Belinda

Belinda


Primera parte » Capítulo 3

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Por la mañana, tan pronto como abrí los ojos, supe que se había ido. Sonaba el teléfono, y mientras intentaba articular palabra al descolgarlo, vi que el camisón estaba en un gancho situado en la puerta del baño.

La que llamaba era Jody y me decía que querían que asistiese a un programa de entrevistas en Los Ángeles. Se trataba de una cadena con cobertura nacional. Pensaban alojarme en el Beverly Hills por supuesto.

—No tengo que ir, ¿verdad?

—Por supuesto que no, Jeremy, pero date cuenta de que te quieren en todas partes. Los representantes de ventas me dicen que quieren que vayas a firmar libros a Chicago y a Boston. ¿Por qué no piensas un poco en ello, y me llamas tú?

—Ahora no, Jody. Todo me sale mal.

—Te estoy hablando de ir en primera clase en el avión y en suites y limusinas todo el tiempo.

—Ya lo sé, Jody. Lo sé y quiero cooperar, pero éste no es el momento adecuado, Jody…

Incluso el botón del cuello del camisón de dormir estaba abrochado. Olía a perfume. Pegado al camisón había un cabello dorado.

En el piso de abajo encontré el cenicero y los platos lavados, y todo apilado en el armario del escurridor. Todo estaba limpio.

Vi que había encontrado el artículo escrito sobre mí en el Bay Bulletin, que se hallaba ahora abierto en la mesa de la cocina. Había una foto mía grande que habían tomado en las escaleras de la biblioteca pública.

TRAS HABER ESCRITO QUINCE LIBROS,

WALKER SIGUE URDIENDO UN HECHIZO MÁGICO

Jeremy Walker, de cuarenta años, metro noventa de estatura y cabello rubio, es un gigante amable entre las pequeñas admiradoras que se agolpan en la sala de lectura para niños de la biblioteca principal de San Francisco. Un hombre que es como un oso de peluche de ojos grises para las entusiastas jovencitas que le atosigan con preguntas sobre cuál es su color favorito, su comida preferida o la película que más le ha gustado. Como personificación de cuánto hay de saludable, él nunca ha dejado de proporcionar a sus lectoras imágenes tradicionales y clásicas, como si los mundos extravagantes de los Dragones y mazmorras y de la La guerra de las galaxias no existiesen…

Cómo se habría reído de todo ello. Tiré la revista a la basura.

No había dejado nada que le perteneciese en casa. Ninguna nota, ninguna dirección escrita o número de teléfono. Lo comprobé y volví a comprobar.

Pero qué había sido de las fotos en blanco y negro que le saqué, ¿estarían todavía en la cámara? Imágenes tradicionales y pasadas de moda. Efectué una llamada para anular una cena de compromiso aquella noche y me fui directo al sótano a trabajar en el cuarto de revelado inmediatamente.

Por la tarde ya tenía buenas copias. Elegí las mejores y las esparcí por las paredes del ático, escogí mis favoritas y las puse en el cable situado frente al caballete. Constituían un lote satisfactorio y tentador.

Ella había tenido razón al decir que no era como las jovencitas que yo empleaba. No lo era. Su cara no acababa de tener la apariencia de moneda sin acuñar que tenían mis modelos. Y sin embargo sus facciones eran convencionalmente lindas y aniñadas.

De hecho se parecía a un fantasma. Ciertamente misteriosa. Quiero decir que sugería una imagen de alguien que no estaba entre las cosas que la rodeaban, alguien que había visto y hecho cosas que los demás ni siquiera conocían.

Precocidad, sí, pudiera ser, pero también un ligero cinismo. Podía verlo ahora en las fotos y en cambio no lo vi cuando se las hacía.

Antes de ponerse el camisón se había duchado. Tenía el cabello suelto y lleno de pequeños zarcillos que en las fotografías mostraban una luminosidad con la cual ella había sabido jugar de manera natural. Se había mostrado extraordinariamente relajada ante la cámara; parecía haber caído en trance mientras le hacía fotos, adaptando ligeramente su postura en la medida que percibía los clics de las tomas y mi mirada sobre ella.

