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Introducción

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Vat. 950). Contiene fragmentos que corresponden a la historia de Teseo y su estirpe (justamente donde acaba nuestro texto); a la estirpe de Pélope y, hasta el final, fragmentos referidos a la guerra de Troya, caída de Troya, ciclo de los

Nostoi.

Casi al mismo tiempo —dos años más tarde— e independientemente, en 1887, Papadopoulos-Kerameus descubrió en Jerusalén los

Fragmenta Sabbaitica, que corresponden a un manuscrito griego en el que se encuentra un epítome de extensión, tema y texto casi igual al

Vat. 950 y que perteneció, originariamente, al monasterio de San Sabbas (

Codex Sabbaiticus). Este texto, también abreviado, completa la historia llegando hasta Ulises, sus aventuras y su muerte.

Wagner adelantó la hipótesis de que los fragmentos del Vaticano (

Epitoma Vaticana) eran obra de Juan Tzetzes, que conocía bien a Apolodoro y que había hecho un resumen de su libro de mitología para sus alumnos, porque a veces el epítome coincide con el texto de Apolodoro citado por Tzetzes.

Esta propuesta es plausible, pero podrá igualmente no ser cierta (los

Fragmenta Sabbaitica no coinciden exactamente con el Apolodoro citado por Tzetzes). Y es posible que sea esta obra la que leyó Focio.

Llegados a este punto creo que es conveniente recapitular lo dicho resumiendo todas las hipótesis propuestas. Así resulta el siguiente esquema:

No es imposible que la última de estas hipótesis sea la más cercana a la realidad, salvando la inadecuación de la descripción de Focio por su propio modo de trabajar haciendo resúmenes. De ser esto así estaríamos ante el texto de la

Biblioteca de Apolodoro. Pero no quiero dejar de constatar que la duda sobre el particular es amplia y por tanto que mi especulación está justificada. El propio Müller, en su edición de los

Fragmenta Historicorum Graecorum I, p. XXXVIII, dudaba o presentía la duda sobre el título: «Qui titulus (Bibliotheca) quamquam dubitare licet num ab ipso Apollodoro profectus sit…». Este mismo autor, citando a Welcker, señala (p. XLI) que éste no sólo dudó de que la obra se denominase

Biblioteca, sino que ya observó la inadecuación entre la descripción de Focio y el texto aquí reproducido: «sed hoc ipsum suspicatur non epitomae, quam Photius legit, sed majori nostri operi mythologico propositum, ex eoque Bibliothecae titulum effictum esse».

James Frazer, en su edición de Loeb Classical Library, indica que «whether the author’s name was really Apollodorus or whether that name was foisted on him by the error or fraud of the scribes, who mistook him or desired to palm him off on public for the famous Athenian grammarian, we have no means of deciding[9]».

C. Robert, quizás quien más conspicuamente estudió el problema de la

Biblioteca, la atribuyó a un desconocido Apolodoro; pero H. Diels —seguido por Wagner— señaló en contra, que este nombre era o encubría un anónimo que quiso utilizar el nombre de Apolodoro para llamar la atención sobre su obra[10].

Diversos autores modernamente, cuando se refieren a nuestro autor, prefieren denominarlo el Pseudo-Apolodoro; y Treadgold —en su estudio sobre la

Biblioteca de Focio— lo considera como incorrectamente transmitido por el patriarca; y se pregunta si la

Biblioteca que dice haber leído Focio se ha conservado y si no será igual al

Epítome Vaticano[11].

En esta introducción seguiré utilizando la denominación de la

Biblioteca de Apolodoro por comodidad, aunque ciertamente yo no estoy convencido de que éste fuera su título original ni Apolodoro su autor.

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Nuestro autor se caracteriza por no dar prácticamente nunca referencias personales. Pero, al menos, con cierta frecuencia nos da una idea de cómo ha trabajado en la elaboración de su libro. Como tantos otros autores antiguos sigue una o varias fuentes originales, mas ante puntos concretos o discutidos recurre a la opinión de varios autores que han tratado el tema. Él no deja traslucir su opinión; permanece imparcial y se limita a constatar: «Pero Ferecides dice… pero Hesíodo opina… otros dicen… algunos dicen…». Creo que se puede afirmar que el autor tuvo delante las obras más importantes sobre los problemas que trata. Pasaré, en primer lugar, a individuarlas para luego hacer algunas consideraciones sobre su significado y valor.

