Beth

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EPÍLOGO

Ocho años después…

Los MacGregor estaban en el jardín de Taigh Abhainn disfrutando de un hermoso día primaveral. Cameron MacGregor jugaba con sus dos hijos mayores, Bruce, de siete años y Emily de cinco, mientras Beth estaba sentada delante de la mesa del jardín dando de comer a la benjamina de la familia, Roslyn, de dos años.

Tanto Bruce como Emily habían heredado el cabello pelirrojo de su padre, mientras que Roslyn tenía el cabello oscuro de Beth. Los tres tenían la mirada de Cameron, de un azul intenso.

Sentada a su lado estaba la señora Wallace, que observaba divertida como los niños perseguían a su padre, intentando atraparle. La pequeña Roslyn les señalaba con su diminuta mano, y se movía inquieta, queriendo unirse al juego.

—Tesoro, a ver si es posible que podamos meter más comida en tu boca que en tu vestido—comentó Beth, divertida.

De vez en cuando, Cameron la miraba, ensimismado. A pesar de los años que llevaban casados, quería a Beth incluso más que el primer día.

Habían conseguido que la pasión y el amor se mantuvieran intactos, y se sentía afortunado y dichoso. Beth se había convertido en su compañera de vida ideal, e incluso le ayudaba en el trabajo cuando era necesario, ejerciendo de enfermera.

Todos vivían en Taigh Abhainn en perfecta armonía. La señora Wallace les dejaba su espacio, para que el matrimonio tuviera intimidad, y estaba contenta por el hecho de ver crecer a los hijos de la pareja, que llenaban la casa de alegría y risas.

En un momento dado, uno de los sirvientes vino a informarles de que el doctor MacGregor debía atender a un paciente. Beth se lo hizo saber, y tanto Bruce como Emily pusieron cara de tristeza al darse cuenta de que su padre tendría que dejar de jugar con ellos.

—Bueno, hora de trabajar—comentó el doctor MacGregor con resignación.

Dio un beso a sus hijos, y otro a las mujeres de su vida, su tía y Beth, aunque a esta última la dio uno más íntimo en los labios.

—Que tengas un buen día—le dijo Beth, sonriente.

Cameron suspiró con pesar por tener que dejar a los suyos, pero no le quedaba más remedio.

En esos años, muchos cambios se habían producido en el entorno de Beth. Melinda había enviudado hacía cinco años, y había hecho realidad su sueño de contraer matrimonio con el amor de su vida, el capitán Chambers. Además de los dos hijos que ya tenía, tuvieron uno más, una preciosa niña a la que llamaron Victoria.

Ben y Gracie también crearon su propia familia y ya tenían dos hijos, Angus y Ronald.              

Branwell se había vuelto a enamorar, y había contraído matrimonio con la hija de unos amigos de sus tíos.

Por otro lado, Olivia y Lawrence le dieron a John dos hermanitos más, Annabelle y Joseph.

Sus cuñados, los Fawcett, seguían viviendo en Edimburgo, y ya habían tenido dos hijos, Logan y Gabriel. Cada cierto tiempo ambas familias se visitaban mutuamente, y la relación entre ellos era maravillosa.

Y sus queridos Anne y Angus seguían juntos y enamorados, viendo crecer a sus nietos, y ejerciendo también de abuelos con los hijos de Beth, a los que adoraban.

Por la noche, una vez los niños terminaron de cenar, llegó la hora de irse a dormir. Beth, que sabía que Cameron estaba aún ocupado atendiendo una urgencia, se encargó de contarles un cuento para que se durmieran.

Cuando finalmente se quedaron dormidos, bajó las escaleras, y se sentó a leer en uno de los sillones del salón, esperando a que volviera su marido.

De repente, apareció Emily, que iba vestida con su camisón y su pequeña bata, con una hoja de papel en la mano.

—Emily Marian MacGregor, ¿qué haces levantada? —preguntó Beth al verla.

La pequeña Emily, que llevaba el pelo suelto y algo despeinado, la miró con timidez.

—Es que le he hecho un dibujo a papá, y quería dárselo.

