Berserk

Berserk


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—¡Mierda! —Cole salió del bajo coche y maldijo el dolor creciente que iba sintiendo en los muslos magullados—. No se preocupe, amigo —dijo con tanto desenfado como pudo. Tenía una astilla de hueso clavada en el trasero, se había sentado encima.

¿Qué puñetero desenfado puedo mostrar con la pinta que tengo?, pensó. La 45 era un peso reconfortante en el cinturón.

El mecánico lo miró de arriba abajo. Abrió más los ojos, le dio una buena calada al cigarrillo y después asintió.

—Sí. N. E. M. P. —Se dio la vuelta y se alejó.

—¿Qué?

El mecánico contestó por encima del hombro sin dejar de caminar.

—No Es Mi Problema. Douglas Adams. Hay un teléfono en la tienda.

Cole se quedó mirando al hombre, asombrado.

—Quizá me esté cambiando la suerte —murmuró, pero entonces revivió la imagen de la mujer a la que había matado; sus muslos pálidos y sus bragas negras, su cabeza destrozada, y supo que la Dama de la Suerte jamás volvería a sonreírle.

Se acercó cojeando a la tienda mientras se sacaba el móvil del bolsillo. Era de esperar que tuvieran baños dentro y desde allí podría hacer la llamada que llevaba planteándose más de una hora, una llamada que siempre se había prometido que jamás haría. La llamada que garantizaría que lo juzgarían por al menos cuatro asesinatos.

Ya había marcado el número, estaba preparado.

—Estoy demasiado comprometido —dijo al entrar en la tienda y ver el cartel del baño. La chica que estaba detrás de la caja se lo quedó mirando sin dejar de mascar chicle.

Cole estaba convencido de que era un buen hombre. Temeroso de Dios y bueno. Una astilla del cráneo de una mujer inocente podía pellizcarle el culo, pero eso no lo hacía cambiar de opinión.

Una vez en el baño comprobó que todos los cubículos estaban vacíos, se quedó donde pudiera ver la puerta y apretó el botón de llamada.

Respondieron al teléfono después de cuatro tonos. Hizo falta discutir un poco y varios minutos de espera para que pasaran la llamada, pero al final la conocida voz se escuchó al otro lado y Cole sintió que una aversión instantánea emergía lentamente.

—Comandante Higgins —dijo Cole—. ¿Así que sigue lamiéndole el culo a Su Majestad?

Estaban en la parte trasera y cerrada de algún tipo de vehículo, los trasladaban a Porton Down. El vehículo se movía rápido y había muchos baches en las carreteras; si no hubiera sido por los cinturones de seguridad, el movimiento los habría arrojado por todo el interior de la cabina.

No había ventanillas y solo una luz débil. Una malla sólida formaba seis jaulas separadas, tres a cada lado con un pasillo por el centro. Las puertas corredizas que llevaban a esas celdas estaban abiertas. Natasha iba sentada enfrente de Peter y sus padres estaban en los compartimentos de al lado, ninguno de los dos decía nada. Su padre parecía dormido, pero la niña veía el brillo de los ojos bajo los párpados bajos. Todavía lleno de energía por los esfuerzos del día, sus instintos animales le impedían dormir. Su madre había apoyado la cabeza en un lado del camión sin preocuparse de los baches y sacudidas, con los ojos clavados en la luz fluorescente del techo. Tenía el rostro marcado por dos heridas de bala, abiertas solo horas antes. Para cuando llegaran a Porton Down, las heridas habrían desaparecido por completo. El esfuerzo de curarse la cansaba y Natasha vio que se le cerraban los ojos.

Su hermano iba sentado delante de ella, totalmente despierto, todavía resplandeciente tras la caza. Sus heridas recientes eran simples sombras, ecos de dolor, y el niño se retorcía un poco de vez en cuando para deshacerse de otro recuerdo más. Había sanado más rápido que todos los demás, puesto que era el más joven. En los humanos, un niño se cura antes que un adulto y con ellos ocurría lo mismo.

