Belinda

Belinda


Primera parte » Capítulo 1

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Lo primero que me vino a la mente cuando la vi en la librería fue: «¿Quién será?» Jody, la publicista, la señaló y me dijo:

—Mira allí tienes una admiradora entusiasta. —Y añadió—: La rubita.

Rubio era ciertamente el cabello que le caía sobre los hombros. Pero ¿quién era ella en realidad?

Pensé fotografiarla, pintarla, tocar sus sedosos muslos desnudos bajo la cortita falda plisada de colegio católico. Sí, pensé en todo eso, debo admitirlo. Hubiera querido besarla, saber si su piel era tan suave como me parecía en aquel momento, como la de un bebé.

Sí, estaba allí desde el principio, me di cuenta en cuanto me miró con una sonrisa incitante y llena de experiencia que hizo que sus ojos fueran, por un momento, los de una mujer.

Llevaba zapatos planos y con cordones, bolso colgado al hombro y calcetines blancos que le cubrían la pantorrilla. Tenía que ser una alumna de colegio privado, arrastrada por la cola que se formaba fuera de la librería, mientras trataba de ver qué estaba sucediendo.

Sin embargo, algo extraño en ella me hacía suponer que debía tratarse de «alguien». No era su porte necesariamente, ni la manera en que estaba de pie con los brazos cruzados, mirando con tranquilidad cuanto sucedía en la presentación del libro. La juventud de hoy día parece haber heredado ese aire, que es tan enemigo suyo como lo fue la ignorancia de mi generación.

A pesar de la arrugada blusa estilo Peter Pan que llevaba y del jersey anudado con desenvoltura en torno a los hombros, ella tenía un resplandor que hacía que pareciese recién salida de Hollywood. Su piel estaba demasiado homogéneamente dorada por el sol (habida cuenta de sus sedosos muslos y de que llevaba una falda muy corta) y su cabello largo y suelto era casi del color del platino. Se había aplicado lápiz de labios con mucho cuidado, y muy probablemente con la ayuda de un pincel. Todo ello hacía que sus ropas escolares se convirtieran en una especie de disfraz elegido con esmero.

Podía muy bien haber sido una niña actriz, desde luego, o una modelo de las que yo había fotografiado a menudo y que podían comercializar su imagen juvenil hasta los veinticinco o los treinta años. Ciertamente no le faltaba belleza. Tenía los labios carnosos, algo fruncidos, como los de un niño de pecho. Tenía la imagen perfecta. Dios mío, era preciosa.

Sin embargo, esta observación tampoco me parecía correcta. De cualquier manera ella se me antojaba demasiado mayor para ser una de las pequeñas lectoras de mis libros que, acompañadas de sus madres, se agolpaban ahora a mi alrededor. Aun así, no tenía la sensación de que fuese lo bastante mayor para formar parte de mis fieles lectoras adultas, que con suaves y avergonzadas disculpas seguían comprando todas mis nuevas obras.

No, ella no encajaba bien allí. Y a mí, bajo la suave iluminación eléctrica que a la luz del día reinaba en la abarrotada librería, me parecía estar viendo a un ser imaginario, una alucinación.

Parecía haber algo inmaterial en ello, y sin embargo ella era muy real, quizá más de lo que yo lo haya sido nunca.

Me obligué a mí mismo a no mirarla fijamente. Tenía que seguir escribiendo en los ejemplares de

En busca de Bettina, según me los iban dejando a mano las chiquillas con las caritas levantadas.

«Para Rosalind, la del precioso nombre», «Para Brenda, la de las lindísimas trenzas» o «Para la bonita Dorothy, con mis mejores deseos».

—¿Es cierto que usted también escribe los diálogos de las historias?

Sí, claro.

—¿Hará usted más libros sobre Bettina?

Lo intentaré. Pero éste es el séptimo. ¿Acaso no son suficientes? ¿Qué crees tú?

—¿Bettina es una chica real?

Lo es para mí, ¿y para ti?

—¿Hace usted también los dibujos del programa del sábado por la mañana de Charlotte?

No, los hace la gente de televisión. Aunque deben esmerarse en hacerlos iguales a los míos.

Hacía mucho calor para ser San Francisco, aun así la cola llegaba hasta la puerta y, según me comentaron, incluso hasta la esquina. En San Francisco nadie está preparado para el calor. Me volví para ver si ella seguía en el mismo lugar. Sí, allí estaba. Y de nuevo sonrió de aquella manera reservada que no admitía discusión.