Hacer el estudio de las fuentes de la

Biblioteca no es empresa sencilla. Se puede realizar principalmente de dos formas: 1) analizando el texto de la

Biblioteca y contrastándolo con otras versiones que traten sobre lo mismo se puede llegar a saber a quién sigue nuestro autor en cada caso, relato o pasaje. Este análisis, además de largo y complejo y que no es el objeto de una introducción como ésta, ha sido ya hecho extensamente por Van Valk recientemente. Yo he optado aquí, de forma mucho más sencilla y fácil, 2) por individuar los autores que menciona indicando de qué obra se trata o de cuál se pudo servir en cada caso.

Nuestro autor cita nominalmente a los siguientes autores: Homero, Hesíodo, Ferecides, Acusilao, Paniasis, Herodoro, Demarato, Dionisio, Cástor, Asclepíades, Cércope, Píndaro, Apolonio, Telesila, Eurípides, Eumelos, Asio, Estesícoro, Meleságoras (o Ameleságoras) y Filócrates. Sin decir su nombre menciona: al autor de las

Naupactias, al autor de la

Tebaida, al autor de la

Alcmeónida, al autor de los

Nóstoi, a los órficos, a los trágicos genéricamente. Finalmente utiliza, en multitud de ocasiones, fórmulas anónimas —que denotan utilización de fuentes— como «algunos dicen», «dicen», y «según unos», etc.

Los autores más citados son, por este orden: 12 veces Ferecides; 12 Hesíodo; 8 Acusilao; 5 Homero; 4 Eumelo; 4 Eurípides; 3 Paniasis; 2 Cércope; 2 Herodoro; 1 Demarato; 1 Dionisio; 1 Cástor; 1 Asclepiades; 1 Píndaro; 1 Apolonio; 1 Telesila; 1 Asio; 1 Estesícoro; 1 Meleságoras (Ameleságoras); 3 veces a los trágicos en general; 1 al autor de la

Alcmeónida; 1 al autor de los

Nóstoi («Regresos») y, al menos, 34 veces menciona fuentes sin citarlas expresamente.

Podemos primero considerar, aunque sea de forma rápida, quiénes son estos autores, y luego trataré de la forma de trabajar de nuestro autor.

No considero necesario aquí dan un comentario de Homero, Hesíodo, Píndaro, Eurípides, porque son autores suficientemente conocidos por todos[12]. De los otros sí merece la pena hacer un pequeño comentario.

Acusilao de Argos, el más antiguo de los citados, después de Homero, Hesíodo y el autor de los

Nóstoi, es el representante de la épica en prosa que se ocupa de las genealogías de los dioses y los héroes. De hecho sabemos que escribió tres libros de genealogías hacia el 500 a. C. Su obra se caracteriza por ser fundamentalmente expositivo-narrativa, sin ningún tipo de crítica racional[13]. Ferecides es el continuador de Acusilao. Escribió en jónico, poco antes de la Guerra del Peloponeso, una

Teogonia en diez libros. En esta obra incluía genealogías de los Eácidas, de Heracles, etc. Su influencia, así como la de Acusilao, fueron importantes para nuestro autor[14]. La misma existencia de Ferecides fue negada por algunos autores —entre ellos Willamowitz—; pero Jacoby demostró brillantemente la falsedad de este aserto. Herodoro de Heraclea escribió ca. el 400 a. C. una

Heraclea, una

Argonáutica y una

Pelopea cuyos fragmentos ha recogido Jacoby[15]. Hasta aquí los mitógrafos prosistas.

Entre los poetas, el autor de las

Naupácticas, citado en la

Biblioteca, es quizás el más antiguo, y puede ser identificado con Carcino de Naupacto, que escribió sobre los argonautas inmediatamente después de Hesíodo[16]; el autor de la

Tebaida, posterior a Homero, escribió ca. el s. VII a. C. 7000 versos sobre las leyendas del ciclo tebano dentro del ciclo de las Ciprias[17]. Lo mismo ocurre con el autor de la

Alcmeónida que es una continuación del ciclo homérico[18]. Eumelo de Corinto, lírico del s. VIII-VIII a. C., escribió unas

Corintíacas sobre el origen de la ciudad, además de una

Europia y una

Bugonía. Es, pues, casi contemporáneo de Hesíodo y no sabemos nada más de él[19]. Asio escribió sobre Heracles y sus hazañas hacia el siglo VII-VI a. C. Fue uno de los que desarrolló ampliamente el género genealógico. Lo cita Ateneo

verbatim en varias ocasiones[20]. Del 460 a. C. es Paniasis de Halicarnaso, que escribió 14 libros de

Heraclea en verso (3000 dísticos)[21]. La poetisa Telesila de Argos es casi contemporánea (ca. 520-493 a. C.), y además de inventar un tipo de verso, escribió un himno coral a Apolo y Ártemis[22].

