Bhagavad Gita

Bhagavad Gita


Introducción

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INTRODUCCIÓN

La primera traducción de la Bhagavad Gita del sánscrito al inglés fue la realizada por Charles Wilkins en 1785. Más adelante, cuando Alexander Hamilton (1765-1824) regresaba de India en 1802 y se vio obligado a permanecer en París a causa de la guerra, enseñó sánscrito a Friedrich von Schlegel (1772-1829), el gran crítico alemán, quien con romántico entusiasmo difundió el conocimiento del sánscrito por Alemania. August, el hermano de Schlegel, tradujo la Bhagavad Gita al latín.

El estudio del sánscrito condujo al estudio comparativo de las lenguas. Se descubrió que el sánscrito, el persa, el griego y el latín, así como las lenguas celtas, germánicas y eslavas, provenían de una primitiva lengua no escrita llamada ario[1]. Desde Irlanda hasta India, pasando por Europa y América, se hablan lenguas arias.

Durante más de 3000 años ha existido una cultura sánscrita ininterrumpida en India, si incluimos el sánscrito de los Vedas. Panini escribió en torno a 300 a. C. una perfecta gramática sánscrita, «la más breve y más completa gramática del mundo».

La literatura sánscrita es una gran literatura. En ella encontramos los grandes himnos de los Vedas, el esplendor de los Upanishads, la gloria de la Bhagavad Gita, la inmensidad del Mahabharata, la ternura y el heroísmo del Ramayana, la sabiduría de las fábulas e historias de India, la filosofía científica del sankhya, la filosofía psicológica del yoga, la filosofía poética del vedanta, las leyes de Manu, la gramática de Panini y otros escritos científicos, así como la poesía lírica y el teatro que culminan en la gran poesía y el teatro de Kalidasa.

Hay, no obstante, dos grandes ramas de la literatura que no se hallan en sánscrito. No hay historia ni tragedia: no hay un Herodoto ni un Tucídides; no hay un Esquilo, un Sófocles o un Eurípides.

A grandes rasgos, la literatura sánscrita es una literatura romántica entretejida de idealismo y sabiduría práctica, así como de un ferviente anhelo de visión espiritual. Existe en los Vedas una oración que durante más de 3000 años ha estado cada mañana en los labios de millones de hindúes. Es el famoso Gayatri.

Tat Savitur vareniam

Bhargo devasya dhimahi

Dhiyo yo nah pracodayat

«Que nuestra meditación sea acerca de la gloriosa luz de Savitri. Que esa luz ilumine nuestras mentes». El poeta de los Vedas que entonó estas palabras tuvo visión de futuro: la mente de India nunca se ha cansado de buscar la luz.

Grecia e India nos aportan visiones complementarias del mundo. En el templo griego encontramos la clara perfección de la belleza; en el templo hindú hallamos el sentido sublime de lo infinito. Grecia nos proporciona la dicha de la belleza eterna en el mundo exterior, e India nos ofrece la dicha de lo infinito en el mundo interior.

En estos versos de Keats, de «A una urna griega», nos encontramos con Grecia:

¡Oh ática figura! ¡Oh noble porte

con marmórea estirpe de hombres y doncellas labrada,

con frondas del bosque y la maleza pisoteada;

tú, forma silente, como la eternidad

nuestra razón eludes! ¡Pastoral imperturbable!

Cuando la anciana edad nuestra generación consuma,

tú perdurarás, en medio de otras cuitas

distintas a las nuestras, del hombre amiga, a quien le dices:

«La belleza es verdad, y la verdad belleza, en la tierra

eso es cuanto sabemos, y cuanto hemos de saber».

Y Wordsworth, en «Tintern Abbey», nos ofrece el espíritu de India:

Y he sentido

Una presencia que me trastorna con la dicha

De los pensamientos elevados; una sublime sensación

De algo mucho más hondamente amalgamado,

Cuya morada es la luz del sol poniente,

Y el redondo océano y el aire viviente,

Y el cielo azul, y en la mente del hombre:

Un impulso y un espíritu, que impele

A todas las cosas pensantes,

A todos los objetos de todo pensamiento,

Y da vueltas por todas las cosas.

En los Vedas, compuestos mucho antes de que se introdujera en India la escritura, y antes de que los gramáticos pudieran analizar el lenguaje, vemos que el hombre observa el mundo exterior con gozo y admiración. Siente la vida y reza para vencer en la vida. Observa la belleza del alba y la gloria del sol, y siente que el fuego y el aire, las aguas y los vientos son poderes vivientes. A ellos ofrece el fuego del sacrificio. Su vida depende de la naturaleza, y él sabe que entre la naturaleza y él mismo no existe un abismo infranqueable. El hombre ama esta hermosa creación y siente que su amor sólo puede verse respondido por otro amor más grande. Y así canta a Varuna, el Dios que ama y perdona:

Estas palabras de gloria al Dios que es luz serán palabras excelsas entre lo grandioso. Glorifico al todopoderoso Varuna, el Dios que se muestra amoroso con quien le adora.

Te alabamos con nuestro pensamiento, oh Dios. Te adoramos tal como el sol te alaba en la mañana: permítenos hallar la dicha siendo tus siervos.

Guárdanos bajo tu protección. Perdónanos nuestras faltas y danos tu amor.

Dios hizo que los ríos fluyeran. Ellos no sienten fatiga, ni cesan de correr. Fluyen ligeros cual pájaros en el aire.

Que la corriente de mi vida desemboque en el río de lo justo. Afloja las correas del pecado que me atan. Que el hilo de mi canción no se corte mientras canto; que mi labor no termine antes de verse culminada.