No podían salir. Aunque las puertas de las celdas estaban abiertas y la luz encendida, la puerta trasera del camión llevaba el cerrojo pasado y sujeto por un candado por fuera. También había una cerradura electrónica; Natasha vio la caja vacía de donde se había sacado el mecanismo de control interno. El señor Lobo había disfrutado contándoles que el camión se había reforzado al máximo para garantizar su seguridad. Estaba electrificado por completo y se podía inyectar una descarga eléctrica masiva. Para protegerlos. Por último, había un recipiente de gas nervioso metido en un receptáculo que permitía su liberación y que se encontraba entre las capas del techo. De nuevo, instalado allí para su protección. El hombre sonreía mientras se lo contaba, aunque no pretendía consolarlos con aquella expresión.

Jodedla, decía,

y yo mismo os gaseo. Haced un solo movimiento para salir y os enciendo como un árbol de Navidad. El padre de Natasha había asentido mirando al señor Lobo, había rodeado el camión, dado golpecitos en las paredes y patadas a las ruedas, y después le había sonreído al soldado como si ya hubiera descubierto un fallo en la seguridad del vehículo.

Natasha estaba cansada, pero no podía cerrar los ojos. No era la primera vez que la encerraban así con su familia, lo habían hecho muchas veces y cada una de ellas habían permanecido despiertos. No era el miedo al confinamiento, ni que fuera obvio que eran prisioneros, lo que les impedía dormir. Era saber que, algún día, serían prescindibles. Solo uno de los humanos había mostrado alguna vez algún indicio de comprender de verdad lo que eran y lo que podían hacer, y el señor Lobo no intentaba ocultar su deseo de deshacerse de ellos. Su error era dar por hecho que los berserkers eran criaturas antinaturales, un fallo de la creación. Si tan solo pudiera contemplar su pasado…

Los ojos de Peter se movían como rayos de izquierda a derecha, examinaban las esquinas de las celdas, siempre vigilantes en busca de una esperanza de huida. Natasha sabía que su hermano no la encontraría, no allí, y no en ese momento. Y suponía que el niño también lo sabía. Su padre, con los ojos casi cerrados pero bien despierto, esperaba una posibilidad de huida más obvia. Y su madre percibía cada vibración de la carretera a través del cráneo, cada giro y cada viraje del camión. Un par de horas después de partir del puerto naval, abrió los ojos y anunció que no tardarían en llegar a casa.

A casa. Natasha no recordaba su casa de verdad (el lugar del que sus padres hablaban con frecuencia, pero solo en silencio, en su mente), porque ella era una niña de pecho cuando los habían capturado. El recinto en el que vivían en Porton Down era todo lo que conocía, aparte de los lugares a los que los enviaban en ocasiones para alimentarse y destruir. Su hermano había nacido en cautividad. Quizá eso explicaba por qué el niño, más que cualquiera de ellos, estaba de forma constante con los nervios de punta y listo para abalanzarse. El menor disgusto lo ponía furioso; la más pequeña riña lo sacaba de quicio. Para su familia no era problema, pero para los humanos suponía todo un desafío. Era un milagro que no hubieran intentado destruirlo ya, claro que conocían la fuerza que suponía una familia unida.

El camión perdió velocidad, la carretera se allanó y se hizo más lisa y todos percibieron que el vehículo había entrado en un espacio cerrado. Después de parar, las puertas todavía tardaron unos minutos en abrirse. El señor Lobo miró furioso a los berserkers.

—Hogar, dulce hogar —dijo—. Ya sabéis lo que toca. De uno en uno, el niño primero, después la niña—. Lucía una posada pistola en el cinturón y Natasha pudo oler las balas de plata desde donde estaba sentada. El enorme garaje tenía varios puestos de observación incrustados en los gruesos muros, y habría un francotirador en cada uno, rifles de alta velocidad cargados con munición de plata apuntando a los berserkers en cuanto salieran del camión.