Venga, Jeremy, pon atención en lo que estás haciendo, no defraudes a todo el mundo. Dedícale una sonrisa a cada una. Escúchalas.

Aparecieron dos niñas más, salidas del colegio; llevaban pintura al óleo en las sudaderas y en los tejanos, y traían el enorme libro

El mundo de Jeremy Walker, que había sido publicado en Navidad.

Cada vez que veía el ostentoso volumen me sentía confuso, pero ¡cuánto había significado! Un gran testimonio, después de tantos años, cuyo contenido no sólo estaba repleto de soberbias comparaciones con Rousseau, Dalí y hasta con Monet, sino también lleno de análisis mareantes.

«Desde el principio el trabajo de Walker ha trascendido la mera ilustración. Aunque sus pequeñas protagonistas sugieren en un primer momento la dulzura sacarosa de Kate Greenaway, el complejo entorno en que se hallan las hace tan originales como el desasosiego que producen».

Hacer que alguien pague cincuenta dólares por un libro me parece obsceno.

—Sabía que era usted un artista desde que tenía cuatro años…, solía recortar las páginas de sus dibujos, las enmarcarba y las colgaba en la pared.

—Gracias.

—Valen cada penique que he pagado. Vi su obra en la Rhinegold Gallery de Nueva York.

Sí, Rhinegold siempre ha sido bueno conmigo, hacía exposiciones de mi trabajo cuando todo el mundo decía que yo no pasaba de ser un autor para niñas. El bueno de Rhinegold.

—Cuando el Museo de Arte Moderno esté dispuesto a admitir…

Es el viejo dicho, ya se sabe. Cuando haya muerto. (No hay que mencionar el trabajo expuesto en el Centre Pompidou de París. Eso sería demasiado arrogante).

—Quiero decir que vaya porquerías consideran ellos que son trabajos serios. ¿Ha visto usted?

Sí, porquerías, tú lo has dicho.

No dejes que se vayan con la idea de que no soy como esperaban que fuera, haz como si no hubieras oído lo que murmuraban sobre «sensualidad velada» y «luz y sombra». Esto refuerza el ego, no cabe duda. Todos los actos de firma de libros lo hacen. Aunque también sea un purgatorio.

Se acercó otra madre joven con dos copias ajadas de ediciones antiguas. A veces he acabado firmando más ejemplares de viejas ediciones que de la recientemente aparecida y bien dispuesta en pilas sobre las mesas de la entrada.

Naturalmente, cada vez me llevo a toda esa gente metida en la cabeza cuando me voy a casa, la tengo presente en el estudio en cuanto cojo el pincel. Están tan presentes como las paredes.

Las quiero. Sin embargo, tenerlas frente a frente me resulta siempre muy penoso. Prefiero leer las cartas que me llegan de Nueva York en dos paquetes cada semana y mecanografiar cuidadosamente las respuestas en soledad.

Querida Ginny:

Sí, todos los juguetes que aparecen en las escenas de la casa de Bettina se hallan en la mía, es cierto. Y las muñecas que dibujo son antiguas, aunque los viejos trenes Lionel pueden comprarse todavía en muchas tiendas. Quizá tu madre puede ayudarte a encontrarlos, etc.

—No podía irme a dormir a menos que ella estuviera leyéndome Bettina.

Gracias, sí, gracias. No sabes cuánto significa para mí oírte decir eso.

El calor ya estaba resultando insoportable. Jody, la bonita publicista de Nueva York, me susurró al oído:

—Dos libros más y se habrán agotado.

—¿Quieres decir que ya puedo emborracharme?

Se oyó una sonrisa reprensora. A mi lado, una jovencita de cabellos negros me miraba con una expresión de lo más transparente; tanto podía ser de miedo como de vacío. Jody me pellizcó el brazo.

—Sólo era una broma, querida. ¿Te he dedicado ya el libro?

—Jeremy Walker nunca bebe —dijo la madre, que estaba a su lado, con una sonrisa irónica pero franca. Se oyeron más risas.

—¡Se han agotado los libros! —indicó el dependiente haciendo un gesto con las manos—. ¡Agotados!

—¡Vámonos! —dijo Jody, cogiéndome del brazo con fuerza. Y acercando sus labios a mi oído, añadió—: Para tu información han sido mil ejemplares.