Elimina de mí todo temor, oh Señor. Recíbeme en la gracia de tu seno, oh Rey. Corta los lazos de aflicción que me atan. No puedo ni abrir los ojos sin tu ayuda.

Que no nos alcancen las horrendas armas que hieren al pecador. No permitas que de la luz entremos en las tinieblas.

Te alabaremos con cánticos, oh Dios todopoderoso. Cantaremos tu alabanza por los siglos de los siglos como ha sido cantada desde antiguo. Pues inmutables son tus leyes, oh Dios: firmes son como las montañas.

Perdónanos las ofensas que hayamos cometido. Son muchas las mañanas que nos quedan por amanecer: guíanos a través de todas ellas, oh Dios.

Rig Veda II, 28, 1-9.

En ocasiones, el profeta visionario de los Vedas tiene conciencia de transgresión de una ley espiritual: ha habido un pecado de ignorancia o debilidad, o incluso un pecado de mala voluntad. Arrepentido, pide perdón y confía en que el amor perdone los pecados:

Él separó cielo y tierra. Él puso en movimiento el sol y las estrellas, y extendió nuestra tierra ante ellos. Su grandeza dio sabiduría a los hijos de los hombres.

Hablo desde mi corazón y pregunto: ¿cómo entraré en comunión con mi Dios? ¿Qué ofrendas mías aceptará sin ira? ¿Cuándo hallará mi corazón alegre su misericordia?

A otros pregunto, pues bien quisiera saber mi pecado; busco a los sabios y les pregunto, y los sabios me dan una respuesta: Dios, Varuna, está enfadado contigo.

¿Cuál ha sido, ¡oh mi Dios!, mi infracción? ¿Por qué deseas matar al amigo que entona tus alabanzas? Dime, ¡oh Dios todopoderoso!, que, limpio de pecado, puedo apresurarme a adorarte.

Desata de nosotros los pecados de nuestros padres. Perdónanos nuestros propios pecados, ¡oh Señor!

No era mi deseo, fue una ilusión. Fue la inconsciencia, o la rabia, o el vino. El más fuerte está cerca para extraviar al más débil: incluso el sueño puede llevar a los hombres al pecado.

Sirva yo a mi Dios, que es todo misericordia. Libre de pecado, sirva yo a mi celoso Dios. Nuestro Dios da sabiduría al sencillo; y conduce al sabio por la senda del bien.

Que mi canto de alabanza llegue a ti, ¡oh Varuna!: que este canto de alabanza habite en tu corazón. Que nos acompañe en nuestro descanso y en nuestro trabajo. Que tu bendición esté con nosotros por siempre.

Rig Veda VII, 86.

En los Vedas tenemos los albores de la visión espiritual y también los albores del pensamiento humano. En su sublime «Canción de la creación» se reflexiona sobre el principio de las cosas:

No había entonces lo que es ni lo que no es. No había cielo, ni firmamento más allá del cielo. ¿Qué poder existía? ¿Dónde? ¿Quién era ese poder? ¿Había un abismo de aguas insondables?

No había muerte ni inmortalidad entonces. No había señales del día o de la noche. El Uno respiraba por su propio poder, en profunda paz. Sólo el Uno era: no había nada más allá.

La oscuridad se ocultaba en la oscuridad. El todo era fluido e informe. Allí, en el vacío, por el fuego del fervor surgió el Uno.

Y en el Uno surgió el amor. El amor fue la primera semilla del alma. La verdad de esto la hallaron los sabios en sus corazones: rastreando en sus corazones con sabiduría, los sabios hallaron ese lazo de unión entre el ser y el no ser.

¿Quién conoce de verdad? ¿Quién puede decirnos de dónde y cómo surgió este universo? Los dioses son posteriores a su comienzo: ¿quién conoce, pues, de dónde viene esta creación?

Sólo ese dios que ve en lo más alto del cielo: sólo él sabe de dónde viene este universo, y si fue hecho o no creado. Sólo él sabe, o quizá él no sepa.

Rig Veda X, 129.

En el último verso de este poema tenemos el principio de una cuestión filosófica: el poeta de los Vedas vio que para el avance de la mente el hombre necesita de la duda y de la fe.

En los Vedas encontramos los albores de la penetración espiritual. En los Upanishads tenemos el esplendor pleno de una visión interior.

Se han impreso unos ciento doce Upanishads en sánscrito, pero los más importantes son unos dieciocho. Los dos más largos, el «Brihad-Aranyaka» y el «Chandogya», comprenden unas cien páginas cada uno. La extensión de la mayor parte de los otros oscila entre tres y treinta páginas, si bien unos pocos son más largos. El «Isa Upanishad», uno de los más importantes, consta sólo de dieciocho versos. Las partes más antiguas de los Upanishads están en prosa, y pueden fecharse en torno a 700 a. C. Los Upanishads que aparecen en verso son generalmente mucho más tardíos. Prácticamente nada se sabe de sus autores: parecen proceder de lo desconocido.

Desde la naturaleza exterior que aparece en los Vedas, el hombre penetra en los Upanishads en su propia naturaleza interior; y de los muchos pasa al Uno. En los Upanishads encontramos los grandes interrogantes del hombre, y su respuesta aparece resumida en dos palabras: brahman y atman. Se trata de dos nombres para una única verdad, y los dos son el Uno y el mismo. La verdad del universo es brahman: nuestra propia verdad interior es atman. El sagrado om es un nombre tanto para brahman como para atman. Este puede dividirse en tres sonidos, pero los tres se aglutinan en uno: aum. Uno de los sentidos de om es sí. Brahman, atman, om, es la verdad positiva, el sí, de todo.

En torno a esta idea central giran todas las preguntas y respuestas, las historias, los grandes pensamientos y, sobre todo, la maravillosa poesía de los Upanishads.

