Berserk

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Tom ya había oído disparos una vez en las últimas doce horas, pero eso era diferente. En la llanura había oído el estallido, nada más; ninguna bala había pasado silbando, ni ecos, ni rebotes, sin otra prueba del disparo aparte del sonido en sí. Allí, junto a la casa, daba la impresión de que su mundo entero estaba explotando.

Le llevó unos segundos asociar lo que estaba pasando a su alrededor con los estallidos del arma que oía detrás. Cuando miró por el espejo retrovisor, la luna trasera se hizo añicos y cayó como una lluvia en miles de pedazos. El propio espejo retrovisor se partió y le disparó fragmentos de cristal a la cara al tiempo que un agujero del tamaño de un puño aparecía en el parabrisas delantero. Algo machacó el techo una vez, dos, como si a alguien le hubiera dado por golpear el coche con un martillo pilón. El vehículo entero tembló. El asiento del copiloto traqueteó en sus refuerzos y una bocanada de relleno saltó del tapizado y luego flotó con pereza hasta la alfombrilla mientras el equipo de música y la calefacción explotaban en una lluvia de plástico, vidrio y cables.

Jo se había derrumbado sobre su regazo para esconderse del tiroteo. La sentía temblar de miedo y murmurar, horrorizada, Tom le posó una mano en la cabeza para demostrarle que seguía allí. Su mujer estaba empapada con el sudor del miedo.

El ruido era increíble. Los diversos sonidos del coche siendo destruido a su alrededor

(¡Da marcha atrás, da marcha atrás!), los disparos explosivos, mucho más estridentes de lo que él se habría imaginado

(¡Da marcha atrás da marcha atrás, ya!), y al final sus propios gritos, tan fuertes y sin embargo tan ajenos a él que durante unos segundos se preguntó si era Jo.

Da marcha atrás, papi, atrás, atrás, ¡me está haciendo daño!

Tom intentó inclinarse hacia delante en el asiento para ofrecer un objetivo menos claro, pero Jo le pesaba en el regazo, su mujer seguía sacudiéndose y jadeando por la conmoción de lo que estaba pasando. Le sobresalían las piernas por la puerta abierta, la parte más expuesta de ella, y a Tom le aterraba que una bala impactara en una de ellas.

¡Duele!, chilló Natasha, y de repente Tom comprendió lo que había estado diciendo y por qué y supo que tenía razón. Giró la llave de contacto, puso la marcha atrás y clavó el pie en el acelerador.

El tiroteo se detuvo cuando el coche empezó a moverse y Tom supuso que el señor Lobo estaba cargando otra vez. El momento perfecto. Se volvió para mirar por encima del hombro justo cuando la parte de atrás de su coche chocó contra la rejilla delantera del

jeep y le hizo sacudirse en el asiento con Jo apretada contra su estómago y pecho, y Tom contuvo un grito. Vio que el hombre se apartaba de un salto, rodaba por la grava y se volvía a levantar mientras se hurgaba el bolsillo con una mano y sujetaba el arma con la otra. Durante un segundo se encontraron los ojos de los dos hombres. El otro frunció el ceño, ladeó la cabeza y sostuvo la mirada de Tom. Y entonces este vio el juego de distracción que había estado practicando Cole cuando levantó el arma y apuntó a su cabeza.

La bala estalló en el reposacabezas del asiento cuando Tom metió la primera otra vez. Frenó a toda prisa y dio marcha atrás contra el

jeep una vez más, con cuidado de mantener las piernas de Jo a salvo y apartadas del impacto. Sintió el metal caliente que pasaba rozando la parte posterior del cuero cabelludo y abría nuevas heridas.

¡Duele, duele!

El coche chocó otra vez y Tom mantuvo el pie en el acelerador, las ruedas giraban en la gravilla y hacían volar piedrecitas, el hedor del embrague quemado le llenaba la nariz, el

jeep empezaba a moverse porque el hombre, afortunadamente, había olvidado poner el freno de mano.

La pistola estallaba una y otra vez y abría agujeros en el coche. Jo se estremeció, pero Tom no miró, no podía, no cuando existía la remota posibilidad de que pudieran escapar. Olía a algo que no era el embrague, algo que debía de ser el aroma picante de un arma calentándose demasiado.

—¡Vamos! —chilló Tom, y el

jeep se apartó rodando del camino de entrada y salió marcha atrás a la carretera.