Otro empleado se ofreció para ir a la esquina a por más ejemplares, a Doubleday; de hecho, ya estaba alguien llamándole.

Me di la vuelta. ¿Dónde estaba mi chica rubia? La tienda iba quedándose vacía.

—Diles que no lo hagan, que no traigan más libros. No puedo firmar ninguno más.

La rubita se había ido. Pero yo no la había visto moverse de su sitio. Me vi escudriñando el lugar, buscando un parche de tartán en la muchedumbre, el sedoso cabello del color del maíz. Nada.

Con mucho tacto, Jody estaba diciendo a los dependientes que íbamos a llegar tarde a la fiesta del editor en el Saint Francis. (Se trataba de la gran fiesta que daba la American Booksellers Association en honor de la editorial). No podíamos llegar tarde.

—La fiesta…, había olvidado que teníamos que asistir —dije. Hubiese deseado aflojarme la corbata pero no lo hice. Cada vez que se publicaba uno de mis libros, me juraba a mí mismo que asistiría a firmarlos vestido con un suéter y con el cuello de la camisa desabrochado, y que por supuesto gustaría igual a todo el mundo, pero nunca me decidía a hacerlo. Así que ahora me hallaba atrapado en medio de una ola de calor con mi chaqueta de paño de lana y mis pantalones de franela.

—¡Se trata de la fiesta en la que puedes emborracharte! —susurró Jody, mientras me empujaba hacia la puerta—. ¿De qué te quejas?

Cerré los ojos durante unas décimas de segundo tratando de visualizar a la muchacha rubia tal como era: con los brazos cruzados y apoyada en el mostrador de los libros. ¿Había estado masticando chicle? Recuerdo sus labios rosados, del color de los caramelos de fresa.

—¿Es necesario ir a la fiesta?

—Oye, mira, habrá muchos otros autores en ella.

Lo cual significaba que estaría Alex Clementine, el autor y también estrella de cine de esta temporada (y mi gran amigo), así como Ursula Hall, la reina de los libros de cocina, y también Evan Dandrich, el autor de novelas de espionaje. Es decir, los supervendedores. Los pequeños autores respetables y los que escribían cuentos cortos no aparecerían por ningún lado.

—Puedes limitarte a estar.

—¡A estar yéndome a mi casa, por ejemplo!

Fuera era mucho peor, el olor de la gran ciudad se elevaba desde las aceras de un modo poco habitual en San Francisco, y un cierto aire viciado soplaba entre los edificios.

—Podrías hacerlo incluso dormido —comentó Jody—. Son los mismos reporteros de siempre, los mismos columnistas.

—¿Entonces por qué asistir siquiera? —pregunté. Aunque conocía bien la respuesta.

Llevaba diez años colaborando con Jody en ese tipo de asuntos.

Habíamos pasado de aquellos primeros tiempos, en los que prácticamente nadie quería entrevistar a un autor de libros para niños y hacer promoción significaba una o dos dedicatorias en alguna tienda infantil, a la locura de las últimas presentaciones, en que cada libro aparecido traía consigo peticiones de entrevistas en programas de televisión y radio, charlas sobre las películas de dibujos animados en producción, artículos intelectuales en las revistas; y la pregunta incansablemente repetida: ¿Cómo se siente al tener libros infantiles en las listas de los libros más vendidos para adultos?

Jody siempre había trabajado mucho, al principio obteniendo publicidad y ahora tratando de protegerme de ella. No estaría bien desaparecer si ella deseaba que asistiera a esa fiesta.

Atravesamos la Union Square con su sucio asfalto, sorteando los acostumbrados grupitos de turistas y vagos, bajo un cielo de luminiscencia descolorida.

—Ni siquiera tienes que hablar —dijo ella—. Sonríe y deja que coman y se tomen sus copas. Tú siéntate en un sofá. Tienes los dedos manchados de tinta. ¿Has oído hablar alguna vez de los bolígrafos?

—Querida mía, le estás hablando a un artista.

Me asaltó un sentimiento de tristeza y de pánico a la vez cuando volví a pensar en la chica rubia. Si pudiera ir a mi casa ahora, probablemente podría pintarla o por lo menos trazar un esbozo antes de que los detalles desaparezcan como por encantamiento. Había algo en su nariz, su naricita respingona, y en la forma de sus labios llenos y pequeños. Tal vez serían así durante toda su vida, y bien pronto llegaría a odiarlos, pues sin duda ansiaba parecer una mujer hecha y derecha.

