Berserk

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Cuando Tom y Jo dejaron su casa para emprender viaje a Wiltshire, daba la sensación de que se iban para algo más que un fin de semana largo. Tom comprobó que las puertas y ventanas estuvieran cerradas con llave, desenchufó la televisión y el equipo de música, cerró todas las puertas del interior… y tuvo la impresión de que debería estar cubriendo los muebles con sábanas blancas para evitar que cogieran polvo.

Son solo tres días, pensó mientras echaba un último vistazo por la salita y observaba parte de ella en lugar de solo verla. La foto de los dos el día de su boda, con ese futuro tan prometedor que se hacía evidente en sus sonrisas de felicidad. Y Steven, fotografiado en el desfile de graduación, con ese mismo futuro potencial reflejado en sus ojos.

Nadie espera una catástrofe, pensó Tom.

Todo el mundo sabe que llegará un día u otro, pero nadie la espera. No se puede vivir así. Pero eso lo hace todo mucho más difícil cuando llega.

Tom limpió el polvo de la foto de Steven, sonrió y se le pasó por la cabeza un pensamiento singular sin que pudiera evitarlo.

Voy a verte, hijo.

—¿Tom? —Jo se encontraba detrás de él, observándolo acariciar el marco.

—Ya voy, nena.

—Estamos haciendo lo que debemos, ¿verdad? ¿Tú no crees que esto solo lo desenterrará todo de nuevo?

Tom se estremeció ante la elección de palabras.

—Jo, hemos acordado que iremos y creo que es lo mejor. En serio. De todos modos, nos sentará bien irnos unos días. Estaremos pensando en Steven, pero también será un respiro para nosotros. Un respiro de todo.

—Hay cosas de las que no puedes escapar —dijo su mujer.

Él asintió y la abrazó.

—Vamos.

Jo le devolvió el abrazo y cuando Tom miró la habitación, se aferró con fuerza a su esposa.

No hablaron durante la mayor parte del trayecto. Jo hacía algún comentario de vez en cuando, señaló un gavilán que planeaba en el aire, un globo aerostático, le preguntó a Tom si quería unos caramelos de menta, y Tom le respondía con monosílabos, un sí o un no, o a veces con un asentimiento o negando con la cabeza. No era porque no deseara hablar, ni siquiera porque supiera que Jo en realidad solo quería quedarse allí sentada y pensar en el fin de semana inminente. El silencio de Tom era fruto sobre todo de la frustración.

En el bolsillo de atrás llevaba el sobre que había encontrado metido debajo del limpiaparabrisas mientras cargaba el coche. Todavía no había tenido oportunidad de abrirlo sin que lo viera Jo. Y tenía la sensación (la certeza) de que fuera lo que fuera lo que contenía, no querría compartirlo con su mujer.

Debe de haber esperado fuera del pub y haberme seguido a casa.

—Ya no debería faltar mucho —comentó Jo. Tom asintió.

No pudo terminar la historia cara a cara, y ahora está ahí, en mi bolsillo de atrás, más pistas sobre la verdad.

—Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que pasamos por aquí.

Tom estaba seguro de que el sobre lo había puesto allí Nathan King. Cualquier otra cosa sería una enorme coincidencia, y, además, muy cruel.

Los kilómetros fueron pasando a toda velocidad y Jo se quedó adormilada, a Tom el sobre le quemaba en el bolsillo de los pantalones.

Léeme, léeme. Incluso empezó a echar la mano atrás para meterla en el bolsillo, pero el coche se fue hacia el carril contrario y el estruendo del claxon de un camión lo sobresaltó y lo devolvió a la realidad.

—Mierda —murmuró Tom, la estupidez hizo que el corazón le martilleara en el pecho.

—¿Quieres que conduzca yo el resto del camino?

—No, no, estoy bien. Bien.

Sí, bien. Bien jodido.

La autopista se convirtió en una autovía, después giraron por una carretera nacional para meterse a continuación por carreteras comarcales que atravesaban un bellísimo y sorprendente paisaje hasta el pueblo donde se alojaban.

No lejos de aquí, pensó Tom.

En absoluto lejos de aquí.

Tras un par de minutos aparcaron en el camino de entrada de la casita de vacaciones que habían alquilado.