Entre los autores del siglo IV a. C. Apolodoro menciona a Asclepiades de Tragilo, discípulo de Isócrates, polemista con Filocoro; escribió una

Tragodoúmena en seis libros muy utilizada por los escoliastas. En ella pretendía mostrar cómo la mitología se refleja en la tragedia griega. Es un autor de tendencia racionalista que no se conforma con las tradiciones o leyendas tal y como le han llegado[23]. Del siglo II a. C. son, Demarato, que escribió unas

Argonáuticas[24], y Dioniso Escitobraquión, alejandrino, evemerista, que trató en sus libros sobre Dioniso, sobre las amazonas, sobre Troya y los argonautas. Su vida y actividad literaria se comprenden entre el 150 y el 90 a. C.[25]. De la misma segunda mitad del II a. C. es Dionisio de Samos —también citado por Apolodoro—, que escribe un

Ciclo, en 7 libros, en el que describe la historia de los dioses, la guerra de Troya y el consabido viaje de los argonautas[26]. Meleságoras, o Ameleságoras, es un atidógrafo que escribe historias sobre el Ática en el siglo II. No sabemos mucho más de él[27]. Y por fin, Cástor de Rodas, que escribió una

Crónica —continuación de la de Apolodoro de Atenas—, según la forma eratosténica, pero mucho menos precisa. Perteneciente a la escuela retórica de Rodas —citado por Cicerón— su

Crónica abarcaba desde el rey asirio Nino hasta Pompeyo Magno (61/60 a. C.), lo cual da un

terminus post quem seguro a nuestro autor[28]. Finalmente los órficos; constituyen una serie de escritos pertenecientes al siglo II a. C., que resumen las opiniones religioso-filosóficas de esta secta sobre la mitología y la religión antigua[29].

Apolodoro cita en muy pocas ocasiones los títulos de las obras que ha tenido en cuenta para elaborar su texto. Pero a veces lo hace. Menciona, por ejemplo, expresamente

El Escudo de Hesíodo[30], las

Argonáuticas de Apolonio de Rodas; la

Enfila de Estesícoro (obra conservada hoy sólo en breves fragmentos); y, aunque de forma indirecta, la

Crónica de Cástor.

Evidentemente Apolodoro utilizó otras fuentes que las mencionadas hasta ahora. Muestra de ello son las treinta y cuatro menciones de opiniones anónimas dispersas en su texto, pero que no nos permiten saber a quién se refieren exactamente. Por otro lado, aunque Apolonio de Rodas y sus

Argonáuticas sólo se menciona en una ocasión, ello no significa que no lo haya utilizado y seguido —como ha demostrado Van der Valk— estrecha y ampliamente.

Un primer problema que se puede plantear es si Apolodoro leyó todas las obras de todos los autores que menciona. No parece probable, sobre todo si se tiene en cuenta el modo de trabajar de los autores clásicos. Pero ello no quiere decir que Apolodoro no haya hecho una labor de investigación. Siguiendo de modo amplio a un autor para la exposición general del tema que le interesa, Apolodoro fue a consultar a los diversos autores que habían escrito sobre lo mismo en casos concretos y discutibles. No necesitaba así leer toda la obra, sino exclusivamente el pasaje o el tema en cuestión debatido, limitándose, sin tomar partido, a exponer la versión diferente que le ofecía otro autor distinto del que él, como norma, seguía. Esto significa un cierto trabajo de investigación, si se quiere llamar así, y no hay por qué pensar que Apolodoro se limitó a citar a los autores ya citados en su fuente. Este método da a su obra, al mismo tiempo, un carácter de seriedad y pedantería, que puede ser importante a la hora de considerar el público al que fue destinada. Es evidente que cualquiera que sea la fecha en la que situemos la

Biblioteca —siempre desde luego después del 60 a. C.— Apolodoro trató de revivir unos episodios y unos autores que debían estar ya olvidados, y que su obra estaba destinada no sólo al entretenimiento sino también a un cierto círculo culto o escolar, al que parece querer ilustrar con sus citas eruditas. Pero Apolodoro no pretende racionalizar ni interpretar la leyenda mitológica que transmite. En este sentido sus fuentes son significativas por su carácter prácticamente uniforme. Su pretensión es ilustrar, recordar y, en cierta medida, rememorar puntualmente.

