Berserk

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Natasha había dicho que se estaba acercando. Cole estaba confiando todo lo que hacía a la palabra de una niña berserker, aquella zorrita mentirosa, y detestaba cada aspecto de la situación. Ya eran casi las cuatro y no tardaría en ponerse el sol. No le parecía que pudiera aguantar otra noche sin dormir.

Todavía le dolía la cabeza por el golpe que le había propinado Roberts. Desde entonces había estrellado un coche, ese hombre lo había vuelto a atacar y encima después lo había atropellado; no se podía decir que su cuerpo le estuviera dando las gracias. Suponía que debería haber aceptado el dolor como un pequeño precio que pagar por todos los crímenes que había cometido ese día, pero era una auténtica molestia y hacía que conducir le fuera realmente difícil, así que maldijo cada malestar. Los muslos, sobre todo el izquierdo, se le estaban hinchando y quedando rígidos, y cuanto más tiempo pasara sentado en el coche, más difícil sería moverse cuando llegara el momento.

—¿Dónde estás, puta? —dijo con la esperanza de que la niña le contestara. Nada.

Condujo deprisa. No tenía sentido intentar evitar que lo pararan; la policía ya iba tras él y cuanto más rápido condujera, más tiempo le llevaría alcanzarlo a la unidad de respuesta armada. Una vez que los tuviera encima, todo habría acabado, no habría forma de evitarlos, no habría forma de dejarlos atrás, y puesto que ya le había disparado a un coche de policía, los componentes de la unidad no se arriesgarían.

¡Maldito seas, Higgins! Si el comandante hubiera mantenido su palabra y se hubiera llevado a Cole con él, quizá ya habrían encontrado a Roberts y la niña. Quizá el comandante ya los tuviera. Si tenía un helicóptero y contactos en la policía, la batalla final quizá ya estuviera teniendo lugar. Pero no me lo parece, pensó Cole. Y no por primera vez se preguntó cuánta información podía sacar Natasha de sus incursiones por su mente.

A la unidad de respuesta armada le llevó diez minutos encontrarlo.

Pasó junto a una salida de la autopista, condujo a toda velocidad bajo el paso elevado y se acercaba a la rampa de entrada cuando vio el coche bajando como un rayo. Aunque camuflado, lo traicionó la velocidad y cuando Cole miró, vio dos caras apretadas contra las ventanillas. Era evidente que estaban tan sorprendidos como él.

Los dos hombres se giraron a toda prisa y eso confirmó los temores de Cole.

Solo tenía unos segundos para actuar. Pisó el acelerador y se puso a la misma altura que el coche de la policía cuando bajó por la rampa hacia el carril interior. Era obvio que planeaban ponerse por delante de él y después ir frenando, quizá apartarlo de un empujoncito de la carretera si no paraba él solo. Cole no podía permitirlo. Solo tenía una oportunidad de continuar, solo una, y era incapacitar a la unidad armada allí mismo. Si se enredaba en una persecución prolongada, habría otros; darían el aviso por los alrededores para que lo interceptaran en la siguiente salida. Cole era un buen conductor, pero también era realista, sabía que no tenía muchas posibilidades de escapar de una persecución policial.

Y si se las arreglaban para pararlo, era muy probable que le dispararan.

Había visto cómo lo hacían en las películas, y siempre parecía muy fácil. Pero él no se engañaba. Se aseguró de llevar bien abrochado el cinturón de seguridad y cruzó la autopista para meterse en el carril de aceleración, miró a la izquierda sin girar la cabeza y vio que el coche de policía se metía en la autopista y ganaba velocidad. Entonces hizo un brusco giro a la izquierda y los golpeó de costado.