Jo sufrió una sacudida en su regazo y después se quedó muy quieta. Tom bajó la cabeza y vio una mancha de sangre en su espalda, una mancha que se iba extendiendo poco a poco y que salía de un agujero desigual que tenía en el camisón.

—¡Jo!

Pisadas que corrían sobre la gravilla.

Tom mantuvo el pie en el acelerador.

Otro motor rugió y un tractor le dio un golpe al

jeep en el costado y lo empujó varios metros por la carretera con un chirrido de llantas y el aullido del metal al romperse.

—¿Jo?

Ya había espacio para dar marcha atrás entre el

jeep y el tractor (encajados como si hubieran salido de la cadena de montaje en una sola pieza) en la entrada, y cuando Tom vio al señor Lobo justo delante del coche, levantando la pistola, hizo girar el volante y se agachó sobre Jo. Dos balas se incrustaron en su asiento. Tom sintió la calidez de la sangre de Jo en la mejilla, donde se apretaba contra la espalda de su esposa. Las piernas de la mujer y la puerta abierta se engancharon en el poste de la entrada y después se volvieron a soltar. El coche golpeó algo, pasó arañándolo y Tom se incorporó en su asiento, la sangre y las lágrimas le caían por la barbilla y la mejilla cuando se giró y dio marcha atrás a toda prisa para meterse en la carretera.

Estaba sollozando, parpadeaba con furia, intentaba con todas sus fuerzas mantener los ojos despejados para no enterrarse en un seto. Lo siguieron más disparos, pero a él ya le daba igual, le importaría muy poco que uno de ellos lo alcanzara en el cuello. Al menos entonces podría abrazar a Jo una vez más antes de morir desangrado.

Todavía queda Steven, dijo Natasha.

—¡Cállate! —gritó Tom. Tomó una curva con el coche, chocó con la parte trasera contra una cerca y derribó la verja, que se soltó de las sujeciones de hierro. Cayó con lentitud, como si quisiera permanecer de pie. Tom vio el amanecer que desdibujaba la noche por el este. La sangre de Jo le corría por las piernas, cálida. Giró el volante y siguió conduciendo, alejándose de la casita, el

jeep y el señor Lobo, que quería matarlo con tantas ganas.

Es a mí, dijo Natasha,

es a mí a quien quiere hacer daño, papi, no…

—¡He dicho que te calles! —chilló Tom, y dos ruedas se revolvieron por un instante por el arcén de hierba antes de que recuperara el control.

Jo estaba muy quieta y silenciosa y Tom se dio cuenta entonces de que la bala de la espalda no la había matado. ¿Cómo iba a matarla cuando le quedaba tan poco de la parte posterior de la cabeza por culpa de aquellos primeros disparos?

La tocó allí, con la esperanza de que, de alguna manera, mientras conducía, pudiera compartir los últimos pensamientos de su mujer muerta.

Tom era consciente de que estaba soñando, pero no por ello ejercía control alguno. Se había escabullido de un caos de imágenes de pesadilla para meterse en un episodio casi de película y aunque podía sentir la repentina influencia exterior que impulsaba aquello (era más como un recuerdo que un sueño, pero algo que otra persona estaba recordando por él), no podía hacer nada por guiar o influir en su rumbo. Presentía que no iba a ser fácil. Intentó bloquear los oídos, cerrar los ojos, pero estaba dormido y los sueños no prestaban mucha atención a los sentidos externos.

Además, era fascinante, como un choque en la carretera o un accidente de tren. Tenía que mirar. Y distraía su mente de… de… algo horrible que ya no recordaba del todo.

—Es bueno olvidar, durante un rato —dijo el hombre del barco. Miró directamente a Tom y sonrió, una expresión dolorida que mostraba demasiados dientes—. Pero siempre volverás a recordar al final. Ahora mira. Recuerda.

Dormido, con sus sueños secuestrados por los recuerdos de Natasha, Tom miró.

El hombre del barco no estaba solo. Eran cuatro, dos adultos (un hombre y una mujer), un niño pequeño y Natasha, a través de quien Tom estaba viendo ese recuerdo. Todos iban vestidos con ropa parecida de color gris verdoso, casi de corte militar. Los adultos permanecían sentados con expresión pétrea, pero el niño parecía nervioso, no hacía más que levantarse, solo para que le dijeran que volviera a sentarse; parloteaba y le siseaban que se quedara callado. Jadeaba como un perrito juguetón. Los adultos parecían hablar con él sin moverse y Tom oyó susurros en su mente.

