Belinda

Belinda


Primera parte » Capítulo 4

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La última recepción importante de la convención de libreros iba a tener lugar aquella noche en un viejo y pintoresco hotel de la ladera de la montaña en Sausalito. Era una cena con mantel y cubiertos en celebración del lanzamiento de la autobiografía de Alex Clementine, la cual había escrito con orgullo —por sí mismo y sin necesidad de un fantasma—, y donde yo sólo tenía que hacer acto de presencia.

Alex era mi más viejo amigo. Fue protagonista de las películas más exitosas que se habían hecho de las novelas históricas escritas por mi madre:

Evelyn y

Martes de carnaval carmesí.

A través de los años habíamos compartido mucho juntos, tanto bueno como malo. Y recientemente, con motivo de su nuevo libro, le había puesto en contacto con mi agente literario y con mi editor. Hacía semanas que le había propuesto pasar a recogerle al hotel Stanford Court en lo alto de la ciudad y llevarlo por la bahía a la cena en Sausalito.

Por fortuna se mantenía el clima cálido y diáfano, los neoyorquinos envidiaban la maravillosa vista de San Francisco reflejándose en el agua, y Alex, con su cabello cano, tostado por el sol e impecablemente vestido, nos abrumaba con cuentos góticos californianos sobre asesinatos, suicidios, travestismo y locura en Tinseltown.

Por supuesto, él había visto a Ramón Novarro sólo dos días antes de que fuera asesinado por buscavidas homosexuales, había hablado con Marilyn Monroe unas pocas horas antes de que se suicidase, se encontró con Sal Mineo la noche antes de que le matasen, una belleza anónima le había seducido a bordo del yate de Errol Flynn, había estado en el vestíbulo del London Dorchester cuando sacaron en camilla a Liz Taylor de camino al hospital por la casi fatal neumonía que contrajo, y «casi había asistido» a una fiesta en la casa de la esposa de Roman Polanski, Sharon Tate, la misma noche que el grupo de Charles Manson la asaltó y asesinó a todos sus ocupantes.

Todos le perdonamos estas cosas, pues nos contó innumerables anécdotas de la gente que sí conocía. Su carrera se remontaba a cuarenta años atrás, eso era un hecho, desde su primer papel protagonista con Barbara Stanwyck hasta un papel constante en el nuevo serial nocturno,

Champagne Flight, junto a la indómita estrella de cine erótico Bonnie.

Champagne Flight era el frívolo éxito de la temporada. Y todo el mundo quería saber lo que le sucediera a Bonnie.

En los años sesenta ella fue la tejana que conquistó París, la preciosa chica de Dallas de cabello oscuro que había llegado a ser reina de la nueva ola francesa junto a Jean Seberg y Jane Fonda. Seberg había muerto. Fonda estaba de regreso en casa. Pero Bonnie se quedó en Europa, recluida a lo Brigitte Bardot, tras años de participar en malas películas españolas e italianas que nunca se habían estrenado en este país.

Sus películas de pornografía dura, como

Garganta profunda,

Tras la puerta verde o

El diablo y la señorita Jones, habían matado aquellas películas que, con estilo y a menudo profundamente eróticas, protagonizó en los años sesenta, y que la apartaron, como a la Bardot y a otras, del mercado americano.

Todo el mundo en la mesa estuvo de acuerdo en recordar con cariño viejas películas.

Bonnie, la Marilyn Monroe morena, asomándose desde detrás de las grandes gafas de montura de hueso y hablando de existencialismo y angustia en su suave francés con acento americano a los fríos e insensibles amantes europeos que la destruían. Nunca Monica Vitti se mostró más perdida, ni Liv Ullman más triste, ni Anita Ekberg fue más voluptuosa.

Comparamos nuestros recuerdos en torno a los teatros, verdaderas ratoneras para artistas donde habíamos visto las películas, y los cafés en que las habíamos comentado a continuación. Bonnie, Bardot y Deneuve habían obtenido aprobación intelectual. Cuando se desnudaban ante las cámaras eran valientes y saludables. ¿Existía actualmente alguien que pudiera comparárseles? Alguien tenía el

Playboy en que Bonnie apareció por vez primera llevando sólo sus gafas de montura de hueso. Otro comentó que

Playboy estaba reimprimiendo las fotos. Todo el mundo recordó el famoso anuncio que hizo para Midnight Mink con el abrigo abierto completamente por delante.

