Behemoth

Behemoth


Treinta y siete

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TREINTA Y SIETE

Deryn extendió totalmente los brazos y se quedó quieta.

«R…».

Bajó su brazo izquierdo cuarenta y cinco grados.

«S…».

Dejó caer su brazo derecho y el destornillador de su mano señaló directamente al suelo.

—¡G! —dijo Bovril y se comió otra fresa.

Después lanzó el tallo por el borde de la terraza, asomando su cabeza entre los barrotes de la barandilla para verlo caer.

—¿Qué te parece esto? ¡Ha aprendido todo el maldito alfabeto! —exclamó Deryn.

Lilit y Alek se quedaron mirando a la bestia y luego a ella.

—¿Tú se lo has enseñado? —preguntó Lilit.

—¡No! Solo estaba practicando mis señales. Estaba diciendo las letras en voz alta, creo, y después de decirlas un par de veces… —Deryn señaló a Bovril—, la bestia se ha unido a mí, tan rápido como el compañero de un contramaestre.

—¿Y por eso quieres llevártela esta noche contigo? ¿Por si necesitamos enviar señales semáforo? —preguntó Alek.

Deryn puso los ojos en blanco.

—No, caraculo. Es porque…

Suspiró, no muy segura de lo que quería decir exactamente. El loris tenía un talento natural para darse cuenta de los detalles importantes, tal como la doctora Barlow había proclamado. Y aquella noche era la misión más importante en la que Deryn había formado parte. No se atrevía a dejar a la bestia atrás.

—Perspicaz —dijo la criatura.

—Sí, esa es la palabra —exclamó Deryn—. Porque es rematadamente perspicaz.

Dos semanas antes, Zaven había demostrado su elegante educación y le explicó el significado del nombre de la especie del loris a Deryn. Resultó que «perspicaz» significaba lo mismo que «sagaz», o incluso «clarividente». Y aunque no parecía la especie de cualidades que una bestia pudiese poseer, ciertamente encajaba.

Alek suspiró y se dirigió hacia la vivienda de la familia, de donde la cama tortuga de Nene estaba saliendo al exterior, cubierta de mapas que revoloteaban por la brisa. La anciana llamó a Lilit y a Alek.

Mientras se marchaban, Alek dijo por encima del hombro:

—Está bien, Dylan. Pero yo tengo que pilotar un caminante. De modo que tendrás que cuidar tú de él.

—Estaré más que contento —dijo Deryn, rascando la cabecita del loris.

Solo el hecho de tener a aquella bestia cerca había hecho que todo ello resultase soportable, trabajar con clánkers y sus máquinas inertes, que olían a humo de tubo de escape y a grasa de motor. El animado esplendor de Estambul aún le resultaba muy extraño, con sus lenguas extranjeras, demasiadas para aprender en toda una vida, y mucho menos en un mes. Deryn se pasaba los días imprimiendo periódicos que no podía leer y preguntándose qué significaban las plegarias que resonaban por los tejados.

Las intrincadas geometrías de las alfombras de Zaven y los techos cubiertos de tejas la deslumbraban, e incluso a veces la maravillosa comida resultaba ser, como el resto de la capital, demasiado elegante.

Pero lo más duro de todo era estar tan cerca de Alek, aunque procurase esconderse de él. El muchacho había compartido su último secreto con ella y Deryn se daba cuenta de que ella también se lo podía haber contado aquella misma noche, en aquella oscura habitación de hotel, sin nadie cerca que pudiese escucharlos.

Pero cada vez que lo intentaba, Deryn se imaginaba el horror que reflejaría su rostro. No porque ella fuese una chica vestida de chico, o porque ella le hubiese mentido durante tanto tiempo. Sabía que a Alek se le pasaría pronto la tontería, y entonces él la querría, ella lo sabía.

