Berserk

Berserk


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Es un hombre malo. Muy malo. Solo tiene muerte en la cabeza.

—¿Y tú tienes vida?

No, libertad. ¡No quiero seguir aquí, papi! Por favor, ven a sacarme, cógeme, levántame y abrázame y te contaré dónde podemos ir para estar a salvo. ¡Ese hombre viene hacia aquí! Lo noto. ¡El señor Lobo!

Tom oyó que el tono del motor cambiaba cuando el vehículo se detuvo. Ronroneó por un momento y luego se cortó. Se esforzó por oír la puerta del coche abriéndose y cerrándose, pero estaba demasiado lejos.

Podría estar haciéndome esto a mí mismo, pensó,

podría estar inventándome esto para intentar tapar lo que he hecho. Bajó los ojos y se miró las manos sucias y la ropa, manchada con la tierra de una tumba. El dorso de la mano todavía le sangraba.

La sangre era de un color rojo sorprendente sobre el barro que se secaba en la piel pálida. Colores del otoño.

¿Qué le diría a Jo?

Te ayudaré a encontrar a Steven, dijo la niña.

Me llamo Natasha.

—¿Cómo sabes el nombre de mi hijo?

Es lo primero que hay en tu mente. Además de Jo.

—Mi mujer. —

En mi mente… ¿entonces qué más ve, qué más sabe de mí esta niña?

Por favor, sácame de aquí, del agujero. Ven a cogerme y te mostraré lo que pasó aquí. Puedo hacerlo, sabes. Mi papá de verdad me enseñó. Si me tocas, puedo enseñártelo, aunque esté…

—¿Qué? —preguntó Tom mientras examinaba la valla en busca de alguna señal de movimiento—. ¿Estás qué? ¿Muerta? ¿Muerta y envuelta en cadenas?

Envuelta en cadenas porque no estoy muerta, dijo la voz de la niña.

—¿No estás muerta? —Tom se volvió y miró atrás, al agujero oscuro del suelo, los cuerpos fragmentados dispuestos al lado.

Por favor, tengo mucho miedo. Y me siento sola. Cógeme, abrázame y te lo mostraré todo. Y si crees, intentaré ayudarte a encontrar a Steven. ¡Por favor!

—¿Por qué ibas a hacer eso? —Estaba hablando con el aire, la llanura, el sol poniente, y sin embargo ya estaba seguro de que recibiría una respuesta. Tom se sentía extrañamente cómodo con esa locura recién hallada. Quizá la aceptación era la enajenación en su forma más pura.

Porque mi papá me quería y creo que tú quieres a Steven de la misma forma.

—¿Dónde está tu papá?

¡Papi!, chilló la voz, y Tom se estremeció como si lo hubieran golpeado.

¡Papá está aquí! ¡Conmigo! Está aquí dentro, en estas cadenas, y mamá y mi hermanito pequeño, todos muertos, con…

—Con las cabezas cortadas.

Natasha se quedó en silencio durante unos segundos y Tom la oyó sollozar otra vez.

Querían que yo siguiera viva. Aquí abajo, viva, con todas esas cosas que se arrastran. Parecía tan vulnerable, tan pequeña, una niña nada más.

—¿Querían?

Hay tiempo para contarlo… pero no demasiado. Ahora no. ¡Ahora no hay tiempo!

Tom miró por encima del hombro hacia el montículo, al bosquecillo donde había encontrado el hueco para meterse por debajo de la valla, y se preguntó cómo podría explicar esa nueva locura a Jo. Él siempre había sido el fuerte, el que la consolaba cuando llegaban las lágrimas y los recuerdos ensombrecían el presente. En ese instante, cubierto de barro y con el hedor de cadáveres viejos en la piel, ¿cómo iba a explicar nada?

A la luz del sol del atardecer vio que alguien trepaba por la valla.

¡Es él! ¡El señor Lobo! ¡Ayúdame, por favor, no dejes que me vuelva a meter ahí!

Tom intentó imaginarse que lo enterraban vivo, que lo arrojaban al hoyo con todos esos cuerpos, rodeado por su familia muerta. Pero el pensamiento que lo sacó de su apatía fue la certeza de que si lo descubrían allí, jamás saldría vivo. Había descubierto un crimen horrendo, una mentira monstruosa. Con locura o sin ella, tenía que huir.

Y ya fuera Natasha real o una presencia inventada por su mente, la niña estaba a punto de tomar el control.

