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TERCERA PARTE - Recuento de victimas » 74

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A la noche siguiente, de vuelta en Los Ángeles, aún me sentía en un mundo irreal. Amanda preparaba una cena de cuatro estrellas en su cocina minúscula mientras yo exploraba Internet sentado a su escritorio. En mi mente tenía imágenes indelebles de la ejecución de Kim McDaniels que me llevaron a muchos sitios web que comentaban trastornos de la personalidad. Pronto me centré en la descripción de los asesinos en serie.

Media docena de expertos convenían en que estos homicidas casi siempre aprenden de sus errores. Evolucionan. Toman distancia y no sienten el dolor de las víctimas. Siguen aumentando el peligro para realzar la emoción.

Entendía por qué Henri estaba tan feliz y satisfecho. Le pagaban por hacer lo que le encantaba hacer, y ahora un libro sobre su pasión sería una especie de desfile de la victoria.

Llamé a Amanda, que vino a la sala con una cuchara de madera en la mano.

—La salsa se quemará.

—Quiero leerte algo. Esto es de un psiquiatra, un veterano de Vietnam que ha escrito mucho sobre asesinos en serie. Aquí está. Escucha, por favor: «Todos tenemos algo de asesino en nosotros, pero cuando llegamos al proverbial borde del abismo, podemos retroceder un paso. Los sujetos que matan una y otra vez han saltado al abismo y han vivido en él durante años».

—No diré «Ten cuidado con lo que deseas», Ben, porque eso no basta para describir lo que será trabajar con esta… criatura.

—Si pudiera alejarme de esto, Amanda, echaría a correr. A correr.

Ella me besó la coronilla y siguió removiendo su salsa. Poco después sonó el teléfono.

—Aguarde, lo llamaré —dijo Amanda.

Me entregó el teléfono con una expresión que sólo puedo describir como horror puro.

—Es para ti.

—¿Sí? —dije al auricular.

—¿Cómo ha ido nuestra gran reunión en Nueva York? —Me preguntó Henri—. ¿Tenemos un contrato?

Mi corazón dio un brinco. Hice lo posible por conservar la calma.

—Estamos trabajando en ello —dije—. Hay que consultar a mucha gente, con la cantidad de dinero que pides.

—Lamento oír eso.

Yo tenía la aprobación de Zagami y se lo podía haber dicho, pero estaba escrutando el crepúsculo por la ventana, preguntándome dónde se encontraba Henri, cómo sabía que Amanda y yo estábamos allí.

—Haremos ese libro, Ben —dijo—. Si Zagami no está interesado, se lo llevaremos a otro. Pero, de cualquier modo, recuerda tus opciones. Escribir o morir.

—Henri, no me he expresado con claridad. Tenemos un acuerdo. Están trabajando en el contrato. Papeleo. Abogados. Hay que llegar a una cifra y hacer una oferta. Es una empresa enorme, Henri.

—Perfecto, entonces. Descorchemos el champán. ¿Cuándo tendremos esa oferta en firme?

Le dije que esperaba noticias de Zagami en un par de días y que luego habría que redactar un contrato. Era la verdad, pero aun así sentí vértigo. Iniciaría una sociedad con un gran tiburón blanco, una máquina de matar que no dormía nunca.

Henri nos observaba en ese preciso momento, ¿o no?

Nos observaba continuamente.

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