—Es en el camión donde podríamos intentar aprovechar la oportunidad —le había susurrado su padre a su madre un día. Ninguno de los dos sabía que Natasha había estado escuchando, creían que estaba dormida, con la boca ensangrentada y el estómago lleno—. Allí dentro el único que nos tiene cubiertos es ese cabrón de Cole. Solo tendríamos unos segundos, pero podría funcionar. Seríamos libres.

—¿Y el gas nervioso? —había dicho la madre—. ¿Y la descarga? ¿Podríamos sobrevivir a eso?

—Quizá no todos…

—No haré nada que ponga en peligro a nuestros hijos. Son todo lo que tenemos. Si para mantenerlos con vida tenemos que quedarnos aquí, eso será lo que haremos.

—¿Crees que nos dejarán ir alguna vez? ¿Crees que decidirán en algún momento que nosotros también tenemos derechos? ¡Para ellos somos animales! ¡Simples bienes!

—Me da igual —había dicho su madre, y al darse la vuelta se había dado cuenta de que Natasha los estaba mirando y escuchando desde donde estaba echada. Sonrió y Natasha le devolvió la sonrisa, pero, en el fondo, la niña había detestado la expresión de derrota y aceptación que había visto en los ojos de su madre.

Natasha recordó y Tom vio. Tom sabía que solo era un recuerdo y, sin embargo, también era pura experiencia: olor y sabor, tacto y sonido. Tom podía ver todo lo que Natasha había visto, sentir lo que había sentido.

Él no era más que una figura oscura en el coche, la cabeza echada hacia atrás y caída hacia un lado, babeando por una comisura de la boca. En su regazo reposaba el cuerpo cubierto por una manta de una niña no muerta. En su pecho, los labios secos de la niña se movían alrededor de la pequeña herida para extraer sangre. La sangre se le había secado en la espalda y en la herida se había formado una costra, la carne se había ido entretejiendo allí donde solo un par de horas antes una bala de plata la había destrozado.

La sangre de Tom albergaba una mancha, pero solo una mancha. Y la sangre manchada era mejor que no tener sangre.

Natasha bebía, flexionaba los dedos, los músculos se contraían y la carne se llenaba.

Tom dormía y veía el pasado.

Cualquiera que mirara en el interior del coche veía algo raro, pero de inmediato seguía su camino y a los dos pasos lo único que le quedaba era una sensación de desasosiego. Dos pasos más y lo único que le preocupaba era lo que iba a tomar para almorzar.

—¿Qué vamos a tomar para almorzar? —dijo Peter.

—¡No seguirás teniendo hambre! —respondió Natasha, espantada. Aquel niño era una auténtica máquina de comer. Había oído decir que los cachorros se ponen a comer y no paran hasta que vomitan, su hermano era igual. Todavía tenía el estómago hinchado por el festín berserker que habían disfrutado el día anterior, pero él seguía ansiando más.

—Ahí tenéis de sobra —dijo el señor Lobo. Los acompañaba por el pasillo que llevaba a su alojamiento, como siempre, con una mano descansando en la culata de la pistola. Natasha sabía que él sabía que sería inútil; si los berserkers iban a por él, estaría muerto antes de verlos moverse siquiera. Pero el arma parecía proporcionarle cierto consuelo, y quizá una sensación de poder también. Ellos eran animales y el que tenía el arma era él. Estaba al mando.

—Hemos vuelto a haceros el trabajo sucio —dijo el padre de Natasha—. Ahora nos gustaría comer.

—Creía que habíais comido suficiente para una semana entera —Contestó el señor Lobo, miraba furioso al padre de Natasha con una expresión que decía: «Os tengo tanto miedo que no sé hacia dónde mirar».

