Beautiful

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15. Jensen

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15

Jensen

Lo que ocurre con los viajes es que, cuando vuelves a casa, todo parece un poco raro.

Me dije a mí mismo que era simplemente el resultado de pasar unas vacaciones increíbles después de varios años sin atreverme a dejar el trabajo. Me dije a mí mismo que era el resultado de haber sido alguien menos rígido, de haber desconectado, y la novedad de estar rodeado a todas horas de buenos amigos en lugar del aislamiento de vivir solo. Quizá fuese también el efecto de volver a ver a Becky y asistir a la irrupción de nuestro pasado en mi presente, sin saber al principio qué hacer con él hasta darme cuenta de que no tenía que hacer nada en absoluto.

Sin embargo, esa sensación indefinida cuando llegué a casa parecía más que eso. Sí, estaba tan ocupado que abandoné mi rutina, saltándome sesiones de ejercicio y trabajando a la hora de comer para ponerme al día. Sí, estaba tan exhausto al final de la jornada que al regresar a casa cenaba, me duchaba y me iba a la cama. Me levantaba y volvía a empezar. Y no hacía falta ser un genio para saber que lo que me producía esa sensación rara era algo más que el simple peso del trabajo que me aplastaba.

Pippa y yo habíamos sido muy claros acerca de lo que queríamos: un poco de diversión, una aventura y un descanso de la vida real. Entonces ¿por qué me había permitido a mí mismo sentir más?

No podía dejar de pensar en ella, de fantasear con el tiempo que habíamos pasado juntos en la cabaña y de desear que hubiéramos podido seguir su sugerencia de quedarnos allí y fingir, durante la mitad de cada año, que la vida en Londres y Boston no existía. ¿Seis meses sin teléfonos ni correo electrónico, en compañía de las personas que más apreciaba? Parecía el paraíso.

Tener a Pippa una noche más fue sobre todo una tortura. Al bajar del coche y verla mirando mi casa, una surrealista avalancha de sensaciones me había dejado atónito. Tardé unos cinco segundos en comprender que no eran imaginaciones mías. Estaba agotado, dispuesto a renunciar a una ducha con tal de dormir diez minutos más, pero, de pronto, el sueño se convirtió en la idea más alejada de mi mente.

A la mañana siguiente se vistió, se despidió con un beso y se marchó sin decir nada.

«Una aventura», me recordé a mí mismo. Y eso fue todo.

Días más tarde, miraba fijamente la hoja de cálculo en mi pantalla; los números me parecían borrosos. Eran casi las siete y, después de repasar durante horas la misma lista de activos, estaba dispuesto a prenderle fuego al ordenador, a los archivos del proyecto y quizá hasta a mi despacho.

—Sabía que estarías aquí, así que te he traído unos regalitos —dijo Greg, observando con cautela mi escritorio y las pilas de archivos que lo cubrían.

Dejó un bocadillo sobre la mesa y luego se sacó una botella de cerveza del bolsillo de los pantalones.

—No, gracias —dije con una leve sonrisa, levantando la vista para mirarlo antes de volverme de nuevo hacia la pantalla—. He bajado hace un rato y me he comido un bagel o algo así.

—«Un bagel o algo así» —repitió y, en lugar de marcharse, se acomodó en la butaca situada frente a mi mesa—. ¿Sabes? Cuando la gente se marcha de vacaciones suele volver un poco menos… asilvestrada.

Me apreté los ojos con los dedos para protegerlos de la luz. La falta de sueño y el exceso de café me habían vuelto irritable y me habían dejado un dolor palpitante en las sienes.

—Mientras estuve fuera no se hizo todo lo que se debía hacer, y ahora esto es un desastre.

—¿Es que el personal no hizo las tareas que le dejaste, o…? —preguntó.

—Sí las hicieron. Simplemente… no sé. No actuaron tal como lo habría hecho yo. Por no mencionar que dejé el despacho de Londres con las declaraciones listas y tiempo de sobra para que hicieran su parte antes de la vista y se les pasó el plazo de presentación.

—¡Joder!

—Exacto.

—Sabes que tú no eres el responsable —dijo.

—Bueno —repliqué—, técnicamente soy el…

—Tu trabajo consistía en repasar las declaraciones —dijo, interrumpiéndome—, no en presentar la puta documentación. Y es normal que no hicieras tanto en vacaciones como te habría gustado. Por eso se las llama «vacaciones». —Pronunció cada sílaba y cogió un viejo diccionario de mi estantería para empezar a hojearlo—. Dame un momento y te lo busco. No puedo creerme que tengas un diccionario…

Alargué el brazo por encima de la mesa y se lo quité.

