Behemoth

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Veintiuno

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VEINTIUNO

—Soy un estúpido —se dijo Alek en un susurro.

Por supuesto los alemanes habían investigado a los otros hombres que habían desaparecido la noche que ellos habían escapado. Tanto Bauer, Hoffman como Klopp eran todos Guardas de la Casa de los Habsburgo, con fotografías en sus expedientes militares. Pero, desde luego, Alek había olvidado que los plebeyos también podían ser perseguidos.

Miró frenéticamente por la habitación. Había dos soldados alemanes más apostados en la puerta y el café no tenía otras salidas. Los soldados que habían visto a Bauer estaban hablando entre ellos profusamente y uno de ellos miraba atentamente a su mesa.

Malone se recostó en su silla y de forma despreocupada dijo:

—Hay una puerta que da al callejón en la parte de atrás.

Alek miró hacia donde le indicaba, la pared trasera estaba toda cubierta por la brillante pantalla, pero estaba hecha de papel.

—¿Hans, tiene un cuchillo? —preguntó Alek en voz baja.

Bauer asintió, llevándose la mano a su chaqueta.

—No se preocupe, señor. Les mantendré ocupados mientras vos escapáis.

—No, Hans. Vamos a escapar juntos. Deme el cuchillo y luego sígame.

Bauer frunció el ceño pero le entregó el arma. Los dos soldados alemanes estaban haciendo señas a sus compatriotas que estaban en la puerta. Era hora de irse.

—Mañana a mediodía en la Mezquita Azul —dijo Alek cogiendo su fez.

Se puso en pie de un salto, corrió a través de las mesas hacia la pantalla iluminada.

La brillante superficie de papel se partió con un rápido cuchillazo, dejando ver los engranajes moviéndose y las luces de gas que había detrás. Medio deslumbrado, Alek chocó contra las siluetas de las olas del océano, tropezando con un gran armatoste zumbante. Su mano se golpeó con una de las lámparas de gas que siseaban, y que le quemó como hierro candente al tocarla. La lámpara se estrelló contra el suelo, derramando llamas y fragmentos de cristal.

De pronto estallaron gritos tras ellos, puesto que la multitud se asustó ante el olor del gas ardiendo y el papel. Alek oyó que uno de los soldados gritaba a los clientes que le dejasen pasar.

—¡La puerta, señor! —gritó Bauer.

Alek solo podía ver puntos negros puesto que la luz le había deslumbrado, pero Bauer le arrastró con él, con sus botas resbalando sobre la maquinaria y el cristal roto.

La puerta se abrió bruscamente hacia la oscuridad, el aire de la noche felizmente frío sobre la palma de la mano quemada de Alek. Siguió a Bauer, intentando ver algo más que los puntos negros mientras corría. El callejón era como una versión en miniatura del Gran Bazar, con tenderetes de mercado por todos lados del tamaño de un armario y con multitud de pequeñas mesas con pistachos, nueces y frutas amontonadas en ellas. Rostros sorprendidos miraron a Alek y Bauer mientras pasaban corriendo.

Alek oyó el portazo de la puerta al abrirse de nuevo tras ellos. Luego resonó un disparo por el callejón y estalló polvo de las antiguas piedras junto a su cabeza.

—¡Por allí, señor! —exclamó Bauer, arrastrándole por una esquina.

Ahora la gente corría en todas direcciones y el callejón se convirtió en un tumulto de hombres y mesas vueltas. Se abrieron las celosías y sonaron gritos en una docena de idiomas por las paredes.

Otro disparo sacudió el aire a su alrededor y Alek siguió a Bauer por un pasaje lateral que se abría entre dos edificios. Era estrecho, estaba vacío y sus botas resonaban por el arroyuelo de desagüe que lo atravesaba por el centro. Tuvieron que agacharse al pasar por debajo de los bajos arcos de piedra mientras corrían.

«ESCAPADA»

El callejón no conducía de vuelta al Gran Bazar o a una calle abierta, sino que parecía doblarse sobre sí mismo, siguiendo las serpenteantes espirales de los tubos de vapor y los conductos del alambrado. Solamente una ínfima claridad de luz de luna iluminaba su recorrido por los adoquines del pavimento y pronto Alek perdió todo sentido de la orientación.

Allí las paredes estaban escritas con tiza en una maraña de palabras y símbolos: Alek vio los alfabetos árabes y griegos mezclados junto con otros signos que no reconoció. Parecía como si él y Bauer hubiesen ido a parar a una ciudad más antigua dentro de la primera, la que fue Estambul antes de que los alemanes hubiesen ampliado sus avenidas y las hubiesen llenado con bruñidas máquinas de acero.

Cuando dieron la vuelta a una esquina, Bauer tiró de Alek para que se detuviera.

Por encima de ellos se alzaba imponente un caminante, de una altura de seis pisos. Su cuerpo era largo y sinuoso, como una serpiente alzándose, y un par de brazos sobresalían de sus costados. La parte frontal de la cabina del piloto parecía la cara de una mujer y daba la impresión de estar mirándolos, absolutamente inmóvil.