Al principio del «Kena Upanishad» encontramos estas preguntas y respuestas:

¿Quién pone a divagar la mente? ¿Quién impulsa primero a la vida a iniciar su viaje? ¿Quién nos empuja a pronunciar estas palabras?

Lo que no puede ser dicho con palabras, pero por lo que se dicen las palabras: sábete que eso sólo es brahman, el espíritu; y no lo que la gente adora aquí.

Lo que no puede pensarse con la mente, pero aquello por lo que la mente puede pensar: sábete que eso sólo es brahman, el espíritu, y no lo que la gente adora aquí.

En el «Katha Upanishad» esta pregunta es planteada por el niño Nachiketas cuando se encuentra con el espíritu de la muerte:

«Cuando un hombre muere, surge una duda: algunos dicen "él es" y otros dicen "él no es". Enséñame la verdad».

La respuesta es la misma que la de la Bhagavad Gita: «El atman, el sí mismo, nunca nace y nunca muere».

La experiencia espiritual de atman aparece expresada en estas palabras del «Chandogya Upanishad».

Existe un espíritu que es mente y vida; luz, verdad y vasto espacio. Él contiene todas las acciones y deseos, así como todos los aromas y todos los sabores. Él envuelve a todo el universo, y en silencio se muestra amoroso con todo.

Ese es el espíritu que habita en mi corazón, más pequeño que un grano de arroz, o un grano de cebada, o un grano de mostaza, o un grano de alpiste, o que la semilla de un grano de alpiste. Ese es el espíritu que habita en mi corazón, más grande que la tierra, más grande que el cielo, más grande que el mismo firmamento, más grande que todos estos mundos. Ese es el espíritu que habita en mi corazón, ese es brahman.

Si preguntamos dónde se halla brahman, el espíritu del universo, la respuesta aparece dada en el «Kena Upanishad»:

A él se le ve en la naturaleza en el prodigio del resplandor de un relámpago. Él llega al alma en el prodigio del resplandor de una visión.

Si la mente pensante no se contenta con bellas palabras como respuesta, los Upanishads tienen algo más concreto que decir. Si preguntamos concretamente «¿Qué es brahman?», la respuesta en términos modernos sería: «Brahman no puede ser definido, porque es infinito. Está por encima del pensamiento y por encima de la imaginación. No es nada que esté dentro de la mente ni nada que esté fuera de la mente; nada pasado, o presente o futuro. Estos son sólo conceptos en el tiempo y el espacio. El concepto más aproximado que podemos dar es decir que es un estado de conciencia más allá del tiempo, en el cual sat, cit y ananda, el ser, la conciencia y la dicha, son Uno». Así es cómo el «Mandukya Upanishad» explica la paradoja de que brahman es todo y brahman es nada o ninguna cosa:

Om. La palabra eterna es todo: lo que era, lo que es, lo que será, y lo que está más allá en la eternidad. Todo es om. Brahman es todo, y atman es brahman. Atman, el sí mismo, presenta cuatro condiciones.

La primera condición es la vida del despertar de la consciencia que se mueve hacia afuera y disfruta de los siete elementos bastos externos.

La segunda condición es la vida en el sueño, propia de la consciencia que se mueve hacia adentro y disfruta de los siete elementos sutiles internos en su propia luz y soledad.

La tercera condición es la vida en el dormir, propia de la consciencia silenciosa, cuando una persona no abriga deseos ni sueña.

La cuarta condición es atman en su propio estado puro: la vida despierta de la consciencia suprema. No es consciencia externa ni interna, semiconsciencia o consciencia propia del dormir, ni tampoco simple consciencia o inconsciencia. Él es atman, el espíritu mismo, que no puede ser visto o tocado, que está por encima de toda distinción, más allá del pensamiento, e inefable. La prueba suprema de su realidad se halla en la unión con Él. Él es paz y amor.

Este breve Upanishad continúa afirmando que atman es om. «Sus tres sonidos, a, u y m, son los tres estadios de la consciencia. La palabra om como un solo sonido es el cuarto estado de consciencia suprema». El «Kena Upanishad» afirma que «A Él se le conoce en el éxtasis de un despertar».

Puesto que atman, el sí mismo que hay en cada uno de nosotros y en todo, es brahman, Dios, el Altísimo que hay en nosotros y en todo, se podría afirmar que el problema de la ley moral en los Upanishads se resuelve poniendo en práctica las palabras de Shakespeare en Hamlet. Por «tu ser interior» (self) debemos entender, empero, «tu sí mismo interior» (self):

Esto ante todo: sé fiel y verdadero a tu ser interior;

Y sucederá, como la noche sucede al día,

Que no podrás mostrarte falso con hombre alguno.

Al mismo tiempo, si consideramos que la esencia de nuestro ser, nuestro sí mismo, es gozo, es ananda, podríamos pensar en las palabras de Spinoza acerca de la virtud: «La beatitud no es la recompensa de la virtud: es la virtud misma. No es que encontremos la dicha en la virtud porque controlemos nuestros apetitos, sino que, por el contrario, somos capaces de controlar nuestros apetitos porque encontramos la dicha en la virtud».