Había un ligero exhibicionismo seductor en torno a ella. Y parecía saber cómo resultaba en fotografía. De vez en cuando me hacía alguna pequeña indicación sobre un cierto ángulo, o sobre la luz. Su actitud, sin embargo, no me resultaba intrusiva. Me dejaba hacer todo lo que yo quería. Casi con seguridad, yo nunca había tenido ningún objeto parecido a ella. No estaba rígida ni adoptaba una pose forzada; parecía adecuarse en el acto a la situación. Y aquello me resultaba especialmente maravilloso y extraño.

La mejor foto era una en que ella se había sentado de lado, en la silla de montar del caballo de feria del salón comedor, con sus tobillos desnudos debajo del dobladillo del camisón. La luz principal la alumbraba desde arriba. También había una buena fotografía de ella en la cama de las cuatro columnas, en la que estaba arrodillada y sentada sobre los pies, con las rodillas separadas.

Agrandé y reproduje estas dos al tamaño de un póster y mantuvieron su calidad.

Otra toma excelente era la del salón comedor, arrodillada junto a la vieja casa de muñecas, con la cara al lado de las torrecillas, las chimeneas y las ventanas con cortinas de brocado; y todo un surtido de juguetes esparcidos a su alrededor.

Yo habría terminado la sesión con esta última foto de los juguetes. Deberíamos haber ido a acostarnos incluso antes de empezar. Hubiera deseado hacer el amor con ella en la misma moqueta del salón comedor, allí mismo, pero no quise asustarla; aunque quizá no lo hubiera hecho de habérselo sugerido. Sin embargo yo sí estaba asustado.

Suponía que las fotos de la escalera, con el candelabro, iban a reproducir a la misma Charlotte. Yo iba por delante de ella, disparando a medida que ella se me acercaba.

La luz era mínima. Realmente allí era como una niña, como una chiquilla que había pintado cientos de veces, excepto que había algo en sus ojos, algo que… Casi no llegamos a la cama.

Llevarla a la cama del dosel era algo demasiado bueno para perdérmelo. Fue perfecto, porque estaba mucho más relajada, menos ansiosa y más dispuesta a que la satisficieran de cuanto lo había estado en el hotel. No creo que la primera vez le hubiera ido realmente bien; ahora sabía que sí había disfrutado. Y fue muy importante para mí. Había deseado que ella tuviera un orgasmo y así fue, a menos que se tratase de una fuera de serie en disimular. De hecho, lo hicimos dos veces. La segunda fue mejor para ella, aunque a mí me dejó completamente agotado y sólo deseaba dormir a continuación, la noche estaba a punto de terminar.

Dormir junto a ella, debo admitirlo, sentirla desnuda en aquella cama casi siempre vacía, la fría cama llena de memorias borrosas de mi infancia en Nueva Orleans… ¡ah!, eso sí que estuvo bien.

La piel de su rostro se veía tersa en la mayoría de las fotografías. No sonreía pero era tierna, receptiva, abierta.

Cuando tuve las fotos colgadas en la pared, empecé a darme verdadera cuenta de cómo era su anatomía: los anchos pómulos, la mandíbula ligeramente cuadrada, la infantil tirantez de la piel en torno a los ojos. No pude ver las pecas en estas fotografías, pero yo sabía que estaban allí.

No era la cara de una mujer. Aun así yo había besado sus pechos, sus pezones, el ahumado vello púbico de su sexo, había sentido sus nalgas con mis manos abiertas. ¡Mmmmmm! Una verdadera mujer.

Pensé en una historia que había oído años atrás en Hollywood.

Fui allí a cerrar un trato para volver a hacer la producción televisiva de una de las novelas de mi madre (mi madre había muerto años atrás), y estaba celebrándolo con mi agente de la Costa Oeste, Clair Clarke, con una comida en el Ma Maison que era nuevo y estaba de moda.

Toda la ciudad hablaba entonces del director de cine polaco Roman Polanski, que había sido arrestado bajo acusaciones de estar saliendo con una menor.

—Bueno, ya conoces el chiste, ¿no? —dijo mi agente—. ¡Tendría trece, pero su cuerpo era el de una niña de seis años!

Me había muerto de risa.

En el caso de Belinda, su cara se asemejaba a la de una niña de seis años.

Me hubiera gustado empezar a pintar a partir de estas fotos; ya me venía toda una serie a la mente, pero estaba demasiado preocupado por ella.

Sabía que volvería, por supuesto que lo haría, tenía que volver aquí. Pero ¿qué le estaría sucediendo ahora? No creo que ningún padre pudiera estar más preocupado por ella de lo que yo lo estaba ahora, incluso aunque conociera su relación conmigo.