—Ya casi hemos llegado —dijo el hombre en voz alta. Sacudía las piernas y tamborileaba con los pies en la cubierta. Tenía las manos apretadas en los muslos. Se volvió hacia la mujer que tenía a su lado, sonrió y la besó en la cara—. Recuerda, no somos nosotros los que hacemos esto —susurró. Ella se giró como si no pudiera mirarlo y dirigió sus ojos hacia su hijo. Este no reflejaba la aparente tristeza de sus padres. El niño estaba otra vez de pie, gemía mientras saltaba sin moverse del sitio y retorcía con las manos las perneras de los pantalones lisos. Los ojos le estaban cambiando de color.

Se oyó una voz procedente de otra parte, apagada, distante y sin vida.

No os dejéis a nadie, decía, y una forma se alzó sobre ellos, desdibujada contra el cielo.

Por mucho que lo intentara, Tom no veía nada fuera de la cabina donde estaba sentada la familia. Estaban encerrados. Solo sabía que era un barco porque el recuerdo de Natasha se lo decía y el único modo de estar seguro de los movimientos era por las sombras del mástil del radar que subían y bajaban por la cabina cuando el barco se hundía y emergía sobre las olas. El niño iba corriendo de un lado a otro, cuatro pasos a la izquierda, cuatro pasos a la derecha, el movimiento debía de estar desdibujándolo en el recuerdo porque los brazos parecían estar alargándose y las piernas engrosándose. Era como si el recuerdo de Natasha en la mente de Tom se estuviera escabullendo y sus imágenes se desvanecieran.

—Peter… —dijo la mujer, pero se calló cuando el hombre le cubrió una mano con la suya. Los ojos del niño brillaban como si reflejaran el sol.

Un minuto, pidió la voz distante, y la sombra del que había hablado se alzó y cayó por la cara de la mujer cuando el bote atravesó otra ola. La mujer se volvió y miró directamente a Tom (a Natasha) y esbozó una sonrisa, la misma que Tom recordaba que le había dedicado su madre muchos años atrás. Hablaba de un amor incondicional, y del instinto maternal de proteger.

El hombre se inclinó y habló con la mujer. Esta sacudió la cabeza, enfadada y asustada a la vez, y él la sostuvo contra sí y habló otra vez mientras la mantenía quieta para que pudiera oír todo lo que tenía que decirle.

Después la soltó, se apartó y empezó a desdibujarse.

Tom intentó retirarse. Algo había cambiado, un salto repentino en la realidad de las cosas que él no debería estar viendo. Pero él era prisionero de ese sueño, un espectador pasivo del recuerdo de Natasha que iba representándose en su mente, y él estaba atrapado allí, observando y oyendo, saboreando y oliendo la verdad de la historia. Intentó cerrar los ojos, pero ya estaba dormido. Se hubiera dado la vuelta si hubiera tenido algún control. En su lugar, vio a la familia desquiciarse, convertirse en berserkers.

La voz se elevó en un grito, las palabras indistinguibles de los gruñidos y chillidos que salían de la cabina. El niño, Peter, se había puesto a cuatro patas, los dedos de los pies y las manos arañaban la cubierta de madera y dejaban profundas marcas en la superficie.

La madera rasgada brillaba al sol. El niño sacudió la cabeza y la saliva y la sangre motearon la cubierta a su alrededor. Los adultos parecieron acelerar, sus movimientos eran sacudidas, como si fuera una película de la que se había quitado un fotograma de cada tres.

La perspectiva cayó de lado y empezó a vibrar cuando Natasha cayó al suelo.

No quiero ver esto, pensó Tom, y Natasha dijo:

No, pero tienes que verlo. Y solo acaba de empezar.

Diez segundos, dijo aquella voz vaga, y Natasha levantó la cabeza y miró la sombra que se cernía sobre ellos. En la postura se notaba el miedo. La voz contenía asombro. Las manos sostenían un objeto pesado y grande que solo podía ser un arma.