La esencia de los Upanishads se halla resumida en las palabras Tat tvam asi, «Tú eres eso». La salvación es la comunión con la verdad: Satyam eva jayate, afirma el «Mundaka Upanishad», «La verdad es victoria», encontrar la verdad es vencer. El gozo de lo infinito siempre está con nosotros, pero no conocemos esta verdad. Somos como el mendigo de la historia que había pasado toda su vida pidiendo en el mismo lugar. Quería ser rico, pero era pobre. Cuando murió, encontraron un tesoro de oro enterrado justo debajo del lugar donde él solía pedir. ¡Si hubiera sabido cuán fácil tenía el ser rico! El verdadero conocimiento del sí mismo no conduce a la salvación: es la salvación. Mas no se trata de un conocimiento intelectual, ni siquiera de una visión poética: «En la unión con Él se halla la prueba suprema de su realidad». Es posible que en los Upanishads leamos que más allá de lo que lleguemos a ser está nuestro ser; que más allá del sufrimiento y la pena hay dicha, que más allá de los tres estadios habituales de consciencia existe un cuarto estado de consciencia suprema; pero lo que leemos son sólo palabras. No podemos conocer el sabor de una fruta o de un vino leyendo palabras acerca del mismo; tenemos que comer la fruta y beber el vino. Los profetas videntes de los Upanishads no instituyeron una iglesia ni fundaron una religión precisa, pero en todas las religiones los profetas del espíritu están de acuerdo en que la comunión con el Altísimo no es una cuestión de palabras, sino de vida.

Se apreciará que las elevadas doctrinas de los Upanishads son doctrinas para unos pocos: el Himalaya del alma no es apto para todos. Los hombres quieren un Dios sencillo y concreto, o incluso un dios en forma de ídolo. Quieren una norma de vida, y sobre todo quieren amor. Los últimos profetas de los Upanishads vieron esto, y en el «Isa Upanishad» aparecen ideas que también se encuentran en la Bhagavad Gita. La importancia de la cita bien merece su transcripción completa:

Contempla el universo en la gloria de Dios, y todo cuanto vive y se mueve sobre la tierra. Dejando atrás lo pasajero, encuentra la dicha en lo eterno: no instales tu corazón en las posesiones de otro.

Trabajando así, un hombre bien puede aspirar a vivir cien años. Sólo las acciones hechas en Dios no atan el alma del hombre.

Hay mundos que son moradas de demonios, y regiones donde reina la más completa oscuridad. Todo aquel que en la vida rechaza el espíritu, va a esa oscuridad después de la muerte.

El espíritu, sin moverse, es más rápido que la mente; los sentidos no pueden alcanzarlo: va siempre por delante de ellos. Quedándose inmóvil, adelanta a los que corren. El espíritu de la vida conduce los flujos de acción hacia el océano de su ser.

Él se mueve, y no se mueve. Está lejos, y está cerca. Está dentro de todo, y está fuera de todo.

Quien ve a todos los seres en su propio sí mismo, y su propio sí mismo en todos los seres, pierde todo miedo.

Cuando un sabio ve esta gran unidad, y su sí mismo se ha convertido en todos los seres, ¿qué engaño y qué pesar puede acecharle?

El espíritu lo llenó todo con su resplandor. Él es incorpóreo e invulnerable, puro e intacto por el mal. Él es el supremo vidente y pensador, inmanente y trascendente. Él colocó todas las cosas en la senda de la eternidad.

En profunda oscuridad se sumen quienes persiguen la acción. En más honda se sumen quienes persiguen el conocimiento.

La una es el resultado del conocimiento; la otra, el resultado de la acción. Así lo oímos de los ancianos sabios que tal verdad nos explicaron.

Aquel que conoce tanto el conocimiento como la acción, con la acción vence a la muerte, y con el conocimiento alcanza la inmortalidad.

En profunda oscuridad se sumen quienes persiguen lo inmanente. En más honda oscuridad se sumen quienes persiguen lo trascendente.

La una es el resultado de lo trascendente, y la otra, el resultado de lo inmanente. Así lo oímos de los ancianos que tal verdad nos explicaron.

Aquel que conoce tanto lo trascendente como lo inmanente, con lo inmanente vence a la muerte, y con lo trascendente alcanza la inmortalidad.

El rostro de la verdad permanece oculto tras un círculo de oro. ¡Desvélalo, oh Dios de la luz, para que así yo, que amo la verdad, pueda verla!

¡Oh sol dador de vida, vástago del Señor de la creación, vidente solitario del cielo! Derrama tu luz y retira tu cegador resplandor a fin de que pueda contemplar tu forma radiante: (pues) ese espíritu distante que dentro de ti se halla es mi propio e íntimo espíritu.

Que la vida pase a la vida inmortal, y el cuerpo a ser ceniza. Om. ¡Alma mía, recuerda las pasadas tribulaciones, recuerda!

Por la senda del bien guíanos a la beatitud final, ¡oh fuego divino, dios conocedor de todos los caminos! Líbranos del extravío en el mal. A ti ofrecemos adoración y plegarias.

Los tiempos de los Vedas eran tiempos de acción, y, de entre todas las acciones humanas, el sacrificio a los dioses era la más importante. Se trataba de un sacrificio material como los ofrendados a Dios en el Antiguo Testamento. Existe, no obstante, una tendencia en el hombre a pasar del mundo de la materia al mundo de la mente. Micah, el profeta hebreo que vivió en torno a 720 a. C., no se mostraba satisfecho con el sacrificio externo. Quería un sacrificio interior, y así dice:

¿Con qué me presentaré ante el Señor, y me inclinaré ante el alto Dios? ¿Me presentaré ante él con ofrendas de fuego, con becerros añojos?

¿Le complacerán mil carneros, o diez mil ríos de aceite? ¿Habré de darle mi primogénito para expiar mi falta, el fruto de mi cuerpo por el pecado de mi alma?

Él te ha mostrado, ¡oh hombre!, lo que es bueno; y ¿qué pide de ti, sino que actúes con justicia, que ames la compasión y que camines con humildad junto a tu Dios?

Micah no nos ofrece la metafísica de un sacrificio interior como hacen los Upanishads. Ellos nos presentan nuestro yo soy interior, que es y no es nuestro, porque es el yo soy de todo, el yo soy del universo.

