Behemoth

Behemoth


Treinta y tres

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TREINTA Y TRES

Los elefantes de guerra otomanos desfilaban en la distante avenida arbolada, dejando huellas de adoquines destrozados. Sus enseñas con las lunas en cuarto creciente ondeaban al viento y las trompas, coronadas con metralletas, se balanceaban entre largos colmillos envueltos en alambre de espino. Se dieron la vuelta en formación, tan precisos como soldados desfilando alejándose hacia los muelles.

Deryn soltó un suspiro de alivio, devolviéndole los prismáticos a Alek.

—El señor tiene razón. No vienen hacia aquí.

—Este debe de ser el desfile para el que se estaban preparando —dijo Alek y le entregó los prismáticos a Klopp.

Was denken Sie, Klopp? Hundert Tonnenje? Hundert undfunfaig? —dijo el profesor de mekánica.

Deryn asintió de acuerdo. Si lo había entendido correctamente, Klopp opinaba que los elefantes de metal pesaban una tonelada y media cada una. Las toneladas clánker eran un poco más grandes que las británicas, recordaba, pero la idea estaba suficientemente clara.

Aquellos elefantes eran rematadamente grandes.

Mit achtzig-Millimeter-Kanone auf dem Turmchen —añadió Bauer, algo que estaba más allá de los conocimientos de clánker de Deryn.

Pero asintió de nuevo, fingiendo comprender.

Kanone —repitió Bovril, que estaba sentado en el hombro de Alek.

—Sí, cañón —murmuró Deryn, observando el tenue brillo de las torretas de acero sobre la espalda de los elefantes.

Al fin y al cabo, la parte importante eran los cañones.

Klopp y Alek siguieron hablando en un clánker indescifrable, de modo que Deryn paseó hasta el rincón más apartado de la terraza para estirar las piernas. Aún le dolía el trasero de la salvaje cabalgada en el taxi, que había sido peor que cualquier paseo a caballo al galope. No entendía cómo los clánkers podían montar en máquinas todo el día, por la forma en que se movían algo debía de estar definitivamente mal.

—Estás herido —escuchó la voz de Lilit justo tras él, haciendo que Deryn diera un respingo.

La chica siempre estaba moviéndose furtivamente a su lado.

—Estoy bien —dijo Deryn y a continuación señaló hacia los elefantes de guerra—. Solo es que me preguntaba si desfilan así a menudo, aplastando las calles.

La chica movió negativamente la cabeza.

—Normalmente se quedan fuera de la ciudad. El sultán está mostrando su fuerza.

—Eso es evidente. Perdone que le diga esto, señorita, pero ustedes no pueden derrotarlos. Esos caminantes llevan un cañón y los suyos solo tienen garras y puños. ¡Es como llevar guantes de boxeo a un duelo de pistolas!

—El mundo está construido sobre un elefante, mi abuela siempre lo dice —Lilit soltó un suspiro—. Esto es debido a una antigua ley: nuestros caminantes no pueden estar armados, no como los del sultán. Pero al menos lo hemos asustado. ¡Su Ejército no estaría destrozando las calles si no estuviese nervioso!

—Sí, puede que esté nervioso pero eso también significa que está preparado para responderos.

—La última revolución solo fue hace seis años —dijo Lilit—. Él siempre está preparado.

Deryn estaba a punto de decir lo optimista que era aquel comentario pero un extraño zumbido llenó el aire. Se dio la vuelta y vio un extraño artilugio que cruzaba el balcón. Avanzaba bamboleándose una especie de cruce entre un reptil y una cama con baldaquín, y zumbaba como un juguete de cuerda.

—¿Qué caramba es esto?

—Esto —dijo Lilit con una sonrisa— es mi abuela.

Cuando volvieron con los demás, Deryn vio una masa de pelo gris que sobresalía de las blancas sábanas. Era una anciana, sin duda la temible Nene de la que Alek le había hablado.

Bovril parecía contento de verla. Bajó corriendo del hombro de Alek y cruzó la terraza, luego se encaramó hasta los pies de la cama. La bestia se quedó allí con su piel erizándose en la brisa, tan contento como un almirante en el mar.