Y todos admitimos, no sin cierta vergüenza, haber sintonizado la elegante pero pésima serie

Champagne Flight, por lo menos en una ocasión, sólo para darle un vistazo a Bonnie. Ella tenía ahora cuarenta años pero todavía era la Bonnie de primera clase que había sido.

Y aunque las pocas películas que hizo en Hollywood fueron desastrosas, compartía en la actualidad las páginas de la revista

People y el

National Enquirer junto a Joan Collins de

Dinastía y a la estrella de Dallas, Larry Hagman. Su biografía podía encontrarse en ediciones en rústica por todos los quioscos. Se podían encontrar muñecas a la venta, realizadas con su imagen, en todas las tiendas de fruslerías. La serie se hallaba entre las diez de mayor audiencia y sus viejas películas volvían a proyectarse.

Era la Bonnie de Texas, la Bonnie con alma.

Bien, el domingo anterior, por la tarde, Alex la había rodeado con sus brazos; ella era un «amor» de mujer; sí, verdaderamente necesitaba las gafas con montura de hueso, no veía nada a más de medio metro de distancia; sí, desde luego leía todo el tiempo, pero no a Sartre, a Kirkegaard o a Simone de Beauvoir y «todas aquellas viejas ridiculeces». Se trataba de misterio, era adicta a las novelas de misterio. Y no, ya no bebía, la habían liberado de la bebida. Y tampoco tomaba drogas. ¿Quién había dicho tal cosa?

¿Y, por favor, podíamos dejar de hablar mal de

Champagne Flight? Era la mejor oportunidad que Alex había tenido durante años, y no le importaba confesárnoslo. Había actuado en siete episodios y le habían prometido trabajar en dos más. Su carrera nunca había tenido una inyección igual de adrenalina.

En los seriales nocturnos estaban volviendo a actuar todos los talentos que valían la pena: John Forsythe, Jane Wyman, Mel Ferrer, Lana Turner. ¿Dónde demonios estaba nuestro buen gusto?

Bien, muy bien. Pero queríamos un verdadero plato fuerte sobre Bonnie. ¿Qué había de cierto en lo del tiroteo del pasado otoño cuando confundió a su nuevo marido, el productor de

Champagne Flight Marty Moreschi, con un merodeador y le disparó cinco balas en su habitación de Beverly Hills? Incluso yo me fijé en dicha historia en las noticias. Y ahora, venga, Alex, tiene que haber algo que nos puedas contar, debe de haberlo.

Alex movió la cabeza. Según él podía jurar, Bonnie era tan ciega como un topo. Ella y Marty se comportaban como polluelos enamorados en el rodaje de

Champagne Flight. Y Marty era el director, productor y escritor de

Champagne Flight. Todo el mundo le quería. Y eso era cuanto Alex podía contarnos.

La versión oficial, refunfuñamos.

No, protestó Alex. Además, el plato fuerte sobre Bonnie era material antiguo, la historia de cómo eligió un padre para su hijo cuando ella todavía cobraba una fortuna en el cine internacional. ¿Acaso no habíamos oído hablar de ello?

En el momento en que Bonnie se decidió a tener un hijo, se fue a buscar el espécimen de macho perfecto. Y el hombre más guapo y atractivo que ella había visto jamás era el peluquero rubio de ojos azules George Gallagher, más conocido como G. G., con dos metros de estatura y un cuerpo que quitaba la respiración hasta en el más mínimo detalle. (Se produjeron inclinaciones de cabeza afirmativas por parte de todos los que habían visto los anuncios de champú de G. G. Y todos los neoyorquinos le conocían. Para tener cita había que hacer la reserva con tres meses de antelación). El único problema era que él fuese homosexual, absoluta, completa e incurablemente homosexual; nunca se había acostado con una mujer. De hecho, la versión más veraz que se conocía sobre su desahogo sexual —si me perdonan la expresión— era que se masturbaba mientras permanecía arrodillado a los pies de un semental de color, vestido en traje de cuero y calzando botas negras.

