Beth

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CAPÍTULO 11

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CAPÍTULO 11

Dover, cuatro años después…

El mar estaba en calma y el cielo despejado. Una suave brisa acariciaba la cubierta del barco, que en esos momentos se acercaba al puerto de Dover.

Olivia Gibson se mostraba emocionada, mientras su institutriz permanecía a su lado en actitud serena. Beth miraba al horizonte, donde ya se distinguían los edificios. Su corazón latía inquieto, pero su rostro no lo reflejaba.

Regresaba a Inglaterra después de nueve años de ausencia, y no sabía lo que se encontraría. Además, su futuro era incierto.

Olivia había cumplido dieciséis años, y debutaría en sociedad con la esperanza de conseguir marido pronto. Los Gibson habían intentado calmar su inquietud, diciéndole que permanecería con Olivia hasta que esta estuviera a los pies del altar.

A partir de ahora, ya no sería su institutriz, sino su carabina y doncella.

—Señorita Arundel, ¿no está emocionada? Dios mío, no puedo creer que estemos en Inglaterra de nuevo—dijo Olivia, sonriente.

—Sí, es emocionante—respondió Beth, sonriendo tímidamente.

—Aunque le confieso que echaré de menos Bélgica. De hecho, me considero más belga que inglesa. ¿No le parece?

Beth se rio.

—Bueno, es lógico. Has vivido mucho tiempo allí.

—Espero adaptarme bien.

—No te preocupes, estoy segura de que así será—respondió Beth, agarrando la mano de Olivia, e intercambiando con ella una mirada de complicidad.

Minutos más tarde, el barco atracó, y descendieron por la pasarela seguidas de lord Gibson y lady Gibson, que estaba rebosante de felicidad. La dama estaba entusiasmada ante la idea de volver a estar en casa, ya que, a diferencia de su hija, nunca se sintió dichosa viviendo en Bélgica.

Se subieron a un carruaje y se dirigieron al hotel en el que pasarían la noche. Al día siguiente, partirían hacia Londres, donde se instalarían de forma permanente.

Olivia y Beth observaron las calles y los edificios desde las ventanillas del coche de caballos. Beth comprobó que Dover no había cambiado demasiado desde la última vez que estuvo allí. Mientras tanto, Olivia lo miraba todo con sumo entusiasmo y curiosidad, aunque en el fondo, ya echaba de menos los hastiales escalonados de las casas belgas.

Cuando llegaron, dejaron su equipaje en sus habitaciones, y tomaron un refrigerio en el hotel. Unas horas más tarde, se fueron a dormir para reponer fuerzas antes del viaje a Londres.

Llegaron al día siguiente a la bulliciosa capital. Los Gibson observaron con interés los cambios que se habían producido en la ciudad durante su larga ausencia. Había construcciones nuevas, necesarias debido al rápido crecimiento de la urbe, que cada vez tenía más población. Beth nunca había estado en Londres antes, así que para ella todo era una novedad.

Se instalaron en una elegante vivienda en Berkeley Square. El cuarto de Beth, cuyas vistas daban a la plaza, estaba situado al lado de la habitación de Olivia.

En cuanto al personal de servicio, solo los acompañaban el señor Harris y la señora Harris, ya que los demás se quedaron en Bruselas. Jacques se casó con Ivonne años atrás, y ambos trabajaban en la pastelería de madame Dauville. Las sirvientas también se casaron y dejaron la casa de los Gibson.

Durante aquellos primeros días, Beth y Olivia se dedicaron a hacer turismo. Visitaron museos, recorrieron los parques londinenses e hicieron algunas compras. A ambas les resultaba extraño no escuchar a la gente hablar francés o neerlandés por las calles.

En una ocasión, Olivia le comentó, divertida, que sería una buena idea hablar en francés entre ellas, para que nadie las entendiera cuando quisieran intercambiar alguna confidencia en público. Beth reprobó su idea, naturalmente. Sin embargo, compartía su nostalgia. Nueve años era mucho tiempo, una parte considerable de una vida, y su estancia en Bélgica le había dejado una profunda huella.

