Behemoth

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Veintinueve

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VEINTINUEVE

Se despertó antes del alba porque alguien le estaba dando empujones con una escoba.

Era un joven vestido con un mono de trabajo que hacía su tarea sin particular entusiasmo. Cuando Deryn se puso de pie, el joven siguió barriendo el callejón, sin mediar palabra. Por supuesto, el hombre no esperaba que ella hablase turco. El puerto de Estambul probablemente estaba lleno de marinos extranjeros arrastrando botellas de brandy.

En la distancia resonaban tambores, junto con enérgicos cantos. Parecía que era un poco temprano para que alguien estuviese haciendo aquel alboroto. Sin embargo, el trío de gatos con los que ella había compartido el callejón apenas parecieron reparar en ello y volvieron a dormirse después de que el barrendero hubo pasado.

Deryn caminó sin rumbo fijo hasta que vio el bosque de minaretes cerca del palacio del sultán. Seguramente por allí habría restaurantes para los turistas que estaban por los alrededores. Las galletas que tenía en su estómago habían sido remplazadas por un hambre atroz y necesitaba pensar con claridad si quería encontrar a Alek en aquella gigantesca ciudad.

Dar vueltas por Estambul a pie no era como mirar hacia abajo desde una aeronave o desde una silla de un elefante gigante. Los olores eran mucho más fuertes allí abajo: el olor de las especias que no le eran familiares y el humo del tubo de escape de un caminante se enredaron en el aire; carretillas llenas de fresas pasaron por su lado, dejando un dulce aroma en su estela, junto con algunos perros de aspecto hambriento. Una docena de idiomas se mezclaron en los oídos de Deryn; un batiburrillo de alfabetos decoraba todas las noticias de los quioscos. Por fortuna, también había quien hacía simples gestos con las manos entre toda aquella babel. Hacerse entender sería bastante sencillo.

Cuando unos hombres vestidos con uniformes de marinos saludaron a Deryn ella les respondió en clánker. Había aprendido un puñado de saludos de Bauer y Hoffman y también algunas palabrotas. Siempre era útil practicar.

Encontró una tienda llena de bonitas botellas de licor, sacó el polvo a su brandy y entró. Al principio, el propietario miró de soslayo su uniforme desaliñado y estaba a punto de echarla cuando descubrió que había entrado allí para vender, no para comprar y, cuando vio la etiqueta de la botella, su actitud cambió. Le ofreció un montón de monedas, una cantidad que dobló cuando ella le miró duramente.

La mayoría de los restaurantes estaban cerrados, pero Deryn pronto encontró un hotel. Unos minutos después ya estaba sentada ante un desayuno de queso, aceitunas, pepinillos, café y un pequeño cuenco de una sustancia pastosa llamada yogur, que estaba a medio camino entre el queso y la leche.

Mientras comía, Deryn pensó en cómo iba a encontrar a Alek. En su mensaje a Volger el muchacho dijo que su hotel tenía el mismo nombre que su madre. Aquello parecía bastante simple, excepto que Alek nunca le había dicho a Deryn el nombre de su madre. Sabía que el de su tío abuelo el emperador era por supuesto Francisco José, y recordó que el nombre de su padre era también Franz nosequé. Pero las esposas raras veces eran tan famosas como sus maridos.

Observó a un grupo de marinos que pasaron por allí y se preguntó si alguno de ellos era austriaco. Seguramente sabrían el nombre de la archiduquesa asesinada, si fuera el caso que Deryn supiese cómo hacer que comprendiesen su pregunta.

Pero entonces recordó la otra mitad del mensaje de Alek, la que decía que los alemanes le estaban buscando. Si un marino que hablaba inglés pero iba vestido con un uniforme clánker empezaba a hacer preguntas sobre un príncipe fugitivo, lo único que conseguiría sería despertar sospechas.

Tenía que averiguar la respuesta por si sola. Por fortuna, la familia de Alek era famosa. ¿Estaría en los libros de historia?