Según Coleridge, la imaginación superior es «la repetición en la mente finita del acto eterno de la creación en el yo soy infinito». Esta idea puede conducirnos a los Upanishads: el infinito está siempre en nosotros, y lo finito en nosotros puede entrar en comunión con lo infinito.

Si consideramos las grandes palabras de los Upanishads, Tat tvam asi, «Tú eres eso», encontramos que desde el mundo exterior vamos entrando en nuestro mundo interior; pero las palabras pueden interpretarse de diferentes maneras. «Yo soy brahman», o «Yo soy atman» o «Yo soy Dios» pueden sonar extraño a menos que lo entendamos en el verdadero sentido de que sólo el yo soy que hay en mí es: mi pequeña personalidad no representa prácticamente nada. Por otro lado, Tat tvam asi puede interpretarse en el sentido de que sólo Dios es, o «Sólo Tú eres». En ambos casos nuestra pequeña personalidad desaparece, y de hecho desaparece en el cuarto estado de consciencia descrito en el «Mundaka Upanishad». Pero si queríamos retener nuestra personalidad y adorar un Dios personal, entonces podemos imaginarle a Él como un Señor, e imaginarnos a nosotros mismos como siervos. Ramakrishna (1836-1886), el santo indio, lo describe en estos términos:

Existen tres vías diferentes para alcanzar al Altísimo. La vía del yo, la vía del tú, y la vía del tú y yo.

Según la primera, todo lo que es, o será alguna vez, es yo, mi sí mismo superior. En otras palabras, yo soy, yo fui, y yo seré por siempre en la eternidad.

Según la segunda, tú eres, oh Señor, y todo es tuyo.

Y según la tercera, Tú eres el Señor, y yo soy tu siervo, o tu hijo.

En la perfección de cualquiera de estas tres vías, un hombre hallará a Dios.

[Traducción anónima al inglés].

La primera vía es la vía de los Upanishads y del vedanta; la segunda vía es la vía del amor, la de María en los Evangelios; la tercera vía es la vía del servicio, la de Marta. Las tres vías tienen en común que lo importante es algo por encima de nuestra pequeña identidad, ya se llame yo soy, «Tú eres», o ya digamos «Tú eres mi Señor». En las tres vías existe un olvido absoluto de nuestra personalidad inferior, y un reconocimiento de una personalidad superior. El brahman de los Upanishads se encuentra, sin embargo, más allá de todo concepto: lo incluye todo, pero está más allá de todo. Volverse uno con brahman representa un proceso de pensamiento profundo antes de poder trascender el pensamiento. El amor y la acción son vías más sencillas.

Los Vedas hacen hincapié en el mundo exterior, el mundo de acción de lo inmanente; y los Upanishads hacen hincapié en el mundo interior, el mundo del conocimiento del espíritu trascendente. En el «Isa Upanishad» encontramos la palabra Isa, Dios, y no el término brahman, si bien el espíritu de brahman se halla latente a lo largo de todo el Upanishad. Encontramos asimismo una armonía entre acción y conocimiento, entre lo inmanente y lo trascendente. Toda acción, incluido el ritual religioso, puede ser un medio para alcanzar el sentido interior de las cosas.

Esta visión de la acción con conciencia de su sentido aparece entrelazada en la Bhagavad Gita con la idea de amor. Si la vida o la acción son lo finito, y la consciencia o el conocimiento son lo infinito, entonces el amor es el medio para convertir la vida en luz, el nexo de unión entre lo finito y lo infinito. En todo amor verdadero existe el amor de lo infinito en la persona o cosa que amamos.

La Bhagavad Gita fue incluida en el Mahabharata. Esta vasta epopeya de más de cien mil slokas, o versos, es el poema más largo del mundo. Unas treinta veces más largo que Paradise Lost (El Paraíso perdido), y ¡140 veces más largo que la Bhagavad Gita! Alrededor de las cuatro quintas partes del poema son historias, y estas giran en torno a la historia principal, que es la historia de una guerra. El término Mahabharata, que significa el gran Bharata, nos recuerda a Bharata, el hijo de Sakuntala, fundador de una dinastía de reyes indios. La historia se cuenta en el Mahabharata, y fue utilizada por Kalidasa en su gran drama Sakuntala, obra maestra de la poesía hindú.

La historia principal del Mahabharata gira en torno a las fuerzas del bien y el mal, representadas, de forma general, por los Pandavas y los Kuravas. El padre de Dhrita-rashtra y Pandu era el rey de Hastinapura, a unos setenta y cinco kilómetros al noreste de la actual Delhi. A su muerte, Pandu accede al trono, al hallarse ciego su hermano mayor, Dhrita-rashtra. Los hijos de Pandu eran Yudhishthira, Bhima, Arjuna, Nakula y Sahadeva. Encontramos sus nombres en el primer capítulo de la Bhagavad Gita. Dhrita-rashtra tenía cien hijos, siendo el mayor de ellos Duryodhana, la encarnación del mal. Pandu muere, y el rey ciego Dhrita-rashtra cría en su palacio a los cinco hijos de su hermano. Los Pandavas se convierten en grandes guerreros, y Dhrita-rashtra nombra al mayor, Yudhishthira, heredero forzoso. Esta es la causa de la gran rivalidad que termina desembocando en la gran guerra.