Alek hizo una reverencia a la anciana y presentó al profesor Klopp y al caporal Bauer con un chorro de palabras en cortés clánker.

Nene asintió y más tarde dirigió su mirada de acero a Deryn.

—Y tú debes de ser el chico del Leviathan —dijo ella, con su acento inglés elegante, igual que el de Zaven—. Mi nieta me ha hablado de ti.

Deryn hizo chocar los talones de las botas.

—Cadete Dylan Sharp a su servicio, señora.

—Por tu acento, te criaste en Glasgow.

—Sí, señora. Tiene un buen oído.

—De hecho los dos —dijo Nene—. Y también tienes una extraña voz. ¿Me enseñas tus manos, por favor?

Deryn dudó, pero cuando la anciana chasqueó los dedos, sin saber cómo, obedeció.

—Muchos callos —dijo Nene, tocándolas cuidadosamente—. Eres un chico que trabaja duro, a diferencia de tu amigo el príncipe de Hohenberg. Dibujas un poco y coses mucho, para ser un chico.

Deryn carraspeó, recordando que sus tías le habían enseñado a hacer colchas.

—En las Fuerzas Aéreas los cadetes zurcimos nuestros uniformes.

—Pues sí que sois trabajadores. Mi nieta dice que no confías en nosotros.

—Sí…, bueno, es todo un poco extraño, señora. Tengo órdenes de mantener mi misión aquí en secreto.

—¿Estás cumpliendo órdenes? —Nene miró a Deryn de arriba abajo—. No parece que lleves uniforme.

—Puede que esté de incógnito, señora, pero aún soy un soldado —afirmó Deryn.

—Incógnito —dijo Bovril, riendo—. ¡Señor Sharp!

Deryn miró de reojo a la bestia, deseando que dejara de decir aquello de una vez.

—Muy bien, chico, al menos eres honesto al plantearnos tus dudas —dijo Nene, soltando sus manos y dirigiéndose a continuación a Alek—. Entonces, ¿qué piensan tus hombres de nuestros caminantes?

Alek repuso en clánker y pronto Klopp y Bauer estaban acribillando a Nene y Zaven a preguntas.

Deryn no pudo seguir la mitad de lo que decían, pero daba igual en qué lengua lo dijesen, aquella revolución estaba completamente condenada al fracaso sin cañones. Zaven estaba rematadamente loco al pensar de otro modo.

Ni siquiera Alek veía la realidad. Estaba siempre pensando en que su destino era ayudar a la revolución, vengarse de los alemanes y terminar la guerra. Aquello no era más que un montón de tonterías, según Deryn. La providencia no impediría que los caminantes del sultán se merendasen a aquellas antiguallas del comité como si fuesen una caja de chocolates.

Sacó su libreta de bocetos y miró hacia el desfile de nuevo. Los elefantes se estaban alineando junto a un muelle muy largo, elevaron sus armas preparándose para saludar a un buque de guerra.

—El Goeben —murmuró Deryn.

Las nuevas banderas otomanas de los acorazados revoloteaban luciendo su brillante carmesí y el cañón Tesla relucía como una tela de araña de acero bajo el sol.

Lilit tenía razón: aquel día el sultán estaba haciendo una demostración de su poder. Incluso si el comité conseguía derrotar a aquellos elefantes de alguna forma, aún tendrían que enfrentarse a los grandes cañones del Goeben y el Breslau. O tal vez no. Dentro de menos de un mes a partir de entonces el Leviathan se dirigiría hacia los Dardanelos guiando a una enorme bestia hambrienta de acorazados alemanes. El almirante Souchon seguramente había luchado contra krakens con anterioridad, pero nada comparable al Behe moth. La criatura, al parecer, era lo suficientemente poderosa para hundir los nuevos barcos de guerra del sultán en menos de media hora.

Entonces sí que sería una noche condenadamente buena para empezar una revolución.