Pero aquel era el problema, porque había algo que nunca iba a cambiar… Deryn era una plebeya. Era mil veces más plebeya que la madre de Alek, que había nacido condesa o que Lilit, una anarquista que hablaba seis idiomas y siempre sabía qué tenedor usar. Deryn Sharp era tan común como la maldita suciedad, y la única razón de por qué no le importaba esto a Su Serena Majestad, Aleksandar de Hohenberg, era porque ella también era, en la cabeza de Alek, un chico.

Por el momento, no podía ser más que un amigo y, si fuese algo más, entonces el príncipe tendría que poner tierra de por medio.

El Papa no escribía cartas para convertir a hijas huérfanas de pilotos de globos aerostáticos, o chicas vestidas con calzones de chicos, o impenitentes darwinistas, en miembros de la realeza. Estaba totalmente segura de ello.

Deryn observó que Alek se arrodillaba junto a la cama de Nene como un buen nieto, y después los tres repasaron los detalles del ataque por última vez. La batalla de aquella noche era algo en lo que habían colaborado juntos, ella y Alek, y aquellos momentos era lo más cerca que llegarían a estar jamás.

—¿A, B, C…? —preguntó Bovril, y Deryn asintió.

Rogó para que sus prácticas de señales realmente resultasen útiles. Si todo iba bien aquella noche, la tripulación del Leviathan podría estudiar atentamente el cañón Tesla después de que fuera destruido y también aquella sería su única oportunidad de comunicarles que estaba viva.

También quizás hubiese una oportunidad de regresar a casa y dejar a su príncipe finalmente atrás.

Las grandes puertas exteriores del patio se abrieron lentamente, dejando ver un cielo despejado y sin luna.

—Afortunadamente hoy no llueve —dijo Alek, revisando los controles.

—Perfecto —repuso Deryn.

Un chubasco a media noche habría hecho que las bombas de especias se convirtiesen en una pasta, arruinando las únicas armas del comité. Aquello era lo que sucedía en las batallas, decía siempre el señor Rigby: una pizca de mala suerte podía echar a perder todos tus planes.

Muy parecido a lo que sucedía en el resto de la vida, suponía.

En el patio resonaba el rumor de los motores de los cuatro caminantes. Sahmeran, con Zaven en sus controles, alzó una mano gigante e hizo un gesto señalando hacia delante cuando se deslizó puertas afuera.

Lilit siguió con el siguiente, pilotando un Minotauro. El caminante, mitad toro, mitad hombre, se inclinó lo suficiente para que sus cuernos pasasen por la puerta y con las manos extendidas para mantener el equilibrio. Las bombas de especias resonaban en el cargador que el profesor Klopp había soldado en su antebrazo.

Alek colocó sus pies en los pedales del Genio. Klopp había insistido en que Alek pilotase una máquina árabe aquella noche, puesto que su cañón de vapor le hacía el más seguro de los caminantes del comité. Tras el Genio, Klopp y Bauer estaban sentados a los controles de un golem de hierro.

—Sujétate fuerte, Bovril —dijo Deryn y la bestia se subió a su hombro.

Sus garras se clavaron en su chaqueta de piloto como minúsculas agujas.

Alek movió los pies y el aparato dio un gran paso adelante.

Deryn se agarró a los lados de su silla de comandante, intranquila como siempre que estaba en una pesada máquina. Por lo menos el Genio estaba en modo desfile, con la parte superior de su cabeza abierta, de modo que podía ver las estrellas y respirar el aire fresco.

—Gira a la izquierda por aquí —indicó ella.

Para mantener su misión tan secreta como le fuera posible, los cuatro caminantes no tenían copilotos. De modo que Deryn hacía de copiloto a Alek y, cuando empezasen los lanzamientos, de telémetro para medir la distancia para el brazo lanzador. Deryn nunca había hecho de cañonero, pero la práctica en la altitud la había hecho hábil en la estimación de la distancia, mientras se acordase de pensar en metros en lugar de yardas.