Hacia el final de la tarde del sábado ya no podía soportar más. Me fui hacia el barrio de Haight para buscarla.

La ola de calor no había acabado, y la niebla todavía no había aparecido, con lo que yo había bajado la capota de mi viejo MG-TD, y circulaba despacio por las calles que van de Divisadero al parque en ambos sentidos, rastreando entre la multitud: los que iban de compras, los mirones, los vendedores ambulantes y los que paseaban.

La gente dice que el Haight está volviendo a ponerse de moda, que las nuevas boutiques y restaurantes están haciendo resurgir al vecindario que había llegado a ser muy pobre, tras la gran invasión hippie al final de los sesenta; que una nueva era había comenzado. Yo no lo veo. Alguna de las mejores casas victorianas se hallan en esta parte de la ciudad, sí, y cuando las restauran son magníficas, y es cierto que algunas tiendas de ropa de moda, jugueterías y librerías están trayendo el dinero.

Pero todavía hay barras en las ventanas de las fachadas. Los drogados y los idos todavía se paran en las esquinas y sueltan obscenidades. Gente hambrienta y peligrosa ronda las entradas de las casas y ocupa las escaleras de acceso. Las paredes están llenas de insípidos graffiti. Y los jóvenes que se amontonan en los cafés y heladerías van vestidos con trapos de tiendas baratas, frecuentemente sucios y desaliñados. Incluso estos lugares tienen una apariencia desolada. Las mesas están grasientas. No hay calefacción. Se mire hacia donde se mire, todavía se aprecia la evidencia de las dificultades y de la negligencia.

El lugar es interesante, puedo admitirlo. Pero no hay vitalidad alguna que lo haga hospitalario.

Y en cierto modo nunca lo ha sido.

En los tiempos en que yo tuve mi primer estudio de pintura en el Haight, antes de que la generación de las flores lo inundara, ésta era una parte de la ciudad fría e inhóspita. Los comerciantes no daban conversación. Nunca llegabas a conocer a tus vecinos. Los bares eran peligrosos. El vecindario estaba constituido por gente que alquilaba los pisos a propietarios que vivían fuera de la ciudad.

El Castro District del centro, en el que por fin me afinqué, era un lugar totalmente distinto. El Castro siempre había tenido un ambiente de ciudad pequeña, donde las familias que lo habitaban poseían sus casas desde hacía al menos cien años. Y la afluencia de mujeres y hombres homosexuales que se ha producido en años recientes ha constituido sólo una comunidad más dentro de las existentes. En el Castro prevalece cierta melosidad, un ambiente de gente que quiere conocerse entre sí. Y por supuesto hay calor, está el sol.

La niebla que día a día cubre San Francisco muere habitualmente en lo alto de Twin Peaks, encima del Castro. Puede suceder que llegues de algún lugar próximo, con frío, y te encuentres en casa bajo un cielo azul.

Resulta difícil decir lo que el Haight llegará a ser. Escritores, artistas y estudiantes todavía lo habitan, buscando en él los alquileres bajos, las lecturas de poesía, las tiendas económicas y las librerías. Tiene un montón de tiendas de libros. Y puede ser divertido rondar por el barrio los sábados por la tarde.

Si no vas buscando a una joven fugitiva, se convierte en la jungla. Cualquier vagabundo es un violador o proxeneta en potencia.

No la encontré. Aparqué el coche, cené en uno de los miserables y pequeños cafés —comida fría, servicio indiferente, una chica con morados en la cara hablando consigo misma en un rincón— y di una vuelta. No me decidí a enseñar las fotografías que de ella tenía a las jovencitas que vi, ni les pregunté si la habían visto. No me sentí con derecho a hacerlo.

Cuando volví a casa, me di cuenta de que pintarla era el mejor modo de apartar mi mente de ella. Me dirigí a la buhardilla, contemplé las fotografías y me puse a trabajar en un cuadro a escala real inmediatamente. Belinda en el caballo de tiovivo.