¿Qué me estás enseñando?, se preguntó Tom, pero no hubo respuesta, porque aquello era un simple recuerdo una vez más. Cuando el bote llegó con un golpe seco a una playa y una puerta alta en la proa se abrió y cayó sobre la arena húmeda, Tom se convirtió en parte de ese recuerdo.

El resto del sueño, el recuerdo, la pesadilla lo vio en retazos, cada uno de ellos más confuso que el anterior, y más aterrador. Para empezar, Tom no le encontraba mucho sentido a las imágenes individuales, pero los recuerdos vistos a través de los ojos de Natasha se combinaban para evocar una sensación de acción inminente, y una emoción nítida: pavor.

Natasha bajó a la playa corriendo detrás de los adultos y de su hermano pequeño, Peter. Las arenas estaban desiertas, una bellísima extensión dorada estropeada en algunos lugares con borrones de maderas a la deriva o algas que se secaban al sol implacable. En el extremo de la playa, donde comenzaban las dunas, a unos cincuenta metros de distancia, se alzaba una casa enorme hecha de cristal y acero, el sueño erótico de cualquier arquitecto resplandecía a la luz del día y albergaba misterios tras las ventanas oscuras. Había varios coches aparcados junto a la casa y ninguno de ellos valía menos de cincuenta de los grandes.

Algunas personas se habían congregado alrededor de la casa y otras se agazapaban en los balcones. Destellaban. Fue solo cuando Peter cayó de espaldas y se retorció como un pez recién pescado cuando Tom se dio cuenta de que los destellos eran disparos.

Un contorno desdibujado, como una película que se hiciera avanzar al triple de velocidad, las imágenes solo se distinguían por su rojez.

Estaban dentro de la casa. Era un lugar lleno de luz, espacioso, ultramoderno, todo acero, pizarra y vidrio. El padre aprisionaba a una mujer contra una pared y le vaciaba la cavidad torácica en el suelo. Corazón, pulmones, costillas destrozadas, todo lo vació como si de un cubo de basura se tratara, el impacto de las vísceras ahogado por el grito de otra persona. Le mordió a la mujer la mandíbula inferior y se la arrancó y cuando se giró, Tom vio hasta qué punto había cambiado.

Borrón.

Natasha corría por un pasillo que giraba a izquierda y derecha, las puertas pasaban como un destello a ambos lados, pero era sangre lo que dejaba el rastro que seguía la niña. Otro giro y se encontró con el hombre que se arrastraba, tiraba de una pierna mutilada tras él como si fuera un pescado destripado. El hombre se derrumbó en el suelo y se volvió, intentó levantar una pistola, pero una cuchillada de las garras de Natasha le desgarró la mano y mandó el arma dando vueltas contra el muro entre una lluvia de sangre. El hombre gritó, Natasha se inclinó hacia él y mientras el recuerdo se volvía rojo se oyó un aullido que solo podría haber procedido de un animal.

Borrón.

Peter estaba en la cocina, destrozando un cuerpo que había en el suelo. Saltó sobre él, chilló y agitó manos y pies, dio otro salto y aterrizó en la encimera, se volvió para mirar a Natasha, abrió mucho la boca (la boca, llena de demasiados dientes, y carne, y un chillido que no era posible) y se abalanzó de nuevo sobre el cuerpo. Sacudió la cabeza, tironeó y el cuerpo se deslizó por el suelo de baldosas dejando a su paso trocitos sueltos. Apenas se lo podía identificar como un ser humano, aparte de la mata de pelo rubio apelmazado por la materia gris. Peter volvió a bajarse de un salto y se fue hacia Natasha, pero no hubo un ataque de pánico, ni miedo, solo una sensación primitiva de amor fraternal.

Borrón.

Algunas personas, los supervivientes, se habían encerrado en el sótano. Los padres de Natasha estaban en la puerta, intentando atravesarla, pero estaba chapada en acero y las garras y dientes chirriaban en el metal y solo dejaban unos cortes brillantes. Peter estaba a un par de metros de distancia intentando traspasar el muro. Natasha bajó a grandes zancadas los escalones para reunirse con su familia, iba dejando huellas ensangrentadas a su paso.

Borrón.

La puerta estaba ya abierta y había disparos, la madre de Natasha bailaba contra un muro mientras un hombre vaciaba una Uzi sobre ella. Ninguna de las balas parecía alcanzarla; los trozos de yeso salían volando, los fragmentos de cemento traqueteaban contra el suelo y cuando el cargador quedó vacío, dejó de bailar. Y gruñó.