El Mahabharata consta de dieciocho libros, y la gran batalla en la cual Duryodhana y todos sus ejércitos son destruidos viene a durar unos dieciocho días. La Bhagavad Gita consta de dieciocho capítulos. No hay duda de que la guerra descrita en el Mahabharata no es simbólica, e incluso puede que se base en un hecho histórico, pero la cuestión es diferente cuando nos topamos con el diálogo entre Krisna y Arjuna con una guerra como telón de fondo. El Mahabharata es producto de varios siglos, e incluir una historia en el Mahabharata era un modo de asegurar su inmortalidad. En este extenso poema encontramos una historia desarrollada posteriormente en el Ramayana, las historias de Nala y Damayanti, Savitri, Sakuntala y el rey Dushyanta, y muchas otras. La Bhagavad Gita es como una pequeña capilla dentro de un inmenso templo, un templo que es tanto un teatro como una feria de este mundo: y mientras que la guerra del Mahabharata bien puede entenderse como una guerra real, es evidente que la guerra de la Bhagavad Gita posee un significado simbólico. Los Arjuna y Krisna que encontramos en el resto del Mahabharata son seres diferentes de los Krisna y Arjuna de la Bhagavad Gita. En la Gita descubrimos que va a tener lugar una gran batalla por el dominio de un reino; y ¿cómo dudar que se trata del Reino del Cielo, el reino del alma? ¿Vamos a permitir que venzan en nosotros las fuerzas de la luz, o las fuerzas de la oscuridad? Y aun así, ¡cuán fácil resulta no luchar, y encontrar razones para retirarnos de la batalla! En la Bhagavad Gita Arjuna se convierte en el alma del hombre, y Krisna en el auriga del alma.

Al pensar en el auriga de Arjuna puede que se nos venga a la mente la imagen de un carro en los Upanishads, en Platón, en Buda, en Blake, en Keats. De estos, el más interesante a efectos espirituales es el carro en el budismo, llamado «El que corre en silencio»: las ruedas del carro son «el esfuerzo correcto»; el conductor es dhamma, o la verdad. El carro conduce al nirvana, el Reino del Cielo. El final del viaje es «La tierra que está libre de temor».

La utilización de imágenes externas con fines espirituales es bastante común. El Cantar de los Cantares fue incorporado a la Biblia, asignándosele un sentido espiritual. San Juan de la Cruz utiliza la metáfora del matrimonio para describir la suprema comunión del amor. En el libro sánscrito de historias, el Hitopadesa, hallamos la siguiente interpretación del ritual hindú:

El espíritu en ti es como un río. Su lugar de baño sagrado es la contemplación; sus aguas son la verdad; sus orillas son la santidad; sus olas son el amor. Ve a ese río en busca de purificación: tu alma no puede purificarse mediante las simples aguas.

Aquí tenemos la interpretación espiritual del baño material en el Ganges. Recordemos asimismo cómo las parábolas han sido siempre utilizadas para comunicar símbolos espirituales. Cuando Jesús se expresaba mediante parábolas, no concebía estas como «historias verdaderas», sino como historias de verdad, símbolos que conducen a la verdad.

Si queremos comprender el sentido espiritual de la Bhagavad Gita, será mejor que olvidemos todo lo concerniente a la gran batalla del Mahabharata, o a la historia de Krisna y Arjuna a lo largo de la extensa epopeya. Un lector espiritual de la Gita hallará en ella el gran combate espiritual de un alma humana. El símil bélico es incluso utilizado por Krisna en el poema cuando, al final del capítulo 3, dice: «Sé un guerrero y mata el deseo, poderoso enemigo del alma»; y de nuevo al final del capítulo 4: «Mata, así pues, con la espada de la sabiduría la duda nacida de la ignorancia que reside en tu corazón». ¿Cómo reconciliar la perfidia, el expolio y la carnicería de la guerra con la visión espiritual y el amor de la Bhagavad Gita? ¿Cómo reconciliarlo con el espíritu de la Gita, y de todos los verdaderos profetas espirituales, según aparece expresado en esas palabras de Krisna? «Y cuando un hombre ve que el Dios que tiene dentro de sí es el mismo Dios que hay en todo cuanto es, no se daña a sí mismo dañando a otros: entonces se encamina en verdad a la más alta Vía.» (13, 28).

Los estudiosos difieren en cuanto a la datación de la Bhagavad Gita. No obstante, como las raíces de este gran poema se hallan en la eternidad, la fecha de su revelación en el tiempo es de poca importancia espiritual. Al no existir referencias al budismo en la Gita, y aparecer unos cuantos términos y expresiones arcaicas, algunos estudiosos la han considerado prebudista, esto es, de una fecha en torno a 500 a. C. El sánscrito de la Bhagavad Gita es, en términos generales, claro y sencillo, como las partes más antiguas del Mahabharata. Ello podría añadirse como un argumento más en favor de la datación temprana; con todo, el valor de una sagrada escritura es su valor en el aquí y el ahora, y el problema real, cómo convertir su luz en vida.

La Bhagavad Gita es, sobre todo, un poema espiritual, y como tal ha de juzgarse. Ha de verse en su conjunto. Un planteamiento analítico nunca nos revelará el sentido completo de un poema.

Si un Beethoven pudiera verternos en música el espíritu de la Bhagavad Gita, ¡cuán maravillosa sinfonía escucharíamos!