Beth suspiró con resignación. No podía enfadarse con su artista favorita. Su hija había heredado su talento para el dibujo. De hecho, opinaba que era mejor que ella.

—Dámelo, y yo se lo entregaré.

Emily negó con la cabeza y se irguió, orgullosa.

—No, mamá, quiero dárselo yo. Porque tú no vas a saber explicárselo.

Beth miró a su hija con severidad.

—Emily…

—Por favor, déjame quedarme contigo. No te molestaré ¡Lo prometo! —aseveró con una mirada suplicante.

Beth suspiró. Sus hijos eran buenos niños, aunque Emily era muy impulsiva y algo testaruda. Adoraba a su padre, y lo admiraba. Siempre quería pasar tiempo con él. Sabía que pronto se quedaría dormida, y, además, era cierto que nunca molestaba. Se mantenía callada como un ratoncito.              

Decidió ceder al ver sus bonitos ojos azules expectantes. Asintió, y la niña sonrió, algo que a Beth le alegró el corazón. La pequeña se sentó a su lado, sin soltar el dibujo, que colocó sobre su regazo. Se tumbó sobre el costado de Beth, abrazándola, mientras esta leía en silencio.

Cameron regresó a su hogar después de visitar a numerosos pacientes. Beth estaba en el salón, leyendo junto al fuego, esperándole, como era su costumbre. La vio allí y los latidos de su corazón se aceleraron por la emoción.

Entonces se percató de que no estaba sola. En uno de sus costados, yacía Emily dormida plácidamente, tapada con una manta, y abrazada al pecho de su madre. Cameron sonrió al verlas. Al percatarse de la presencia de su marido, Beth alzó la vista.

—Quería esperarte y darte este dibujo—explicó, entregándole el papel que la niña tenía encima de su regazo.

Cameron se sentó a su lado y acarició el pelo de su hija, que dibujó una sonrisa mientras dormía. Miró el dibujo. En él aparecían unas montañas y una casa. Lo dejó sobre la mesa, y decidió esperar a mañana para que Emily le contara de qué trataba el asunto, como siempre hacía.

Cameron besó a su mujer en los labios, y la miró con ternura. Pensó que estaba preciosa en ese momento. Aunque para él siempre lo estaba. Entonces, le acarició el pelo.

—¿Cómo ha ido todo? —preguntó Beth.

Cameron suspiró, cansado.

—Bien, nada grave, afortunadamente.

—Me alegra—respondió Beth, sonriendo.

Después de dejar a Emily acostada en su cuarto, el matrimonio se fue a su habitación. Cameron se desvistió y se tumbó junto a Beth.

—¿Te imaginaste alguna vez que tu vida sería así?

Beth negó con la cabeza.

—No, jamás me habría imaginado que acabaría en Escocia, casada con un médico y siendo madre de tres niños. De hecho, durante mucho tiempo pensé que nunca me casaría ni tendría hijos.

Él la observó, enamorado y risueño.

—Hasta que llegó el doctor MacGregor, se enamoró perdidamente de ti, y te convertiste en la señora MacGregor.

Beth se rio.

—Y pensar que para llegar hasta aquí hemos recorrido un camino tan largo y difícil—dijo ella acariciándole la barba.

—El esfuerzo ha merecido la pena—respondió él.

A continuación, se dieron un apasionado beso, entregándose el uno al otro por completo.

Una noche estrellada en una mansión londinense, sus caminos se cruzaron cuando habían cerrado sus corazones y la esperanza les había abandonado.

Sin embargo, después de comprender que habían encontrado el uno en el otro a un igual, nada pudieron hacer para evitar que el amor volviera a llamar a las puertas de sus maltrechos corazones.

Beth comprendió tiempo atrás que a veces el camino para alcanzar la felicidad es largo y está lleno de obstáculos. El destino le había impuesto el viaje más difícil, y a pesar de esto, nunca dejó de creer en sí misma. Finalmente, obtuvo como recompensa algo sumamente valioso e imperecedero: El amor verdadero.

FIN

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