Bikini

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CUARTA PARTE - Caza mayor » 119

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Van der Heuvel puso un fin abrupto a nuestra reunión, y me despidió diciendo que debía tomar un vuelo.

Mi cabeza parecía una olla a presión a punto de estallar. La amenaza contra mí se había duplicado, una guerra en dos frentes: si no escribía el libro, Henri me mataría; si lo escribía, me mataría Werner.

Aún no había encontrado a Henri, y ahora debía impedir que Van der Heuvel le hablara a Werner del libro y de mí.

Saqué la Ruger de Henri de la funda del ordenador y encañoné al holandés.

—¿Recuerda que le dije que no tenía interés en usted ni en la Alianza? —Dije con la voz crispada por el miedo y la furia contenidos—. He cambiado de parecer. Tengo un gran interés.

Él me miró con desdén.

—Hawkins, si me mata se pasará el resto de su vida entre rejas. Y Henri seguirá suelto y viviendo a todo lujo en alguna parte del mundo.

—Quítese el abrigo —ordené, moviendo la pistola—, y todo lo demás.

—¿A qué viene esto, Hawkins?

—Me gusta mirar. Ahora cierre el pico. Quítese toda la ropa. La camisa, los zapatos, los pantalones, todo.

—Usted es un auténtico imbécil —dijo, obedeciendo.

—¿De qué puede acusarme? ¿Un poco de pornografía en mi ordenador? Esto es Ámsterdam. No somos mojigatos como los americanos. No puede vincularme con nada de esto. ¿Me ha visto a mí en alguno de esos vídeos? No lo creo.

Aferré la pistola con ambas manos, encañonándolo, y cuando estuvo desnudo le dije que se apoyara contra la pared de cara a la misma. Luego le propiné un culatazo en la nuca, el mismo tratamiento que Henri me había dado a mí.

Dejándolo inconsciente en el suelo, recogí la corbata de la ropa amontonada en la silla y le maniaté las muñecas a la espalda.

Su ordenador estaba conectado a Internet y trabajé deprisa, adjuntando los vídeos de Henri Benoit a mensajes dirigidos a mi correo. ¿Qué más podía hacer? De la mesa cogí un marcador fluorescente y me lo metí en un bolsillo de la americana.

Luego recorrí el inmaculado loft de Van der Heuvel, que abarcaba toda la planta. El hombre cuidaba su vivienda. Tenía objetos hermosos. Libros caros. Dibujos. Fotografías. El guardarropa era como un museo de la indumentaria. Era indignante que un hombre tan ruin, tan depravado, pudiera llevar una vida tan lujosa y despreocupada.

Fui hasta la suntuosa cocina y encendí los hornillos de gas.

Arrojé servilletas y corbatas de doscientos dólares al fuego y cuando las llamas llegaron al techo, se activó el sistema antiincendios.

Una alarma vibró en la escalera y tuve la certeza de que otra alarma sonaría en un cuartel de bomberos cercano.

Mientras el agua anegaba los exquisitos suelos de madera, regresé a la sala principal, guardé ambos ordenadores y me los eché al hombro.

Luego abofeteé al holandés, lo llamé por su nombre y lo obligué a levantarse.

—¡Arriba! ¡Levántese! ¡Vamos!

Pasé por alto sus preguntas mientras lo llevaba escalera abajo hasta la calle. El humo brotaba por las ventanas y, tal como esperaba, una multitud de mirones y curiosos se había congregado delante de la casa; hombres y mujeres bien vestidos, viejos y niños con bicicletas que la ciudad ofrecía gratis a los residentes.

Obligué a Van der Heuvel a sentarse en el bordillo y destapé el marcador. «Asesino», le escribí en la frente. Él le habló a la multitud con voz estridente. Estaba rogando, pero la única palabra que le entendí fue «policía». Comenzaron a aparecer teléfonos móviles.

Pronto aullaron las sirenas, y cuando se aproximaron yo quería ulular con ellas. Pero mantuve la pistola de Henri apuntada a Van der Heuvel y esperé la llegada de la policía.

Cuando llegaron, dejé la Ruger en la acera y señalé la frente de Van der Heuvel.

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