—Entiendo que, en un sentido estricto, no era tarea mía —dije, volviéndome de nuevo hacia el ordenador—, pero tengo que arreglar este desastre y las cosas que surgieron mientras estaba fuera, y… —Exhalé un suspiro y meneé los hombros antes de decir con calma—: Todo se solucionará. Tendré que ponerme al día, pero todo se solucionará.

Se levantó para marcharse.

—Vete a casa, cena algo, ponte a ver la tele, lo que sea. Y vuelve a empezar mañana, sí, pero márchate a una hora decente. De esta forma te quemarás, y eres demasiado bueno en lo que haces para permitirlo.

—Lo haré —rezongué mientras se volvía hacia la puerta.

—Eres un mentiroso —replicó, con una carcajada—. Buenas noches, Jens. —Y cuando estaba en mitad del pasillo, volvió a decirme—: ¡Vete a casa!

Sonreí y contemplé parpadeando mi hoja de cálculo.

Greg tenía razón. Las largas horas de trabajo y la ausencia de vida social se habían convertido en la norma. Había logrado ser el único asociado menor de cuarenta años; para mí, sin una esposa ni unos hijos que me esperasen en casa, hacer horas extras nunca había supuesto un problema. Tenía suerte de haber alcanzado mi posición. Recordaba los duros inicios, cuando me esforzaba por conseguir el número suficiente de horas facturables al año y confiaba en ser lo bastante bueno para que los socios me dejaran expedientes en la mesa.

Ahora el trabajo me ahogaba. Tenía más casos de los que podía asumir y no podía marcharme durante unos días sin que el mundo situado entre las paredes de mi despacho sufriera una implosión. Sí, yo mismo me había buscado ese problema, pero no sabía cuánto tiempo más podía durar. Me encantaba mi trabajo, me encantaba el equilibrio ordenado e innegociable de la ley. Siempre había sido más que suficiente, hasta que dejó de serlo.

La taza de café que llevaba una hora sobre mi escritorio se había enfriado. La aparté a un lado, abrí el cajón y conté el dinero suelto para la máquina distribuidora del pasillo.

Mi móvil estaba junto a una pila de monedas y, obedeciendo a un impulso, a sabiendas de que probablemente permanecería allí unas cuantas horas más, lo cogí. Había unas quince llamadas perdidas, muchas de ellas de Ziggy, y varios mensajes de texto. El más reciente era de Liv.

«Ziggs quiere que vayas a cenar a su casa».

«Estoy en el trabajo —contesté—. ¿Por qué no me ha enviado un mensaje ella?».

«¿Estás en el trabajo? MENUDA SORPRESA —respondió Liv enseguida—. Dice que no coges el móvil».

La culpabilidad y la irritación se enroscaron en mi interior. Ziggs era la última persona que podía quejarse ante Liv de lo mucho que trabajaba yo.

Recorrí la mesa con la mirada y clavé la vista en el reloj. Aparte del sonido lejano de una aspiradora, el edificio estaba en silencio. El agotamiento me golpeó como si fuese una ola cálida y pesada. Cenar en casa de Will y Ziggy sonaba estupendo. Estaba cansado de esa silla, de la infinidad de correos electrónicos, del café frío y de la comida preparada. Ziggy trabajaba casi hasta tan tarde como yo; debían de estar empezando. Le envié un mensaje diciéndole que iba hacia allí. Acto seguido, desconecté el ordenador y apagué el móvil.

La frívola ligereza que había sentido solo unos días atrás se había esfumado ya, y me encontraba justo como había empezado: cansado, un tanto solo y ansioso por sentir la calidez de una compañía verdadera.

Aparqué junto a la acera y me dirigí a la casa, observando cómo resplandecía en la calle a oscuras. Minúsculas luces salpicaban los macizos de flores y brillaban en los árboles; las lámparas se entreveían a través de las ligeras cortinas del segundo piso. Desde donde estaba, vi el interior del salón y el pasillo, al final del cual se hallaban Ziggy y Will, abrazados. Por la ventana abierta se colaba hasta la calle una canción de Guns N’ Roses. Mi hermana y su marido bailaban en la cocina al ritmo de «Sweet Child O’ Mine».

Putos románticos.

En el porche las calabazas habían desaparecido, pero ocupaba su lugar una jardinera de estaño forjado repleta de flores. En la puerta había una corona de tema otoñal.

—¡Hola! —saludé al entrar.

Penrose dobló la esquina, dando saltos y meneando el rabo.

Me agaché a acariciarla y le despeiné el pelo de las orejas.

—¿Por fin te han dejado volver a casa?

—¡Hola, tete! —exclamó Ziggy, desde la cocina.