El problema era que Deryn no podía contar nada al comité de lo que se avecinaba. Solo con que uno de ellos fuese un espía clánker y les comunicase el plan, entonces el Leviathan estaría condenado a la perdición. Deryn estaba obligada por su deber a guardar silencio.

Un torrente de humo salió de los cañones de guerra de los elefantes, que se transformó en una ondeante y gran nube negra sobre la brisa del mar. El sonido les llegó unos segundos más tarde, como si se tratase de un trueno distante. Entonces, los cañones del Goeben le devolvieron el saludo, diez veces más fuerte y con más violencia.

Deryn suspiró mientras empezaba a dibujar la escena: había demasiadas piezas condenadamente sueltas en aquel rompecabezas. El Behemoth podía hundir a los acorazados alemanes, pero, por el contrario, no podía deslizarse hacia tierra y luchar contra los elefantes del sultán.

Tras ella, la conversación había ido subiendo de tono. Zaven estaba proclamando algo en clánker mientras que Klopp negaba con la cabeza, con los brazos cruzados.

Nein, nein, nein —seguía repitiendo el anciano.

Ojalá hubiese una forma sencilla de manejar ciento cincuenta toneladas de acero…

Entonces, como en un destello, se le ocurrió.

—Un momento, señor Zaven —les interrumpió ella—. No importa que vuestros caminantes no tengan cañones. ¡Podemos solucionarlo!

Alek negó con la cabeza, con gesto cansado.

—No podemos hacer nada. Está diciendo que el Ejército tiene un control estricto sobre los cañones y la munición.

—Ya, pero es que no necesitáis nada tan sofisticado —dijo Deryn—. Cuando el Dauntless fue atacado, los atacantes no tenían más que unos cuantos cabos de cuerda.

—¿Atacado? —preguntó Nene—. Pensaba que la conducta violenta del Dauntless fue debida a un pilotaje negligente.

Deryn soltó un bufido.

—No crea todo lo que lee en la prensa, señora —señaló hacia abajo, a los elefantes acorazados—. ¿Ve que hay un piloto en cada pata? Tres saboteadores echaron un lazo a nuestros hombres, tiraron de ellos y luego se subieron a los controles para ocupar su lugar. Así es como se detiene a estas bestias de metal. ¡Se derriba a un par de pilotos y ello les detiene completamente!

—Tal vez en el Dauntless, ya que los pilotos lo montan a cuerpo descubierto —dijo Zaven—. Pero los hombres de ahí abajo están bien protegidos.

Deryn ya había pensado en aquello.

—Protegidos de cuerdas y balas, tal vez. Pero han de tener rendijas para la visión, igual que el caminante de Alek. ¿Qué sucedería si les introdujésemos algo picante por ellas?

—¿Algo picante? —preguntó Nene.

—Sí —Deryn sonrió, volviéndose hacia Alek—. ¿Aún no te he contado cómo rescaté al Dauntless, verdad?

Alek negó con la cabeza.

Deryn pensó un momento para ordenar sus ideas, sabiendo que ahora había captado la atención de todos ellos.

—De hecho, fue idea mía. Los condenados diplomáticos no tenían armas adecuadas a bordo, de modo que agarré un gran saco de especias en polvo y se lo lancé a uno de los saboteadores. ¡El olor de aquello arrancó de su asiento a aquel caraculo! Y su armadura no hizo más que empeorar las cosas: ¡imagínense estar atrapado dentro de una pequeña cabina de metal con la nariz llena de especias!

—Especias —repitió Bovril quedamente.

—Aquel saboteador apenas podía respirar —dijo Deryn—. ¡Y mi uniforme quedó totalmente arruinado!

—El Ejército no controla la pimienta picante —murmuró Nene, y Alek empezó a traducirlo para Klopp y Bauer.

Lilit se volvió hacia su padre:

—¿Crees que podría funcionar?

—Incluso un soldado de a pie podría combatir a un caminante de esta forma —dijo Zaven—. ¡El comité puede inundar las calles con revolucionarios blandiendo especias!