¿Pero quién era ella? Como si hubiera una respuesta concreta, me hacía de nuevo la pregunta. Era posible que la fascinación tan fuerte que emanaba crease siempre una sensación de reconocimiento. Alguien que debía conocer, con quien debía de haber soñado o de quien siempre había estado enamorado.

—Estoy muy cansado —comenté—. Será este maldito calor, no pensé que acabaría cansándome tanto.

La verdad es que me sentía agotado, incapaz de sonreír y deseoso de cerrarle sencillamente la puerta a todo.

—Bueno, pues deja que los demás sean el centro de atención. Ya conoces a Alex Clementine. Mantendrá a todo el mundo hipnotizado.

Sí, es bueno que Alex esté allí. Y todo el mundo ha dicho que la historia que ha escrito sobre la vida en Tinseltown es maravillosa. Desearía poder apartarme de todos e irme con Alex, encontrar un rincón en el bar y respirar tranquilo, pero a Alex le gustan mucho estas fiestas.

—Quizá tenga una segunda oportunidad.

Según avanzábamos hacia Powell Street una bandada de palomas se lanzó en nuestra dirección. Un hombre que llevaba muletas quería dinero suelto. Una especie de mujer fantasma llevaba un ridículo casco plateado con las alas de Mercurio y cantaba suavemente una espantosa canción con un amplificador casero. Alcé la mirada y vi el viejo edificio del hotel, siniestro e impasible, con su fachada gris como el carbón y sus torres elevándose con toda limpieza por detrás.

Me vino a la memoria una especie de vieja historia de Hollywood que me había contado Alex Clementine sobre el actor de cine mudo Fatty Arbuckle, que había lastimado a una jovencita en este hotel: un escándalo de alcoba que sucedió en un tiempo anterior al nuestro y que arruinó la carrera de aquel hombre. En este momento, Alex debía de estar contando esa historia unos pisos más arriba. Seguro que no dejaría pasar la oportunidad de hacerlo.

Un trolebús abarrotado pitó a los taxis que estaban interfiriendo en su camino y nosotros atravesamos precipitadamente la calle por delante de él.

—Jeremy, sabes que puedes estirarte durante unos minutos, descansar los pies y cerrar los ojos, entre tanto yo te llevaré un poco de café. De hecho hay una habitación disponible allí arriba, la

suite presidencial.

—De modo que puedo dormir en la cama del presidente —le dirigí una sonrisa—. Creo que te haré caso.

Me gustaría haber captado el modo en que su rubio cabello bajaba hacia los hombros formando un triángulo de bucles. Creo que en parte lo llevaba recogido atrás, aunque tenía muy buena caída y espesor. Estoy convencido de que ella creía que era demasiado rizado y eso es lo que me habría respondido si yo le hubiese dicho lo bonito que lo tenía. Aunque todo aquello se refería a la apariencia. ¿Qué decir de la tormenta en mi corazón cuando vi su mirada? Con tantas caras vacías a derecha e izquierda, vislumbré un hogar en aquellos ojos. ¿Cómo podría yo reproducir eso?

—Una buena siesta presidencial y te sentirás perfectamente para la cena.

—¿Cena? ¡No me hablaste de ninguna cena!

Me dolía el hombro. Y también la mano. Había dedicado mil libros. Estaba mintiendo y lo sabía muy bien. Se me había avisado de todo.

Fuimos tragados por la dorada penumbra del vestíbulo del Saint Francis y alcancé a oír el inevitable ruido de la muchedumbre mezclándose con los débiles compases de una orquesta. Enormes columnas graníticas se remontaban hasta sus capiteles corintios. Se oía la porcelana y la plata. Se percibía el aroma de un recipiente lleno de flores caras. Todo parecía moverse, los dibujos de la moqueta incluidos.

—No me hagas eso —me estaba diciendo Jody—. Le diré a todo el mundo que estás molido, yo hablaré por los dos.

—Sí, cuéntalo todo tú, sea lo que sea.

