Beth

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CAPÍTULO 13

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CAPÍTULO 13

Beth se encontraba de nuevo en casa de su amiga lady Melinda Avery. Las dos estaban ese día en el jardín de la casa, sentadas delante de una mesa, donde había dos tazas de té, y unos pasteles de merengue y chocolate.

Ya habían pasado tres semanas desde el anuncio del compromiso, y Beth había publicado un anuncio en uno de los periódicos de tirada nacional más importantes de Londres. Por aquel entonces, aún no había recibido respuesta.

—Yo he hablado con varias amigas mías, pero no ha habido suerte. No puedo entender que, en una nación tan grande, nadie necesite una institutriz—comentó Melinda.

—Bueno, hay que tener paciencia—respondió Beth, intentando animarse.

—Otra opción que se me ocurre es presentarte a un hombre rico. Conozco a unos cuantos que son excelentes partidos. Te casas con uno de ellos, y así ya no tendrás que preocuparte de nada.

Beth se rio ante la ocurrencia.

—Tú siempre con tus ideas.

—Bueno, no lo descartemos. Es el plan de emergencia—dijo Melinda—. ¿Y cómo van los preparativos de la boda?

—Muy bien, según creo. Lady Gibson y lady Garamond están supervisando todos los preparativos. Esta semana Olivia visitará a una importante modista, la señora Galloway, por lo que tengo entendido es una eminencia.

Melinda asintió.

—Sí, la conozco. Nunca le he encargado un vestido, pero he oído que su trabajo es excelente.

—Eso parece. Lady Gibson no quiere menos para Olivia.

—¿Y cómo está ella? Imagino que estará nerviosa.

—Pues, a decir verdad, no la he notado nerviosa. Más bien, emocionada. Oh, Melinda, soy muy feliz por ella. Casarse por amor es lo mejor que le podía pasar. Y, además, teniendo la suerte de que el pretendiente gusta a los padres. No hay oposición por ninguna de las partes. Olivia se pasa el día suspirando, soñadora y risueña—explicó Beth, sonriendo con ternura.

—Es afortunada, desde luego. Lo único que me molesta es que su felicidad suponga un problema para ti.

—No me preocupa porque es un problema que tiene solución, aunque tarde en llegar un poco. De hecho, escribí a Anne contándole la noticia. Si hay algún empleo en aquellas tierras, seguramente ella se entere antes que yo.

—Aún recuerdo las historias que me contabas de Escocia; eran preciosas. Siempre decías que querías conocer a un guerrero escocés. —En ese momento, Melinda hizo una pausa ante una idea que le acababa de venir a la cabeza—. ¿Te imaginas que vas allí, y conoces a un apuesto escocés? ¡Sería maravilloso!

Beth se rio al recordar que, curiosamente, ya había conocido a uno.

—Pues, de hecho, conocí a uno hace un tiempo.

Melinda la miró, sorprendida.

—¿Ah sí? ¿Y cuándo pensabas contármelo? —preguntó, poniendo los brazos en jarras.

—Bueno, es que no le di mayor importancia entonces. Fue en casa de lord Houston. Era uno de los invitados. Fue tremendamente curioso nuestro encuentro. Estábamos hablando con un grupo de mujeres, cuando una de ellas comentó que había un médico escocés en la sala, que además tenía unas credenciales excelentes. Entonces, lady Sutton, no sé si la conoces…

—Sí, una arpía con veneno en la lengua—espetó Melinda.

—Lady Sutton habló con absoluto desprecio sobre los escoceses, e incluso llegó a poner en duda los méritos del doctor. Yo, que no me vi capaz de guardar silencio ante semejante ultraje, contradije todas sus palabras. Y la señora, por supuesto, me contestó de la manera más grosera posible. Prefiero no entrar en detalles, porque fue muy desagradable.

—Me lo puedo imaginar. Esa mujer es una amargada, y le encanta criticar a los demás.

—El caso es que, después de eso, apareció el médico escocés.