Penrose se puso a girar en círculos. A continuación, se tumbó boca arriba, a mis pies, para que le frotase la barriga. Me quité los zapatos, los coloqué junto a la puerta y seguí a la perra por el pasillo.

—Has venido —dijo Ziggy, apartándose de Will.

Me incliné, la rodeé con mis brazos y le di un beso en el pelo.

—Claro que he venido. Quiero a Will.

Me dio un puñetazo en el brazo y se dirigió hacia las verduras que estaban sobre la encimera.

—¿Puedo ayudar en algo? —pregunté.

Ziggs negó con la cabeza.

—Estábamos bailando y acabando de preparar la ensalada. ¿Alguna preferencia para el aliño?

—Lo que toméis vosotros me estará bien.

Contemplé durante unos momentos cómo trabajaban en tándem. Entonces les conté que Becky se había presentado en mi casa.

Mi hermana se volvió boquiabierta.

—¿Cómo?

Will, que estaba buscando una lechuga en la nevera, asomó la cabeza por la puerta para mirarme.

—Lo dices en broma.

—Qué va.

—¿Cuánto tiempo se quedó? —preguntó Ziggs, incrédula.

—Unos tres cuartos de hora, creo. —Me rasqué la mandíbula—. Le dije más o menos que podía quitarse ese peso de encima si quería, pero que a mí me daba igual. Dijo que ahora entendía que en aquel momento se sintió demasiado joven y pensó que no había tenido experiencias.

Will soltó un silbido.

—Es un poco gili, ¿no?

—¡Desde luego! —farfulló Ziggy.

Se me hizo en el pecho un nudo de amor por la tontorrona de mi hermana y su perpetua necesidad de protegerme.

—Es buena tía —dije. Cogí una rodaja de zanahoria y me la comí—. No creo que sea mala; simplemente, nunca se le ha dado muy bien la comunicación.

—Que conste que creo que lo llevaste muy bien —dijo Will.

—Sí, claro. Pero… ¡arrgh! Estoy tan harta de ella… —Ziggy inspiró hondo y miró el cuchillo que tenía en la mano—. Cambiemos de tema o tendré que buscar algo que cortar.

Will la miró con una tierna sonrisa y le quitó el cuchillo suavemente.

—Buena idea. Jens, ¿te apetece ir a correr este fin de semana?

Cogí otra zanahoria.

—Puede. Siempre que salgamos lo bastante temprano para que pueda ir a trabajar.

Mi hermana se volvió y me miró conmocionada. Cerró la boca de golpe y cogió de nuevo el cuchillo, con los hombros tensos.

La observé durante unos instantes.

—¿Hay algún problema, Ziggs?

—No lo sé —dijo, cortando un pepino en rodajas con energía—. En fin, no es asunto mío, pero es interesante que puedas ir a correr con Will el fin de semana y estés libre esta noche, cuando la semana pasada le dijiste a Pippa que no parabas de trabajar.

—¿Qué dices que le dije a Pippa? —pregunté, con el pulso alterado.

—Bueno, no con esas palabras exactas —dijo, un tanto aplacada—. Y, por supuesto, me alegro mucho de que estés aquí. Pero estabas demasiado ocupado para ir a cenar con ella, y ahora —paseó la mirada por la cocina con gesto dramático—, aquí estamos los tres.

—¿Hay vino? —le pregunté a Will, que cogió una copa y una botella abierta y las dejó en la encimera, delante de mí.

Me serví una cantidad generosa, di un trago largo y dejé la copa.

—No sé a qué viene eso —dije—, ni cómo te has enterado de lo que le dije a Pippa, pero venir aquí para estar con vosotros no es trabajo para mí. Si no me apetece hablar, puedo clavar los ojos en el plato, cenar, daros las gracias y marcharme a casa. Y, por cierto, sí que tenía trabajo —añadí—. Aún estaba trabajando cuando Liv me ha enviado un mensaje diciéndome que no podías localizarme.

Ziggy se volvió a mirarme como si hubiese dicho algo absurdo.

—No entiendo por qué siempre…

—¡Dios! —exclamé, llevándome las manos a la cabeza—. ¿Podemos cenar antes de empezar con esto? ¿Puedo tomar otra copa de vino por lo menos? He tenido un día de mierda.

Mi hermana pareció desinflada y a punto de disculparse.

—No digas nada —me apresuré a añadir.

El sentimiento de culpa me infló el pecho como si fuese un globo. Ziggs solo trataba de ayudar. Lo sabía. Sus intenciones eran buenas, aunque sus métodos me desquiciaran.

—Mira, vamos a comer algo por lo menos, y luego podrás chillarme tanto como quieras —le pedí.