El impacto fue aplastante. El volante le saltó de las manos, giró a la derecha y lo llevó con una sacudida al otro lado de la carretera. Pasó entre un camión y un minibús lleno de pensionistas que se lo quedaron mirando con una expresión gris de desaprobación. Resonaron los cláxones, chirriaron los frenos y Cole consiguió por fin recuperar el control del coche antes de que se estrellara como una bala de cañón contra la mediana. El coche rozó la barrera de metal y lanzó chispas y astillas del panel frontal. La puerta de Cole se combó hacia dentro y le golpeó la pierna, Cole gritó con todas sus fuerzas cuando la extremidad ya herida se vio sometida a otro maltrato. Miró a la izquierda y vio que el coche de policía seguía allí, el costado abollado y arañado, pero, aparte de eso, intacto.

Los hombres lo estaban observando de nuevo y, esa vez, no desviaron la mirada. Cole sonrió y volvió a hacer otro giro brusco a la izquierda.

Esa vez estaban listos y su conductor frenó en seco. El coche de policía lanzó una nube de humo y cuando Cole se deslizó delante de él, e incluso antes de comprender lo que había pasado, los otros aceleraron y lo embistieron por detrás. Cole sufrió una sacudida y se golpeó contra el asiento, la cabeza le rebotó en el reposacabezas; aceleró y se apartó, y después volvió a meterse en el carril central cuando el coche de policía se puso a su altura.

Otro giro a la izquierda y los cogió por sorpresa. Quizá el agente que conducía pensaba que estaría demasiado conmocionado para lanzarse contra ellos otra vez. O quizá tenía demasiada fe en la velocidad de su coche patrulla. En cualquier caso, Cole los alcanzó antes de que pudieran adelantarlo. Cole mantuvo bien agarrado el volante esa vez y lo giró a la izquierda, los brazos rectos, los codos firmes, el pie clavado en el acelerador. El sonido del metal al rasgarse chirrió por encima del rugido de protesta del motor. Las ruedas vibraron cuando las desgarraron en sentido contrario y el hedor a goma quemada llenó el coche. El cristal se hizo pedazos y el aire frío entró con un silbido.

El coche de policía pisó la banda sonora que separaba el carril interno del arcén y siguió avanzando. Cole forzó otro giro a la izquierda y los obligó a apartarse más y un segundo antes de que las ruedas de la izquierda golpearan la franja de grava junto a la carretera viró el Mondeo y lo metió de nuevo en la autopista. Cómo pudo no chocar con ningún otro vehículo, no llegó a saberlo, pero miró en el espejo a tiempo de ver que el coche patrulla arrojaba una lluvia de piedras y empezaba a hacer un trompo. Completó dos vueltas antes de que estallara una rueda y volcara de lado.

Cole apartó los ojos y se concentró en la carretera que tenía delante, y esperaba que los dos hombres pudieran salir por su propio pie del coche destrozado.

Menos de un minuto después oyó un ruido seco y continuo fuera. Se inclinó hacia delante y miró arriba a tiempo de ver dos helicópteros Chinook que pasaban por encima de la autopista de este a oeste, a toda velocidad y en vuelo bajo y decidido.

—Ahí estáis —dijo. Siguió conduciendo con el corazón disparado, el dolor de las piernas lo mantenía alerta y llamaba en silencio a Natasha.

Y al final, la niña contestó.

Tenemos que girar al oeste.

—¿Ya casi estamos? ¿Ya casi ha acabado? No puedo ser tu papá para siempre, así no. No me necesitas para siempre.

Te necesito ahora. E incluso si es verdad que solo habremos estado juntos unos días, lo que has hecho por mí significa una vida entera. Solo porque quizá no estemos juntos, no significa que no sigas siendo mi papá. Igual que tú y Steven. Tú nunca dejaste de creer, ¿verdad? Nunca dejaste de estar ahí para él.

—Sigo sin saber si Steven está vivo o muerto.

Natasha hizo otra pausa, de nuevo ese silencio tan revelador.

Tenemos que girar al oeste.

Tom le lanzó una mirada al cuerpo de la niña, bajo la vieja manta. Parecía haber cambiado un poco de postura, como si se hubiera puesto cómoda, aunque podría haber sido el movimiento del coche lo que había tirado el cuerpo hacia abajo en el asiento. Tom la había visto moverse, la había oído hablar, pero todavía le costaba creerlo.