—Comprueba tú la caja del cobertizo, donde dijeron que dejarían las llaves —dijo Tom—. Yo empezaré a descargar el coche.

En cuanto Jo le dio la espalda, Tom sacó el sobre, y aunque no había nombre alguno en la ventana transparente, habían garabateado el nombre de Tom en el frente con tinta roja. No sabía quién habría escrito el nombre, pero había apretado el bolígrafo con tal fuerza que había rasgado el papel, como un corte en una piel pálida. Tom desgarró el papel, observó que Jo había desaparecido por la esquina de la casita, y sacó la hoja doblada.

Era un mapa del Servicio Oficial de Topografía, la ampliación de una parte de la llanura de Salisbury. Y cerca del centro, lejos de cualquier rasgo distintivo, se veía una equis pequeña y pulcra. Estaba marcada en rojo. No había nada más, pero tampoco era necesaria ninguna explicación.

—La equis marca el lugar —susurró Tom, y entonces oyó los pasos de Jo en la gravilla a su espalda y arrugó el mapa y el sobre con la mano.

»Una casita preciosa —dijo, aunque era la primera vez que la había mirado siquiera.

—No te rompas la espalda descargando el coche, ¿quieres?

Tom le dio a Jo un azote cuando pasó a su lado y disfrutó con la risita de su mujer, aunque ya se estaba preguntando cómo se las arreglaría para escaparse él solo unas cuantas horas.

Después de descargar el coche fueron a echarle un vistazo a la casa los dos juntos. Era pequeña, acogedora y muy rústica, con platos recubriendo las paredes, ramas secas apiladas en los alféizares y dispuestas en viejos tarros de cerámica, y docenas de paisajes pintados por artistas locales adornando las paredes del piso superior. La bañera era de las antiguas, de hierro fundido, con patas y grandes y gruesas tuberías sobresaliendo con orgullo del fondo en un extremo, como las arterias expuestas de la casa. El retrete no habría parecido fuera de lugar en un museo. El aire olía a cerrado y a antiguo y aunque Tom vio ambientadores escondidos en varios lugares tanto de la planta baja como del primer piso, le pareció que estaban librando una batalla perdida. Aquella casa era antigua, quizá trescientos años, y haría falta algo más que unos cuantos productos químicos modernos para purgar del aire el aroma acre de toda su historia. Había permanecido allí durante mucho tiempo y tenía todo el derecho del mundo a proyectar su edad. Tom aspiró una profunda bocanada de aire y disfrutó del olor mientras le sonreía a Jo, que le dedicó una mirada socarrona. En la cocina, una puerta baja reveló una escalera estrechísima que llevaba al frío sótano. Jo declinó el ofrecimiento de Tom de ir a investigar, pero a él siempre le había gustado explorar lugares ocultos. Era esa idea de no saber bien nunca lo que se podría encontrar: una antigua pintura en el ático, una obra maestra olvidada, un cofre medio enterrado en una cueva de la costa, el candado, una reliquia oxidada de siglos pasados. Nunca había encontrado nada de valor, pero eso no lo disuadía jamás. De hecho, lo alentaba a seguir explorando porque en realidad era el misterio lo que lo atraía. Si alguna vez encontraba algo que no fuera oscuridad y lugares vacíos, el misterio se disiparía y quizá él terminaría cambiando.

La escalera era estrecha y giraba en una media espiral muy cerrada, así que incluso moviéndose de lado, Tom tocaba las paredes con los hombros y la tripa. Estaría asqueroso cuando volviera a subir, pero la oscuridad fresca y húmeda del fondo era irresistible.

—¿Qué hay ahí abajo? —exclamó Jo, que se había apartado un poco de la puerta para permitir que entrara toda la luz posible.

—Arañas —le contestó Tom—. Grandes. Enormes. ¡Sobrenaturales! ¡Oh, Dios mío!

—¿Qué?

Tom lanzó una risita y el sonido reverberó por las escaleras. Arriba suscitó una maldición por lo bajo de Jo; abajo, resonó durante un segundo, se superpuso sobre sí mismo y se convirtió en un gemido. Tom sacó las llaves del coche y apretó el botón de la linterna diminuta que colgaba del llavero. Las afirmaciones de los fabricantes que iluminaba hasta a medio kilómetro de distancia se evaporaron al instante cuando el haz apenas consiguió vencer la oscuridad poco más de medio metro.