Bonnie le trasladó a su

suite en el hotel Ritz de París, le llenó de vinos de añada y comidas exquisitas, le hacía llevar y traer de su trabajo en los Campos Elíseos en su limusina, y se lamentaba con él durante horas de sus problemas sexuales; todo ello sin el más mínimo avance, hasta que dio con la clave de modo accidental.

La clave era hablar mal. Utilizar palabras verdaderamente obscenas de manera constante. Háblale mal a G. G. y ya no le importa quién seas, ¡puede hacerlo! El hecho de susurrarle al oído, hablándole de maniatarle con esposas, de botas de cuero, látigos negros y miembros negros, hizo que Bonnie consiguiera que él fuese a la cama con ella y lo «hicieran» toda la noche; y consiguió también que «lo hiciera» con ella durante todo el tiempo que estuvo filmando en España su último gran éxito,

Muerte al sol. Por cierto que él también la peinaba, la maquillaba y la vestía. Y ella siguió diciéndole palabras soeces, e incluso llegaron a dormir juntos en su camerino. Pero cuando se hubo convencido de haber quedado embarazada, le plantó un billete de regreso a París en la mano, le dio un beso de despedida y le dijo adiós.

Nueve meses más tarde, él recibió una postal desde Dallas, Texas, con una fotocopia del certificado de nacimiento con su nombre impreso como padre natural del bebé. La criatura era preciosa.

—¿Y cómo es ella en la actualidad?

¡Eso ni se pregunta!

La verdad es que era una pequeña muñeca aquella niña, ciertamente era preciosa. Alex la había visto en el festival de cine de Cannes del año pasado en el mismo aperitivo que se ofreció en la terraza del Carlton donde Marty Moreschi, en busca de actores para

Champagne Flight, había «redescubierto» la mujer que poco después se convirtió en su esposa, a la sola y única Bonnie.

Y resultó, por lo que se refiere a G. G., que estaba encantado de ser el padre de la pequeña muñequita, y persiguió a Bonnie y a la criatura por toda Europa con el objeto de estar cinco minutos con la niña aquí y allí, poder llevarle un oso de peluche y sacarle un par de fotos para colgar en la pared de su peluquería, hasta que al final Bonnie se hartó y encargó a sus abogados que echaran a G. G. de Europa, de modo que él acabó abriendo la caprichosa peluquería de Nueva York.

Cuéntanos otra, Alex.

Alex se emborrachaba más y más, pero a medida que la noche se iba consumiendo y las historias iban siendo más sabrosas y divertidas, una interesante verdad se hizo palpable: ninguna de las anécdotas jugosas aparecía en la autobiografía de Alex. No había nada escandaloso sobre Bonnie o cualquier otra persona. Causar daño a sus amigos no era propio de Alex.

Estábamos escuchando un número uno en ventas que nadie leería jamás. No era de extrañar que tanto mi querida publicista Jody como la editora de Alex, Diana, estuvieran sentadas frente a sus bebidas sin haber tomado un sorbo y mirando a Alex en un estado catatónico.

—¡Me estás diciendo que nada de esto aparece en el libro! —le susurré a Jody.

—Ni una sola palabra.

—¿Entonces qué hay? —le pregunté.

—¡No me preguntes!

Me tomé tres tazas de café para estar sobrio y fui a la cabina telefónica a llamar a casa, en la esperanza de que Belinda hubiera encontrado las llaves y se hubiera instalado, o para comprobar si había dejado algún mensaje en el contestador automático.

Ni una cosa ni otra. Sólo había una llamada de mi ex mujer, Celia, desde Nueva York, diciéndome en sesenta segundos, o quizá menos, que necesitaba que le prestase quinientos dólares inmediatamente.

Más tarde regresé con Alex, y estuvimos hablando los dos a un tiempo mientras nos daba el viento en la cara sentados en el descapotable de las razones por las que no había incluido aquellas historias reales en su autobiografía.

—¿Pero qué pasa con las que son sabrosas? No harían daño a nadie —insistí de nuevo—. No es necesario que incluyas a Bonnie y a George Peluquero, o como quiera que se llame, pero conoces todo tipo de cosas…

—Demasiado arriesgado —repuso, meneando la cabeza—. Además, a la gente no le gusta la verdad, y tú lo sabes.

—Alex, estás anticuado —le dije—. La gente está tan enganchada a la verdad en estos días como lo estaba a la mentira en los años cincuenta. Y ya no te puedes cargar la carrera de nadie, absolutamente de nadie, con un pequeño escándalo.

