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SEGUNDA PARTE - Vuelo nocturno » 52

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El teléfono sonó junto a mi oído, sobresaltándome. Cogí el auricular.

—¿Levon? —pregunté.

—Soy Dan Aronstein. El que te paga el sustento. Hawkins, ¿estás enterado del caso Winkler?

—Sí, jefe, estoy en ello. Siempre que cuelgues y me dejes trabajar, ¿vale?

Volví a mirar la televisión. Los locutores locales, Tracy Baker y Candy Ko'olani, habían añadido una nueva cara procedente de Washington.

«¿Las muertes de Rosa Castro y Julia Winkler podrían estar relacionadas? —Le preguntó Baker a John Manzi, ex investigador del FBI—. ¿Estamos ante un asesino en serie?».

Una expresión aterradora. Asesino en serie. La historia de Kim recorría el mundo entero, y éste estaría pendiente de Hawai y el misterio de la muerte de dos bellas muchachas.

El ex agente Manzi se tiró del lóbulo de la oreja, dijo que los asesinos en serie solían dejar una impronta inequívoca en su manera de matar.

«Rosa Castro fue estrangulada, pero con cuerdas. Su deceso se produjo por ahogo. Sin hablar con el forense, sólo puedo basarme en los informes de testigos, según los cuales Julia Winkler murió a manos de alguien que la estranguló. Es prematuro afirmar que estas muertes sean obra de la misma persona, pero sí puedo adelantar que la estrangulación manual revela un toque personal. El asesino disfruta más porque la víctima tarda en morir. No es como dispararle».

Kim. Rosa. Julia. ¿Era coincidencia? Ansiaba hablar con Levon y Barbara, comunicarme con ellos antes de que vieran la noticia de Julia, para prepararlos de algún modo, pero no sabía dónde estaban.

Barbara había llamado el día anterior por la mañana para avisarme de que ella y su marido irían a Oahu para verificar lo que quizá fuera una pista falsa, y desde entonces no tenía noticias de ellos.

Bajé el volumen del televisor y llamé al móvil de Barbara. No obtuve respuesta, así que colgué y llamé a Levon. Él tampoco respondió. Tras dejar un mensaje, llamé al conductor, y me enviaron al buzón de voz de Marco, así que le dejé mi número de teléfono y le dije que mi llamada era urgente.

Me duché y me vestí deprisa, ordenando mis ideas, sintiendo una inquietud difusa pero apremiante. Algo me molestaba, pero no lograba precisar qué era. Parecía un mosquito que no puedes aplastar. O ese tenue olor a gas cuyo origen desconoces. ¿Qué era?

Llamé de nuevo a Levon y le dejé un mensaje. Luego llamé a Eddie Keola; él tenía que saber cómo encontrar a los McDaniels.

Era su trabajo.

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