Bikini

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SEGUNDA PARTE - Vuelo nocturno » 42

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Se oyó el alarido de una mujer por encima del bramido del helicóptero. Me giré, vi a una mujer morena, un metro sesenta, quizá cuarenta y cinco kilos, corriendo hacia la cinta amarilla.

—¡Rosa, Rosa! —gritaba en español—. ¡Madre de Dios, no!

—¡Isabel, no vayas ahí! —Le gritaba un hombre que la seguía de cerca—. ¡No, Isabel!

La alcanzó y la estrechó en sus brazos, y la mujer lo golpeó con los puños, tratando de zafarse.

—¡No, no, no! —gritaba—. ¡Mi niña, mi niña!

Los policías rodearon a la pareja y los gritos frenéticos de la mujer se apagaron mientras se la llevaban de allí. Una manada de reporteros corrió hacia los padres de la chica muerta. Sus ojos lobunos parecían relucir. Patético.

En otras circunstancias, yo habría formado parte de esa manada, pero ahora estaba con Eddie Keola, subiendo por la costa rocosa donde estaban emplazadas las cámaras de los medios. Los corresponsales de la televisión local hablaban ante las cámaras mientras una camilla llevaba el maltrecho cuerpo a la furgoneta del forense. Cerraron las puertas y el vehículo se alejó.

—Se llamaba Rosa Castro —me dijo Keola mientras subíamos al jeep—. Tenía doce años. ¿Has visto esas ligaduras? Los brazos y las piernas sujetos a la espalda.

—Sí, lo he visto.

Había visto violencia durante casi la mitad de mi vida, y había escrito sobre ella, pero el asesinato de esa niña me trajo imágenes tan horrorosas que sentí náuseas. Me tragué la bilis y cerré la portezuela del jeep.

Keola enfiló hacia el norte.

—Por eso no quería que llamaras a los McDaniels —me dijo—. Si hubiera sido Kim… —Su móvil lo interrumpió. Rebuscó en el bolsillo de la chaqueta y se apoyó el teléfono en la oreja—. Hola, Levon —dijo—, no, no es Kim. Sí, he visto el cadáver. Estoy seguro. No es vuestra hija.

Añadió que pasaríamos por su hotel y diez minutos después estábamos en la entrada del Wailea Princess.

Barbara y Levon estaban en la galería, y el céfiro les hacía ondear el pelo y el nuevo atuendo hawaiano. Se cogían de las manos fuertemente y tenían el semblante pálido de fatiga.

Caminamos con ellos hasta el vestíbulo y Keola explicó que la niña muerta había sido asfixiada, sin entrar en los detalles truculentos.

Barbara preguntó si podía haber una relación entre la muerte de Rosa y la desaparición de Kim, un modo de pedir una tranquilidad que nadie podía darle. Aun así, yo lo intenté. Dije que los asesinos en serie tenían preferencias y sería raro que uno de ellos matara a una niña y también a una mujer. «Raro, pero no inaudito», pensé.

No sólo le decía a Barbara lo que ella quería oír, sino que me confortaba a mí mismo. En ese momento no sabía que el asesino de Rosa Castro tenía un apetito voraz y variado para torturar y asesinar.

Y jamás se me pasó por la cabeza que ya lo conocía, que había hablado con él.

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