Su padre lo sabía, pero pocas veces se aprovechaba de ello. Si quedabas por encima de alguien como Cole, el tipo se dedicaba a buscar un modo de hacértelo pagar. Con exponer sus puntos débiles solo se conseguía que él necesitara sentirse más fuerte. En realidad no había nada que les pudiera hacer, no sin un buen motivo (tenía órdenes de los altos mandos), pero podía hacerles la vida muy incómoda si quería. Y si sus superiores cuestionaban alguna vez sus acciones, él lo achacaría al «adiestramiento». Utilizaba mucho esa palabra. Adiestramiento. Como si fueran perros.

—Haré que os traigan comida —dijo el señor Lobo—. A todos. —En todo lo que decía había un trasfondo de amenaza. Los odiaba. Era un hombre pequeño, débil e inseguro y Natasha lo temía más que a nada o nadie que conociera.

Se produjo entonces un vacío en los recuerdos de Natasha (un período olvidado, o algo que la niña no quería que Tom viese) y después allí estaban, los berserkers, todos juntos en el lugar de Porton Down donde los habían tenido metidos durante años, juntos como pacientes en un manicomio o animales en el zoológico. Se habían reunido en su patio, una gran zona ajardinada con un estanque y una fuente, matas de arbustos, zonas para sentarse, un rincón enlosado y una barbacoa; sobre ellos también había una pesada rejilla de acero que salvaba el espacio de muro a muro, sostenida por gruesas columnas de piedra. La reja entera zumbaba con suavidad. Los rayos del sol la atravesaban, pero el poder y belleza de su luz quedaban amortiguados por la malla, manchados por el encarcelamiento. El lugar olía a lavanda y a muerte en potencia. Los padres de Natasha estaban sentados en silencio, jugando al ajedrez. Su hermano se divertía con Dan y Sarah, otros dos pequeños berserkers; jugaban a una versión un poco bruta del pilla-pilla en la que el que la llevaba tenía que perseguir a los otros a cuatro patas, los otros berserkers adultos (Lane y su mujer, Sophia) estaban tirados al sol, protegiéndose los ojos con la mano y susurrando entre sí.

Fue entonces cuando empezó el cambio. Porque Lane y Sophia estaban hablando en susurros de huir y su plan no incluía a toda la familia de Natasha. La niña lo recordó y Tom lo vio, y con ese conocimiento llegó una sensación de pavor ante lo que iba a ocurrir a continuación.

Tom despertó. Le dolía el cuello de haberlo tenido echado hacia atrás. Tenía a Natasha acurrucada en sus brazos, una forma fría y seca que parecía haber ganado peso desde que se había quedado dormido. Lo invadía la agitación. El mundo estaba cargado de amenazas y repleto de violencia, y, por unos segundos, no quiso moverse, no fuera a poner en marcha lo que fuera que hubiera de pasar. Miró a su alrededor sin mover la cabeza y vio a los transeúntes que pasaban junto al coche, miraban al interior, se encontraban con sus ojos y apartaban la vista muy rápido antes de alejarse hacia sus vehículos o el restaurante, como si estuviesen acostumbrados a ver hombres empapados en sangre acurrucados en asientos traseros con cuerpos de niños en los brazos.

Cinco minutos más, dijo Natasha, y en su voz había un tono desesperado y exigente; luchaba por aparentar normalidad, pero se filtraba algo diferente, más animal y vital. Tom bajó los ojos y vio burbujas de sangre entre la boca de la niña y su propio pecho. La estaba alimentando; o, para ser más exactos, la niña se estaba alimentando de él. Tom había cerrado los ojos para analizar lo que sentía, y le sorprendió descubrir que no sentía nada en absoluto. Lo que estaba haciendo Natasha le era indiferente.

Con todo, persistía esa sensación de pavor que flotaba a su alrededor como una burbuja de ácido a punto de estallar.

Está dentro, dijo la niña,

está en mi memoria, y te enseñaré lo que recuerdo… cinco minutos más, papi, y yo me sentiré mejor y tú sabrás lo que hicieron. Lo que hizo él. Y entonces sabrás por qué tenemos que seguir adelante.