Cole aparcó a unos metros detrás del otro coche. Se quedó en el

jeep unos minutos con las luces apagadas y examinó la zona circundante en busca de alguna señal de que lo estuvieran observando. No hacía más que recordarse que el tipo al que estaba siguiendo era un oficinista de cincuenta y cinco años, pero él siempre había sido un hombre cauto. Eso le había salvado la vida más de una vez y en ese instante, tan cerca de aquel lugar, el vello se le había puesto de punta.

Hacía diez años que no iba por allí.

Salió del

jeep, cerró la puerta sin ruido y posó una mano en la pistola que llevaba en el bolsillo. El día iba cayendo y él quería investigar el coche de Roberts antes de que la oscuridad fuera completa. No era el mejor momento del día para andar escabulléndose por ahí con una 45 mm en la mano… pero una vez más se recordó a quién estaba siguiendo. No era como si Roberts fuera a estar encaramado a la ladera de una colina con el visor de un fusil 30-30 apuntando a la nuca de Cole.

Con todo…

Miró a derecha e izquierda y se dirigió a toda prisa al coche aparcado. Se acercó por el lado del copiloto, mantuvo la distancia con el vehículo y se aproximó solo cuando se aseguró de que estaba vacío. Probó la puerta. Roberts había dejado el coche abierto. Tenía otras cosas en mente.

Sí, su hijo muerto.

Cole sacudió la cabeza. No había tiempo para conmiseraciones.

Trepó por el terraplén, se irguió ante la valla de seguridad y se quedó mirando la llanura. Aunque no había ido por allí desde aquel aciago día diez años atrás, todavía recordaba cada detalle de aquel lugar, cada punto de referencia que lo llevaría a donde estaban enterrados los cuerpos. A su derecha había un bosquecillo; a su izquierda, a lo lejos, una pequeña colina que ya se estaba fundiendo con la oscuridad, y delante de él, un poco más allá de la valla, estaría la roca con forma de balón de

rugby puesto en pie. Olisqueó el aire y recordó el aroma de los páramos, cerró los ojos por un momento y oyó aquel silencio tan familiar. Hasta la sensación del lugar sobre su piel y en las entrañas era algo que todavía entendía a la perfección: esa gravedad, esa sensación de poder puro de la naturaleza que dormía allí. Había vuelto y daba la impresión de que nunca se había ido, como si cada día de los diez años transcurridos desde entonces se hubiera borrado de la existencia. Dios sabía que él había vivido ese día en sus pesadillas veces suficientes como para llenar una vida.

—Que Dios me ayude —murmuró—. Que Dios nos ayude a todos. —Examinó la llanura y se concentró en la ubicación aproximada de la tumba… y había movimiento. Miró el costado de la forma y la vio levantarse y caminar, aunque no distinguió si caminaba hacia él o, por el contrario, se alejaba.

De repente el atardecer se había convertido en su amigo.

Se puso a trepar por aquella valla imposible. Roberts se había metido de algún modo (había cortado el acero, había encontrado un agujero), pero Cole no tenía tiempo de buscar el punto de acceso. Quería que aquello fuera rápido y fácil, no una larga persecución por los páramos sino una simple carrera breve y un balazo en la nuca. Aunque la perspectiva de volver a matar lo llenaba de una sensación de vacío, no sería la primera vez que enterraba algo allí fuera.

Cole se había pasado buena parte de su juventud escalando montañas, así que utilizó técnicas que había aprendido años antes para sujetarse al hueco que quedaba entre dos de los postes de la valla (los dedos de las manos y los pies tirando y empujando en direcciones opuestas, los tobillos y las muñecas ardiendo, los dedos sufriendo calambres) y poco a poco, con los dientes apretados, fue subiendo. Cuando estuvo al alcance del cerco curvo que coronaba la valla, levantó un pie y lo enganchó detrás del cerco, se aupó y pasó por encima. Se dejó caer al otro lado, rodó y después sacó la pistola del bolsillo y se arrodilló en un solo movimiento.

Tan cerca del suelo podía ver la sombra de Roberts dibujada contra el horizonte. Si se mantenía agachado, podría acercarse de ese modo y asegurarse de que a él no lo veían hasta el último momento. Si Cole tenía mucha suerte (y no hacía ningún ruido) podría dispararle al tipo sin que este supiera siquiera lo que había pasado. Eso sería lo mejor para los dos.

Y luego saldría de allí cagando hostias, lo más rápido posible. Tan cerca de la tumba, Cole tenía los pelos de punta.

¿Puede salir de ahí dentro?, pensó. Pero no, por supuesto que no, no después de tanto tiempo. Estaría muerta allí abajo. O, si no estaba muerta, estaría a punto de estarlo.