A lo largo de aquel primer mes, Olivia visitó a los mejores modistos para que le confeccionaran hermosos vestidos, que necesitaría para los numerosos bailes y reuniones sociales de la temporada londinense a los que debía asistir. Beth siempre la acompañaba y asesoraba a la joven, que confiaba plenamente en su criterio.

Después de realizar su puesta de largo en el palacio de Saint James, donde fue presentada a la reina Victoria, Olivia empezó a asistir a los eventos de la temporada.

Lady Gibson también ordenó encargar un vestido de gala para Beth. Según le explicó, uno de sus vecinos iba a celebrar un baile, y Olivia se había empeñado en que fuera su acompañante. A pesar de las protestas de Beth, que consideraba que aquello era del todo inadecuado, madre e hija insistieron, y finalmente cedió.

Su alumna la ayudó a escoger una hermosa tela de color azul marino, y encargaron que el vestido tuviera escote en forma de pico, con encajes. A Beth le parecía excesivo, pero Olivia la convenció con unos sólidos argumentos, acompañados de algunos pucheros.

Días más tarde, por la noche, los Gibson, acompañados de Beth y Olivia, se dirigieron a casa de lord Houston para asistir al baile que tendría lugar allí. Al evento acudirían personalidades importantes de la ciudad y varios amigos de los anfitriones.

Beth estaba nerviosa y preocupada. Desde que regresó a Londres, viejos fantasmas la perseguían: Branwell Dickinson y los Arundel. A menos que las cosas hubieran cambiado, cabía la posibilidad de que ellos también asistieran al evento de esa noche. Si se encontraban, sería una catástrofe. Por este motivo, rezó todo lo que pudo para que eso no sucediera.

Finalmente, llegaron a casa de lord Houston. Mientras los Gibson saludaban a sus viejas amistades, Beth y Olivia se adentraron en el enorme salón de baile, donde ya había parejas danzando en la pista. Tras un rápido vistazo, Beth comprobó aliviada que ninguno de sus viejos fantasmas estaba allí.

Se sentaron en un rincón, junto a un grupo de mujeres un poco más mayores que Beth, casi todas casadas. Las dos mantuvieron cordiales conversaciones con las damas allí presentes, y Beth comprobó orgullosa que su alumna se desenvolvía bien en sociedad. No necesitaba sus consejos. Había hecho un buen trabajo.

—Por cierto, ¿han visto a ese doctor escocés que ha venido con lord Benedict Hewitt? —comentó lady Kemp.

—Ah, sí. Es un caballero realmente apuesto. ¿Qué relación tiene con lord Benedict? —inquirió otra de las damas.

—Estudiaron juntos en Edimburgo. Por lo visto, el doctor escocés, creo que se apellida MacGregor, es todo un prodigio de la medicina a pesar de tener solo treinta y tres años. Además, también es profesor e imparte clases aquí en Londres, en la facultad de Medicina—respondió lady Kemp.

Beth sintió cierta curiosidad, pero se abstuvo de preguntar nada.

—¿En serio? Yo pensaba que los escoceses solo raptaban y saqueaban, no que estudiaran. Son unos salvajes que solo son capaces de hacer barbaridades. Seres inferiores, claramente—afirmó lady Sutton con desprecio.

Beth y Olivia la miraron, incrédulas. No podían creerse lo que acababan de escuchar.

—Vamos, no seas tan dura, querida—dijo lady Kemp, apurada.

—¿Es que no tengo razón? Ni siquiera pudieron defender sus propias tierras, porque no tienen la inteligencia para hacerlo. Son unos brutos; todos y cada uno de ellos. Y a saber cómo ha conseguido semejantes méritos ese doctor. Dudo que sean ciertos—respondió con soberbia.