Primero vendrían los sonidos estremecedores de una batalla inminente, la gran batalla para una victoria interior, y el grito desesperado del alma dispuesta a abandonar el combate. Al alma le asusta la muerte: la muerte de sus pasiones y deseos. También teme la muerte del cuerpo: ¿es la muerte el final de todo? Oímos entonces la voz de lo eterno en el hombre hablándole al alma que vacila y tiembla: nos informa de nuestra inmortalidad. Tras esto vienen unos sonidos infinitamente serenos y apacibles: el alma ha apaciguado sus pasiones, sus temores y sus deseos más bajos. La música se vuelve más acuciante: es la llamada a la acción, no la acción en el tiempo, sino la acción en eternidad: karma yoga. A esos compases les siguen notas de silencio eterno: es la visión, jñana yoga. Se oyen dulces melodías humanas: es el descenso de la eternidad al tiempo, la encarnación de lo divino. De nuevo hay una llamada a la acción, pero esta vez la obra es la oración, la profunda plegaria del silencio que encontramos en el capítulo 6. La música se hace cada vez más majestuosa: es la revelación de Dios en todas las cosas de la creación, aunque más evidente en todo lo que es bello y bueno, en lo que tiene gloria y poder. Elevándose por encima de las vastas melodías de este movimiento, oímos una nota de ternura infinita. Es el amor. El amor que ofrece en adoración la totalidad de la vida al Dios del amor, y Dios acepta la ofrenda de un corazón puro. La música vuelve a elevarse mediante tremendos crescendos que parecen desbordar los límites del universo: es la visión de todas las cosas y de todo el universo en Dios. En este tema hay prodigio y temor: el Dios de la creación es también el Dios de la destrucción, el Dios de la inmortalidad es también el Dios de la vida y la muerte.

Después de esas armonías inefablemente sublimes, la música desciende a melodías más dulces. Es la visión de Dios como hombre, como amigo del alma que lucha. Todo lo que hagamos por un ser humano se lo hacemos a Él.

Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; era forastero, y me acogisteis; estaba desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a verme.

Mat. 25, 35-36.

La vasta sinfonía de la Bhagavad Gita continúa. Después de la ternura del amor por Krisna, el Dios del amor, encontramos las armonías universales de brahman en el universo. Desde el Uno en los muchos alcanzado mediante el amor, llegamos al esplendor de todos en el Uno trascendente. La música cambia ahora: se compone de melodías de luz, fuego y oscuridad, los tres gunas, las tres fuerzas del universo. Nuevas armonías se escuchan ahora, porque aparece el árbol de la transmigración, el árbol de la vida, y la música nos transporta de la tierra al cielo, y del cielo a la tierra. Se escuchan entonces terribles sonidos: es el ruido del mal en la creación; pero este es ahogado por los sonidos del bien que reside en todo. La música retoma ahora melodías terrenales, y tras estas oímos la gloria de los sonidos sagrados om, tat, sat: lo infinito más allá del comienzo, el medio y el final de toda nuestra acción.

Al final de esta gran sinfonía, los diferentes temas de los capítulos anteriores se entrelazan en uno. Las melodías de visión, amor y acción en eternidad se tornan un sencillo acorde final de ternura y belleza sobrenaturales, la sencilla llamada de Dios al hombre: «Ven a mí para tu salvación».

Esta es la sinfonía de la Bhagavad Gita. Hay en ella varios temas que sobresalen por encima del resto. El yoga, por ejemplo. Es evidente que el yoga espiritual de la Gita es el amor; pero yoga también significa samadhi, un estado de comunión interior con el objeto de contemplación. Cuando esta contemplación se dirige sobre cualquier ser u objeto de la creación, el resultado es poesía; cuando se dirige hacia el origen de toda creación, el resultado es la luz, la visión espiritual. Se dice que el yoga interior está por encima de las escrituras, porque las escrituras pueden ser contradictorias: por encima de todas las escrituras pasadas y futuras coloca la Gita la experiencia espiritual.

Cuando tu mente deje atrás el oscuro bosque del engaño y la ilusión, habrás superado las escrituras de los tiempos pasados y venideros.

Cuando tu mente, acaso fluctuante en medio de las contradicciones de muchas escrituras, se mantenga inquebrantable e instalada en divina contemplación, entonces habrás hecho tuya la meta del yoga.

2,52-53.

La experiencia espiritual es la única fuente de verdadera fe espiritual, y esta nunca habrá de contradecir a la razón, o, como dice Sankara (h. 788-820) en su comentario sobre la Bhagavad Gita: «Si cien escrituras declarasen que el fuego es frío y oscuro, ¡supondríamos que su intención es referirse a un sentido bastante diferente del evidente!».

¿Cuál es la condición indispensable para esta experiencia espiritual? Es muy sencilla, y también puede resultar muy difícil: se trata de la ausencia de deseos. Es decir: si queremos cosas como objetos de posesión, nos hallamos en la región inferior del «tener», pero si consideramos las cosas como objetos de contemplación y comunión interior, nos hallaremos en la región superior del «ser». Todo amor verdadero es amor de eternidad, y la luz interior del ser se revela sólo cuando las nubes del llegar a ser desaparecen. Este es el sentido del verso de la Gita que afirma: «Y como el océano que, aun recibiendo todas las aguas, no por ello se desborda, así también el sabio siente deseos, mas es siempre uno en su paz infinita» (2, 70). El hombre sólo puede hallar paz en lo infinito, no en lo finito. Esto es expresado muy claramente por san Juan de la Cruz al afirmar: «Cuando reparas en algo, dejas de arrojarte al todo». Si deseamos algo por su placer finito, nos estaremos perdiendo su goce infinito. Las palabras finales de Krisna a Arjuna son: «Déjalo todo atrás». San Juan de la Cruz nos dice cómo poder dejarlo todo y no mirar atrás: no se trata de crear un vacío en el alma, sino de desear al Altísimo que está en todo con el fuego del amor ardiente.

La oración es descrita en la Gita como medio de alcanzar la unión interior. Resulta interesante comparar el capítulo 6 de la Gita con el siguiente pasaje de san Pedro de Alcántara, el maestro de santa Teresa:

En la meditación reflexionamos cuidadosamente acerca de las cosas divinas, y pasamos de una a otra, a fin de que el corazón pueda sentir amor. Es como si golpeásemos un trozo de pedernal y saltase una chispa. Solo que en la contemplación se golpea la chispa. El amor que buscamos está aquí. El alma disfruta del silencio y la paz, no por muchos razonamientos, sino por la simple contemplación de la verdad.

