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SEGUNDA PARTE - Vuelo nocturno » 32

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El conductor, «Marco», observó hasta que Hawkins y los McDaniels pasaron entre los estanques de carpas y entraron en el hotel. Después puso el coche en marcha, cogió por Wailea-Aluani Drive y se dirigió al sur.

Mientras conducía, palpó bajo el asiento, extrajo una bolsa de nailon y la puso a su lado. Luego metió la mano detrás del retrovisor, donde había instalado la flamante microcámara inalámbrica de alta resolución. Sacó la cinta y se la guardó en el bolsillo de la camisa.

Temía que la cámara se hubiera desplazado durante el viaje de regreso y el ángulo fuera inadecuado, pero aunque sólo grabara los llantos, tenía la banda de sonido para otra escena. Levon hablando de sus «malas manos», las de Marco. Para partirse de risa.

El astuto Marco.

«Imagínate su sorpresa cuando deduzcan la verdad. Si es que alguna vez la deducen».

Sintió excitación al pensar en el dineral que le supondría el nuevo contrato, el grueso fajo de euros con posibilidades de duplicarse si la Alianza aceptaba la totalidad del proyecto.

Les haría erizar el pelo hasta las raíces, tan buena sería esta película, y sólo tenía que hacer lo que él sabía hacer. Sin duda resultaría su mejor trabajo.

Vio que se aproximaba al giro, puso el intermitente, viró hacia el carril derecho y entró en el aparcamiento de las tiendas de Wailea. Aparcó el Caddy en el sector sur, lejos de las cámaras de vigilancia de la galería comercial, junto a su insípido Taurus alquilado.

A salvo detrás de los cristales tintados del Caddy, el asesino se quitó el disfraz de Marco: gorra y peluca, bigote postizo, librea, botas de vaquero. Luego sacó a «Charlie Rollins» de la bolsa: la gorra de béisbol, las ajetreadas Addidas, las gafas panorámicas, el pase de periodista y ambas cámaras.

Se cambió rápidamente, guardó el disfraz de Marco e inició el viaje de regreso al Wailea Princess en el Taurus. Le dio al botones una propina de tres dólares, luego se registró en recepción, y tuvo la suerte de conseguir una habitación con cama grande y vistas al mar.

Henri, en su identidad de «Charles Rollins» se alejó de la recepción y se dirigió a la escalera en el extremo del deslumbrante vestíbulo de mármol. Vio a los McDaniels y a Ben Hawkins sentados ante una mesa de cristal, bebiendo café.

Sintió que se le aceleraba el corazón cuando Hawkins giró, lo miró y vaciló una fracción de segundo: tal vez su mente instintiva lo había identificado, antes de que la mente racional, engañada por el disfraz de Rollins, le hiciera desviar la mirada.

Todo podría haber terminado con aquella mirada, pero Hawkins no lo había reconocido, y él había estado sentado a su lado durante horas en el coche. Eso era lo más emocionante, exponerse al límite sin ser descubierto.

Así que Charlie Rollins, fotógrafo de la inexistente

Talk Weekly, elevó la apuesta. Levantó su Sony («Sonreíd, amigos») y sacó tres fotos de los McDaniels.

«Os he pillado, mamá y papá».

Su corazón aún palpitaba cuando Levon frunció el ceño y se inclinó hacia delante, impidiendo que la cámara registrara a Barbara.

Extasiado, el asesino subió a su habitación por la escalera, pensando en Ben Hawkins, un hombre que le interesaba aún más que los McDaniels. Hawkins era un gran escritor de misterio, y cada uno de sus libros era tan bueno como

El silencio de los corderos. Pero Hawkins no había alcanzado la fama. ¿Por qué no?

Rollins insertó la tarjeta en la ranura, se encendió la luz verde y la puerta se abrió para mostrarle una escena de indolente magnificencia en la que él apenas reparó. Su cabeza era un hervidero de ideas, cavilando en cómo integrar a Ben Hawkins en su proyecto.

Sólo se trataba de encontrar el mejor modo de utilizarlo.

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