Deryn volvió a mirar su mapa. Le mostraba cuatro rutas separadas hacia el cañón Tesla, con la de Alek señalada en rojo. Aquellos cuatro caminantes se dirigían a las afueras, antes de que el ataque principal empezase, para que no fuese posible que despertasen sospechas al viajar juntos. El truco era llegar a su objetivo, todos al mismo tiempo.

También marcadas en el mapa estaban las posiciones de los otros cuarenta extraños caminantes al servicio del comité, preparados para entrar en acción una hora después. Deryn se preguntó si habría espías entre aquella tripulación, prestos a vender los planes del comité al sultán por un poco de oro.

Al menos, podía estar segura de que su ataque al cañón Tesla se había mantenido en secreto. El mismo Zaven solo se había enterado de ello aquella tarde. Había protestado un poco porque le habían mantenido al margen hasta que se dio cuenta de que no tendría que enfrentarse a los grandes cañones del Goeben.

A menos que el almirantazgo hubiese cambiado la noche de la llegada del Behemoth, por supuesto.

—¿Habéis pensado en cuántas cosas pueden salir mal? —dijo Deryn—. Es como dice el poeta: «Los mejores planes de hombres y ratones a menudo salen mal».

—¡Bah! —dijo Bovril imitando el tono de voz de Zaven.

—¿Veis? —dijo Alek.

—Tu perspicaz amigo está seguro —Deryn miró a la bestia—. Solo espero que tenga razón.

Recorrieron las casi vacías calles de Estambul en el tiempo previsto. Los caminantes del comité habían estado practicando la caminata nocturna durante un mes, fingiendo patrullar para controlar los robos, de modo que nadie prestó atención al Genio.

«EL GENIO AVANZA POR LAS CALLES»

Los edificios fueron escaseando a medida que salían de la ciudad y pronto el Genio ya estaba viajando por un polvoriento camino de carromatos. La senda apenas era lo suficientemente ancha para la envergadura del caminante y los bordes del cañón de vapor rozaban las ramas de los árboles a cada lado. Cuando pasaron por delante de una oscura posada en un cruce, Deryn vio caras curiosas mirando por las ventanas. Tarde o temprano alguien se preguntaría qué hacía un caminante de los guetos de Estambul en el campo.

Pero, en aquel momento, ya estaban lo suficientemente cerca de su objetivo para que aquello importase poco. El terreno se empinaba, cada vez más escarpado a medida que los acantilados se elevaban. La ciudad se veía a lo lejos por el visor trasero del caminante, con su resplandor y brillo de colores destacando en la noche sin luna.

Cientos de mástiles y chimeneas estaban diseminados por la oscura extensión de agua y Deryn se preguntó de nuevo qué sucedería si derribaban al Leviathan. ¿El Behemoth sencillamente se alejaría nadando o se volvería loco entre todos aquellos barcos desarmados?

Deryn sacudió la cabeza. Aquella noche no podían fallar.

Se encontraban solamente a dos millas del cañón Tesla cuando un reflector cortó la oscuridad.

Deryn entornó la mirada. Sus ojos captaron un destello de acero y la silueta de un tronco y una cola.

Era uno de los elefantes de guerra del sultán, bloqueando su camino.

—¿Distancia? —preguntó Alek con calma.

—Unas mil yardas. Es decir, novecientos metros.

Alek asintió, tirando de una palanca. Una bomba de especias rodó desde el cargador hasta la mano del Genio. Deryn captó una vaharada de olor e hizo una mueca. Incluso envueltas en arpillera engrasada, las bombas soltaban un polvo que les producía escozor de ojos cada vez que se movían.

—Vertical, por favor —dijo Alek.

—Sí, «Su Majestad».

Deryn empezó a trabajar en la manivela manual y la frente del Genio se cerró lentamente rodando a través de las estrellas.

Alek cebó los motores, enviando potencia a las calderas de vapor. El brazo derecho de la máquina retrocedió lentamente.

