía dejarlo entrar.

Mi curiosidad superaba ampliamente mi cautela, pero quería satisfacer esa curiosidad empuñando una pistola. Mi bien aceitada Beretta estaba en mi mesilla, y confiaba en poder echarle mano una vez hubiéramos entrado.

—Guarda esa cosa —dije, encogiéndome de hombros ante su media sonrisa burlona. Abrí la puerta, y subí los tres tramos de escaleras con el ex chófer de los McDaniels a mi zaga.

Aquel edificio era uno de esos ex almacenes que se habían usado con fines residenciales en los últimos diez años. Me encantaba el lugar. Una unidad por piso, techos altos, paredes gruesas. Ningún vecino entrometido. Ningún sonido molesto.

Abrí los gruesos candados de la puerta del frente y lo dejé pasar. Él cerró la puerta.

Apoyé el maletín en el suelo de cemento.

—Siéntate —dije, y me dirigí a la cocina. El anfitrión perfecto—. ¿Qué quieres beber, Marco?

—Gracias —dijo él detrás de mi hombro—. Por ahora, nada.

Reprimí el reflejo de abalanzarme sobre él, saqué una naranjada de la nevera y lo conduje a la sala de estar, donde me senté en un extremo del sillón de cuero. Mi «invitado» eligió el sofá.

—¿Quién eres en verdad? —le pregunté mientras él echaba un vistazo a mi vivienda, mirando las fotos enmarcadas, los viejos periódicos del rincón, los títulos de los libros. Tuve la sensación de estar en presencia de un espía sumamente observador.

Al fin apoyó la Smith & Wesson en la mesilla, a tres metros de donde yo estaba, fuera de mi alcance. Hurgó en el bolsillo del pecho, extrajo una tarjeta con los dedos y la deslizó por la mesa de vidrio.

Leí el nombre impreso y el corazón me dio un vuelco.

Conocía la tarjeta. La había leído antes: «Charles Rollins. Fotógrafo. Talk Weekly».

Mi mente hurgaba en el pasado. Me imaginé a Marco sin bigote, y traté de recordar la cara de Charles Rollins mientras rescataban del mar el cuerpo de Rosa Castro. Aquella noche, cuando Rollins me había dado su tarjeta, llevaba una gorra de béisbol y quizá gafas. Había sido otro disfraz.

El cosquilleo de mi nuca me decía que aquel tío guapo y elegante sentado en mi sofá había estado muy cerca de mí en las dos semanas que yo había pasado en Hawai. Casi desde mi llegada.

Me había estado vigilando. Y yo no había reparado en él. Pero ¿qué pretendía?

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