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TERCERA PARTE - Recuento de victimas » 67

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La automática de Henri me retenía en mi asiento, pero estaba tan fascinado por su relato que casi me había olvidado del arma.

—¿Quiénes son los Mirones? —pregunté.

—Ahora no. Te lo revelaré la próxima vez. Cuando regreses de Nueva York.

—¿Qué piensas hacer? ¿Meterme en un avión por la fuerza? No podrás llevar el arma.

Henri sacó un sobre del bolsillo y lo deslizó por la mesa. Lo abrí y saqué un fajo de fotos.

Se me secó la boca. Eran instantáneas de Amanda de gran calidad, y recientes. Estaba patinando a sólo una calle de su apartamento, con el top blanco y los pantalones cortos rosados que llevaba cuando habíamos desayunado el día anterior.

Yo también aparecía en una foto.

—Guárdalas, Ben. Creo que son bastante bonitas. Lo cierto es que puedo llegar a Amanda en cualquier momento, así que nada de acudir a la policía. Es sólo un modo de suicidarte, y de paso matar a Amanda. ¿Entiendes?

Un escalofrío me bajó por la espalda desde la nuca. Una amenaza de muerte, con una sonrisa. Acababa de advertirme que podía matar a Amanda, y lo había dicho como si me invitara a almorzar.

—Espera un minuto —le dije. Dejé las fotos y extendí las manos como si empujara a Henri y su arma y su maldita biografía lejos de mí—. No soy el hombre indicado. Necesitas un biógrafo, alguien que haya escrito este tipo de libro y lo considere un trabajo de ensueño.

—Ben, es un trabajo de ensueño y tú eres mi autor. Recházame si quieres, pero tendré que aplicar la cláusula de rescisión, para mi propia protección. ¿Entiendes? —Y añadió con afabilidad, vendiéndome la parte positiva mientras me apuntaba al pecho con su arma—: Mira el lado bueno. Seremos socios. Este libro será un éxito. Hace un rato hablabas de best sellers. Pues eso es lo que pongo en tus manos.

—Aunque quisiera, no puedo… Mira, Henri, soy sólo un escritor. No tengo tanto poder como crees. Maldición, tío, no tienes idea de lo que me pides.

—Te he traído algo que puedes usar como argumento de venta —dijo con una sonrisa—. Noventa segundos de inspiración.

Metió la mano en la americana y extrajo un adminículo que colgaba de un cordel alrededor del cuello. Era una memoria USB, un dispositivo para guardar y transferir datos.

—Si una imagen vale más que mil palabras, calculo que esto vale, no sé, ochenta mil palabras y varios millones de dólares. Piénsalo, Ben. Podrías llegar a ser rico y famoso, o podrías morir. Me gustan las opciones claras. ¿Y a ti?

Se palmeó las rodillas y se levantó. Me pidió que lo acompañara hasta la puerta y luego que me pusiera de cara a la pared. Obedecí.

Cuando desperté un rato después, estaba tendido en el frío suelo. Tenía un chichón doloroso en la nuca y una jaqueca fatal.

El hijo de perra me había dado un culatazo antes de irse.

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