El hombre lanzó un grito cuando la madre de Natasha se abalanzó sobre él y luego lo atravesó.

Se oían gritos en el sótano. Natasha se hundió en la oscuridad para unirse a la matanza final.

Tom se despertó con un chillido. La luz del sol entraba a raudales a través del parabrisas destrozado y por un momento creyó que estaba en esa playa, quizá delante de la casa de acero y cristal, esperando a ver qué saldría de allí. Volvió a gritar, el recuerdo de las pesadillas era intenso y permanecía fresco (podía saborear la sangre, oler las armas), y entonces alguien habló con él en susurros, una voz tranquila, sedante.

No te preocupes, no llores, es solo un recuerdo.

—¡No es mío! —lamentó, y se volvió en su asiento para ver a Jo echada en la banqueta trasera. Cuando al fin había parado, se las había arreglado para empujarla, bajarla de su regazo y dejarla en la carretera, y después la había aupado al asiento de atrás. Durante el proceso, sus piernas habían arrastrado por el suelo, y había motas del pavimento negro en los arañazos. Tom había intentado quitarlas, sin dejar de llorar un solo momento.

Jo se lo quedó mirando con los ojos medio cerrados. El borrón de las lágrimas de Tom parecía hacerla llorar a ella.

Hay más, dijo la voz,

más que ver.

—No quiero.

Tienes que hacerlo, papi, si quieres conocerme.

—¡Es que no quiero! Desde que te encontré, todo… es solo… —Se derrumbó en el asiento, se sentía tan desdichado, tan impotente.

Hospital, pensó,

policía, pero por alguna razón las dos cosas parecían inútiles.

No es culpa mía, dijo Natasha, la voz de la niña se quebraba en su mente. La sintió allí dentro, su conciencia fundida con la de él, y las lágrimas de Tom eran por los dos.

Tom salió del coche y le echó un buen vistazo por primera vez. Había estado conduciendo durante una hora después del asalto del señor Lobo, perdido en un ataque de pánico ciego, vadeando las aguas del dolor mientras Jo se iba enfriando en su regazo. Cómo era posible que no se hubiera estrellado, no lo sabía, porque no recordaba mucho del viaje. Tenía que haber pasado por otros pueblos, pero no recordaba nada de observadores que reaccionaran al coche destrozado y la mujer muerta que llevaba en el regazo. Quizá que él no los viera a ellos significaba que ellos no pudieran verlo a él.

El coche estaba hecho una pena. Era asombroso que hubiera llegado a algún sitio, tal era la violencia que lo había envuelto. Los lados y la parte de atrás estaban combados y llenos de muescas, todas las ventanas destrozadas y más de una docena de agujeros de bala perforaban el chasis. La puerta del conductor y la puerta de atrás estaban moteadas con la sangre de Jo. No era muy obvio, no había grandes manchas ni salpicaduras, pero Tom sabía lo que estaba viendo. La sangre de su mujer muerta. En el coche de los dos. En el coche que había conducido durante una hora, con Jo muerta en su regazo.

Cayó de rodillas y enterró la cara en las manos, los malos sueños de Natasha se desvanecieron, sustituidos por aquella, su propia pesadilla viva.

Me duele, papi, dijo Natasha, y Tom levantó la cabeza y miró el maletero del coche. Estaba aplastado y combado de haber golpeado repetidas veces la parte delantera del

jeep.

—Bien —susurró, y lo decía en serio—. Y yo no soy tu papá. Ese hombre… esa cosa es tu padre, no yo. —Intentó no concentrarse en ninguna de las imágenes del sueño.

Tú me rescataste, dijo la niña con un sollozo.

Tú me encontraste. Tú me hiciste nacer de la tierra y eres lo más parecido a un papá que tengo. Solo soy una niña pequeña. Solo soy…

—¡Tú eres esa cosa de mi sueño! —Sacudió la cabeza como si al hacerlo pudiera volver a disponer y resolver las imágenes que habían invadido su inquieto sopor—. ¿Qué eres? ¿Qué estabais haciendo?

Hay más cosas que debes ver antes de que pueda explicártelo, dijo Natasha, la voz se le agudizó al cesar los sollozos.