Una oscuridad densa, pensó Tom,

como si no se hubiera alterado en siglos.

Al final de las estrechas escaleras se encontró en una habitación diminuta con un techo bajo y paredes desnudas de piedra. Los muros los habían blanqueado en algún momento del pasado lejano, pero la humedad se había filtrado y había depositado la pintura en el suelo. La linternita iluminó la habitación solo lo suficiente para que viera que allí abajo no había nada, aparte de unos cuantos estantes y un suelo húmedo que parecía propenso a inundarse. No había señales de luz eléctrica ni indicaciones de que aquella habitación se hubiera usado en décadas.

Hacía frío. Un frío glacial. Tom se preguntó si bajo tierra siempre era así.

—¿Hay algo? —preguntó Jo desde arriba. La voz sonaba ahogada, y eso que la escalera solo describía una curva.

—¡Es horrible! —le contestó Tom adoptando su mejor voz de película de miedo.

—Bueno, pues emprende la retirada, deja el horror y ven a ayudarme en el dormitorio.

—Ese es un ofrecimiento que no puedo rechazar.

Jo se echó a reír.

—Quizá después de cenar, si tienes suerte.

—¡Si tienes suerte tú!

Empezó a subir la escalera, las rodillas se resentían por el ángulo antinatural que tenían que salvar. Tom pensó en las personas que habían usado ese lugar para guardar la carne y otros alimentos perecederos, se preguntó cómo habrían vivido, si habían compartido las mismas bromas que Jo y él. Quizá la casita estuviera embrujada. Al menos un fantasma haciéndole cosquillas en un pie por la noche lo obligaría a dejar de pensar en Steven, y en ese mapa, y en el hecho de que Nathan King, por alguna razón, quería que encontrara la tumba.

¿O no? Quizá la cruz roja era una pista falsa. Quizá King solo era un hombre cruel que se complacía viendo la desesperación y el dolor de Tom.

—¡Estás asqueroso! —exclamó Jo—. Oh, por el amor de Dios, tú y tus malditas exploraciones.

—¿Quieres lavarme en la bañera?

—Anda, viejo verde, lleva la maleta arriba. —Jo le sonrió, una comisura de su boca se alzó con una expresión que hablaba de años de amor y familiaridad. A veces Tom pensaba que se conocían demasiado bien, que la muerte de Steven había dejado un vacío irreparable en sus vidas que ellos intentaban llenar con más de sí mismos, pero él hallaba un consuelo infinito en aquel intenso vínculo que tenía con su mujer. Muchas personas se volvían hacia Dios, pero él no tenía que buscar más allá de su esposa.

Una vez arriba, Tom y Jo deshicieron la maleta, colgaron la ropa y abrieron la cama para dejar que las sábanas se airearan. En todo momento Tom era consciente del mapa que tenía en el bolsillo trasero del pantalón. Le parecía más pesado que un trozo de papel cualquiera. No dejaba de tocarse el bolsillo y de meter un dedo para asegurarse de que seguía allí. Si Jo lo encontraba, él no tenía ni idea de qué le diría. La verdad no, eso seguro:

Jo, creo que es aquí donde Steven está enterrado en realidad. Oh, no. Eso solo generaría sufrimiento. Pero mentirle a su mujer no era algo que le saliera con naturalidad y él estaba seguro de que, pasara lo que pasara, ella se daría cuenta de que le estaba mintiendo y comprendería la terrible verdad que se escondía debajo.

—¿Qué vamos a hacer para cenar? —preguntó Jo.

Tom la miró durante unos segundos, sin comprender, mientras intentaba arrancar sus pensamientos del hijo enterrado.

—¿Cenar?

—Eso que se come —dijo ella—. ¿Aquí o en el

pub del pueblo?

—Oh, eh… —Tom sacudió la cabeza—. El

pub, creo.

—¿Estás seguro? Podría hacer los chuletones que trajimos.

Habrá gente en el pub, pensó.

Ruido, bullicio, sitios a los que puedo mirar sin que Jo se pregunte por qué.

—Dejémoslo para mañana —propuso—. Venga, será agradable cenar fuera la primera noche.

—De acuerdo, pero tienes prohibido pedir chuletón. Esa oportunidad la has perdido, caballero. —Le dio un beso en la mejilla y entró en el baño.

