Behemoth

Behemoth


Cuarenta y tres

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CUARENTA Y TRES

A la mañana siguiente, a Alek se le permitió que fuera a ver a Volger.

Cuando el guarda que lo custodiaba le acompañó al camarote del conde, Alek se fijó en que la puerta no estaba cerrada con llave. A él mismo lo habían tratado con cortesía la noche antes, más como un invitado que como un prisionero. Quizás la tensión que había entre sus hombres y sus captores darwinistas había disminuido un poco en el transcurso del último mes.

El conde Volger parecía estar suficientemente cómodo. Estaba sentado ante su escritorio, desayunando huevos pasados por agua y una tostada, y no se molestó en ponerse en pie cuando Alek llegó. Se limitó a saludarle con un movimiento de cabeza y dijo:

—Príncipe Aleksandar.

Alek se inclinó levemente.

—Conde.

Volger siguió untando mantequilla en la tostada.

Estar allí de pie, esperando, hizo que Alek se sintiera como un escolar al que han mandado llamar para castigarle. Él nunca había estado en la escuela, claro estaba, pero de algún modo los adultos, tanto si eran tutores, padres o abuelas revolucionarias como Nene, todos demostraban su decepción del mismo modo. Seguro que los directores de escuela no eran muy diferentes.

Finalmente, Alek suspiró y dijo:

—Quizás ahorremos tiempo si empiezo yo.

—Como deseéis.

—Querrá usted decirme que soy un estúpido por haberme dejado capturar de nuevo. Que fue una locura que me inmiscuyera en la política otomana y que ahora podría estar a salvo escondido en las montañas.

El conde Volger asintió.

—Sí, eso sería correcto.

El hombre continuó untando minuciosamente la tostada con mantequilla, como si pretendiera no dejar ni un milímetro sin cubrir.

—También que al no aceptar su consejo puse en riesgo mi vida y la de mis hombres —continuó Alek—. El doctor Busk dice que Klopp se está recuperando, pero la verdad es que los llevé a él y a Bauer a una batalla sin cuartel. Las cosas podrían haber ido peor.

—Mucho peor —dijo Volger, y volvió a quedarse en silencio.

—Veamos, ¿qué más?… ¡Ah! También que he desperdiciado todo cuanto mi padre me dejó. El castillo, los planes que teníais para mí y, por último, su oro.

Alek metió la mano en el interior de su chaqueta de piloto y palpó un bulto que había cosido en una de las esquinas del forro. Rompió el tejido, sacó el oro que le quedaba y lo lanzó sobre la mesa.

Tras un mes de comprar especias y piezas mecánicas, el lingote se había consumido casi del todo. Únicamente quedaba el emblema redondo de los Habsburgo grabado en el centro, y parecía una moneda delgada y mal acuñada.

Volger parpadeó y Alek se permitió una sonrisa. Al menos había conseguido provocar una reacción en el conde.

—¿Financiasteis vos solo la revolución?

—Solo el toque final, digamos que le puse la guinda —dijo Alek, encogiéndose de hombros—. Por lo visto, las revoluciones son caras.

—Eso no lo sé. Yo las rehúyo por principios.

—Por supuesto —dijo Alek—. Por esta razón está furioso, ¿no es cierto? ¿Porque he alterado el orden natural de las cosas y he ayudado a derrocar a un soberano como yo? ¿Porque olvidé que los revolucionarios quieren acabar con todos los aristócratas, incluidos usted y yo, verdad?

Volger mordió un trozo de tostada, lo masticó pensativo y se sirvió más café.

—Eso también sería cierto, supongo. Pero hay algo de lo que os habéis olvidado.

Alek se preguntó por unos instantes cuál podría ser su error más grave, pero al final se rindió. Cogió una taza del alféizar de la ventana, la llenó de café y se sentó al otro lado del escritorio, frente a Volger.

—Ilumíneme.

—También me salvasteis la vida.

Alek frunció el ceño.

—¿Que hice qué?

—Si hubierais desaparecido en las montañas, como se suponía que teníais que hacer, el cañón Tesla nos habría enviado a Hoffman y a mí al fondo del mar junto al resto de la tripulación de esta nave —el conde se quedó mirando su taza de café—. Os debo la vida. Un giro de los acontecimientos de lo más molesto.