—Volger nos habló sobre ellos —susurró Alek—. Son autómatas de hierro que mantienen la paz entre los diferentes guetos.

—Parece vacío —dijo Bauer nerviosamente—, y los motores están apagados.

Tal vez solo sea para que esté a la vista. Ni siquiera tiene armas.

No obstante, había algo de imponente en el caminante, como si estuviesen mirando una estatua de alguna antigua diosa pagana. La expresión de la cara gigante parecía esbozar una sonrisa.

Se escucharon gritos en la distancia y Alek apartó sus ojos de la máquina.

—Podríamos entrar en alguna parte y escondernos —dijo Bauer, señalando un bajo portal en la pared del callejón con una ventana con rejas de hierro en su centro.

Alek dudó. Irrumpir en una casa extraña solamente provocaría aún más problemas, especialmente si los propietarios de aquel caminante inmóvil estaban por allí cerca.

El chirrido de silbatos resonó a su alrededor, como si sus perseguidores se acercasen de todas direcciones…

O más bien dicho, de casi todas direcciones.

Alek miró las cañerías de vapor que subían por las paredes de piedra.

Desprendían vapor y temblaban con el calor, entonces se precipitaron callejón abajo comprobándolos uno a uno hasta que dieron con un viejo entresijo de conductos que estaba frío al tacto.

Alek se guardó el cuchillo en su cinturón.

—Intentemos escapar por los tejados.

Bauer dio una sacudida a las tuberías y cayó polvo de los ladrillos por los oxidados pernos.

—Subiré yo primero, señor, por si se rompe.

—Si eso sucede, Hans, sospecho que ambos estaremos en problemas, pero suba primero.

Bauer se sujetó firmemente y se impulsó hacia arriba.

Alek le siguió. Sus botas encontraron un firme soporte en la basta pared de piedra y las tuberías oxidadas eran un buen punto de apoyo para las manos. Aunque a mitad de camino su mano quemada empezó a dolerle, sintiendo unas punzadas como si una astilla en forma de llama hubiese quedado atrapada entre la piel. Soltó aquella mano y la sacudió, intentando apagar el fuego que recorría sus nervios.

—Ya no falta mucho, señor —dijo Bauer—. Hay un canalón para el agua de lluvia justo encima de mí.

—Espero que haya algo de lluvia en él —murmuró Alek, aún sacudiendo su mano—. Mataría por un cubo de agua fría.

Su bota derecha resbaló unos pocos centímetros y Alek se sujetó a las cañerías con ambas manos de nuevo. Era mejor un poco de agonía que una larga caída sobre los adoquines.

Pronto Bauer se había impulsado por el borde del tejado y ya estaba fuera de su vista. Pero cuando Alek extendía la mano para sujetarse al canalón, se escucharon gritos desde debajo.

Se acercó más a la pared y se quedó inmóvil.

Un grupo de soldados corría callejón abajo, vestidos con el uniforme gris de los alemanes. Uno gritó y todos se detuvieron de forma desordenada directamente debajo de Alek. El hombre que había gritado se arrodilló, alzando algo del suelo.

Alek maldijo en voz baja. El cuchillo de Bauer se le había caído del cinturón.

Era un objeto de la Guardia de los Habsburgo, con la empuñadura marcada con el escudo familiar de Alek. Si los alemanes se habían preguntado si él estaba en Estambul o no, aquello les sacaría de cualquier duda.

Los hombres se quedaron allí hablando, pero ninguno de ellos prestó la menor atención a los tubos de vapor que subían por la pared que había junto a ellos. El oficial señalaba en todas direcciones, dividiendo a sus hombres.

«¡Marchaos!», suplicó Alek en silencio. Estar allí colgado inmóvil eran cien veces más duro que escalar. Su mano quemada se le estaba acalambrando y la antigua herida que le habían hecho la semana pasada en sus costillas le estaba latiendo al mismo ritmo que su corazón.

Finalmente, el último hombre desapareció de su vista y Alek pudo alargar la mano para sujetar el canalón de la lluvia. Pero, cuando se impulsó hacia arriba, el metal crujió y el canalón se separó de la piedra con una serie de crujidos.

Alek sintió una escalofriante sacudida hacia abajo y los pernos oxidados saltaron a su cara. El canalón se sostuvo otro momento, aunque podía notar cómo se retorcía en sus manos.

—¡Señor! —Bauer extendió los brazos desde el tejado, intentando agarrar las muñecas de Alek, pero el canalón se había separado demasiado de la pared.

Alek pataleó, intentando balancearse para acercarse, pero el movimiento no hizo más que arrancar más pernos de la pared.

—¡El caminante! —gritó Bauer.

Alek se dio cuenta de que una enorme sombra se estaba moviendo bajo él, desprendiendo vapor por sus juntas al frío aire nocturno. Una de las grandes garras se estaba extendiendo…

El muchacho cayó y fue a parar a la gigantesca mano de metal. El impacto le dejó sin aliento, enviando ramalazos de dolor por sus doloridas costillas. Patinó un momento y los botones de su traje resonaron contra el acero, pero la garra se cerró formando un enorme cuenco a su alrededor.