Tom bajó las escaleras con estruendo, hizo todo el ruido que pudo para que Jo no pensara que se estaba escabullendo a escondidas. Lanzó un bufido, sacudió la cabeza y se sentó en el sofá de flores de la salita.

¡Maldita sea, no pienso andar de puntillas todo el puto fin de semana! Pero sacó el mapa del bolsillo, tosió al abrirlo para disimular el crujido del papel y lo extendió sobre las rodillas. No había mucho que pudiera revelar la ubicación en la llanura aparte de las coordenadas, y para eso tendría que comprar un mapa topográfico más grande. No había aldeas, granjas ni asentamientos, ni carreteras principales, y no había nombres que pudiera ver para identificar una zona concreta. Lo único que el mapa mostraba eran las líneas de contorno de unas colinas suaves, un par de montículos de piedra y un arroyo que serpenteaba por el borde inferior. Eso y la cruz roja.

Cómo se atreven a enterrar a mi Steven en medio de ninguna parte, pensó, el sentimiento crudo y doloroso en sus ojos.

Se limpió las primeras lágrimas, sorbió por la nariz, se levantó y entró en la cocina. En una de las cajas de comida había metido una botella de Jameson’s, le quitó el tapón y tomó un largo y abundante trago de la botella misma.

Jo decía que bebía demasiado. Claro que ella apenas probaba el alcohol, así que no entendía el placer que encontraba él en la bebida. Esa era la excusa de Tom, en cualquier caso, y su respuesta habitual cuando su mujer sacaba el tema, aunque a veces pensaba que el hecho de beber tenía más que ver con ahogar el dolor que con el placer.

Tomó otro trago, volvió a poner el tapón y cerró los ojos mientras el whisky abría un camino de fuego hasta su estómago. Arriba, oyó la cisterna del baño y un grifo al abrirse, el agua machacó las tuberías y, de hecho, dio la sensación de que hacía temblar la casa hasta los cimientos.

—¡Tom! —exclamó Jo.

—¡Está bien, ya lo oigo! —gritó él—. Seguro que solo es el fantasma que está intentando salir de las tuberías.

Jo se quedó callada. Tom sabía que no podía llevar lo del fantasma demasiado lejos; su mujer afirmaba que no creía en ellos, pero el hecho era que la aterrorizaban. Quizá la mención de los fantasmas solo le recordaba a Steven.

El personal del

pub del pueblo era sorprendentemente servicial con los visitantes. Un puñado de habituales se había reunido en un extremo de la barra, jugaban a los dardos o permanecían sentados con gesto protector alrededor de sus pintas de cerveza local, pero seguía percibiéndose una bienvenida honesta por parte de los camareros y una cordialidad que hizo sentirse a Tom cómodo de inmediato. La dueña le recomendó una pinta de la cerveza de la zona y le dejó probar una caña antes de comprometerse a pedir la pinta, cosa que Tom hizo. A Jo le sirvió la primera copa de vino a cuenta de la casa y cuando Tom dijo que les gustaría comer algo, los acompañó a una mesa privada muy cómoda en un rincón cercano a la puerta. Por la ventana se veía la calle principal y más allá de las casas de enfrente podían distinguir las colinas onduladas de la llanura de Salisbury al atardecer. Tom miró un instante en esa dirección, vio que Jo hacía lo mismo y después los dos se concentraron en el interior del

pub.

Él había dejado el mapa en la casita, oculto en el libro que se había llevado para leer ese fin de semana. Sentía el bolsillo vacío sin él, como si hubiera dejado atrás el propósito que lo movía.

Pidieron la cena y mientras esperaban se dieron el gusto de disfrutar de uno de sus juegos privados: observaban a una persona de aspecto peculiar, le daban un nombre y luego inventaban su historia. El viejo granjero del extremo de la barra que lucía unas patillas del tamaño de conejos pequeños se convirtió en el Mayor Crisis, del Cuerpo Expedicionario de la India; estaba allí de permiso, aprovechando al máximo las bondades de las cervezas británicas. Siempre que hablaba, escupía a los que lo rodeaban y Tom tuvo que esconder la cara en las manos cuando Jo murmuró: «Efectos secundarios de la metralleta».