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Con toda probabilidad Apolodoro escribe para círculos cultos romanos. Pero es evidente que él no es romano, es decir, latino. Es un griego, probablemente de Asia Menor. En su obra no hace nunca una referencia a Roma, al origen de Roma, a la leyenda romana en su vertiente relacionada con la mitología griega: historia de Heracles transportando los bueyes de Gerión a su paso por Italia; Eneas, Troya o Afrodita como base de la descendencia pretendida de los Julio-Claudios y de los mismos romanos. Se trataba, una vez más, de servir de punto de referencia a un público que por un lado estaba interesado eventualmente en las historias antiguas y las leyendas y, por otro, las había olvidado o tenía de ellas solamente una idea vaga y nebulosa.

El autor de la

Biblioteca no es un caso aislado en la literatura, tanto griega como latina, de la época romana. C. Julio Teopompo de Cnido, Alejandro de Mindo (época augusteo-tiberiana), Dionisio de Samos, Higinio y Antonino Liberal (del s. II d. C.), autores todos ellos de «manuales mitográficos», serán sus correspondientes. En este sentido Apolodoro se puede encuadrar en ambos momentos históricos por igual —siglo I o siglo II d. C.—. Todos los esfuerzoss que hagamos para justificar su encuadramiento en uno de estos momentos (augusteo o adrianeo) que, por el ambiente literario propicio o por la coincidencia con otros autores que se dedicaron al mismo género, podrían movernos a situar a Apolodoro en cualquiera de ellos, serían o son inútiles. Se pueden dar razones por igual para uno o para el otro. Los pocos, pero serios, intentos que se han hecho para analizar el lenguaje o el estilo de la

Biblioteca a fin de poder encontrar una fecha para la misma, han resultado infructuosos[31]. En todo caso el siglo I o el II d. C., como he dicho, parecen una cronología amplia aceptable.

Sin embargo, me atrevería a decir que estas dificultades, estas ignorancias y vacíos que tenemos a propósito de la obra que tenemos delante, son lo de menos. Quienes están algo familiarizados con el mundo de la Antigüedad Clásica saben que se trabaja, desgraciadamente, con la desesperada ausencia de todos los datos que nuestra curiosidad y exigencia científica nos requiere. Al final lo que importa es el contenido. Y el contenido está aquí delante, en las páginas que siguen. Por ello renuncio a resumirlo ahora, aunque diré algo sobre el posible destinatario de la

Biblioteca.

Para un romano o greco-romano de Asia Menor, la obra de Apolodoro podría servirle para entretenerse leyendo las aventuras de Heracles, más como una novela que como un tratado de mitología o de religión. Naturalmente su lectura no podía por menos que provocar el escepticismo en lo que se refería a las creencias. Pero la

Biblioteca podía ser al mismo tiempo un instrumento de trabajo indispensable para rétores, historiadores o tratadistas. En ella encontraban siempre la explicación culta adecuada para ilustrar un panegírico de campanillas dirigido al Emperador o la variante de un mito. En la escuela filosófica la

Biblioteca pudo ser un libro indispensable. Ofrecía el mito; ya se encargarían de interpretarlo los filósofos.

En la escuela cotidiana la

Biblioteca debió de ser un libro obligado que servía de ilustración tanto al estudio de Homero como de manual de historia.

El viajero que veía los relieves de los templos o los sarcófagos de las necrópolis llenos de escenas con variedad de personajes, o los teatros inundados de alusiones a Dioniso (basta recordar los estupendos relieves del teatro de Perge, en Asia Menor, que ilustran la infancia del dios del vino), necesitaba de una información que el paso del tiempo había hecho casi olvidar en su forma literaria o ideológica, pero que seguía alimentando el arte y los repertorios de los artistas. A éstos, finalmente, la

Biblioteca podía servir como inagotable fuente de información.

Por todo esto la

Biblioteca no está lejana del mundo, origen y finalidad de obras como la

Descripción de Grecia de Pausanias (s. II d. C.) o como las

Imágenes de Filóstrato (también del siglo II d. C.).

A los cristianos la obra de Apolodoro no pudo por menos que interesarles. No por su categoría literaria ni por su estilo. Sino porque Apolodoro encerraba la prueba palpable de «los errores» del pensamiento pagano, el motivo para su refutación. Para destruir al enemigo hay que conocerlo primero. Y no dudo de que hubiera también en su interés —y precisamente por ello se nos ha conservado— una cierta morbosidad recóndita y no confesada por un libro que está a caballo entre la historia, la leyenda, el romance y un tratado religioso que explica el origen del mundo y de los hombres.