La niña se alejó y Tom también, se dejó llevar y volvió a caer en un sueño que invitaba al regreso a la película de la memoria de la niña. Las imágenes botaron y saltaron como si las hubieran cortado y empalmado a partir de recuerdos que no tenían sentido; Tom cayó en uno de los fotogramas, asustado y desmoralizado, pero impaciente por saber.

Natasha abandonó el patio, entró y se asomó a la puerta del comedor. Había tres personas encadenadas al muro allí dentro y, aunque solo echó un breve vistazo, le dio la impresión de que una de ellas había muerto. Mala señal. Seguramente habría sido obra de Lane, enfadado porque no le permitieran salir en la última excursión. A veces se ponía así, petulante, malcriado como un niño al que le hubieran quitado su juguete favorito. Jamás descargaba su furia contra otro berserker y no podía arriesgarse a hacerles nada a los soldados de la base, así que era la comida la que sufría. Con toda probabilidad había estado chupando sangre hasta quedarse ahíto y después había continuado hasta quedarse casi dormido, tragando más por costumbre que por necesidad hasta que el hombre había muerto. Natasha lo sentía. La comida llevaba allí ya más de un año y ella le había tomado cariño.

Siguió adelante. La suerte de sus víctimas era la menor de sus preocupaciones en ese momento. Les había dicho a sus padres que se iba a su habitación a leer, pero, en realidad, solo quería irse del patio por culpa del ambiente cada vez más cargado que reinaba allí. Estaba pasando algo. Ocurría a veces, el ambiente se saturaba de cólera y se cargaba demasiado; Natasha por lo general lo achacaba a la reja eléctrica que tenían encima. Pero otras veces rechazaba esos cuentos chinos y se decía que tenía que madurar e intentar entender lo que estaba pasando. Allí se estaban produciendo dinámicas de grupo que a su mente infantil le costaba desentrañar, pero al menos se daba cuenta de que estaba pasando algo. Su hermano, que no percibía esos cambios en el ambiente, jugaba al pilla-pilla con Dan y Sarah, que todavía eran muy pequeños para enterarse de nada.

Al nacer, todos los niños son animales, le había dicho a Natasha una vez su madre,

tanto los humanos como los berserkers. Pero con su primer aliento, el niño berserker es diferente y a partir de ahí, cada aliento aumenta esas diferencias.

Natasha atravesó las zonas comunes (paredes blancas, mobiliario funcional, una televisión y una librería a rebosar) y se dirigió a los dormitorios.

Alguien la seguía.

Entró disparada en la habitación de sus padres y se escondió detrás de la puerta. Unos segundos después pasó Dan cantando en voz baja para sí y chasqueando los dedos, cosa que hacía cuando estaba nervioso. Se detuvo junto a la puerta cerrada del dormitorio de Natasha, escuchó un momento y después siguió caminando, la canción se transformó en un tarareo. Era obvio que el niño se había aburrido de jugar.

Está tramando algo, pensó Natasha, pero no tenía ni idea de qué podía tratarse.

Los recuerdos de la niña dieron un brinco, parpadearon, se saltaron alguna bobina, y Natasha se encontró en la habitación de Dan intentando meterle algo en la boca para que no se mordiera la lengua. El niño se agitaba sobre la cama, gemía y chillaba, lanzaba espuma por la boca, con los ojos en blanco y aunque Natasha ya había visto la jeringuilla y las gotas de sangre en la cama, no sabía lo que significaban. La niña gritaba pidiendo socorro porque parecía que Dan se estaba muriendo y ella jamás había visto morir a un berserker. Humanos sí, muchas veces, con frecuencia incluso era obra suya. Pero jamás a un berserker. Sus gritos se fundieron con los chillidos del niño y los padres de Natasha no tardaron en llegar corriendo.