—Vaya si puedes —me contestó—. Puede ser que estén más preparados para admitir la porquería que no querían conocer antes. Pero debe tratarse de la suciedad justa en la medida correcta. Se trata de una nueva sarta de espejismos, Jeremy.

—No lo creo, Alex. Pienso que no sólo es cinismo, sino una mala observación. Créeme, las cosas ahora son diferentes. Los años sesenta y setenta cambiaron a todo el mundo, incluso a la gente de las ciudades pequeñas, que nunca ha oído hablar de la revolución sexual. Las ideas de aquellos tiempos elevaron el nivel del arte popular.

—Pero ¿de qué demonios estás hablando, Walker? ¿No has visto nada de televisión últimamente?

Champagne Flight, te lo digo, es una porquería. Es un hijastro de la serie de los cincuenta,

Peyton Place. Sólo ha cambiado el estilo de los peinados.

Me reí. Hacía una hora escasa que la había estado defendiendo.

—Muy bien, puede ser —comenté—. Pero cualquier programa televisivo de hoy habla de incesto, prostitución y temas tabú, de los que ni siquiera se podía hacer mención veinte años atrás. La gente no está del todo atemorizada por el sexo en estos días. Se sabe que muchas de las grandes estrellas son homosexuales.

—Sí, claro, y se lo han perdonado a Rock Hudson porque murió de cáncer, del mismo modo que le perdonaron a Marilyn Monroe que fuera una reina del sexo porque acabó suicidándose. Sexo, por supuesto, mientras vaya acompañado de muerte y sufrimiento, eso les proporciona el tono moral que todavía han de tener. Mira los dramas documentales y los programas sobre policías. Te lo digo, se trata de sexo y de muerte, igual que siempre ha sido.

—Alex, se sabe que las estrellas beben. La gente sabe que se tienen hijos sin pasar por el matrimonio, como hizo Bonnie. Los tiempos en que echaron a Ingrid Bergman de la ciudad por tener un bebé de un director italiano con quien no se había casado han pasado hace mucho.

—No. Probablemente durante un corto tiempo hubo una verdadera apertura, mientras la generación de las flores fue importante, pero hoy la rueda vuelve a girar a su posición inicial, si es que alguna vez cambió de posición. Sí, claro, tenemos a un joven homosexual en

Champagne Flight porque en

Dinastía habían incorporado a uno antes, pero adivina quién hace el papel, un actor hecho y derecho, y aun así se trata de poca cosa, además se puede oler la enorme cantidad de desinfectante que utilizaron desde un kilómetro de lejos. Te digo que sólo la porquería justa en la medida adecuada. Hay que tener tanto cuidado en las proporciones ahora como en el pasado.

—No, podías haber llenado tu libro con la verdad y la gente todavía te querría, tanto a ti como a todos aquellos sobre los que has escrito. Además es tu vida, Alex, eso es lo que tú has visto, se trata de tu recuerdo.

—No, no es así, Jeremy —repuso—. Es otra cosa que se llama escritor-estrella de cine.

—Eso es demasiado frío, Alex.

—No. Es un hecho. Y les he proporcionado lo que querían como siempre. Léelo. Es una representación extraordinariamente buena.

—¡Mierda! —exclamé. Me estaba enfadando. Nos hallábamos en la ciudad, tras haber cruzado el puente por la vía rápida y dejado atrás el fantasmagórico Palace of Fine Arts, y yo ya no tenía que hablar tan alto—. Y suponiendo que tuvieras razón, sabes bien que las historias son buenas, son entretenidas, Alex. La verdad siempre tiene fuerza. El mejor arte se basa siempre en la verdad. Así debe ser.

—Oye, Jeremy, tú haces esos libros para jovencitas. Ellas son dulces, saludables, preciosas…

—Me estás poniendo enfermo. Esos libros son exactamente lo que yo quiero hacer, Alex. Ellos son la verdad para mí. Algunas veces desearía que no fuera así. No es como si hubiera algo mejor que yo escondo y paso por alto.

—¿No hay nada escondido? Jeremy, te conozco desde hace años. Podrías pintar cualquier cosa que te propusieses ¿y qué es lo que haces? Jovencitas en casas encantadas. La verdad es que las pintas porque eso vende…

—No es cierto, Clementine, y tú lo sabes.