Alguien desde el elefante de guerra les gritó algo a través de un megáfono. Deryn no entendió ni una palabra de turco, pero la entonación era más de curiosidad que de enfado. Por lo que los otomanos sabían, el Genio estaba desarmado.

—Solo se están preguntando qué demonios estamos haciendo aquí —murmuró Deryn—. No hay motivo para ponerse nervioso.

—Nervioso —repitió la bestia.

Alek se echó a reír.

—Perspicaz o no, la criatura te conoce.

Deryn miró ceñuda al loris. Por supuesto estaba un poquitín nerviosa. Solo un loco no lo estaría encaminándose hacia una batalla. Especialmente en un remilgado aparato clánker.

—Cargado y preparado para disparar —dijo Alek.

—¡Espera!

Deryn observó el indicador de distancia que Klopp había instalado y cómo su aguja subía lentamente a medida que la presión aumentaba en la articulación del hombro.

El problema era que Klopp no había podido probar todos los brazos de lanzamiento del ejército del comité, de modo que había marcado los indicadores usando solamente las matemáticas y la intuición. Hasta que su primer disparo no aterrizase, no podrían saber en realidad hasta qué longitud de alcance viajaban las bombas. La aguja finalmente alcanzó los novecientos metros…

—¡Fuego! —gritó Deryn.

Alek tiró del detonador de lanzamiento y la mano gigante del Genio se balanceó sobre su cabeza. Nubes de vapor manaban de su hombro de metal, haciendo que el aire de la cabina se calentase mucho.

La bomba de especias estalló a cincuenta yardas delante del elefante, explotando en una nube de polvo que se arremolinó tan roja como la sangre cuando el reflector la enfocó.

—El profesor Klopp sabe lo que se hace —dijo Deryn con una sonrisa—. ¡La próxima vez acabaremos con estos caraculos!

—Más vapor —ordenó Alek—. Estoy cargando otra.

Deryn tiró de los alimentadores de la caldera y los motores rugieron bajo ellos, pero la aguja que marcaba la distancia esta vez subía más lentamente. El Genio había agotado completamente toda la presión del hombro con su primer lanzamiento.

—¡Vamos! —le urgió—. Nos dispararán en cualquier momento.

—Si esto fuese un caminante como es debido, estaríamos llevando a cabo una acción evasiva —murmuró Alek—. ¡Qué daría yo por tener una vista decente de disparo!

—¡O por un arma decente!

—Estas bombas de especias fueron idea tuya, parece que…

La torreta principal del elefante se puso en movimiento con un rugido, enviando un proyectil silbando por encima de ellos. La explosión llegó unos segundos después, alzando al Genio con una sacudida.

—¡El disparo ha pasado de largo! —gritó Alek—. Pero ahora ya tienen nuestra distancia. ¿Ya puedo disparar?

—¡Espera!

Deryn observó cómo subía la aguja. El loris clavó sus uñas profundamente en su hombro, imitando el silbido y el estallido del proyectil que falló por poco.

La aguja pasó de los novecientos metros, pero por lo menos necesitaba otros cincuenta…

—¡Fuego! —exclamó finalmente.

El gran brazo se balanceó de nuevo, sacudiendo la cabina hacia atrás. Cuando la bomba ya había sido lanzada, Alek sujetó los controles y los empujó para cargar hacia delante.

A través del oscilante visor, Deryn vio que el elefante de guerra desaparecía en una turbia nube de polvo rojo.

—¡Tiro exacto! —exclamó ella.

Pero, aun así, la tripulación del caminante se las arregló para volver a disparar: el cañón principal descargó de nuevo, haciendo que la nube de polvo que rodeaba al elefante se convirtiese en un inmenso remolino. El aire chasqueó de nuevo cuando el disparo pasó a toda velocidad.