Alek tomó un sorbo de café para ocultar su sorpresa. Era cierto: Volger se había salvado con el resto de la tripulación del Leviathan. Pero ¿acaso estaba el conde dándole las gracias por haberse unido a la revolución del comité?

—Ello no os hace menos estúpido, claro está —añadió Volger.

—Claro que no —dijo Alek, algo aliviado.

—Y también está el asunto de vuestra nueva fama —Volger abrió un cajón, sacó un periódico y lo dejó sobre la mesa.

Alek lo cogió. Estaba en inglés, y en la cabecera podía leerse New York World. En la primera página había una fotografía de Alek sobre un extenso artículo escrito por «el director de la agencia de Estambul, Eddie Malone».

Alek dejó el periódico nuevamente sobre la mesa. Nunca antes había visto una foto suya, y la impresión que le causó fue del todo desagradable. Era como mirarse en un espejo congelado.

—¿De verdad tengo las orejas tan grandes?

—Casi. ¿En qué demonios estabais pensando?

Alek levantó la taza y contempló su reflejo en la trémula y negra superficie del café. Se había preparado para afrontar cualquier burla por parte de Volger, pero no para aquello. Tal y como anunciaba el titular, ahora era el centro de atención de todo el mundo. Los secretos de su familia habían quedado al descubierto, al alcance de cualquiera que quisiera leerlos.

—Ese reportero, Malone, sabía demasiado sobre los planes del comité. Concederle una entrevista era la única manera de distraerlo —Alek echó otro vistazo a la foto y leyó el titular: «EL HEREDERO DESAPARECIDO»—. Así que por esta razón la tripulación ha sido tan educada conmigo. Saben quién soy en realidad.

—Y no solo la tripulación, Alek. Gran Bretaña tiene un consulado en Nueva York, y era muy difícil que incluso sus incompetentes diplomáticos hubiesen pasado la noticia por alto. El mismo lord Churchill envió el periódico al capitán Hobbes, usando una especie de águila monstruosa.

—Y ¿cómo demonios lo consiguió usted?

—La doctora Barlow y yo hemos estado compartiendo información de un tiempo a esta parte —el conde se recostó en la silla—. Está resultando ser una mujer de lo más interesante.

Alek se quedó mirando al conde y sintió un ligero escalofrío.

—No os preocupéis, Alek, no le he contado todos mis secretos. Por cierto, ¿cómo se encuentra vuestro amigo Dylan?

—¿Dylan? En ocasiones es… realmente sorprendente —Alek suspiró—. En cierto modo, es por él que me he dejado capturar otra vez.

La taza de café de Volger se detuvo a medio camino de su boca.

—¿Qué queréis decir con eso?

—Dylan me convenció de que sería más seguro si me entregaba que si intentaba escapar. Supongo que porque había una docena de caminantes otomanos que se dirigían hacia nosotros. Pero también por algo más. Por lo que parece, cree que pertenezco a esta aeronave —Alek suspiró—, aunque eso tampoco importe mucho. Cuando lleguemos a Gran Bretaña me meterán en una jaula.

—Yo no me preocuparía por eso por ahora —el conde echó un vistazo por las ventanas—. ¿No os habéis dado cuenta?

Alek miró por la ventana. La noche anterior, durante la cual Alek no había conseguido mantenerse despierto a causa del cansancio, la aeronave había estado recorriendo el estrecho para conducir al Behemoth de vuelta al mar Mediterráneo. Pero ahora, bajo ellos, podían verse montañas cuyas cumbres el sol del amanecer iluminaba de color anaranjado. Sus alargadas sombras se extendían a través de la niebla y se desplazaban hacia la izquierda.

—¿Vamos rumbo al este?

Volger chasqueó la lengua.

—Vaya, os ha llevado su tiempo daros cuenta. Estoy seguro de que vuestro amigo Dylan lo habría descubierto enseguida.

—Seguro. Pero ¿por qué vamos rumbo a Asia? La guerra está en Europa.

—Cuando la guerra empezó, la armada alemana tenía barcos en todos los océanos. El Goeben y el Breslau no son los únicos que han estado buscando los británicos.