—¿Steven está tan vivo como tú? —preguntó.

No lo sé, respondió Natasha.

Tom tomó la siguiente salida. La carretera dibujaba una curva que subía y se alejaba de la autopista para unirse a una carretera nacional que se dirigía hacia el oeste, donde el sol se fundía con el horizonte. Tom pensó en los dos, conduciendo hasta allí, hasta llegar al sol, y aunque la idea era absurda, le gustaba. Habían puesto rumbo a lo imposible. Natasha lo estaba sacando del mundo y él la estaba siguiendo de buena gana. Porque por mucho que dijera que lo necesitaba, Tom sabía que era Natasha la que estaba al mando. Siempre había sido así. Supuso que si daba la vuelta y regresaba al sur, la herida de bala lo mataría antes de la puesta de sol.

La carretera se curvaba y atravesaba el paisaje rural, pasaba entre colinas bajas y campos desnudos. Árboles y setos atrapaban el sol y ardían poco a poco bajo su fulgor bruñido, las hojas lamían el aire con cada brisa. A Tom le encantaba el otoño. Era el momento de la muerte y la decadencia, pero también una época de supervivencia. Las plantas se deshacían de las flores y se retiraban bajo el suelo para pasar el invierno. Las ardillas almacenaban frutos secos en escondites secretos para poder subsistir cuando llegara el mal tiempo. Y aunque las hojas muertas dibujaban una espiral y acabaran pudriéndose en el suelo, sus primas volverían a florecer en solo unos pocos meses. El otoño era la belleza en la muerte, el futuro en la decadencia. Tom se preguntó si Natasha pensaba en eso, en ese otoño que era su primavera.

—¿Revivirás? —preguntó.

Ya estoy viva.

—Ya sabes a qué me refiero. ¿Te moverás? ¿Podrás… crecer? ¿Cambiar? ¿Llenarte?

Me has visto moverme y me has oído hablar. Duele cuando hago las dos cosas, pero también es una sensación agradable. Me recuerda lo que significa estar vivo.

—¿Y qué significa? —preguntó Tom, y cuando la pregunta abandonó sus labios, su trascendencia lo golpeó como otra bala. ¿Qué significa? Era una pregunta que había hecho muchas veces, en voz alta, pero con más frecuencia en silencio. Con frecuencia se quedaba despierto por la noche, observando las sombras que se extendían por el techo del dormitorio a medida que la luna iba cruzando el cielo. Las sombras eran lentas, tenían tiempo de sobra. La pregunta se planteaba otra vez en los momentos más extraños, y él nunca estaba preparado para ella, nunca estaba listo para sufrir su peso. Lo metía en un sueño de confusión a pesar de no estar dormido, lo hundía en una espiral de depresión. No porque no pudiera encontrar la respuesta (se imaginaba que nadie podría jamás, en realidad no), sino porque creía que cualquier oportunidad que hubiera tenido de intuirla siquiera la había perdido hacía mucho tiempo. Estaba envejeciendo sin saber en realidad lo que la vida significaba para él. Se desesperaba al pensarlo y la desesperación solo servía para nublar su juicio todavía más.

En ese momento, sin embargo… por primera vez en décadas le parecía que la posibilidad de plantearse de verdad la pregunta se abriría pronto ante él. Estaba rodeado de vida, de muerte y lo que fuera que había en medio. En los últimos dos días había estado viviendo y presenciando situaciones extremas: la muerte de Jo, la vida de Steven, su propia batalla por continuar a pesar de no entender ninguna de las dos cosas. Y allí, a su lado, la antítesis de la lógica: una niña muerta en vida. Un ser humano, un berserker. Una niña, pero con una sabiduría muy antigua. Una inocente que había hecho mucho mal.

Significa tantas cosas, dijo Natasha.

—No estoy seguro…

Estar seguro de eso es lo que completa tu vida.

—Pero tú eres muy joven. Solo eres una niña. ¿Cómo puedes estar segura?

He tenido mucho tiempo para pensar en ello.

Tom cerró los ojos, pero no pudo imaginar lo que era pasar diez años bajo el suelo.

