Belinda

Belinda


Tercera parte » Capítulo 5

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Recordé que años atrás, siendo niño en Nueva Orleans, cuando bajé a desayunar le conté a mi madre, que todavía no estaba enferma, un sueño semejante.

—Es un sueño de nuevos descubrimientos —me dijo ella—, de nuevas posibilidades. Un sueño maravilloso.

La noche antes de mi partida de Nueva Orleans con todos los cuadros de Belinda, la última noche que dormí en la habitación de mi madre antes de venir a San Francisco, tuve el mismo sueño por segunda vez en mi vida. Me desperté a causa del golpeteo de la lluvia contra las ventanas. Había tenido la sensación de que mi madre se hallaba junto a mí, volvía a decirme que era un sueño maravilloso. Ésa fue la única ocasión en que percibí la presencia de mi madre en aquella casa desde mi regreso.

Imaginé un montón de cuadros en ese momento, cuadros completos que yo iba a hacer en cuanto Belinda y yo estuviésemos de nuevo juntos. Los sentía de una manera íntima y maravillosa, se trataba de una nueva serie de escenas que nacían a la vida de manera natural, como si no fuera posible impedirlo.

Las telas eran enormes y magníficas, como las habitaciones que había visto en el sueño. Representaban los paisajes y la gente de mi infancia, y tenían el poder y la cualidad de ser cuadros históricos, aunque no lo eran. «Pinturas de la memoria», me dije a mí mismo la última noche en Nueva Orleans, saliendo al porche y dejando que la lluvia me limpiase. La atmósfera de las viejas calles irlandesas del canal volvió a mi mente, Belinda y yo paseábamos, la enorme extensión del río de pronto se hallaba a mis pies.

En estas pinturas podía ver las antiguas iglesias parroquiales, y también la gente que vivía en las viejas calles.

La procesión de mayo había de ser el primero de estos cuadros, eso era muy cierto, con todos los niños de blanco, las mujeres con vestidos floreados y sombreros de paja negra caminando por las aceras con sus rosarios, y las estrechas casitas alineadas detrás de ellas con sus vivaces aleros. Mamá también podría salir en este cuadro. Sería una gran pintura, intensa, que representaría a la muchedumbre; quitaría la respiración por ser tan grotesca. Las caras de la gente normal que yo había conocido reflejarían su antigua brutalidad, el conjunto sería recargado y sórdido, sin dejar de ser tierno por el detalle de las manos de las niñas con sus rosarios de perlas y sus blondas. Mamá también llevaría sus guantes negros y su rosario. El cielo sería rojo como la sangre, desde luego, como lo había sido con tanta frecuencia sobre el río; también es probable que cayese la lluvia intempestiva, con un sesgo plateado, desde las nubes que descendían.

El segundo cuadro se llamaría

El martes de carnaval. Y allí mismo, en San Francisco, estirado en el suelo como estaba, podía verlo con total claridad, igual que lo había visto aquella noche tormentosa en la casa de Nueva Orleans. Los hombres empujaban las enormes y brillantes carrozas de cartón piedra bajo las ramas de los árboles, y los portadores de las antorchas iban borrachos y bailaban al ritmo de los tambores, sin dejar de beber de los frascos de sus bolsillos. Una de las antorchas había caído sobre una carroza atestada de juerguistas vestidos de satén. El fuego y el humo se elevaban cual reproducción gráfica de un rugido que saliese de una enorme boca.

La luz de la mañana empezaba a ser más luminosa sobre San Francisco, pero como la niebla todavía era muy espesa, el color gris circundaba las ventanas del estudio. Todo estaba bañado por una luz fría y luminosa. Los viejos cuadros de ratas y cucarachas parecían ventanas oscuras que daban a otro mundo.

Me dolía el alma y también el corazón. Y sin embargo sentía un enorme bienestar, una felicidad que emanaba de los cuadros que todavía tenía que hacer. Deseaba con todas mis fuerzas volver a pintar. Me miré las manos. Hacía varios días que no pintaba y no quedaba en ellas ningún resto de pintura. Los pinceles estaban esperando y aquella luz invitadora seguía filtrándose hacia el interior.

—¿Pero qué sentido tiene todo esto sin ti, Belinda? —susurré—. ¿Dónde estás, amor mío? ¿Estás furiosa y no deseas perdonar, o es que no puedes contactar conmigo por culpa de las llamadas que bloquean la línea? La comunión, Belinda. Vuelve a mi lado.

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