Alzó la vista: el brazo aún se movía, acercándole más al caminante. Su cara estaba abierta en dos como un visor ampliándose cada vez más. Un momento después la cabina del piloto estaba expuesta.

En su interior había tres hombres. Dos estaban inclinados sobre el borde, observando por el callejón, con pistolas fuertemente asidas en sus manos. El tercero estaba sentado ante los controles del caminante con un aspecto de curiosidad en su rostro.

Nubes de vapor se arremolinaban a su alrededor, resoplando entre las juntas de la máquina. Alek se dio cuenta de que sus motores aún estaban en silencio; había usado presión neumática para ponerse en marcha.

—Usted habla alemán —dijo el hombre que estaba a los controles—. Y aun así los alemanes le están persiguiendo. Interesante.

—No somos alemanes —respondió Alek—. Somos austriacos.

El hombre frunció el ceño.

—Aun así son clánkers. ¿Son desertores?

Alek negó con la cabeza. Tal vez sus lealtades se habían enredado un poco últimamente, pero desde luego no era un desertor.

—¿Puedo preguntarle quién es usted, señor?

El hombre sonrió y manejó los controles.

—Soy el tipo que acaba de salvarle la vida.

—Señor, debo… —la voz de Bauer le llegó desde el tejado, pero Alek le hizo un gesto con la mano para que guardase silencio.

La mano gigante se acercó más a la cabeza del caminante y la abrió. Cuando Alek se levantó, uno de los otros dos hombres dijo algo en un idioma que no reconoció. Parecía más italiano que el turco que había escuchado por las calles aquel mismo día. También parecía poco amistoso.

El primer hombre se echó a reír.

—Mi amigo quiere que le deje caer porque cree que son alemanes. Tal vez deberíamos elegir otro idioma.

Alek alzó una ceja.

—Por supuesto. ¿Habla usted inglés?

—Extremadamente bien —el hombre cambió al inglés sin esfuerzo alguno—. Estudié en Oxford, ¿sabe?

—Bien, de acuerdo. Me llamo Aleksandar —Alek hizo una leve reverencia y luego señaló al tejado, desde donde Bauer estaba mirando hacia abajo con los ojos muy abiertos—. Y este es Hans, pero me temo que él no sabe inglés.

—Soy Zaven —el hombre hizo un gesto con la mano desdeñosamente—. Estos dos bárbaros solo hablan rumano y turco. No les haga caso. Pero veo que usted es un caballero educado.

—Gracias por salvarme la vida, señor. Y por no… dejarme caer.

—Bueno, no deben de ser del todo malos si los alemanes los están persiguiendo —a Zaven le brillaron los ojos—. ¿Ha hecho algo que los enojase?

—Eso creo —Alek inspiró lentamente, escogiendo sus palabras con cuidado—. Me han estado persiguiendo desde que empezó la guerra. Tenían cuentas pendientes con mi padre.

—¡Ajá! ¡Un rebelde de segunda generación, como yo!

Alek miró a los demás.

—Así ¿qué son ustedes tres? ¿Revolucionarios?

—Somos más de tres, señor. ¡Somos miles! —Zaven se puso de pie de un brinco sobre su silla de piloto y saludó—. Somos el Comité para la Unión y el Progreso.

Alek asintió. Recordó el nombre que había escuchado seis años antes, cuando la rebelión había pedido el regreso del gobierno electo. Pero los alemanes habían intervenido para aplastarlos, manteniendo al sultán en el poder.

—¿De modo que ustedes forman parte de la rebelión de los Jóvenes Turcos?

—¿Jóvenes Turcos? ¡Bah! —Zaven escupió al suelo del callejón—. Hace años nos escindimos de aquellos cretinos. Creen que solamente los turcos son los verdaderos otomanos. Pero, como puede ver, el comité abarca gente de todo tipo. Hizo un gesto a los otros dos hombres. Mis amigos son valacos, yo soy armenio y tenemos kurdos, árabes y judíos entre nosotros. ¡Y también un montón de turcos, por supuesto!

Se echó a reír. Alek asintió lentamente, recordando las pintadas de tiza en los callejones que tenía debajo, como si fuese algún tipo de código formado por la unión de todo el barullo de las lenguas del Imperio. Y todos ellos luchando contra los alemanes, juntos.

Por un momento, Alek se sintió inestable sobre la mano gigante de metal. Tal vez era solo una reminiscencia de su casi caída, pero los latidos de su corazón se aceleraron de nuevo.

Aquellos hombres eran aliados. Al fin, allí tenía la oportunidad de hacer algo más que simplemente escapar y ocultarse, una forma de devolverles el golpe a las potencias que habían asesinado a sus padres.

—Señor Zaven —dijo Alek—, creo que usted y yo vamos a ser amigos.

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