¿Y no hay nada nuevo que contar? ¿Cuántas semanas lleva ya el libro en la lista de superventas del

New York Times? ¿Es cierto que yo tengo una buhardilla llena de pinturas que nadie ha visto nunca? ¿Habrá pronto alguna exhibición en un museo? ¿Qué me dices de las dos obras expuestas en el Centre Pompidou? ¿Me apreciaban más los franceses que los americanos? Y por supuesto habría que hablar del enorme libro publicado sobre mi obra, así como de las diferencias entre el programa matinal del sábado de Charlotte y las películas animadas que probablemente iban a realizarse en Disney. Y sin duda harían la pregunta que más me irritaba: ¿Qué hay de nuevo o diferente en el último libro,

En busca de Bettina?

Nada. Ése es el problema. Absolutamente nada.

El temor estaba creciendo dentro de mí. No puedes decir las mismas cosas quinientas veces sin acabar como un muñeco abandonado. La cara y la voz se te vuelven mortecinas, y ellos lo saben. Además se lo toman como algo personal. Últimamente había dejado escapar alguno de esos comentarios inoportunos. La semana anterior estuve a punto de decirle a un entrevistador que me importaba un bledo el programa de los sábados por la mañana de Charlotte, ¿por qué tuvo que hacer que me sintiera avergonzado?

Bueno, catorce millones de jovencitas miran el programa y Charlotte es mi creación. ¿Entonces de qué estaría yo hablando?

—¡Oh!, no mires ahora —susurró Jody—, pero ahí está de nuevo tu entusiasta admiradora.

—¿Quién?

—La rubita. Está esperándote junto a los ascensores. Me libraré de ella.

—¡No, no lo hagas!

Allí estaba, desde luego, apoyada contra la pared como por casualidad, igual que junto al mostrador de libros. Pero, en cambio, esta vez llevaba uno de mis libros bajo el brazo y un cigarrillo en la otra mano, al que le dio una corta calada, despreocupadamente, como una chiquilla callejera.

—Vaya por Dios, ha robado ese libro, sé que lo ha hecho —afirmó Jody—. Ha estado por allí toda la tarde y no ha comprado nada.

—Déjalo —le respondí con un hilo de voz—. No somos la policía de San Francisco.

Acababa de apagar el cigarrillo en la arena del cenicero y se dirigía hacia nosotros. Llevaba en la mano el libro

La casa de Bettina; se trataba de un ejemplar nuevo de un viejo título. Lo debí de escribir en la época en que ella nació. No quise pensar en ello. Apreté el botón del ascensor.

—Hola, señor Walker.

—Hola, señorita rubia.

De su boquita de niña pequeña salió una voz suave que se parecía a la de una mujer adulta y que me trajo a la mente el chocolate líquido, el caramelo, todas las cosas deliciosas. Me resultaba muy difícil de soportar.

Sacó su pluma de un bolso de piel como los de correos.

—Tuve que comprar éste en otra tienda —explicó. Sus ojos eran de un increíble color azul—. Los de la presentación se agotaron antes de que me diera cuenta.

¡No es una ladrona, lo ves! Cogí la pluma de su mano. Sin ningún éxito intentaba situar su voz geográficamente. Escogía las palabras como si fuera británica, pero no tenía acento inglés.

—¿Cómo te llamas, señorita rubia? ¿O quizá debo escribir «señorita rubia»?

Tenía pecas en la nariz y un ligero toque de máscara gris en las pestañas. De nuevo aparecía su destreza. Los labios pintados de un rosa color chicle, perfecto en su pequeña boca besucona. Y vaya sonrisa. ¿Todavía respiro?

—Belinda —respondió—. Pero no tiene que escribir nada. Sólo firme con su nombre. Eso será suficiente.

Seguía con su aplomo, utilizando palabras moduladas y espaciadas con regularidad, para hacer más clara la articulación. La fijeza de su mirada me dejaba pasmado.

Ahora me parecía tan joven… Si no fuera porque a cierta distancia no cabía duda de su edad, en esos momentos me parecía una niña. Acerqué la mano para acariciarle el cabello. Nada ilegal en este gesto, creo. Aun teniéndolo espeso, cedió bajo mi mano como si estuviera lleno de aire. Además tenía hoyuelos, exactamente dos y pequeños.

—Muy amable de su parte, señor Walker.

—Es un placer, Belinda.

—He oído decir que iba usted a venir aquí. Espero que no le haya molestado.

—De ninguna manera, querida. ¿Quieres venir a la fiesta?

¿Había dicho yo eso?