Ya no está lejos, dijo Natasha. Según Lane, hay un polígono industrial a unos tres kilómetros de aquí. Es pequeño, aislado. Los esperaremos allí. No tardarán.

—¿Y luego qué? —preguntó Tom.

Luego me llevarán a casa.

—¿Y yo?

Estarás bien, dijo Natasha. Yo me aseguraré de eso. Cuidaré de ti. Y allí estaba, la admisión, la prueba de que era Natasha la que controlaba la situación. Después se alejó, se retiró de la mente de Tom y lo dejó solo.

Tom siguió conduciendo, menos seguro que nunca del significado de su vida.

Casi nos has perdido, estaba diciendo aquella pequeña zorra. Estás demasiado lejos. Siempre lo has estado. Eras demasiado estúpido para encontrar a Sophia y a Lane, demasiado estúpido para matarme, y ahora vas a perder y valdrás menos incluso de lo que crees. Valdrás menos que un escupitajo de mi boca, que la mierda de mi culo. No valdrás nada, señor Lobo, y nada es lo que vas a conseguir.

Cole no contestó. Que la zorra le estuviera hablando, que lo estuviera incitando a continuar, le bastaba. Estaba acostumbrado a que despotricara y bramara (ya la había oído diez años antes y aunque ahora solo era en su mente, ya se había vuelto a hacer a ello) y prefería que la mocosa siguiera hablando, que perdiera el control, aunque su primer instinto era apartarse, asqueado, de aquel monstruo antinatural. La sentía en lo más profundo, en lugares oscuros, acechando en su mente como si buscara un lugar nuevo para resurgir. Quizá arrancase de un agujero otro seudofantasma para intentar asustarlo. Los ecos de la voz moribunda de Lucy-Anne todavía lo acosaban, por muy falsos que fueran. Vio en su imaginación los muslos pálidos de la mujer y las bragas negras, sacudió la cabeza para despejarse y oyó la risita de Natasha en las cavernas de su mente. ¡Zorra!, pensó, y sintió el breve estallido de cólera de la niña.

Sonrió. Y la mocosa seguía incitándolo. Se preguntó por qué, pero no dejó que eso lo detuviera. Nada lo detendría. Cole acunó la 45 en su regazo, los cartuchos de plata acurrucados en la recámara.

—Son para ti —dijo—. Todos y cada uno de ellos son para ti.

No lo pudiste hacer entonces y no lo harás esta vez.

—Lo haré —aseguró él—, sin una sola duda, sin una punzada de culpa, y sin un gramo de pesar por no llegar a saber jamás cómo te cambiaron los cerebritos de Porton Down.

Natasha se quedó callada, su presencia era enorme, se había quedado sin habla.

—Así que sé algo que creías que no sabía —dijo él con una sonrisa.

Te contaré más, dijo la niña. Te lo contaré todo si quieres saberlo. ¿Quieres saberlo, señor Lobo?

—¡Que te follen! —contestó, pero en realidad pensó: Sí, sí, quiero saberlo.

Te contaría lo que hicieron si pudieras cogerme, dijo Natasha, y se echó a reír mientras se retiraba.

Ojalá Cole pudiera dispararle una bala a esa mente que lo abandonaba.

Los otros, Lane, Sophia y sus hijos… Cole estaba intentando no pensar en lo que había ocurrido entonces. Se interponía demasiado en su mente. Oscurecía su propósito, arrojaba una barrera entre él y la zorra a la que perseguía, así que hizo todo lo que pudo por mantener ese pasado enterrado en el subsuelo, con los demás fantasmas. Pero no podía deshacerse del recuerdo de su huida de Porton Down y lo que él había encontrado después. Las jeringuillas. Las extrañas drogas. El antídoto para la plata que Sandra Francis había creado para ellos.

El único modo que tenía de eludir aquella barrera era creer que se habían pasado los efectos de aquel antídoto.