Pero no tardará en venir el señor Lobo. No ha terminado. Me quiere muerta, y a ti también porque me estás ayudando. Quiere muerto a todo el mundo. Era humano en otro tiempo, pero todo eso lo ha perdido y ahora solo es un hombre malo.

—¿Humano? —dijo Tom mientras echaba la cabeza hacia atrás y se quedaba mirando el cielo brillante. No estaba del todo seguro qué significaba eso.

Tenemos que seguir, dijo la voz, tranquila y considerada.

Tenemos que irnos, por Steven.

—¿Dónde está?

La pregunta, tan directa, debió de sorprender a Natasha porque se quedó callada unos segundos. Tom todavía podía sentirla en su cabeza, pero la sensación se quedó muy quieta, como un aliento contenido.

No puedo decírtelo, dijo la niña.

—¿Por qué?

No puedo. No estoy segura, en realidad no, pero cuanto más nos acerquemos, más segura estaré. Y estar aquí es peligroso. Muy peligroso. Si él sigue con ellos, estarán enfadados, y serán fuertes, y estarán bien alimentados.

—¿De quién estás hablando? No lo entiendo. No entiendo nada.

Nos mataban de hambre, dijo Natasha. Y después se metió de nuevo en sí misma y dejó a Tom solo, solo con su mujer muerta y esa sensación, tan conocida ya, de abandono.

Cole jamás había disfrutado matando. Las pocas ocasiones en que había matado (a su viejo amigo Nathan King en las últimas horas y las veces que lo había hecho antes) habían sido por necesidad. King había muerto porque sabía demasiado y había empezado a largar, pero en realidad todo se reducía a los berserkers. Cole se había prometido a sí mismo diez años antes que tendría que ser tan despiadado, implacable y cruel como ellos para atrapar a los que se habían escapado o, por irónico que fuera, para evitar que se advirtiera su presencia. Sabía que jamás podría igualarlos de verdad, pero lo había intentado. A pesar de las dudas y de lo mucho que se había odiado por ello, lo había intentado.

Después de matar a Sandra Francis seis años antes, Cole había llorado. Acurrucado en la cama, llegaron las lágrimas, él se levantó de inmediato, fue a la cocina y se hizo un corte en el dorso de la mano izquierda. El dolor dio a las lágrimas una razón diferente y la sangre le trajo recuerdos que le habían proporcionado una especie de justificación. Si la científica hubiera hablado, si lo hubiera ayudado, si le hubiera revelado todo lo que sabía sobre lo que hacía especial a Natasha, quizá él hubiera permitido que viviera.

Pero en ese momento, plantado sobre el granjero arrodillado y apretándole el cañón caliente de la 45 contra la nuca, Cole se hubiera alegrado de ver los sesos del muy imbécil salpicándole los zapatos.

—¡Puto idiota! —gritó—. Es temprano, deberías estar en la cama, no conduciendo por las putas carreteras y destrozando coches. Idiota. ¡Idiota!

—Yo… yo… —era todo lo que podía decir el granjero. Estaba temblando, sudando y llorando. En lugar de inspirarle compasión, solo consiguió aumentar el enfado de Cole.

—Deje de tartamudear y dígame lo que va a hacer. ¡Hable!

El granjero había visto la mayor parte de lo que había pasado. El tiroteo, Roberts embistiendo el

jeep para sacarlo a la carretera, la sangre en las piernas de la mujer que iba tirada en el regazo de Roberts. Cole sabía que le había dado varias veces y eso era un problema, no estaba bien, nada bien. Pero en esos momentos estaba demasiado colérico para sentir pena o arrepentimiento. En ese momento le hervía la sangre.

¡Estoy desquiciado, como un berserker!, pensó, y aunque la idea era horrenda, también era extrañamente satisfactoria.

—¡Estoy casi tan loco como ellos! —exclamó a voz en grito. El dedo de Cole se tensó en el gatillo y apretó el cañón todavía más contra el cuello del granjero. El anciano se balanceó sobre las rodillas y después cayó de lado, llorando y levantando las manos para defenderse de la bala. Podría ser el padre de cualquiera, seguro que tenía nietos y les enseñaba la granja, les dejaba dar de comer a las gallinas y jugar en el granero con el heno…

—Yo… yo… —empezó a decir el buen hombre.

Cole se arrodilló a su lado y le metió la pistola bajo la barbilla.

—Le he preguntado qué va a hacer.

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