—Sí, pero tenéis que pensar más allá —dijo Deryn—. A diferencia de los caminantes alemanes, todos los vuestros tienen manos. Creo que esa bestia Minotauro podría lanzar una bomba de especias a media milla de distancia.

—Mucho más lejos incluso —dijo Lilit y luego sonrió—. Es decir, si Alek no la aplasta en su puño primero.

Alek refunfuñó un poco.

—Klopp dice que puede armarlas de alguna forma, con alguna especie de cargador que contenga las bombas de especias. Después de todo, estamos encima de una fábrica mekánica.

—Las piezas no van a ser un problema —aseguró Zaven—. Pero las especias más picantes se venden en cantidades muy pequeñas. ¡Y estamos hablando de comprar toneladas!

—¿Si nosotros os proporcionamos el dinero, querréis probar si funciona? —preguntó Alek.

Zaven y Lilit miraron a Nene. Ella alzó una ceja, mirando a Alek.

—Estamos hablando de mucho dinero, Su Serena Majestad.

Alek no respondió, pero se arrodilló para abrir su saquito, el pequeño saco que había estado transportando de un lado a otro todo el día. Sacó lo que parecía un ladrillo envuelto en un pañuelo.

Junge Meister! —dijo Klopp en voz baja—. Nicht das Gold!

Alek no le hizo caso, y desenvolvió el pañuelo para mostrar una barra de metal. Cuando la luz del sol incidió en él, una pálida hoguera amarilla ardió por toda su superficie.

Deryn tragó saliva. ¡Arañas chaladas, vaya si era rico el príncipe!

—Realmente eres él, ¿verdad? —murmuró Nene—. Unas finas láminas habían sido limadas de los bordes del lingote, pero el sello de los Habsburgo aún era visible.

—Por supuesto, señora —dijo Alek—. Soy muy mal mentiroso.

La conversación se reanudó de nuevo, otra vez en clánker cuando Nene, Zaven y Klopp empezaron a hacer planes.

Lilit se volvió para mirar a Deryn con los ojos brillantes.

—¡Especias! ¡Eres brillante! ¡Absolutamente brillante! —Lilit se acercó para darle un abrazo—. ¡Gracias!

—Sí, soy muy listo… a veces —dijo Deryn apartándose de ella rápidamente—. ¡Es también una suerte que Alek haya llevado consigo ese lingote de oro!

Alek asintió, pero la tristeza se reflejó en su rostro.

—Fue idea de mi padre. Él y Volger lo planearon todo.

—Sí, pero es una verdadera suerte que precisamente lo hayas traído hoy —dijo Deryn—. De otro modo lo habrías perdido.

—¿Cómo dices?

—Deja de ser un memo —dijo Deryn, moviendo la cabeza—. El piloto del taxi sabe de qué hotel salimos. Y cómo vamos vestidos y seguro que la dirección del hotel se acordará de nosotros si la policía va allí a hacer preguntas. De modo que tenemos que quedarnos aquí. Hemos perdido el equipo de radio, pero tenemos las herramientas de Klopp, a Bovril y tu oro —Deryn se encogió de hombros—. Eso es lo importante, ¿no?

Alek cerró con fuerza los ojos y su voz no pasó de ser un susurro.

—Casi todo.

—¡Maldita sea! No tendrías dos lingotes de oro, ¿verdad?

—No. Pero me he dejado una carta.

—¿Dice quién eres? —Lilit preguntó en voz baja.

—Con demasiada claridad —Alek se volvió para mirar a Deryn, con su mirada de pronto encendida—. Está bien escondida. ¡Si nadie la encuentra, podemos regresar a escondidas y recogerla!

—Sí, tal vez.

—Dentro de una semana, supongo, cuando las cosas se hayan calmado un poco. ¡Por favor, di que me ayudarás!

—¡Ya me conoces, siempre estoy dispuesto a echarte una mano! —dijo Deryn, dándole un suave puñetazo en el hombro.

Aunque, francamente, a ella le pareció sin sentido. Los alemanes ya sabían que Alek estaba en Estambul, así que ¿para qué arriesgarse a que lo cogieran?

Al fin y al cabo era solamente una maldita carta.

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