A siete kilómetros y medio de la autopista, Natasha le dijo a Tom que girara otra vez. Una carretera secundaria dibujaba una curva que se metía en un valle poco profundo y terminaba en la entrada del polígono industrial del que le había hablado Lane. Eran las cinco y media cuando llegaron y se metieron en el aparcamiento principal, contra el flujo del tráfico. La mayor parte de la gente se iba ya a casa y solo quedaban unas cuantas luces dispersas en varios edificios. El sol se iba ocultando por el oeste y extendía un fulgor naranja por las cimas de las colinas. La luz atrapaba las nubes descarriadas y las iluminaba como farolillos chinos. El aparcamiento se vació a toda prisa hasta que solo quedó el BMW y otros dos coches. Una nave industrial todavía tenía la persiana abierta y un hombre y una mujer estaban trabajando en un mueble grande en el interior. Tenían la radio encendida, emitía un tema clásico.

Tom abrió la ventanilla y apagó el motor. Respiró hondo y disfrutó del aire frío, saboreó la frescura que parecía encender su cuerpo igual que el sol iluminaba las nubes. A su lado, Natasha permanecía muy quieta, en silencio, lejos de allí. Tom se preguntó dónde estaría la niña. Hablando con ellos, seguramente, con los otros berserkers. Planeando, tramando, averiguando la mejor forma de volver a casa. Bajó la manta y le miró la cara. No había nada que ver.

Oyó el motor de un coche por alguna parte, pero se desvaneció y se detuvo sin que Tom viera las luces. Se puso tenso en su asiento durante unos segundos, se preguntó si Sophia y Lane ya habrían llegado. Lo único que sabía de ellos era lo que había visto en los recuerdos de Natasha y lo que había visto no le había gustado ni pizca. Habían abandonado a Natasha y a su familia; ¿por qué iban a ir a rescatarla ahora? Porque soy una berserker, había dicho la niña, pero también le había dicho que los berserkers no eran más que otra especie de ser humano. Y los humanos siempre eran propensos a la traición y el engaño. Quizá no acudieran. Cabía la posibilidad de que hicieran una llamada anónima a la policía, los guiaran hasta allí y se quedaran en casita (fuera donde fuera) sabiendo que el último rastro de su pasado en Porton Down había quedado destruido.

—¿Natasha? —la llamó Tom, pero la niña seguía lejos. Su rostro paralizado no ofrecía pista alguna. Estiró el brazo para tocarla, alargó los dedos, pero fue incapaz de rozar siquiera la piel correosa. Había algo de él en ella, lo sabía, y la heridita que tenía en el pecho le escoció al pensarlo.

Le picaba la espalda. Le picaba cuando debería haberle ardido, le molestaba cuando debería haberlo matado. Sí, había algo de él en ella, pero también algo de ella en él. Quizá mucho más de lo que él pensaba.

Tom cerró los ojos y buscó su rabia, temía lo que podía encontrar.

Natasha volvió justo cuando Tom oyó el sonido de algo que se acercaba.

—¡No! —dijo Natasha, su voz era el ruido áspero de la gravilla en la garganta.

—¿Qué? —preguntó Tom. El sonido fue creciendo, un ritmo regular, rápido.

Nunca pensé que Cole podría entregarnos a otro, dijo la niña en la mente de Tom. Siempre pensé que nos quería para él solo. Papi… lo siento mucho.

—¿De qué estás hablando? No lo entiendo. ¿Están aquí? ¿Lane, Sophia y los otros están aquí?

Tom miró por el aparcamiento del polígono industrial. El hombre y la mujer de la nave abierta habían dejado las herramientas y estaban en la puerta, se protegían los ojos con las manos para defenderse de la luz del atardecer y miraban al sur del valle. La mujer levantó la mano para señalar y el ruido se hizo de repente más estruendoso.

Tom reconoció el sonido. Helicópteros. Y de repente comprendió la angustia de Natasha. El señor Lobo todavía no los había alcanzado, pero había hecho correr la voz.

—¿Y ahora qué? —preguntó Tom. El dolor le clavó una lanza en la espalda, Natasha se echó a llorar y el mundo entero estalló en movimiento.

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