—¿Sabe a qué parte de Asia en concreto nos dirigimos?

—Lo lamento, pero la doctora Barlow no ha sido muy explícita en ese aspecto. Pero sospecho que tarde o temprano llegaremos a Tokio. Japón le declaró la guerra a Alemania hace cuatro semanas.

—Por supuesto —dijo Alek mientras contemplaba las montañas que iban quedando atrás. Los japoneses eran darwinistas desde que firmaron un pacto de cooperación con los británicos en 1902. Pero resultaba asombroso pensar que la guerra que había estallado tras el asesinato de sus padres hubiera sobrepasado Europa y afectara ya a todo el globo.

—Este rodeo no es conveniente, pero al menos os mantiene alejado de la jaula un poco más de tiempo —dijo Volger—. Al Imperio austrohúngaro no le está yendo demasiado bien en su lucha contra los grandes osos combatientes de Rusia. El momento de que reveléis vuestra identidad podría estar más cerca de lo que pensaba —apartó el periódico como si fuera un pescado muerto—. Es decir, de que reveléis lo poco que aún no habéis contado.

Alek sacó el estuche de documentos de su bolsillo.

—¿Se refiere a esto?

—Temía preguntaros si aún lo teníais con vos.

—¡Como si lo hubiera perdido! —dijo Alek, enfadado, pero entonces se acordó de que en realidad ya lo había perdido una vez.

Tras el incidente con el taxi, había llevado la carta siempre consigo.

La noche anterior, el aviador que lo había registrado en el compartimento de carga había encontrado el estuche del pergamino y lo había abierto. Pero como para él aquella misiva con aquella ornada escritura en latín no significaba nada, la devolvió a su dueño.

—No soy idiota, Volger. De hecho, esta carta es el motivo por el que ignoré sus consejos y me quedé en Estambul.

—¿Qué queréis decir, Su Alteza?

—Una pelea sin sentido en mi familia empezó esta guerra, así que es responsabilidad mía el detenerla —sostuvo en alto el estuche—. Esta es la voluntad del cielo, que me muestra lo que tengo que hacer. ¡Nada de esconderse, tengo que ocupar el lugar que me corresponde y acabar con esta guerra!

Volger se lo quedó mirando un buen rato y luego entrelazó los dedos.

—Esa carta no es ninguna garantía de que podáis asumir el trono.

—Lo sé. Pero la palabra del Papa tiene que valer de algo.

—Ah, se me olvidaba —el conde se volvió—. Habéis estado en tierra de herejes y de paganos, por lo tanto no habéis oído las noticias que han llegado del Vaticano.

—¿Qué noticias?

—El Santo Padre ha muerto.

Alek se quedó mirando al conde.

—Dicen que la guerra le afectó demasiado —continuó Volger—. Deseaba fervientemente la paz. Por supuesto, lo que él deseara no importa demasiado.

—Pero… esta carta representa la voluntad del cielo. El Vaticano confirmará su autenticidad, ¿verdad?

—Sería lógico pensarlo. Aunque está claro que alguien habló a los alemanes sobre la visita de vuestro padre —Volger extendió las manos—. Esperemos que ese alguien no se haya ganado la confianza del nuevo Papa.

Alek se volvió para mirar por la ventana, intentando asimilar las noticias que le había dado Volger.

Tras la muerte de sus padres, el mundo se había vuelto loco; como si la tragedia de su familia hubiera alterado el curso de la historia. Pero en Estambul, de alguna forma las cosas habían empezado a volver a encajar en su lugar. La revolución desatada por el comité y Dylan llegando con el Behemoth tras su estela, todo ello daba a entender a Alek que le correspondía acabar con aquella guerra, arreglar las cosas. Por primera vez en su vida, había estado completamente seguro de sus actos, como si le guiase la providencia.

Pero ahora el mundo estaba otra vez revolucionado. El destino no le llevaba hacia el epicentro de la guerra sino lejos de su patria y de su gente, lejos de todo lo que estaba predestinado a hacer desde que había nacido. Y la carta que sostenía en la mano, la única cosa que Alek aún conservaba de lo que su padre le había dejado, podría resultar completamente inútil ahora.

¿Qué extraña providencia era aquella?

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