Había una chimenea enorme, pero no habían encendido el fuego. Tom imaginó que en invierno el local sería muy acogedor, con las llamas rugiendo en el hogar y el granizo aporreando las ventanas. Quizá después de las once cerrarían las puertas y dejarían que los habituales se quedaran en el bar, no fuera a ser que el viento se los llevara. La dueña les haría sándwiches de beicon toda la noche y si había que cambiar algún barril de cerveza, uno de los clientes se ofrecería para hacerlo, una pequeña compensación por dejar que utilizaran el

pub como refugio contra los elementos.

Y quizá Steven había tomado allí una copa alguna vez.

Tom suspiró y tomó un sorbo. Jo notó ese cambio instantáneo de humor, pero hizo caso omiso de él. Él se lo agradeció en silencio, sonrió e hizo un chiste o dos sobre la joven familia que acababa de entrar. Tenían una niña y un niño, los dos de menos de cinco años, y los padres tenían un aspecto crispado y tenso. Los niños se quedaron mirando el

pub con los ojos muy abiertos, marcando lugares para próximas expediciones y objetos que investigar en cuanto sus padres se dieran la vuelta.

Él podría tener nietos de esa edad si Steven no hubiera muerto.

Tom inclinó su cerveza y mientras miraba el fondo del vaso, la cara de King volvió a él, pálida y angustiada por lo que había visto. Había quedado claro que quería contárselo todo a Tom y, sin embargo, desde el primer momento en el

pub no había parecido demasiado dispuesto a hablar. Le había dado pocos detalles, pero todo lo que decía inspiraba una docena más de preguntas. Y después había dejado el mapa.

¿Por qué? ¿Qué podía ganar Nathan King revelando nada de aquello? A menos que fuera de verdad como había dicho:

Quizá compartir mis pesadillas las alivie.

—¿Recuerdas cómo le gustaban los vampiros y los hombres lobo? —dijo Jo. Ninguno de los dos tenía que decir jamás de quién estaban hablando.

—Y no solo cuando era niño —respondió Tom con una sonrisa—. Con él siempre había algo. Siempre le gustaba pensar las cosas de forma diferente.

—Igual que a su padre —añadió Jo con una sonrisa—. Jamás he entendido esa fascinación. —La mujer estaba moviendo la copa de vino en pequeños círculos, hacía girar el líquido y se había quedado mirando el centro del pequeño torbellino como si viera el pasado allí dentro—. Esas cosas que siempre parecen tan desagradables.

—Creo que quizá esa sea la fascinación —dijo Tom—. Buscar las cosas más desagradables del mundo. Leer sobre ellas. Enfrentarte a ellas.

—Con todo, hay cosas más bonitas sobre las que leer y que mirar.

Como la guerra, la muerte y el asesinato, pensó Tom, pero no dijo nada.

—Me pregunto si todavía le gustarían todas esas cosas si aún estuviera con nosotros —dijo su mujer mientras dejaba la copa en la mesa y observaba asentarse el vino. Después levantó la cabeza y miró a Tom con las cejas alzadas.

—La persona que habría sido es alguien que nunca conoceremos —sentenció Tom—. Diez años es mucho tiempo.

—Un desconocido —respondió Jo con tristeza; la mujer se volvió y miró por la ventana. Una farola se reflejó en sus ojos y captó la humedad de las lágrimas que amenazaban con derramarse.

—No llores —le rogó Tom. Su mujer volvió a mirarlo y entonces la cena llegó para salvarlos.

Comieron en silencio, disfrutando de la compañía del otro y del hecho de que no siempre había necesidad de conversar. Tom veía con frecuencia parejas sentadas en

pubs o restaurantes, sin hablar, incómodas porque era obvio que no tenían nada que decirse el uno al otro. Jo y él jamás habían sido así; su silencio no era más que otra forma de conversación. Decía,

estoy bien, estoy contento, me encanta que estés aquí, a mi lado. Seguían juntos y gran parte de eso se debía a su habilidad para saber estar solos.