No sabía lady Sutton que el doctor MacGregor estaba detrás de unas cortinas, justo al lado del rincón donde estaban sentadas.

El hombre apretó la mandíbula y los puños, intentando contener la rabia y la indignación que sentía tras haber escuchado aquellas malintencionadas afirmaciones. Sin embargo, decidió quedarse donde estaba. No quería armar un escándalo.

Olivia estuvo a punto de intervenir en ese momento. Quería decirle a esa arpía lo que pensaba de su actitud desalmada y su lengua viperina. Sin embargo, Beth la detuvo con un gesto de su mano.

—Disculpe, milady. Espero no ofenderla, pero debo decir que no estoy de acuerdo con ninguna de sus afirmaciones sobre los escoceses. Creo sinceramente que estas son producto de la ignorancia y el desconocimiento absoluto—dijo Beth con actitud serena—. Jamás me atrevería a juzgar a alguien por su origen o su condición, y opino que nadie debería hacerlo. Imagínese que alguien dijera que los ingleses somos despreciables por el hecho de que uno de nosotros lo fuera, sin tener en cuenta que somos muchos, y que cada uno somos seres humanos diferentes. Creo que sus comentarios son totalmente injustos, y no debemos dudar de nadie ni presuponer nada, sin conocerlo antes.

Todas la miraron, horrorizadas, a excepción de Olivia, que sonrió con satisfacción. Estaba muy orgullosa de la señorita Arundel, y de cómo había puesto en su sitio a esa señora.

Lady Sutton se rio burlonamente, y después miró a Beth con absoluto desprecio, algo que no la asustó, pues estaba acostumbrada desde su infancia a esa clase de gestos.

—Señorita…

—Arundel—intervino Olivia, mostrándose indignada ante el olvido intencionado.

Lady Sutton le lanzó una mirada reprobadora a la joven, y al instante, centró su atención en Beth.

—Señorita Arundel, debo decirle que estoy verdaderamente sorprendida. No entiendo cómo tiene el atrevimiento de rebatirme nada, cuando usted pertenece a una clase social inferior a la mía. Usted es una simple institutriz, un ser insignificante para el resto del mundo. Por lo tanto, su opinión no vale nada. Y por favor, enséñele a su alumna a no hablar cuando no se le pregunta.

Dicho esto, tomó un sorbo de su copa y nadie más habló. Olivia quiso intervenir de nuevo, sin embargo, Beth la detuvo. Era mejor no empeorar la situación.

En ese momento, el doctor MacGregor salió de su escondite. Beth tenía su vista puesta en su regazo, y no se dio cuenta de la presencia del caballero hasta que oyó su voz.

—Buenas noches, señoras.

Todas se quedaron sin habla al verlo. Era un caballero con una presencia imponente. Alto, apuesto, de complexión robusta, con unos cautivadores ojos azules, la mandíbula marcada, y el cabello y la barba pelirrojos. Llevaba un elegante traje oscuro, y corbatín y camisa blancos. El caballero fijó su atención en lady Sutton, que lo miraba absorta.

—Creo que no nos han presentado. Soy el doctor MacGregor—dijo, mientras tomaba una de las manos de la dama entre las suyas.

—Lady Sutton—respondió, un poco azorada.

Él besó el dorso de su mano, y a continuación, le dedicó una mirada seductora y una pícara sonrisa.

—Lady Sutton, ¿me haría el honor de concederme este baile?

Lady Sutton aceptó la invitación, mostrándose completamente fascinada con el escocés. A continuación, los dos se adentraron en la pista y comenzaron a bailar.

—¿Ha visto eso, señorita Arundel? Hace un momento lo estaba criticando, y ahora baila con él. ¡Mire su cara! Parece realmente estúpida—comentó Olivia en voz baja, riéndose.

—¡Olivia! —exclamó Beth, llamándole la atención.