El Genio se tambaleó por la explosión: el proyectil había aterrizado justo donde habían estado hacía un momento, se fijó Deryn. Alek se esforzó en dominar los controles mientras el caminante se tambaleaba hacia delante.

La metralleta de la trompa del elefante abrió fuego, levantando violentamente un montón de arena y polvo en el camino que tenían delante de ellos. Entonces les llegó un coro de balas chocando contra el metal, tan ruidoso como pistones fallando.

—¡Necesitamos protección de vapor! —gritó Alek.

—¡No podemos! —Deryn miró la inmóvil aguja que indicaba la presión.

Los motores estaban demasiado ocupados manteniendo al caminante en movimiento para poder recargar sus calderas.

Sin embargo, la torreta principal del elefante no volvió a disparar. Solamente se movía su pata delantera, como un perro dando zarpazos al suelo. El reflector se balanceó apartándose sin rumbo fijo apuntando al cielo.

—¡Se les ha llenado la nariz! —gritó Deryn.

Incluso a cien yardas de distancia, sus ojos estaban empezando a escocerle a causa de las especias. Alzó las gafas protectoras que llevaba colgadas del cuello y se las puso rápidamente.

—Nariz llena —dijo Bovril, riendo y entonces estornudó.

Alek retorció los mandos y extendió los brazos del Genio para recuperar el equilibrio. Pero siguió guiando al caminante hacia delante.

—Voy a derribarlos. Sujétate.

Deryn comprobó los cinturones de seguridad.

—¡Agárrate, bestezuela!

El elefante estaba andando en círculos en aquel momento, y otra de sus patas intentaba moverse. Pero la torreta permanecía inmóvil. ¿Acaso la bomba de especias había acabado con él?

Entonces Deryn vio los movimientos que hacía el aire, visibles a causa del polvo rojo, y se dio cuenta de lo que había sucedido: el retroceso del cañón había succionado las especias directamente hacia el interior de la torreta principal. La tripulación del elefante las había introducido con su propio disparo.

—¡Seguramente deben de estar ahogándose!

—Pero no por mucho tiempo —dijo Alek—. ¡Espera!

El elefante de guerra se había vuelto de lado, tropezando con una valla de tela metálica que tenía justo tras él. Cuando el Genio cargó contra los remolinos de nubes rojas, el cuello de Deryn empezó a quemarle y se alegró de llevar las gafas puestas. Pero Alek no vaciló: inclinó el hombro izquierdo del Genio hacia abajo…

El metal se aplastó y partió a su alrededor, y una atronadora ola impactó contra la enorme estructura del Genio.

El mundo rodó ante el visor, cielo, tierra y oscuridad pasando como un destello. Alek maldijo, retorciendo los controles y una bocanada de especies hizo toser a Deryn.

Finalmente el Genio dejó de rodar. Estaba escorado en un ángulo imposible. Deryn roció un poco de vapor para limpiar el aire, se desató y se inclinó para mirar por el visor.

Las blancas nubes alrededor de ellos se separaron, mostrándoles al elefante de costado en el suelo inmóvil.

—¡Los tenemos!

—¡Nariz llena! —gritó Bovril.

—Pero ¿por qué estamos inclinados de este modo? —gritó Alek—. ¿Y qué diablos nos está sujetando?

Deryn se inclinó más y vio metal brillante por todas partes. El Genio había tropezado con la valla de tela metálica, arrancando un cuarto de milla de ella.

—¡Estamos enredados en esta maldita tela metálica!

Alek movió los pies sobre los pedales y los alambres chasquearon y rascaron.

—¡Ahí delante hay más de ellos! ¡Necesitamos protección de vapor ya!

Deryn cebó las calderas y luego miró por el visor. A dos millas de distancia, el cañón Tesla se alzaba sobre los acantilados, alto como la mitad de la torre Eiffel.

Alrededor de su base había tres elefantes más de guerra esperando, con sus tubos de escape que comenzaban a humear.

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