Más tarde, Tom se tomó un whisky de malta mientras Jo disfrutaba de otra copa de vino. Habían terminado de comer y habían movido las sillas para sentarse los dos detrás de la mesa, mirando al

pub. Observaron a la joven pareja sobreviviendo como podían a una cena ruidosa, peleándose con sus hijos y el uno con el otro y yéndose cuando el niño empezó a llorar y se negó a parar sin importarle lo que sus padres le ofrecieran. El Mayor Crisis permaneció en el extremo de la barra, hundiéndose cada vez más en su asiento cuanto más bebía. Era un borracho tranquilo, con unos ojos húmedos que parpadeaban despacio y con pesadez.

Tom empezaba a sentirse cansado, rendido por el viaje, pero también inquieto por el mapa y los comentarios de Nathan King. Un peso tan grande sobre los hombros, sin poder compartirlo. Una carga pesada que llevar, sin contárselo a su mujer. Y esa mentira por omisión provocaba una especie de agotamiento mental. Por primera vez en años había algo entre ellos, algo que bloqueaba el contacto total que sus mentes disfrutaban y exigían, y Tom lo había provocado él solo. Ojalá hubiera podido tomarse las cosas como eran, aceptar una realidad que hiciera su vida más cómoda. Pero jamás había sido de los que huían de las verdades ocultas en la oscuridad. Igual que le gustaba explorar casas abandonadas o sótanos lóbregos, tampoco se podía resistir nunca a ahondar en misterios escondidos en las esquinas ocultas de la realidad.

En algún sitio, no muy lejos de donde se encontraban en ese momento, podría estar enterrado Steven. Por muy inquietante que eso fuera (por malo que fuera el presentimiento que todo eso provocaba), Tom jamás podría limitarse a pasarlo por alto solo por tener una vida tranquila.

Pero le ahorraría a Jo ese conocimiento todo el tiempo que pudiese. Quizá para siempre.

A la mañana siguiente, el destino le ofreció a Tom una buena mano. Jo despertó con calambres en el estómago y llegó al baño justo a tiempo para vomitar. Tom fue con ella, la sostuvo y le limpió la boca, hubiera preferido apartarse del hedor, pero estaba demasiado preocupado para hacerlo. Después de unas cuantas arcadas fútiles más, su mujer se tambaleó hasta la cama murmurando algo sobre comida estropeada o demasiado vino, y Tom se sentó a su lado y le acarició el pelo.

—¿Crees que quizá todo esto es demasiado? —preguntó.

—No lo creo, de verdad, amor —dijo ella—. Quería venir aquí, por nosotros tanto como por Steven. Anoche lo pasé bien. Estoy un poco triste y seguro que lloraré este fin de semana, pero me alegro de que viniéramos.

—Sí que pareces alegre —observó él, contento cuando ella le dedicó una sonrisa débil.

—Me encuentro fatal, diablos. —Jo cerró los ojos y suspiró cuando Tom le acarició la mejilla.

Unos minutos después, cuando Jo ya casi estaba dormida, Tom se inclinó sobre ella.

—¿Te importa si salgo? —le susurró.

Su mujer negó con la cabeza.

—No, vete, vete, déjame aquí durmiendo. Estaré bien —murmuró, el cansancio distorsionaba sus palabras.

Tom la besó en la frente, contento de no notar fiebre. Era una pequeña intoxicación o demasiado vino, como le había dicho ella. Jamás la habría dejado si estuviera enferma de verdad, pero así…

Cogió el libro que contenía el mapa, cerró la puerta del dormitorio sin hacer ruido y bajó a toda prisa para recoger sus cosas. Comida para el almuerzo, dinero, botas de montaña y una pala que cogió del cobertizo que había tras la casita.

No voy a desenterrar nada. Eso es una puta locura. No voy a cavar en ninguna parte. Pues claro que no.

Pero puso la pala en el maletero de todos modos al tiempo que levantaba la cabeza para asegurarse de que Jo no estaba observando desde la ventana. Cerró la puerta y se quedó allí durante un rato, escuchando los sonidos del mundo al despertarse. Los pájaros trinaban, las hojas caídas crujían, pero el ruido más alto era el de su propio aliento.

Mientras se alejaba con el coche de la casita, sintió que la irrealidad se posaba a su alrededor. En parte porque se estaba alejando de Jo, suponía, y en parte por el mapa que llevaba en el bolsillo trasero otra vez. Pero había también un mal presentimiento que flotaba sobre él como las nubes de tormenta en el horizonte de un amanecer.

¿De verdad acabo de meter una pala en el maletero?

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