Melinda la miró con sumo interés, y se acercó un poco más a ella.

—¡Continúa! —la instó.

—El hombre se presentó, y le pidió un baile a lady Sutton. ¡Tenías que haber visto su cara! Se quedó sin palabras—explicó Beth, divertida.

—Ese hombre tiene mérito; dejar a esa arpía sin palabras es casi imposible.

—Yo entonces salí al jardín, y después de un largo rato, observé movimiento en unos arbustos que tenía delante. Y adivina quién salió de ahí ruborizada, nerviosa y con el cabello despeinado.

Melinda abrió la boca y los ojos.

—¿¡Lady Sutton!? —preguntó, incrédula.

—¡Exacto! Ella y el doctor MacGregor, que es el nombre del caballero, habían estado… Bueno, ya sabes—respondió Beth, apartando la mirada, un poco apurada.

—¡Vaya con la señora! ¡Menuda hipócrita! —exclamó Melinda, indignada.

—Entonces, ocurrió algo que me dejó asombrada. Lady Sutton le pidió al doctor MacGregor que la escribiera, y él la contestó: “Lo siento, querida. Soy un bruto escocés que no sabe escribir.”  —dijo imitando la voz del doctor—. Imagínate cómo debió sentirse cuando el doctor la dejó en evidencia. Así que lo único que pudo hacer fue irse de allí indignada y furiosa.

Melinda y ella se rieron.

—Ese hombre ya me cae bien solo por eso.

—Después, estuvimos conversando a solas. Fue muy agradable—comentó Beth, recordando aquel momento con una sonrisa en el rostro.

Melinda miró a su amiga con suspicacia.

—Así que, es un hombre agradable.

—Sí, desde luego que sí.

—¿Y es apuesto? Vamos, cuéntame más cosas sobre él—la instó Melinda.

Beth se sintió un poco tímida de repente.

—Es apuesto, sí, eso no se puede cuestionar. Alto, fuerte, tiene los ojos azules y el cabello pelirrojo. Me pareció un caballero amable y educado.

En ese momento, Melinda sonrió con picardía.

—Entiendo.

Beth frunció el ceño ante la sospechosa reacción de su amiga.

—¿En qué estás pensando?

—Creo que ese hombre te gustó. Ese tal doctor MacGregor. Por tu descripción, parece un buen pretendiente.

Beth puso los ojos en blanco y negó con la cabeza.

—¡Tonterías! No puedo enamorarme de alguien a quien apenas conozco, por muy apuesto que sea—afirmó.

—Bueno, tienes ojos en el rostro, y es natural que te agrade ver a un hombre apuesto.

—Sí, lo sé. Sin embargo, debemos mirar más allá de la belleza que ven nuestros ojos antes de entregar nuestro corazón—sentenció Beth, seria.

—Bueno, en eso te doy toda la razón.

—Además, nuestro encuentro fue una casualidad. No volveré a verle nunca.

Melinda se encogió de hombros.

—Puede que así sea. Pero no te confíes. Recuerda que la vida está llena de sorpresas.

◆◆◆

Callander, Escocia, dos semanas después…

Lauren Fraser lloraba desconsoladamente, mientras se despedía de la que había sido su señora los últimos siete años.

Hace poco menos de un mes, un viejo pretendiente, Fergus Bollander, le había pedido matrimonio, y ella, que ya estaba condenada a ser una solterona de por vida a sus treinta y seis años, había aceptado la propuesta encantada. Debido a esto, dejaría de trabajar como doncella para la señora Wallace.

Esta apreciaba enormemente a Lauren, y lamentaba su repentina marcha. Era una de sus mejores empleadas, y había conseguido entablar una buena relación con ella. Ahora tendría que buscar otra doncella que ejerciera sus funciones con la misma eficacia. Y eso sería complicado.

—Bueno, Lauren, no llores más, querida. Que parece que vas a un entierro—comentó la señora Wallace con buen humor.