A diferencia de otros artistas, yo no preparo mis pigmentos. Compro el mejor material disponible en los comercios y utilizo la pintura tal como sale del tubo, puesto que suele llevar la cantidad suficiente de óleo. Añado un poco de trementina para diluir cuando lo necesito, pero no mucha. Me gusta la pintura espesa. Me gusta que lo pintado quede denso y húmedo, y al mismo tiempo que la pintura pueda correrse cuando yo quiero. En lo que se refiere a las telas, trabajo casi exclusivamente en tamaños grandes, sólo utilizo algunas más pequeñas para pintar en el parque o en el patio. Las hago tensar e imprimar por encargo. Siempre tengo un buen número de ellas a mano, porque a menudo trabajo en más de un proyecto.

Así que ponerme a trabajar en una pintura a escala real me hizo preparar una paleta completa de colores terrosos: ocre amarillo, siena tostada, tierra sombra natural, rojo indio y rojo de Venecia; y alcanzar uno de los cien pinceles que tengo a punto. Había pensado esbozar un poco al principio, pero probablemente no lo haría. Trabajaría alla prima, pintándolo todo al mismo tiempo, cubriendo por completo la superficie en cuestión de unas horas.

Representar algo tal como se ve me resulta automático. Incluso antes de saber qué hacer con ello, aprendí a resolver la perspectiva, el equilibro y la ilusión del espacio tridimensional. Me fue posible dibujar lo que veía desde los ocho años. A los dieciséis ya podía pintar un buen retrato al óleo de un amigo en una tarde o cubrir, con verdadero realismo, una tela de metro y pico por dos metros con caballos, vaqueros y tierra de labor, todo ello en una noche.

La rapidez siempre ha sido crucial. Quiero decir que trabajo mejor, en todos sentidos, cuando lo hago rápido. Si me paro a pensar en cómo me está quedando un tranvía abarrotado de gente que desciende la colina bajo árboles agitados por el viento podría quedarme bloqueado, perder el nervio, por decirlo de algún modo. Así que me sumerjo. Ejecuto. Y en una hora y media, ya está: tranvía resuelto.

Y si luego no me gusta, lo tiro. En mi caso el tiempo iguala el rendimiento. Y uno de los signos más claros de que estoy haciendo algo mal, de que estoy en el camino equivocado creativamente hablando, es que tarde demasiado tiempo en terminar algo.

Un profesor de arte que había tenido, un pintor frustrado que veneraba las telas más abstractas de Mondrian y Hans Hofmann, me dijo que debería romperme la mano derecha. O bien que debería comenzar a pintar sólo con mi mano izquierda.

No le escuché. Por lo que a mí respecta aquello era como decirle a un joven cantante con un timbre perfecto que aprendiera a cantar en tono bajo para darle a su voz el sentimiento adecuado. No lo consigue.

Como todo artista figurativo, yo creo en la elocuencia de la imagen reproducida con precisión. Creo en esa habilidad fundamental. La sabiduría y la magia de un trabajo provienen de mil elecciones no articuladas que tienen que ver con la composición, la luz y el color. La reproducción minuciosa no hace que el cuadro pierda vida. Pensar eso es estúpido. En mi caso lo misterioso es inevitable.

Incluso con mi habilidad manual, nadie me ha llamado anodino o estático. Al contrario, se me ha etiquetado de grotesco, barroco, romántico, surrealista, excesivo, inflado, insano, inflamado y desde luego, aunque yo no quise admitirlo con Belinda, mucha gente me ha llamado siniestro y erótico. Pero jamás estático, nunca sobrexperimentado.

Pues bien. Me lancé. Me puse a abarcarla toda, sus espesos cabellos dorados, su camisón blanco, sus preciosos piececitos asomando bajo el mismo y las grandes capas de resplandor ambarino rodeándola y envolviéndola, y me estaba saliendo bien; resolver el caballo fue tan magnífico como siempre, y su manita…

Sucedió algo completamente inesperado.

Quería pintarla desnuda.

Pensé en ello durante unos momentos. ¿Qué significado tenía que ella estuviera sentada en aquel encantador juguete vestida con un camisón blanco de franela? ¿Qué demonios estaba haciendo ella allí? No se trataba de Charlotte. Hasta ese momento era una pintura perfecta. De hecho era más que perfecta, y al mismo tiempo todo estaba mal. Era una desviación.

Bajé la tela del caballete. No. No a ella.

Y entonces, sin pensarlo mucho, di la vuelta a las telas de Angelica que preparaba para el nuevo libro. Me reí cuando me di cuenta de lo que estaba haciendo.

—No mires, Angelica —dije—. De hecho, ¿por qué no haces las maletas y te largas, querida? Vete con la Rainbow Productions a Hollywood.