Minutos después, Beth decidió salir a tomar el aire. Se dirigió a una de las puertas del salón de baile, y salió a la terraza que daba al inmenso jardín de la casa.

Observó la luna llena en todo su esplendor, intentando no pensar en el desagradable episodio que había tenido lugar antes.

Mientras, Olivia, que estaba sentada sola en otro rincón de la sala, observaba a las parejas bailar, y no pudo evitar reírse al ver de nuevo a lady Sutton, que miraba embelesada al doctor MacGregor. El hombre ya le caía bien solo por el hecho de ponerla en evidencia de aquella forma.

—¡Cuánta hipocresía! —dijo casi para sí misma.

—Desde luego—respondió una voz masculina a su lado.

Olivia giró la cabeza, buscando de donde provenía la voz, y vio a un muchacho un poco más mayor que ella sentado en otra silla, a su lado. Iba vestido con traje de noche, llevaba su pelo oscuro peinado hacia atrás, y sus ojos verdes la miraban con cierta sorpresa. Los dos apartaron la mirada, y se ruborizaron. << ¿Por qué mi corazón late tan deprisa?>>, se preguntó Olivia.

Beth llevaba más de media hora fuera, apoyada en la barandilla de piedra que daba al enorme jardín. No estaba pensando en nada en particular, aunque las palabras de lady Sutton aún resonaban en su cabeza.

A pesar de estar acostumbrada a esa clase de desprecios, todavía le dolían. Sin embargo, no se arrepentía de lo que había dicho. No podía quedarse callada ante aquellas malvadas afirmaciones.

En ese momento, escuchó unos ruidos que provenían de uno de los arbustos que había delante de ella. De allí salió una mujer que llevaba el cabello un poco despeinado, y detrás de ella iba un caballero.

Beth se escondió detrás de una pequeña estatua que estaba colocada encima de uno de los soportes de la barandilla, con la intención de que no se percataran de su presencia.

—No sé cómo ha pasado, pero no debemos volver a hacerlo—dijo la mujer, aturdida—. Igualmente, ¿me escribirás? —preguntó, suplicante.

Él entonces se rio.

—Lo siento, querida. Soy un bruto escocés que no sabe escribir—respondió con sorna.

Beth se asomó discretamente al darse cuenta de que eran lady Sutton y el doctor MacGregor. Este acababa de darle una buena lección a la engreída dama, y ante semejante respuesta, lady Sutton se fue de allí, totalmente dolida e indignada. Por suerte, la dama no la vio. No obstante, el doctor MacGregor sí.

—Señorita Arundel, ya puede salir de su escondite—dijo el hombre, divertido, mientras caminaba hacia donde ella estaba.

Beth obedeció, pero igualmente decidió marcharse, y dio media vuelta con la intención de regresar al salón de baile.

—Vamos, no se vaya, quédese un rato haciéndome compañía, por favor—le pidió él.

Beth suspiró con resignación, y detuvo su huida. No deseaba ser desconsiderada con el caballero, sobre todo, después de su amable petición.

A continuación, el doctor MacGregor llegó a donde ella estaba y apoyó sus manos en la barandilla. Beth se puso a su lado, pero a una distancia prudencial. Ante todo, debían guardarse las formas.

—Disculpe, pero ¿cómo sabe mi nombre? No recuerdo que nos hayan presentado—comentó Beth.

Él la miró, y respondió:

—Bueno, es que no he podido evitar escuchar la conversación que estaban manteniendo antes de que yo llegara, y oí su nombre en boca de lady Sutton.

—Entiendo.

—Sé lo que se está preguntando: Qué ha ocurrido aquí ¿cierto? —inquirió él, mirándola con una sonrisa.

—Eso no es asunto mío, doctor—respondió, cautelosa.

El doctor MacGregor alzó una ceja, totalmente sorprendido.

—Vamos, no me diga que su valentía se ha quedado ahí dentro. Antes no tuvo reparos en defender a los escoceses. Un acto que, por cierto, le agradezco enormemente.