—Oh, perdóneme, señora. Es que estoy muy emocionada, y ya sabe que cuando empiezo a llorar soy peor que una cascada—respondió, sonándose la nariz con un pañuelo de lino.

El doctor MacGregor observaba la escena, pensativo. Conocía a Lauren desde hace años, y sabía que ella y su tía estaban realmente unidas. Por eso entendía perfectamente la emoción de Lauren.

A su lado estaba el señor Bollander, que aguardaba a su prometida. Era un hombre de unos cuarenta años, alto, robusto, con barba y bigote rubios, y ojos oscuros. Al ver que la despedida se alargaba demasiado, decidió intervenir.

—Vamos, Lauren, querida, que se nos hace tarde—dijo el hombre con dulzura, acariciando el brazo de su prometida.

Lauren se despidió de la señora Wallace y del doctor MacGregor, y finalmente, se marchó del lugar junto a su futuro esposo.

Minutos después, la señora Wallace se dejó caer lentamente en uno de los sofás del salón, y suspiró con resignación. Mientras tanto, su sobrino se quedó de pie, junto a la ventana.

—Bueno, pues ya está—dijo la mujer—. ¡Maldita sea, Cameron! ¿Cómo se le ocurre a Lauren casarse? ¿Quién demonios se casa con casi cuarenta años?

El doctor MacGregor alzó una ceja.

—Pues tú te casaste casi a los treinta, si no recuerdo mal.

Su tía lo miró, indignada.

—A los veintisiete, jovencito. Y yo a esa edad aparentaba veinte, no me compares. Además, mi caso fue distinto. Yo me casé con un capitán del ejército de Su Majestad, y Lauren se casa con un leñador.

—Herrero, el señor Bollander es herrero—la corrigió.

—Lo que sea—respondió, quitándole importancia.

El doctor suspiró con resignación.

—Tía, no deberías hablar así. Ya lo has visto. Lauren es muy feliz. Deberías alegrarte por ella, después de todos los años que ha estado contigo.

—Lo sé, querido. Y me alegro por ella, de corazón. Es que estoy un poco inquieta. Estoy segura de que me va a resultar muy complicado encontrar a alguien que me entienda tan bien como ella. Ya sabes que tengo un carácter algo especial.

—Desde luego que lo sé.

Su tía lo miró con reprobación, pero el doctor la sonrió de forma inocente.

—De todas formas, yo estoy aquí, y puedo hacerte compañía y ayudarte cuando lo necesites.

La señora Wallace sonrió, agradecida.

—Te lo agradezco, Cameron, pero no te preocupes. Tú tienes pacientes a los que visitar, y emergencias que atender; no puedes estar pendiente de mí. No, no. Lo que haré será poner un anuncio. Seguro que pronto habrá candidatas.

Al día siguiente, Anne se presentó ante la puerta de Taigh Abhainn, la propiedad de la señora Wallace.

Anne llevaba tiempo preocupada por la complicada situación de Beth, que, según le había contado, todavía no había recibido ninguna respuesta a su anuncio.

La noche anterior, Angus le contó que había llegado a sus oídos que la señora Wallace se había quedado sin doncella. Al oír esto, Anne tuvo una idea.

Llamó a la puerta de Taigh Abhainn, y abrió una de las sirvientas. La muchacha la invitó a entrar, y a continuación, la condujo al salón principal de la casa. Allí la recibió la señora Wallace.

—¡Querida Anne! ¿A qué debo tu visita? —preguntó la dama con una sonrisa.

—Espero no importunarla, señora Wallace.

—Ya sabes que no. Siempre me alegran tus visitas.

Anne suspiró con pesar. La señora Wallace se percató de este detalle, y la instó a sentarse a su lado en uno de los sofás.

—¿Qué ocurre, querida? —preguntó, preocupada.

