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CUARTA PARTE - Caza mayor » 122

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Se me hizo un nudo en la garganta y temblaba espasmódicamente, sudando. Me aliviaba que Henri hubiera muerto, pero al mismo tiempo mi sangre gritaba en mis arterias. Me aterraban las imágenes morbosas e indelebles que acababan de grabarme en el cerebro.

Dentro de la sala de interrogatorios, la expresión impávida de Horst Werner no había cambiado, pero alzó la cara y sonrió dulcemente cuando se abrió la puerta y entró un hombre de traje oscuro que le apoyó una mano en el hombro.

Mi intérprete confirmó mi intuición: había llegado el abogado de Werner.

La conversación entre el abogado y el comisario Voelker fue un breve y áspero cruce de palabras que se resumía en un hecho inapelable: no había pruebas suficientes para retener a Werner.

Me quedé pasmado viendo cómo Werner salía de la sala con su abogado. Libre.

Un momento después, Voelker se reunió conmigo en el cuarto de observación y me dijo que aún no había terminado. Ya se habían obtenido órdenes judiciales para inspeccionar los datos bancarios y telefónicos de Werner. Presionarían a los miembros de la Alianza allá donde estuvieran, aseguró. Sólo era cuestión de tiempo, y acabarían encerrando a Werner. La Interpol y el FBI ya trabajaban en el caso.

Salí de la comisaría con las piernas flojas, pero disfruté del aire puro y la luz diurna. Un coche aguardaba para llevarme al aeropuerto. Le dije al chófer que se diera prisa. Encendió el motor y subió el cristal de la mampara, pero tras arrancar mantuvo una velocidad moderada.

En mi cabeza, Van der Heuvel decía: «Tenga miedo de Horst Werner». Y vaya si tenía miedo. Werner se enteraría de que yo había hecho transcripciones de la confesión de Henri. Se podían usar como prueba contra él y los Mirones. Yo había reemplazado a Henri como el gran testigo, el que podía arruinar a Werner y a los demás con acusaciones de asesinato múltiple.

Mi cerebro cruzaba continentes. Golpeé la mampara. —Más aprisa —le grité al conductor—. Vaya más aprisa.

Tenía que llegar hasta Amanda en avión, en helicóptero, en lo que fuera. Tenía que llegar el primero. Teníamos que ocultarnos. No sabía por cuánto tiempo, ni me importaba.

Sabía lo que haría Horst Werner si nos encontraba.

Lo sabía.

Y no podía dejar de preguntarme otra cosa: ¿Henri estaba muerto de verdad?

¿Qué había visto en la comisaría?

Aquel parpadeo, ¿era un guiño? ¿Aquella filmación era una de sus artimañas?

—Más aprisa.

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