Beth sonrió ante el agradecimiento.

—No debe agradecerme nada, doctor. No podía quedarme callada ante semejantes afirmaciones; creo que son totalmente injustas.

—Igualmente, se lo agradezco. No todo el mundo en su posición se atreve a contradecir a una dama de la alta sociedad, aunque lo de dama lo pongo en entredicho, si se me permite.

—No se preocupe, no conozco tanto a lady Sutton como para querer defender su honor.

Él la miró fijamente, estudiándola.

—Es usted institutriz ¿cierto?

—Lo fui hasta hace poco tiempo. He sido la institutriz de lady Olivia Gibson durante nueve años. Ahora soy su doncella.

—¡Ah, sí! Lady Olivia Gibson es esa muchacha que estaba sentada a su lado. Vi que la joven quiso intervenir, pero usted no se lo permitió.

—Es que ella debe guardar las formas. Al fin y al cabo, esta es su primera temporada, y mi misión es ayudarla a que todo vaya bien.

—Ha hecho lo correcto, sin duda. Aunque usted se ha llevado los golpes—advirtió él.

—No me importa, estoy acostumbrada—respondió ella, tajante.

Él le dedicó una media sonrisa.

—Uno nunca se acostumbra al sufrimiento, señorita Arundel. Aunque cierto es que uno se vuelve menos vulnerable con el tiempo—comentó, pensativo.

Beth no podía estar más de acuerdo con ese comentario, aunque no dijo nada.

—¿De dónde es usted? —inquirió él.

—De Oxfordshire.

—¿Y lleva mucho tiempo en Londres?

—No, señor. Acabamos de llegar hace unas semanas.

—¿Y dónde ha vivido antes?

—Primero viví cerca de Londres, en la escuela Graham, y he vivido en Bélgica los últimos nueve años, con los Gibson.

—¡Vaya! Es toda una trotamundos. Yo viajé hace unos años por Europa, pero no llegué a visitar Bélgica. ¿Es bonito aquello?

—Desde luego que sí. Bélgica tiene unas ciudades muy bonitas—aseveró Beth con añoranza—. ¿Y de dónde es usted?

—Nací en una pequeña ciudad al sur de las Tierras Altas, y después estudié en Edimburgo, allí me licencié en Medicina y ejercí unos años. En los últimos tiempos, he ejercido en Londres y he dado clases en la universidad, pero ahora he decidido regresar a casa.

—¿Y cuándo regresará a Escocia?

—Mañana por la tarde. Ya está todo preparado. ¿Y usted qué hará cuando su alumna se case? ¿Seguirá trabajando para los Gibson?

—No, doctor; buscaré otro puesto como institutriz.

—¿Y no ha pensado en volver a casa? Aunque sea por un tiempo.

—Pues…

Justo en ese momento, alguien interrumpió la conversación. Era lord Benedict, que venía a comunicarle a su amigo que ya era hora de marcharse.

El doctor MacGregor lamentó tener que despedirse de la señorita Arundel, porque estaba muy a gusto en su compañía.

—Bueno, me temo que debo dejarla. Ha sido un verdadero placer conocerla. Sin duda, conocerla a usted ha sido lo mejor de la velada—dijo con una tierna sonrisa en el rostro.

—Igualmente, doctor. Ha sido un placer—respondió Beth, usando un tono más formal.

El doctor MacGregor se marchó, y Beth se quedó un rato más allí. La verdad es que se había quedado gratamente impresionada con el doctor MacGregor. Le había parecido un caballero muy agradable y simpático. Se alegraba de que, a su manera, se hubiera vengado de la malvada lady Sutton.

Minutos más tarde, Olivia fue en su busca, y los Gibson se marcharon de la casa de lord Houston.

A partir de ese día, Olivia asistió a numerosas veladas con la esperanza de encontrar un pretendiente adecuado.

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