Pero no Lane y Sophia, sin embargo. Ellos no se acercaron.

El padre de Natasha la relevó e intentó sujetar la lengua de Dan. Metió los dedos en la boca del niño e hizo una mueca cuando Dan la cerró de pronto y lo mordió con fuerza; Natasha pensó que el sabor de la sangre de otro berserker debería haberlo calmado, pero el niño siguió agitando brazos y piernas y chillando a pesar de la mano del padre de Natasha, y pronto saltó una estruendosa sirena que anunciaba la apertura de una puerta exterior.

Dan apartó al padre de Natasha de un empujón y se sentó en la cama.

Los gritos y la agitación habían provocado el cambio del niño, que seguía echando espuma por la boca. En los ojos tenía un destello rojo y las manos se le habían retorcido como garras; cuando Dan se levantó, Natasha vio que se le filtraba sangre por las mangas y las perneras del pantalón.

—Dan —dijo el padre de Natasha. La niña oyó algo en esa voz que lo decía todo y más tarde, cuando todo acabó, pensó que incluso entonces su padre ya sabía lo que iba a pasar. Quizá ya hacía tiempo que lo sabía.

Dan gruñó, temblaba con la furia que le estallaba por las venas y encendía el cuerpo del niño como un radiador. Sudaba sangre. Sacudió la cabeza y una saliva rosada moteó las paredes de su habitación.

—Dan, no sé lo que vais a hacer, pero no lo hagáis. No hay nada que pueda funcionar contra ellos, ya lo sabes, son…

—¡Débil! —exclamó el niño escupiendo sangre. La palabra apenas era inteligible en aquella bocaza, y fuera lo que fuera lo que dijo a continuación, salió en forma de bufidos y gruñidos.

El padre de Natasha la miró y le hizo un gesto para que retrocediera hasta la puerta.

Fuera se oyó un chillido, ensangrentado y húmedo, y después la explosión repentina de unas metralletas.

Los recuerdos de la niña volvieron a saltar y se deslizaron convertidos en una serie de imágenes rápidas que a Tom le recordaron el anuncio de una película… una película de miedo, donde mostraban las mejores escenas, las más sangrientas, para atraer al público; Natasha corría por un pasillo, su padre la llevaba de la mano y Dan avanzaba a grandes zancadas delante de ellos. Cuando el niño salió a la zona común, un torrente de balas lo arrojó contra la pared, el revestimiento de plata ya se iba fundiendo en su torrente sanguíneo para envenenarlo y matarlo. Pero Dan aulló, giró en el suelo y se levantó otra vez, salvó de un salto la habitación entera y aterrizó a horcajadas sobre el soldado que estaba disparando. Le arrancó la cabeza al hombre y la tiró contra la pared de cristal que separaba la zona común del patio. Dejó un signo de interrogación ensangrentado en la superficie antes de rebotar y acabar bajo un sofá.

La madre de Natasha entró corriendo, agachada y con su hijo aferrado contra su pecho. El niño ya estaba poniéndose furioso y babeando, pero su madre lo acunaba e intentaba tranquilizarlo para evitar el cambio.

—¡No quiero formar parte de esto! —exclamó.

—No creo que nos den alternativa —contestó el padre de Natasha—. ¿Dónde están?

Su madre se giró para mirar otra vez al patio y una bala la golpeó en la cara, le estalló un ojo y derramó sangre y sesos calientes sobre el niño que iba aferrado a su pecho.

—¡No! —chilló el padre de Natasha, y esta olió la plata, el hedor a sangre quemándose y carne envenenada, y supo de inmediato que su madre no volvería a levantarse.

La jeringuilla, pensó, se preguntó qué se había inyectado Dan y lo odió por no compartirlo.