Pero sigue ahí. Sigue muy cerca. Y esos otros, sin cabeza, pero ¿de verdad sabíamos lo que estábamos haciendo? ¿Lo sabíamos?

—¡A la puta mierda! —murmuró Cole. Se agachó más y se apresuró a acercarse a Roberts.

Cruzó la llanura a toda velocidad, pasó junto a la roca con forma de balón de

rugby, no la necesitaba ya porque todavía podía ver el movimiento de su objetivo. En unos cinco minutos, quizá, se acercaría lo suficiente para arriesgarse a disparar, pero hasta ese momento tenía que mantener vigilado a Roberts. Todavía quedaba una hora hasta que la luz desapareciera por completo (y esa noche, sin la capa de nubes, saldrían la luna y las estrellas), pero cuando perdiera esa sombra, sería difícil de encontrar otra vez. La necesidad de salir de allí empezaba a acuciarlo, intentaba hacerle dar la vuelta y regresar de una vez a la carretera. Cada paso que lo acercaba a la tumba era más pesado, como si estuviera metiéndose en una atmósfera que se enrarecía por momentos.

Y él permaneció alerta por si sentía algún susurro en su mente.

De todos ellos, Natasha había sido la más hábil a la hora de tocar mentes. Un simple toque, un roce, un empujoncito, nunca mucho más, pero suficiente para saber que estaba allí. Sus dedos psíquicos eran repugnantes. Era como abrir la mente a una cloaca.

Incluso si sigue viva, no sabrá que estamos aquí.

En el subsuelo al que relegaba esos recuerdos que estaba desesperado por olvidar, algo se removió. Atravesó a la carrera las calles de la superficie, fue esquivando idea tras idea y acercándose al eje central de su conciencia, ese lugar donde convergía toda su vida y adquiría significado. Su concentración era absoluta y las tapas de las alcantarillas y las entradas de los túneles estaban bien selladas por su determinación de hacer lo correcto. Cada día le rezaba a Dios y cada noche, cuando dormía, los recuerdos se filtraban al exterior. Otra plegaria al despertar solía devolverlos a las profundidades. Pero en ese momento empezaba a haber señales de vida allí abajo, un eco despertado de un recuerdo lejano, una voz que acechaba en los túneles y en los lugares oscuros, apenas un susurro todavía, pero seguía creciendo y creciendo, cada eco que reverberaba en las paredes cubiertas de musgo o en los techos de ladrillo medio derrumbados se incrementaba en lugar de disminuir su fuerza.

Al final oyó las palabras:

¿Qué hora es, señor Lobo?

—Joder, joder, joder —susurró Cole mientras corría. Sabía que debía estar en absoluto silencio y que se estaba comportando como un aficionado. Pero había algo que tenía que ocultar, un sonido creciente en su interior que había que camuflar. ¿Era ella, que hablaba en realidad en su mente, o se lo había imaginado? Así que susurraba mientras corría y su subconsciente cantó más alto con la voz que él había rezado para no volver a escuchar jamás.

El olor le indicó a Cole que se estaba acercando a la tumba. Era un olor húmedo, intenso, una dulzura empalagosa, el hedor a podredumbre vieja y secretos enterrados dejados al descubierto. Se arrodilló, volvió a olisquear y después empezó a respirar por la boca. La zona entera le parecía corrupta. El agua que le empapaba la rodilla de los vaqueros podía estar impregnada de los productos químicos de los cuerpos putrefactos, y en el aire reinaba su hedor. Cole estaba respirando los gases de sus cuerpos expuestos. Hasta la oscuridad cada vez más profunda era resbaladiza y grasienta.

¡El tipo había abierto la tumba!

No se lo esperaba de él. Ni siquiera había pensado que Roberts pudiera encontrar la ubicación de la tumba; habían elegido esa zona porque estaba lejos de cualquier punto de referencia real. Estaba en el medio de ninguna parte en una llanura repleta de sitios parecidos. Pero Cole comprendió que aquello ya había ido mucho más lejos de lo que podría haber supuesto jamás, y por primera vez desde que había matado a King, lo que sintió por su amigo fue rabia en lugar de lástima.

¡Estúpido capullo! Pero ¿qué le había pasado? ¿Por qué diablos se le había soltado la lengua después de tanto tiempo?

Lo único que quería Cole era darse la vuelta y echar a correr, pero toda su vida estaba centrada en ese lugar y lo que había pasado allí. Siempre había esperado y rezado que nunca tuviera motivos para regresar. Jamás había encontrado el rastro de los berserkers fugados, pero lo había intentado de forma continua, sin rendirse jamás. No como el ejército. El que rehuyeran su responsabilidad había sido la razón principal para que Cole lo dejara y se dedicara a perseguir a los fugitivos él solo. No es que no fuera realista, y tampoco se sentía superior a los demás, pero se veía a sí mismo como la conciencia del ejército. El hecho de ser la única persona que sabía de su misión no le preocupaba en absoluto.