Miré a mi alrededor.

No era en absoluto necesario dar la vuelta a las otras telas. Aquéllas eran las grotescas, sobre las que los reporteros siempre me preguntaban pero que nadie ha visto nunca, ni en los libros ni en galería alguna.

No tenían nada que ver con el trabajo mío publicado ni con las imágenes. Sin embargo las había estado haciendo durante años: cuadros de mi vieja casa de Nueva Orleans y del Garden District en el que se hallaba, mansiones languidecientes, seres abandonados en habitaciones con el papel de las paredes despegándose y con el yeso caído, paisajes frecuentados por ratas gigantes y cucarachas. Todas ellas me causaban un cierto vértigo. Quiero decir que más bien me gustaba ver a mis amigos boquiabiertos cuando venían. Es infantil.

Por supuesto que la lozanía de Nueva Orleans se encuentra en todo lo que hago. Los setos de hilo de alambre siempre están ahí, las flores amedrentando con su profusión, los cielos violeta de Nueva Orleans transparentes a través de la maraña de ramas llenas de hojas.

Pero en estas pinturas secretas los jardines son verdaderas junglas y las ratas e insectos son gigantes. Escudriñan a través de las ventanas. Merodean por las chimeneas cubiertas de enredaderas. Vagan entre los estrechos pasajes como túneles, bajo los robles.

Estos cuadros son deslucidos y oscuros, y el rojo empleado en ellos es siempre del color de la sangre, casi una mancha. El truco consiste en no utilizar nunca el color negro puro puesto que en realidad ya son muy negros.

Realizo estos cuadros en determinados estados de ánimo, y el pintarlos me hace sentir como ir en mi coche a ciento sesenta kilómetros por hora. Voy al doble de mi pasmosa velocidad habitual.

A causa de ellos, mis amigos me toman el pelo a menudo.

—Jeremy se ha ido a casa a pintar ratas.

—El nuevo libro de Jeremy se llamará Las ratas de Angelica.

—No, no, no, se llamará Las ratas de Bettina.

La rata del sábado por la mañana.

Clair Clarke, mi agente de la Costa Oeste, subió una vez al estudio, vio las ratas y dijo:

—¡Dios mío! No creo que podamos vender los derechos para hacer una película con éstas, ¿no crees? —Y volvió al piso de abajo inmediatamente.

Rhinegold, mi representante, las contempló todas una tarde y me dijo que quería al menos cinco de ellas para exhibir de inmediato. Deseaba tres para Nueva York y dos para Berlín. Se había mostrado muy entusiasmado.

Aunque nada replicó cuando le dije que no.

—No creo que tengan sentido suficiente —expliqué.

Se produjo un largo silencio y a continuación inclinó la cabeza.

—Cuando empieces a hacer que tengan el suficiente sentido, me llamas.

Nunca han comenzado a tener el sentido necesario. Han seguido siendo fragmentos, que pinto con una hilaridad vengativa. Aun así, siempre he sabido que estos cuadros tienen una belleza desconcertante. Y sin embargo la falta de sentido en ellos me parece inmoral, de una horripilante inmoralidad.

Mis libros, incluso teniendo en cuenta sus limitaciones, tienen sentido y son morales. Son un asunto completo.

Eso se pierden las pinturas de ratas y cucarachas.

No me preocupé en darles la vuelta cuando comencé a pintar a Belinda desnuda en el caballo de tiovivo. Ello tampoco se debía a que creyese que pintarla desnuda fuese inmoral.

No, no pensé nada parecido. Todavía podía oler su dulce femineidad en las puntas de mis dedos. Ella lo era todo desnuda, y era dulce y hacía que me sintiera bien en aquel momento. Ella no era inmoral y tampoco esto lo era, estaba lejos de serlo.

Tampoco tenía nada que ver con los cuadros de ratas y cucarachas. Pero algo estaba pasando, algo que me confundía y era peligroso, de algún modo era malo para Angelica.

Me detuve y reflexioné sobre ello por un momento. El sentimiento más loco me recorrió el cuerpo, y vaya cómo me gustaba. Me estaba gustando mucho aquel sentimiento, aquella sensación de peligro. Estuve pensando en ello un buen rato, pero no importaba. No había que analizar.