Cuando describimos el estado del hombre que ha encontrado el gozo en Dios, la Bhagavad Gita afirma: «Y cuando en recogimiento, cual tortuga que repliega sus miembros, repliega sus sentidos de la atracción que ejercen los placeres, entonces la suya es una sabiduría serena» (2, 58). Santa Teresa utiliza la misma imagen al describir la oración del recogimiento: «Creo haber leído en alguna parte que el alma es entonces como una tortuga o erizo de mar que se repliega en sí mismo. Quien esto dijo sin duda sabía de lo que estaba hablando».

Del sentido de armonía de la Gita procede su benevolencia universal. Esto aparece sugerido una y otra vez a lo largo de todo el poema, siendo afirmado categóricamente al decir Krisna: «Cualquiera que sea la manera en la que los hombres me aman, del mismo modo son amados por mí» (4, 11), e «Incluso aquellos que desde la fe veneran a otros dioses, a causa de su amor también a mí me adoran» (9, 23). Este espíritu de tolerancia es expresado por santa Teresa de forma llana cuando previene a sus monjas contra el exceso de celo: «Ni hay para qué querer luego que todos vayan por nuestro camino» (Moradas, 3, 2, 18).

Muy grande es la importancia otorgada a la razón en la Bhagavad Gita. A Arjuna se le dice que debe buscar la salvación en la razón (2, 49). Además, la primera condición para que un hombre sea merecedor de Dios es que su razón sea pura (18, 51 y 18, 57). La razón es la facultad otorgada al hombre para que distinga la emoción verdadera de la falsa emocionalidad, la fe del fanatismo, la imaginación de la fantasía, una visión verdadera de una ilusión visionaria.

La armonía consigo mismo, o autocontrol, es alabada una y otra vez en la Bhagavad Gita. Toda perfección en la acción es una forma de autocontrol. Tal sentido de la perfección es la esencia del karma yoga en la Gita. El artista debe tener control de sí mismo en el momento de la creación: toda obra bien hecha requiere autocontrol, pero la Bhagavad Gita aspira a que transformemos toda nuestra vida en un acto de creación. Únicamente el autocontrol posibilita que vivamos en armonía con otras personas. Claro está que, como viene a mostrar Kant, el autocontrol debe hallarse al servicio de una buena voluntad; una buena voluntad, no obstante, debe tener poder, y toda virtud depende del poder del autocontrol.

El gran problema psicológico del autocontrol puede resolverse de diferentes modos, siendo unos mucho más sencillos que otros. La respuesta espiritual es: «Buscad primero el reino de Dios». Si se halla el gozo del reino interior, entonces las palabras de Spinoza, citadas con anterioridad, habrán encontrado su marco espiritual. Tan pronto como sobreviene el gozo de lo elevado, el placer de lo inferior desaparece.

Muchos son los temas de la sinfonía de la Bhagavad Gita, pero los centrales son: jñana, bhakti y karma: la luz, el amor y la vida.

Jñana constituye el centro de los Upanishads, el medio de acceder a brahman. También la Gita sitúa al hombre de jñana, el hombre de luz, por encima de los hombres: él se halla en Dios. Las tres manifestaciones de brahman reveladas en jñana están muy presentes en la Gita: sat, cit y ananda: el ser, la consciencia y el gozo.

El ser puede sentirse en el silencio del alma. Cuando tiene lugar un abandono de la voluntad autoconsciente, sucede una gran paz de mente y cuerpo, y gradualmente los movimientos de la mente parecen detenerse. No hay pensamiento, pero existe un hondo sentimiento del ser, de una realidad más profunda que la realidad de la conciencia ordinaria. La fe en el ser se vuelve entonces absoluta: ¿cómo dudar de la experiencia más profunda en la vida de uno? Amiel describe atisbos del ser cuando escribe en su diario:

2 de enero, 1880. Aquí existe un sentido del reposo y la quietud. Un tranquilo fuego proporciona sensación de confort. El retrato de mi madre parece sonreírme. Esta apacible mañana me hace feliz. No creo que ningún placer que podamos obtener de nuestras emociones llegue a igualar esos momentos de paz silenciosa que son atisbos de los gozos del Paraíso. Deseo y temor, pesar y angustia, ya no existen. Vivimos un momento de vida en la región suprema de nuestro propio ser: la consciencia pura. Se siente una armonía interior libre de la más mínima agitación o tensión. En esos momentos el estado del alma es solemne, semejante quizá a su condición más allá de la tumba. Se trata de felicidad según la entienden los orientales, la felicidad del eremita que se halla libre de deseo y conflicto, y que sencillamente adora en plenitud de dicha. No podemos encontrar palabras que expresen esta contemplación silente, esta quietud celestial, este océano de paz que refleja las alturas celestiales y es señor de su propia y vasta hondura. Las cosas retornan a su principio prístino, mientras que los recuerdos se convierten en sueños de recuerdos. El alma es entonces puro ser que ya no siente su separación de la totalidad. Es consciente de la vida universal, y en ese instante, centro de comunión con Dios. Nada tiene y nada le falta. Quizá sólo los yoguis y los sufís hayan conocido en toda su hondura esta condición de sencilla felicidad que combina los gozos del ser y el no ser, que no es reflejo ni voluntad, y que está más allá de la vida moral e intelectual: una vuelta a la unidad, a la plenitud de las cosas, el pléroma, la visión de Plotino y Proclo, la alegre expectativa del nirvana.

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