—Las pintas porque tienes un público y deseas que te quiera. No me hables de la verdad, Jeremy. La verdad no tiene nada que ver con esto.

—No es así. Te estoy diciendo que la gente nos quiere más por la verdad —le solté, y casi me salía humo de la cabeza—. Eso es lo que trato de explicarte. Hoy día, las estrellas lavan la porquería de sus asuntos amorosos escribiendo libros, y el público los devora porque son auténticos.

—No, hijo, no —contestó—. Limpian la suciedad de algunos asuntos, y sabes muy bien de lo que te estoy hablando.

Se produjo un silencio de muerte. A continuación, mientras ponía la mano sobre mi hombro, volvió a reír. Me di cuenta de que debíamos intentar animarnos.

—Venga, Walker…

Pero yo no podía quedarme así. Me atormentaba demasiado que hubiera estado arengando en la fiesta y que ninguna de aquellas historias estuviera en el libro. Y yo, ¿qué le había dicho a aquel reportero dos noches atrás en la cena de promoción? ¿Que había escrito

Buscando a Bettina porque mis lectoras lo deseaban? ¿Había querido decir aquello? Aquel patinazo iba a volver una y otra vez a mi cabeza, y quizá también me lo merecía.

Se trataba de un punto crucial, algo que era demasiado crítico para mi vida. Sin embargo, yo había bebido probablemente en exceso y estaba muy cansado para darme verdadera cuenta.

—No sé lo que me pasa esta noche. No lo sé —le dije—. Pero te digo que si pusieras todo lo que sabes en ese libro les gustaría todavía más, incluso harían una película con él.

—Harán una película con él, tal como está ahora, Jer —repuso, con una risa todavía más estentórea—. Hay dos empresas que nos han hecho ofertas.

—Vale, vale —contesté—. El dinero está detrás siempre, y todo eso. ¡Como si yo no lo supiera! ¡Me voy a dedicar a hacer algunas pinturas que den dinero!

—Tú también venderás a tu pequeña Angelica, o como se llame, para hacer una película, ¿no es cierto? Escúchame bien, hijo, están diciendo que eres un genio por tu libro

En busca de Bettina. Lo he visto en un escaparate en el centro. En el mismo centro. No en una tiendecita para críos. Genio, Jeremy. Tengo que admitirlo. Lo he leído en la revista

Time.

—Que le den por el saco. Hay algo que está mal, Alex. Hay algo equivocado en mí y es por eso que discuto contigo. Algo que está muy mal.

—Ah, venga, Jeremy, tú y yo, los dos estamos bien —dijo espaciando las palabras—. Siempre hemos estado bien. Lo has hecho todo por esas jóvenes, y cuando escribas tu vida, les contarás mentiras, y tú lo sabes.

—No es culpa mía que esos libros sean saludables y dulces. Es la carta que he elegido, por Dios bendito. Cuando eres un artista no escoges tus obsesiones, ¡maldita sea!

—¡Bueno, bueno, bueno! —dijo él—. Espera un minuto chico listo. Deja que te explique por qué no puedo contar las verdaderas historias. ¿Quieres que le diga a todo el mundo que cuando tu madre se estaba muriendo fuiste tú quien escribió sus dos últimas novelas?

No le contesté. Me sentí como si alguien me hubiera aporreado la cabeza.

Nos paramos en el semáforo del solitario cruce de Van Ness con California. Sabía que estaba mirando furioso la calle que tenía frente a mí, totalmente colérico, pero no podía mirarle a él.

—No tenías ni idea de que yo lo supiera, ¿verdad? —preguntó—. Que tú fuiste el que escribió todas las páginas de

Avenida San Carlos y

Martes de carnaval carmesí.

Puse la primera y giré, cometiendo una infracción, hacia la izquierda por California. Alex era quizá mi más próximo amigo en el mundo, y no, no sabía que compartiese aquel viejo secreto.

—¿Te han dicho eso los editores? —inquirí. Habían editado también la obra de mi madre, veinticinco años atrás. Pero todo el equipo editorial de entonces se había marchado ya.