Quizá algún día, cuando terminara todo aquello, escribiría sus memorias. Metería a algunas personas en apuros, haría caer un gobierno. Quizá algún día.

Cole respiró muy hondo y dejó escapar el aire poco a poco, luego se levantó y corrió hacia la tumba. Permanecía agachado, con la 45 sujeta con fuerza con las dos manos y el dedo apoyado en el seguro del gatillo. Pisaba con mucha suavidad el suelo mullido, pero tenía la sensación de ser tan ágil como un toro lisiado. Cuando se acercó adónde le parecía que estaba la tumba (y cuando los olores se hicieron más fuertes y el mal presentimiento se hizo más intenso y resbaladizo como la sangre) la voz salió con un estallido de su subsuelo mental, resonó por toda su cabeza y le hizo desplomarse de rodillas.

¡Demasiado tarde, señor Lobo! ¡Puedes soplar y resoplar todo lo que quieras, pero yo ya no estoy en casa!

Cole siseó y maldijo, cayó de rodillas mientras intentaba con desesperación no chillar. ¡Tanto ruido! ¡Tan potente! Bajó el arma y solo entonces se dio cuenta de al lado de qué estaba arrodillado.

El primer cuerpo estaba tan cerca que podía tocarlo. Vestía los restos de un traje militar de faena y podía vislumbrar el brillo de las placas de identificación expuestas y limpias. Había otros a su lado, dispuestos en una línea larga e irregular, dejados de lado, bocarriba o bocabajo, a algunos les faltaban miembros, las cabezas arrancadas de los cuellos… y él había conocido a esos hombres. Estiró un brazo y tocó el cráneo fresco y liso del cuerpo que tenía más cerca.

¿Rich?, pensó.

¿Gareth? ¿Jos? Había esperado no tener que volver a verlos jamás.

La niña le había gritado, se había burlado de él

(¡y tan fuerte, tan viva!), pero con toda facilidad podía ser una treta para obligarlo a marchar.

Tenía que saberlo con seguridad. Sacó una linterna pequeña del bolsillo y la encendió, enfocó el haz con rapidez a los cuerpos que tenía más cerca. Se levantó y recorrió la línea, contando a medida que andaba y cuando llegó a la tumba, bajó de un salto al hueco y empezó a dar patadas entre los huesos esparcidos y las ropas. Ya sabía de quiénes eran los restos entre los que estaba husmeando y no sentía ningún respeto por ellos. Los pateó y pisoteó, contento de aplastar con los tacones las deformidades.

La niña no estaba allí. Cole sacudió la cabeza y gimió. No había cadenas, ni huesos, ni rastro de ella.

Un cráneo había clavado los ojos en él, la mandíbula distendida estaba abierta como si estuviera a punto de echarse a reír.

—Veo a tu papá —dijo Cole—, y voy a meterle otra en el cuerpo. —Cole no sabía si la niña percibía sus palabras, pero disfrutó a conciencia cuando metió una bala en el cráneo vacío. Explotó en una lluvia de hueso. Allí ya no había nada húmedo, nada que se conservara. Solo lo había en ella. De todas las estupideces que se podían cometer…

Salió del agujero y emprendió la persecución.

Cole había sido el que había insistido en que la niña berserker, Natasha, estuviera viva cuando la enterraran.

Habían disparado al padre y al hijo con balas de plata, habían sujetado los cuerpos que no dejaban de sacudirse mientras otros les cortaban las cabezas con sierras mecánicas y la niña había permanecido allí y había mirado y llorado igual que una niña normal. A esas alturas todos la conocían (todos sabían lo que era), pero, con todo, algunos de los soldados habían mostrado señales de piedad. Uno de ellos incluso se había acercado a ella, se había echado el SA80 al hombro y había estirado las manos para cogerla. Natasha levantó la cabeza y se lo quedó mirando con los ojos enrojecidos y fue Cole el que vio la sonrisa bajo las lágrimas. Abrió la boca para dar las gracias, y para morder, y Cole le metió una bala de plata en el hombro.

La niña cayó hacia atrás, en el brezo, agitándose y arañándose cuando la plata le quemó la carne. Las lágrimas se convirtieron en chillidos. El hombre que se había plantado delante de ella parecía paralizado y Cole tuvo que cogerlo y darle la vuelta, y después gritarle a la cara para que recuperara el sentido.