Jody me lanzó una mirada de incredulidad. Mantenía abierta la puerta del ascensor.

—Claro, señor Walker, si usted quiere que vaya.

Sus ojos eran azul marino, entonces lo vi. No podrían ser de otro color. Dirigió la mirada hacia el ascensor de cristal, tras de mí. Tenía huesos pequeños y la postura erguida.

—Por supuesto que quiero —repliqué. Las puertas silbaron al cerrarse—. Es una fiesta para la prensa y estará llena de gente.

Todo muy oficial, como se ve, yo no abuso en absoluto de los niños, y nadie va a llenarse las manos al coger tus preciosos cabellos. Cuyas mechas de color amarillento, de no ser tan claras de manera natural, no serían del color del platino.

—Creía que estabas agotado —dijo Jody.

El ascensor comenzó a elevarse y a atravesar silenciosamente el techo del viejo edificio permitiendo que viéramos a nuestro alrededor la ciudad hasta la bahía, con tanta claridad que resultaba sobrecogedor. La Union Square se iba quedando más y más pequeña.

Cuando bajé la vista vi que Belinda me estaba mirando, y al dirigirme otra vez una sonrisa, de nuevo aparecieron sus hoyuelos por un segundo.

Con la mano izquierda sostenía el libro cerca de sí. Y con la derecha cogió otro cigarrillo corto del bolsillo de su blusa. Llevaba un paquete azul de Gauloises totalmente arrugado.

Busqué mi encendedor.

—No hace falta, mire —dijo, dejando que el cigarrillo colgara de su labio y cogiendo una caja de cerillas de su bolsillo con la misma mano.

Conocía el truco. Pero no creía que ella fuese a hacerlo. Con una mano abrió la caja de cerillas, cogió una, la dobló, cerró la caja y frotó la cerilla con el pulgar.

—¿Lo ve? —añadió, al tiempo que acercaba la llama al cigarrillo—. Lo he aprendido hace poco.

Me eché a reír. Jody, vagamente sorprendida, se quedó mirándola.

Y yo no podía dejar de reírme.

—Sí, está muy bien —dije—. Lo has hecho perfectamente.

—¿Eres lo bastante mayor como para fumar? —le preguntó Jody, y dirigiéndose a mí, añadió—: No creo que tenga edad suficiente para fumar.

—Dale un respiro —la espeté—. Vamos a una fiesta.

Belinda estaba todavía mirándome y se deshacía en risitas entrecortadas sin el más mínimo sonido. Acaricié de nuevo su cabello y el pasador que lo sujetaba hacia atrás.

Era un pasador grande y plateado. Tenía suficiente cabello como para dos personas. Hubiera querido acariciar su mejilla, sus hoyuelos.

Entonces ella miró hacia abajo, mientras el cigarrillo volvía a colgar de su labio, y metiendo la mano en el amplio bolso sacó unas enormes gafas de sol.

—No creo que sea lo bastante mayor como para fumar —repetía Jody—. Además, no debería fumar en el ascensor.

—Pero si no hay nadie más que nosotros.

Belinda llevaba las gafas puestas cuando se abrieron las puertas.

—Ahora estás en lugar seguro —le dije—. Nadie va a reconocerte.

Me lanzó una corta mirada sorprendida. Bajo la montura cuadrada de las gafas, su boca, sus mejillas y aquella piel tan tersa me parecían todavía más adorables.

No podía soportarlo.

—Nunca se es demasiado precavido —reconoció sonriente.

Mantequilla, así era su voz, como mantequilla derretida, que a mí me gusta más que el caramelo.

La sala estaba abarrotada y llena de humo. La profunda voz de actor de cine de Alex Clementine podía oírse por encima del resto de conversaciones. La reciente reina de los libros de cocina, Ursula Hall, estaba siendo totalmente acosada. Tomé el brazo de Belinda y, al tiempo que respondía al saludo de unos y otros, me abrí paso a empujones en dirección al bar. Pedí un whisky con agua y ella me susurró que quería lo mismo. Decidí correr el riesgo.

Sus mejillas se veían tan llenas y suaves que hubiese querido besarlas y también su boca de azúcar.

Llévatela a una esquina, pensé, y dale conversación hasta que memorices cada detalle y así puedas pintarla más tarde. Dile que eso es lo que estás haciendo y ella lo entenderá. No hay nada lascivo en querer pintarla.

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