Pero la

Biblioteca de Apolodoro no es un libro de Religión. No es la «Biblia» de la religión griega en la que se conforman las acciones de los hombres. La religión griega —y lo mismo la romana— se caracterizan precisamente (y afortunadamente) por no ser religiones «del libro» o que se basan en «un libro», llámese el Corán, la Biblia o el Evangelio. Pero necesita una explicación de las cosas, que se reúne en un

corpus de leyendas y mitos que no posee carácter canónico o moralizante.

Finalmente, ¿para qué nos sirve hoy Apolodoro? Su lectura puede continuar deleitándonos o divirtiéndonos

per se. Nos puede permitir, sobre todo, penetrar en la esfera del pensamiento mítico. Su lectura sigue siendo, por otro lado, fundamental para los iconografistas o historiadores del arte antiguo. Es difícil dar un paso en el intrincado y a veces oscuro y ambiguo mundo del análisis iconográfico, sin el apoyo literario de las explicaciones de la

Biblioteca.

Pero cada uno puede tomar a Apolodoro según sus intereses. Frazer se dedicó entusiásticamente a su traducción y edición precisamente por su interés en la historia comparada de las religiones, de la etnografía y de la antropología. Y así en sus notas y en sus extensos y numerosos apéndices vemos que los mitos griegos no son una invención literaria simplemente, sino que pertenecen a la estructura del pensamiento religioso humano, sin distinción de localización geográfica o mitológica o cultural. Frazer demuestra igualmente que la

Biblioteca es un instrumento fundamental para quienes pretendan estudiar el origen, la estructura y el mecanismo de los cuentos o de la literatura popular.

Por estas y varias otras razones la traducción de la

Biblioteca de Apolodoro era necesaria. Y sobre todo porque, al límite, yo diría (y hablo por experiencia) que la mitología es quizás el primer paso para amar la Antigüedad Clásica. Y ello ya es bastante.

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La primera edición en griego de Apolodoro con traducción latina se remonta al año 1555 y fue publicada por Benedictus Aegius en Roma. Le siguen las ediciones de Hieronimus Cornelius (Heildelberg, 1599) y Tanaquil Faber (Salmurii, 1661). El filólogo inglés Thomas Gale publica el texto de nuevo en París en 1675 dentro de la serie

Historiae Poeticae Scriptores Antiqui, y en 1803 aparece la gran edición de C. G. Heyne en Göttingen. Siguen a éstas, dos mediocres ediciones francesas: la de E. Clavier (París, 1805) y la de Chr. L. Sommer (Rudolfstadt, 1822). En 1841 C. Müller incluye a nuestro autor en sus

Fragmenta Historicorum Graecorum, I, con comentarios y notas además de traducción latina, y presenta la novedad de colacionar por primera vez el

P. Graecus 2722. Esta edición es seguida poco después por la escasamente crítica de A. Westerman en

Scriptores Poeticae Historiae Graeci (Brunswick, 1843). Teubner publica por vez primera a Apolodoro —de modo igualmente poco satisfactorio— de la mano de I. Bekker en 1854, y, tras la edición de R. Hercher (Berlín, 1874), aparece la definitiva edición de Richard Wagner (Teubner, 1894; segunda ed. 1926; tercera 1965) que presenta la novedad y ventaja sobre todas las demás de incluir los

Fragmenta Vaticana y los

Fragmenta Sabbaitica. Culmina la serie de ediciones la de Sir James G. Frazer (Loeb Class. Library, 2 vols., primera edición Harvard, 1921; segunda, 1939; y tercera, 1954), que incluye igualmente

Fragmenta Vat. y

Sabbaitica. El mérito de la edición de Frazer no está tanto en la propia edición y colación de lecturas textuales, cuanto, especialmente, en el amplísimo —como era de esperar por otro lado del autor de

The Golden Bough— comentario en forma de apéndices y notas de carácter antropológico, etnográfico y de mitología comparada de que hace gala el segundo volumen. Es el mejor homenaje a un autor considerado como de segunda fila, pero de enorme importancia para reconstruir el pensamiento mítico griego.

La única traducción castellana existente hasta la fecha era la de Sara Isabel de Mundo,

Apolodoro. «Biblioteca», Buenos Aires, 1950.

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La bibliografía sobre Apolodoro y su

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