Bikini

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SEGUNDA PARTE - Vuelo nocturno » 54

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El vestíbulo del Wailea Princess se estaba transformando en un circo de tres pistas. Una fila de turistas alemanes se alineaba ante la recepción, un grupo de chiquillos pedía al jardinero que les dejara alimentar a las carpas, y a diez metros se desarrollaba una presentación sobre atracciones turísticas, con diapositivas, películas y música nativa.

Eddie Keola y yo parecíamos invisibles. Nadie se dignaba mirarnos.

Empecé a analizar los datos, asociando a Rosa con Kim, a Kim con Julia y el chófer, Marco Benevenuto, que les había mentido a los McDaniels y a mí, y la desaparición de los McDaniels.

—¿Qué te parece, Eddie? ¿Ves la conexión? ¿O estoy atizando las llamas de mi calenturienta imaginación?

Keola suspiró.

—Te diré la verdad, Ben: esto me supera. No pongas esa cara. Yo me encargo de infidelidades y reclamaciones de seguros. ¿Qué crees? ¿Que Maui es Los Ángeles?

—¿Por qué no presionas a tu amigo, el teniente Jackson?

—Lo haré. Insistiré para que se comunique con la policía de Oahu y los convenza de buscar a Barbara y a Levon. Si se pone difícil, pasaré por encima de él. Mi padre es juez.

—Eso puede ser útil.

—Ya lo creo.

Keola dijo que me llamaría, y luego me dejó con el teléfono en el regazo. Miré el mar esmeralda desde el vestíbulo abierto. A través de la niebla matinal veía el contorno de Lanai, la pequeña isla donde se había extinguido la vida de Julia Winkler.

En Los Ángeles eran las cinco de la mañana, pero tenía que hablar con Amanda.

—¿Qué cuentas, florecilla? —canturreó en el teléfono.

—Cosas malas, abejorro.

Le comenté la última noticia, y mi sensación de lúgubre desasosiego. Le aclaré que en los últimos tres días no había bebido nada más fuerte que zumo de guayaba.

—Kim ya habría aparecido si pudiera —le dije a Amanda—. No conozco el quién, el dónde, el porqué, el cuándo ni el cómo, pero te juro que creo conocer el qué.

—«Un asesino en serie en el paraíso». La gran nota que esperabas. Quizás un libro.

Apenas oí sus palabras. El dato elusivo que me había molestado desde que había encendido el televisor dos horas antes centelleó en mi cabeza como un letrero de neón rojo. Charles Rollins. El nombre del sujeto al que habían visto con Julia Winkler.

Yo conocía ese nombre.

Le pedí a Amanda que aguardara, saqué la billetera del bolsillo trasero y con una mano trémula ojeé las tarjetas reunidas en la funda transparente.

—Amanda.

—Sigo aquí. ¿Y tú?

—Un fotógrafo llamado Charles Rollins se me acercó en la escena del crimen de Rosa Castro. Trabajaba para la revista

Talk Weekly, de Loxahatchee, Florida. La policía cree que puede haber sido la última persona que vio a Julia Winkler con vida. Y no aparece por ninguna parte.

—¿Hablaste con él? ¿Podrías identificarlo?

—Quizá. Necesito tu ayuda.

—¿Enciendo el ordenador?

—Por favor.

Aguardé, apretando el móvil contra la oreja, y oí el ruido del retrete en Los Ángeles. Al fin, la voz de mi amada reapareció en la línea.

Se aclaró la garganta.

—Ben —dijo—, hay cuarenta páginas de Charles Rollins en Google, tiene que haber dos mil tíos con ese nombre, cien de ellos en Florida. Pero no aparece ninguna revista

Talk Weekly. Ni en Loxahatchee ni en ninguna parte.

—Sólo por probar, mandémosle un e-mail.

Le pasé la dirección electrónica de Rollins y le dicté un mensaje.

—Me lo han devuelto, Ben —dijo Amanda segundos después—. Dirección desconocida. ¿Y ahora qué?

—Te llamo después. Tengo que ir a la policía.

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