—Nunca me has contado nada de ellos —prosiguió Alex, haciendo caso omiso de mi pregunta—. Nunca. Pero tú escribiste esos dos últimos libros porque ella estaba muy enferma y tenía demasiados dolores para hacerlo. Y la crítica dijo que eran sus dos mejores obras. Y tú nunca se lo has dicho a nadie.

—Eran sus personajes y sus ambientes —repuse.

—No lo creas —dijo él.

—Le leía los capítulos cada día. Ella lo supervisaba todo.

—Ah, claro. Y ella estaba preocupada por dejarte con todas las facturas del médico.

—Hacía que olvidara sus dolores —comenté—. Era lo que ella quería.

—¿Y tú lo querías? ¿Escribir dos libros con el nombre de ella?

—Estás haciendo una montaña de algo que ahora no tiene ninguna importancia, Alex. Hace veinticinco años que ella murió. Además, yo la quería mucho. Lo hice por ella.

—Y esos libros están todavía a la venta en todas las librerías de este país —me dijo—. Y

Martes de carnaval carmesí es representada en televisión, de madrugada, en alguna parte del país, por lo menos una vez cada semana.

—Vamos, Alex. Qué tiene eso que ver con…

—No, ése es el punto exacto, Jeremy, y tú lo sabes. Tú nunca lo dirás por respeto a ella. Aquella biografía sobre ella, ¿cómo se llamaba?, la leí años atrás y no había una sola referencia al tema.

—Escoria populachera.

—Desde luego. Y te voy a decir la verdadera tragedia que encierra, Jeremy. Es sin duda la mejor historia que nadie pueda contar sobre tu madre. Y probablemente es la única historia sobre su vida que vale la pena contar.

—Bueno, y de eso es de lo que estoy hablando, ¿no es cierto? —dije. Me di la vuelta y le miré con indignación—. Eso es lo que estoy tratando de decirte, Alex. La verdad está donde está, por Dios bendito.

—Eres un pelmazo, ¿lo sabes? Mira por dónde vas.

—Sí, pero ése es el punto que quiero resaltar —insistí. Y le grité—: ¡La verdad es comercial!

Estábamos ya entrando en el pasaje del Stanford Court y yo me sentía aliviado de que el trayecto llegara a su fin. Estaba deprimido y atemorizado. Hubiera deseado estar ya en casa. O bien ir en busca de Belinda. O también beber peligrosamente con Alex en el bar.

Paré el coche. Alex seguía sentado. A continuación presionó el encendedor y sacó un cigarrillo.

—Te quiero mucho, ya lo sabes —me dijo.

—Vete al infierno. Además, ¿a quién le preocupa esa historia? Cuéntala.

Pero sentí igual que si me aguijonearan por dentro cuando lo dije. El secreto de mamá. El maldito secreto de mamá.

—Esas criaturas te mantienen joven, inocente.

—Bah, cuántos disparates —dije yo. Y me reí, pero me sentía fatal. Pensé en Belinda, en poner la mano bajo el camisón de Charlotte y percibir la calidez del pequeño y suculento muslo de Belinda. El cuadro de Belinda desnuda. ¿Era ésa la verdad? ¿Eso era comercial? Me sentí como un orate. Estaba exhausto.

Tengo que irme a casa a esperar que llame o que venga, luego quitarle la ropa. Acostarla sobre el camisón de franela arrugado en la cama del dosel, sacarle las ajustadas medias y penetrarla suave, suavemente…, como si de un guante nuevo se tratase …

—Fue tu madre, ¿sabes?, la que me contó que tú escribiste los libros —comentó Alex, mientras su voz se elevaba con facilidad hasta el tono que tenía durante la cena. Luces, cámaras, acción. Me di cuenta de cómo se arrellanaba en el asiento—. Y nunca me dijo que tenía que mantenerlo en secreto.

—Sabía quién era un caballero en el momento en que lo veía —repuse conteniendo la respiración mientras le miraba.

Sonrió y soltó el humo. Se le veía extremadamente atractivo incluso ahora que se acercaba a los setenta años. Su cabello blanco era muy espeso y lo llevaba al estilo de Cary Grant. Y el poco peso que había ganado a lo largo de los años lo llevaba con autoridad, como si los demás fuésemos ligeramente delgados. Tenía los dientes perfectos, un bronceado perfecto.

—Fue después del estreno de

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