Natasha y su padre corrieron hacia la pared de cristal (su padre llevaba a su hijo furibundo bajo un brazo), después dieron la vuelta cuando vieron lo que estaba pasando fuera. El patio se había convertido en un campo de batalla. Los soldados entraban en tropel por la puerta desde el centro de control (a algunos los reconocieron, a un par no), se repartían, disparaban, lanzaban granadas. Seguramente el señor Lobo estaba con ellos, pero Natasha no lo veía. Fuera también, Lane, Sophia y sus hijos eran destellos en el patio, atravesaban como rayos los arbustos, saltaban sobre las zonas pavimentadas, se desdibujaban alrededor de las balas, arrancaban gargantas y vomitaban sangre, rebotaban en los muros y de vez en cuando recibían algún impacto, solo para levantarse otra vez, más fuertes y más furiosos que antes. Natasha vio los manchones de rostros aterrados. Un torso que arrastraba unas entrañas cayó con un chapuzón al estanque. La fuente se volvió roja. Una granada explotó junto a la ventana y dejó una estrella marcada en el cristal; el padre de Natasha la cogió de la mano y la apartó, después la arrastró de nuevo hacia las habitaciones.

—¡Mami! —dijo Natasha, pero sabía que su mami estaba muerta. Se escondieron en la habitación de Natasha, echados junto a la cama. Su padre le había estado dando golpetazos a la puerta, había abierto un agujero en la pared y había hecho saltar el cierre de seguridad. El mecanismo había metido los cuatro pesados cerrojos de la pared en la puerta y había atrapado a los tres berserkers en el interior, así se aseguraban de diferenciarse de Lane y Sophia, y de la huida que era obvio que habían planeado esos dos. Se quedarían allí encerrados hasta que llegaran los soldados a sacarlos. El padre de Natasha lloró, bramó y maldijo como jamás lo había hecho delante de sus hijos. Sus lágrimas eran por su mujer muerta y por su hijo y su hija, nacidos inocentes y sin embargo culpables de tantas cosas por deseo de otros.

—¡Papi, vamos a por ellos! —gorgoteó Peter, el rostro se le estaba distorsionando y enrojeciendo debido al cambio. Pero su padre lo abrazó, lo besó en la frente y sacudió la cabeza.

—No es nuestra lucha —le explicó a su hijo, y más disparos y explosiones se tragaron lo que fuera que dijera a continuación.

Lane se estrelló contra la puerta, chillaba, con las uñas destrozaba la mampostería y arañaba los cerrojos de metal; tiraba, empujaba, retorcía, pero ni siquiera su fuerza de berserker podía doblar el grueso acero. Les gritó a través de la pared, palabras sin sentido.

—¡Natasha! —dijo, y otras cosas, y después la volvió a llamar—. ¡Natasha!

—¿Me quiere a mí, papi? —preguntó la niña, y su padre sacudió la cabeza y cerró los ojos, desesperado. Los golpes y los gritos continuaron hasta que los sustituyeron los disparos y las explosiones. Hubo más luchas y más muertes, y luego se hizo el silencio durante un rato, lo único que se oía eran los sollozos del padre de Natasha y a su hermano pequeño a punto de caer en la rabia. Ella estaba petrificada, y su miedo y la desesperación de su padre impidieron el cambio.

El señor Lobo, con la cara salpicada de sangre medio seca, apoyó la pistola en la nuca del padre de Natasha y apretó el gatillo. La pequeña cerró los ojos con fuerza, intentando por todos los medios no ver lo que había visto, expulsar de su mente la imagen del rostro de su padre abultándose cuando la bala de plata se fundió en su cerebro y vertió su veneno por todo su cuerpo, y aunque su hermano estaba chillando, todavía podía oír la voz del señor Lobo, baja y cargada de amenazas.

—Llevo mucho tiempo esperando para deshacerme de esta escoria.

Los arrastraron por el patio por las piernas, atados con cables de acero, y por mucho que rogaron o gritaron Natasha y Peter, los soldados no los soltaron. La niña vio por qué: los cuerpos de sus camaradas caídos sembraban el suelo, sangrando, desgarrados y todos ellos muertos.

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