Lo único que necesitaba era encontrar una especie de árbol genealógico… Una hora después, Deryn estaba frente a una amplia escalera de mármol, con un recién estrenado bloc de dibujo en la mano. Ante ella se alzaba, según su media docena de conversaciones en lengua de signos y vacilante clánker, la más nueva y la mayor biblioteca de Estambul.

Sus gigantescas columnas de bronce brillaban al sol y sus puertas giratorias impulsadas con vapor recogían y expulsaban gente sin descanso. Cuando traspasó las puertas, Deryn tuvo los mismos miedos que sintió en el vagón salón del Orient Express. Ella no pertenecía a ningún lugar tan elegante y el zumbido de tantas máquinas la mareaba.

El techo era una maraña de tubos de cristal llenos de pequeños cilindros que pasaban a toda velocidad a través de ellos, casi tan rápido que no se veían. Los chasqueantes dedos de los motores de cálculo cubrían las paredes, revoloteando como los cilios de la gran aerobestia cuando estaba nerviosa. Caminantes con mecanismos de relojería del tamaño de cajas para sombreros correteaban por el suelo de mármol, transportando enormes montones de libros que parecían pesar mucho.

Un pequeño ejército de funcionarios esperaba tras una hilera de escritorios, pero Deryn se encaminó hacia el amplio vestíbulo para dirigirse hacia los enormes montones de libros. Parecía haber millones de libros y seguramente muy pocos estaban en inglés.

Sin embargo, una bonita reja de hierro que se extendía por toda la sala le impidió el paso. A cada pocos pasos había un letrero que repetía el mismo mensaje en una docena de idiomas:

«EL CATÁLOGO DE LA BIBLIOTECA»

ESTANTERÍAS CERRADAS

PREGUNTEN EN EL MOSTRADOR DE INFORMACIÓN.

Deryn regresó a los mostradores, reunió valor y se dirigió al funcionario que le pareció que tenía un aspecto más amable. Lucía una larga barba gris, un fez y unos anteojos y la miró con una sonrisa ligeramente desconcertada cuando se aproximó. Deryn sospechó que la mayoría de los marinos no pasaban su tiempo libre en tierra precisamente en la biblioteca.

La muchacha se inclinó ligeramente para saludar y acto seguido arrancó dos páginas de su libreta de dibujo y las dejó sobre el escritorio. En una de ellas había dibujado el emblema de los Habsburgo, que había decorado la coraza del pecho del Caminante de Asalto de Alek. En la otra, había esbozado un árbol genealógico, como las genealogías de las grandes aerobestias que el señor Rigby siempre estaba intentando que memorizasen. Sin duda, los clánkers dibujaban sus árboles genealógicos de diferente forma, pero seguramente un bibliotecario entendería el concepto.

El hombre se ajustó los anteojos, miró los esbozos un momento y después miró a Deryn de forma interrogativa.

—¿Es usted austriaco? —preguntó en un cuidado clánker.

—No, señor. América —ella habló también en alemán, pero intentó imitar el acento de Eddie Malone—. Pero quiero… —su cerebro iba a cien por hora— comprender la guerra.

El hombre asintió lentamente:

—Muy bien, jovencito. Espere un momento, por favor.

Se dio la vuelta para ponerse frente a lo que parecía una especie de piano insertado en el mostrador y empezó a teclear en él. No surgió ninguna música pero, después de teclear, una tarjeta perforada salió de una ranura. Se la entregó a la muchacha y señaló con el dedo.

—Buena suerte.

Deryn hizo una reverencia y le dio las gracias; después siguió el gesto del funcionario hasta un quiosco que había en el centro de la sala. Observó cómo otra usuaria la usaba primero. La mujer introdujo la tarjeta perforada en lo que parecía un telar en miniatura. La tarjeta se deslizó por debajo de un peine de finas púas, cuyos dientes de metal punzaban arriba y abajo como si estuviesen escrutando los agujeros de la tarjeta.