—¡King! ¡No dejes que la niña te afecte! ¡Ahora no, no después de todo esto! Los otros se han escapado y a nosotros nos han ordenado que nos ocupemos de estos, y eso es lo que vamos a hacer.

—Pero… —dijo King.

—Sin peros. ¡Nada de putos peros! ¡Deberíamos haber enterrado a estas cosas hace ya mucho tiempo y lo sabes! —La niña seguía chillando como un cerdo herido a la espera del golpe de gracia. Pero Cole supo de repente que no sería él el que se lo asestase, ni tampoco ninguno de los otros hombres que estaban allí. Podían hacer algo mejor por aquella pequeña zorra. Algo mucho más efectivo. Más poético.

La envolvieron en cadenas y la ataron a los cuerpos de sus padres y hermano. Hicieron falta seis hombres para empujar el fardo enmarañado de vivos y muertos al agujero que habían cavado. Las tres cabezas cortadas las arrojaron detrás, y el propio Cole bajó para asegurarse de que las cadenas no se movían.

—¡Eh, señor Lobo! —gritó la niña, y Cole se estremeció al oír la furia en aquella voz.

—¿Qué pasa, Natasha? —contestó.

—¡Por favor, déjame salir, señor Lobo! Por favor… prometo que seré buena. —Su voz se hizo de repente débil, mal articulada, la plata era como ácido en sus venas.

—¿Buena como tus amigos? ¿Buena como Sophia y Lane?

—¡Eso fueron ellos, no nosotros! Mi mamá y mi papá nunca hicieron nada parecido, jamás. Nosotros hicimos siempre solo lo que nos mandaron.

—¿Eso fue todo lo que hicisteis, Natasha?

—Bueno… —La voz de la niña se fue apagando, astuta y fría—. Bueno, quizá cuando nos sacaban, a veces disfrutábamos un poquito… Pero aquí nunca hicimos nada malo. —Volvía a articular mal, se hacía la niña pequeña y añadía su dolor para hacerlo más realista.

—Tengo órdenes —dijo Cole mientras empezaba a salir del agujero.

—¡Mátame! —rogó Natasha en voz más baja—. Una bala de plata en la cabeza. Mi mamá… papá… mi hermano Peter, ¡mi hermanito pequeño! ¿Por qué les hiciste eso? Por favor, déjame estar con ellos, ¿por favor, señor Lobo?

Cole se irguió al borde del agujero y miró con furia a sus hombres, que estaban aterrados, furiosos, agitados por el día de violencia. Todos habían visto tanto (sangre derramada, amigos asesinados, caos derramándose por el habitualmente ordenado ambiente de Porton Down y contaminándolo todo para siempre) que parecían aturdidos, anonadados por la repentina llegada de una muerte que ninguno de ellos había soñado jamás que llegaría a presenciar. El sol del otoño ardía sobre ellos como si quisiera quemar las visiones de sus mentes, pero ellos siempre recordarían esa, todos ellos. Dirigieron su vista hacia Cole, como si él pudiera darles respuestas.

Él miró los cuerpos apilados en la parte trasera de la camioneta. Hombres que había conocido, hombres que habían sido amigos suyos. Carne arrancada de los huesos. Huesos mordidos y rotos. Cráneos aplastados. Y ni un solo agujero de bala o herida de cuchillo en ellos.

Se volvió de nuevo hacia la tumba y bajó la vista para mirar los ojos llenos de ruegos y dolor de Natasha. Era tan fea y obscena como siempre había sido, y las lágrimas no inspiraban lástima alguna en Cole. Ninguna lástima. Solo alimentaban el odio que llevaba años creciendo en él.

—Estarás con ellos, Natasha. Para siempre.

—¡Que te follen, señor Lobo! —Aquellas palabras sonaron escandalosas en la voz de una niña. Pero, por supuesto, Cole sabía que no era una niña normal. Era un monstruo.

—Enterradlos —ordenó.

—Volveré a verte —susurró Natasha cuando Cole se dio la vuelta y echó a andar. Las palabras fueron una cuchillada en la espalda, una promesa que lo perseguiría para siempre.

Mientras sus hombres apilaban los cuerpos rotos de sus amigos y camaradas, los gritos de Natasha tardaron mucho tiempo en ir desapareciendo.

A veces, años después, cuando se despertaba sudando, temblando y sintiendo que los recuerdos malévolos se volvían a escabullir en las profundidades subterráneas de su mente, Cole se preguntaba si Natasha seguía chillando, y qué sabor tendría el barro en su boca, y si algún día se quedaría en absoluto silencio.

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