—Verá, hay una joven a la que aprecio profundamente. De hecho, es como una hija para mí. Trabajé para su madre en Inglaterra, antes de casarme con Angus. Y aunque hace años que no nos vemos, no hemos perdido el contacto. —Anne respiró hondo—. Pues bien. Es una muchacha trabajadora y responsable. Ha trabajado en una escuela, y en los últimos años, ha estado en casa de un importante diplomático, trabajando como institutriz. Es una mujer preparada y bien educada, incluso sabe idiomas. El problema es que ahora su alumna se va a casar, y ella tiene que buscar otro empleo. Ha puesto un anuncio, pero nadie responde; así que he pensado que como usted no tiene doncella, creo que ella sería la persona idónea para el puesto.

La señora Wallace consideró la idea, pero necesitaba saber más.

—¿De dónde es?

—De Oxfordshire.

—¿Dónde estudió?

—En la escuela Graham.

La señora Wallace se quedó asombrada.

—¡Vaya! Esa es una buena institución. ¿Y dices que trabajó en una escuela?

—Sí, de hecho, trabajo en esa escuela como ayudante y como maestra.

La señora Wallace asintió, pensativa.

—Excelente. ¿Y después?

—Ha estado nueve años trabajando para lord Gibson, cuidando de su hija.

—Vaya, estoy sorprendida. La verdad es que parece tener experiencia.

—Sí. Además, tiene excelentes referencias. Si usted así lo quiere, Beth estará aquí lo antes posible.

La señora Wallace miró a Anne, y comprobó que la mujer no mentía. Tenía buena intuición para saber ese tipo de cosas.

Lo cierto es que no le apetecía tener que poner un anuncio, y ver desfilar a candidatas día sí y día también. Además, debía ser una joven disciplinada, teniendo en cuenta que había sido institutriz. Por este motivo, decidió darle una oportunidad.

—Está bien, Anne; escribe a la muchacha, y dile que venga a Callander lo antes posible. Y si puede enviarte las referencias antes, mejor—dijo la señora Wallace.

Anne sonrió, aliviada, y contuvo las ganas de dar saltos de alegría delante de la señora Wallace. Parecía que Dios había escuchado sus ruegos, pensó.

Más tarde, ese mismo día, la señora Wallace, ya sentada a la mesa del comedor junto a su sobrino, compartió la noticia con este, que se mostró escéptico.

—Así que, vas a contratar a alguien de quien no sabes nada, y de quien, por el momento, no tienes referencias—dijo el doctor en tono serio.

—Lo sé, parece una locura, pero me fio de Anne. Esa mujer nunca me ha mentido.

—Yo no dudo de Anne. Dudo de las intenciones de la muchacha. ¿Y si resulta que no consigue empleo porque en realidad no tiene referencias? O puede que tenga cuentas pendientes con la justicia… —comentó, preocupado.

La señora Wallace puso los ojos en blanco.

—O puede que sea una asesina de ancianas. ¡Por el amor de Dios, Cameron! A la gente hay que darle oportunidades. Recuerdo que antes no eras tan desconfiado—advirtió.

—Bueno, de todo se aprende. Además, ni siquiera sabes cómo se llama.

En eso su sobrino tenía toda la razón, pero no se lo hizo saber.

—Lo mencionó en la conversación. Creo que el nombre empezaba por B… Sí, por B. Bueno, soy una mujer mayor, Cameron, y me olvido de las cosas—dijo, tratando de justificarse.

—Estupendo—respondió él con sarcasmo.

La señora Wallace suspiró, exasperada.

—¿Quieres tranquilizarte? Soy más mayor que tú, y tengo más experiencia en estas cosas. Antes de casarme con tu tío, era una mujer soltera, que estaba criando a dos criaturas sola, sin ayuda. Y supe arreglármelas muy bien, por cierto. Así que, gracias por tu preocupación, pero sé lo que me hago. ¿De acuerdo?

El doctor MacGregor asintió. No le quedó más remedio que rendirse ante la evidencia. Su tía podía arreglárselas sin su ayuda. Era una mujer sabia, que no solía equivocarse nunca, sobre todo, a la hora de juzgar a las personas. Sólo esperaba que la joven desconocida hiciera buenas migas con ella.

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