Después de un momento de dar vueltas y chasquidos la tarjeta fue escupida de nuevo. Desde lo alto del quiosco, un mecanismo subía y bajaba y luego se alejaba rápidamente por las estanterías de libros.

Deryn se sintió mareada al intentar seguir la lógica clánker de todo aquello, pero se acercó al quiosco para repetir el proceso con su propia tarjeta. Cuando la tarjeta salió expulsada descubrió que le habían estampado un número. Después de un minuto paseando por el vestíbulo, Deryn encontró una hilera de pequeñas mesas también etiquetadas con un número. Se sentó en la que correspondía al número de su tarjeta y sacó su libreta de dibujo.

Mientras dibujaba, el ronroneo y los chasquidos de las máquinas resonaban a su alrededor, unos sonidos que se mezclaban como olas distantes chocando en la arena. Deryn se preguntó cómo podían hacer aquello, traducir preguntas en agujeros diseminados en un papel. ¿Es que cada minúsculo pedacito de conocimiento tenía su propio número? El sistema probablemente era más rápido que pasearse entre las altas estanterías que llegaban hasta el techo, pero ¿cuántos otros libros podría haber encontrado haciéndolo ella misma?

Miró las máquinas calculadoras que cubrían las paredes y pensó en lo que serían capaces. ¿Grabarían todas las preguntas que los bibliotecarios habían formulado? Y si era así, ¿quién miraría los resultados? Deryn recordó los ojos que la espiaban a través de las rendijas que había en las paredes del salón del trono y empezó a tamborilear sus dedos.

Seguramente, entre todo aquel tumulto de información, nadie repararía en unas pocas preguntas sobre la tragedia que había empezado toda aquella maldita guerra.

Finalmente la máquina con el mecanismo de cuerda regresó corriendo como un perro que te trae el hueso que le has tirado. Iba cargada con media docena de libros, todos ellos pesados y forrados con cuero antiguo agrietado.

Alzó algunos de ellos y hojeó sus páginas de bordes dorados. Algunos estaban en clánker y otros en una escritura fluida que había visto en muchos de los signos que había en el exterior, pero uno de ellos apenas tenía palabras, solamente nombres, fechas y escudos de armas. En su cubierta estaba el escudo de los Habsburgo y una frase en latín que recordaba de la primera vez que Alek y la doctora Barlow se habían encontrado: Bella gerant alii, tu Felix Austria, nube.

«Deja que otros hagan la guerra», significaba la primera parte.

—¡Arañas chaladas! —maldijo Deryn en voz baja, hablando para sí—, hay un montón de Habsburgos.

El libro era lo suficientemente grueso para aturdir a un hipoesco y las entradas se remontaban a ochocientos años atrás. Pero Alek solo tenía quince años, por lo tanto tenía que estar al final.

Consultó las últimas páginas y pronto le encontró: «Aleksandar, Prinz von Hohenberg», junto con su fecha de nacimiento y los nombres de sus padres: Franz Ferdinand y Sophie Chotek.

—Sophie —murmuró Deryn, recostándose en el respaldo y sonriendo para sí.

Dejó el montón de libros en la mesa y se encaminó de nuevo hacia las puertas giratorias. Después de bajar rápidamente las escaleras de mármol exteriores, se acercó al primer taxi de seis patas de la hilera, todos ellos con la forma de escarabajos gigantes. Deryn se llevó la mano al bolsillo donde guardaba las monedas que le quedaban.

—¿Hotel Sophie? —preguntó. «Hotel» era igual en inglés que en clánker.

El piloto frunció el ceño y luego preguntó:

—¿Hotel Hagia Sophia?

Deryn asintió con la cabeza, feliz. Aquello sonaba bastante parecido: tenía que ser ese.

El piloto del taxi inspeccionó su puñado de monedas y señaló con el pulgar hacia el asiento trasero. Deryn saltó a bordo, por una vez disfrutando del ruido sordo de un motor clánker bajo ella. Después de seguirle la pista a Alek por una ciudad de millones de personas, se merecía ir en taxi en lugar de andar.

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