Por ahora, deseaba captar una característica muy específica de Belinda: la facilidad con que había venido a la cama conmigo, la franqueza con la que ella lo había disfrutado. Ésta era la razón de la desnudez. Y la franqueza y facilidad le proporcionaban poder.

Ella no debe preocuparse nunca por estas pinturas porque nadie va a verlas. Tenía que asegurarme de decírselo. Vaya risa el pensar lo que le sucedería a mi carrera si alguien las viera, ¡uf!, demasiado ridículo; pero no, no sucedería nunca.

Reproduje su cara de nuevo sin esfuerzo a partir de las líneas y las proporciones de la fotografía. Y estaba trabajando a doble velocidad como me sucedía cuando pintaba las telas oscuras. Todo hacía que me sintiera muy bien. Estaba haciendo más y más pinturas cremosas, densas y brillantes; el parecido con ella era deslumbrante y mi pincel corría resolviendo detalles, y toda aquella habilidad surgía sin el menor obstáculo por parte de mi conciencia.

Por supuesto, sólo tenía mi memoria como referencia para reproducir su cuerpo, pechos un poco grandes para un marco pequeño como el suyo, los pezones pequeños, suavemente rosados, y escaso vello púbico, de tamaño no mayor que un discreto triángulo y un color como de humo. Tenía que haber inexactitudes. Pero la cara era el quid; la cara sostenía el carácter. Mientras pensaba cómo me había sentido al acariciarlas y besarlas, revisaba las líneas descendentes de sus hombros desnudos y la curva pronunciada de sus pantorrillas.

Me estaba saliendo muy bien.

Hacia las doce de la noche casi había completado una tela gigante con ella y el caballo, y estaba tan agotado que ya no podría pintar más si no tomaba un café, fumaba un cigarrillo y me movía un poco. Añadí los últimos detalles hacia las dos de la madrugada. El caballo entonces había quedado tan bien como ella. Había conseguido resolver la crin tallada, los ollares acampanados, las bridas con las joyas engarzadas y la pintura dorada que se desconchaba.

Lo había terminado, estaba acabado. Y era más real que cualquier pintura que hubiera hecho nunca; la forma en que estaba sentada bajo una suave luz de bronce a lo Rembrandt, alucinantemente vital y sin embargo estilizada con sutileza por la constante atención a todos los detalles, daba fe de ello.

Aunque ella hubiera venido en aquel momento a posar desnuda para mí, no hubiera cambiado nada del cuadro. Estaba muy bien. Era Belinda —la jovencita que había hecho el amor conmigo dos veces, aparentemente porque le apetecía— quien estaba sentada allí, desnuda, mirándome fijamente y ¿preguntándome qué?

«¿Por qué te sientes tan culpable de acariciarme?»

Porque te estoy utilizando, querida. Porque un artista lo utiliza todo.

La tarde siguiente, al volver de mi ronda en coche por el Haight, había una nota suya en el buzón del correo.

«He venido y me he ido. Belinda».

Por primera vez en toda mi vida casi doy un puñetazo a la pared. Inmediatamente puse las llaves de casa en un sobre, escribí su nombre en él y lo dejé en el buzón. Ella tendría que encontrarlo. Alguna otra persona podía encontrarlo, por supuesto, y saquear la casa, pero no me importaba lo más mínimo. Había un cerrojo con llave en el estudio de la buhardilla, donde estaban las pinturas, y otro en el sótano. Por lo que respecta al resto, muñecas y todo, por mí podían llevárselo.

Cuando hacia las nueve no había vuelto ni había llamado, comencé a trabajar de nuevo.

En esta ocasión ella estaba arrodillada y desnuda junto a la casa de muñecas. La pintaba un poco a ella y luego la casa. Reproducir el techo entejado de la buhardilla, las ostentosas ventanas y las cortinas de blonda, me ocupó mucho tiempo, como de costumbre. Pero eran tan importantes como ella. Asimismo, todo lo que se hallaba a su alrededor debía ser reproducido, hasta el mismo fondo con los juguetes llenos de polvo, el borde del sofá de terciopelo y el papel floreado de las paredes.

Cuando la luz de la mañana se filtraba ya por las ventanas, terminé. Rasqué la fecha en la húmeda pintura al óleo con el cuchillo de paleta, susurré: «Belinda» y me quedé dormido allí mismo en el catre bajo el ardiente sol de la mañana, demasiado cansado para hacer otra cosa que no fuera cubrirme la cabeza con el almohadón.

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