Will había preparado un asado con patatitas rojas y zanahorias caramelizadas con azúcar moreno. Allí sentado, mientras disfrutaba de la mejor comida que había tomado desde que estuvimos en Vermont, me sentí un poco engañado por no haber sabido de qué era capaz mi amigo cuando aún éramos compañeros de habitación en la universidad.

Como siempre, la cena fue relajada y agradable. Hablamos de mis padres y de su inminente viaje a Escocia. Hablamos del tradicional viaje familiar que solíamos hacer juntos entre Navidad y Año Nuevo. Como el nacimiento de los bebés estaba previsto en diciembre, ese año me habían dado un descanso, pero me preparé para la inevitable discusión acerca del destino escogido para el año siguiente, Bali, y, en caso de que yo no pudiera ir, para la típica conversación que solía empezar con la frase «Pero el pobre Jensen estará solo».

Para cuando acabé mi primer plato de asado, habíamos empezado a hablar de Max y Bennett, y de los jugosos mensajes llenos de anécdotas sobre «Chloe la Santa» y «Sara el Monstruo».

Después de confirmar que ambas mujeres seguían comportándose de forma sospechosa, Will se volvió hacia mí mientras pinchaba un trozo de asado.

—¿Qué tal la vuelta al trabajo?

—Esa fusión internacional que he estado supervisando es un desastre ahora mismo —les conté—. Y, aunque las cosas que han salido mal no tienen nada que ver con nuestro bufete, el equipo queda mal de todos modos. Habrá que hacer horas extras para solucionarlo.

—Parece un verdadero fastidio —dijo Will.

—Lo es, pero así es el trabajo. —Di otro sorbo de vino y noté que su calidez se abría paso por mis venas—. ¿Y los demás? ¿Volvieron bien?

Ziggy asintió con la cabeza.

—Niall y Ruby se marcharon al día siguiente de volver de Vermont. Pippa se fue el domingo pasado.

Me quedé paralizado. ¿Cómo no me había enterado de que Pippa se había marchado hacía cuatro días?

—¡Oh! —dije, poniéndome a cortar un trozo de carne—. No sabía que…

—Pues podrías haberte enterado de sus planes si te hubieras molestado en verla antes de que se fuese —dijo mi hermana en un tono de claro desafío.

Cogí un panecillo caliente, lo partí y dejé que saliera el vapor. Di un bocado y lo mastiqué despacio antes de tragar. Cayó en mi estómago como una bola de harina y cola.

—La verdad es que sí la vi.

Ziggy se quedó inmóvil con el vaso de agua a punto de llegar a la boca.

—¿Cuándo?

Bajé la cabeza.

—El miércoles, cuando llegué a casa de trabajar, me estaba esperando. Creo que vino después de cenar con vosotros.

—¡Ah! —exclamó mi hermana, y luego sonrió despacio—. ¡Bueno, pues eso es fantástico! ¿Vais a tener una relación a larga distancia o…?

—No creo.

Tiré del plato de la mantequilla y unté el panecillo.

—¿Que no crees? —repitió.

—Cariño, ya te lo he dicho, tengo trabajo.

Mis palabras solo consiguieron enojarla aún más.

—Una semana tiene siete días, cariño. Veinticuatro…

—Vive en Inglaterra.

Mi hermana dejó el tenedor en el plato y apoyó los antebrazos sobre la mesa, dirigiéndome una mirada glacial.

—Te das cuenta de que ese es exactamente el motivo por el que no tienes pareja, ¿verdad?

—Supongo que es una pregunta retórica, ¿no?

Di otro bocado. Me sentó peor que el anterior. Sabía que la estaba provocando; ella no soportaba mi aparente calma y quería suscitar en mí alguna clase de reacción, pero me daba igual.

—¿Conoces a una mujer que te gusta y no encuentras el modo de sacar algo de tiempo para ella, de cultivar…?

—¿Cultivar qué? —dije, alzando la voz. Me sorprendí de mi propia rabia. ¿Cuántas veces tendría que explicar aquello?—. Vivimos en distintos países, queremos distintas cosas. ¿Por qué vamos a esforzarnos alguno de los dos por aplazar lo inevitable?

—¡Porque hacíais muy buena pareja! —chilló ella. Will apoyó una mano en el brazo de mi hermana para calmarla y ella se la quitó de encima con un gesto brusco—. Escucha, Jens, tu carrera profesional es una pasada, y estoy muy orgullosa de ti. Si eso es lo único que le pides a la vida, de acuerdo. Lo acepto. Sin embargo, después de observarte la semana pasada y ver cómo te reías y te animabas cada vez que Pippa entraba en la habitación, no me lo creo. Y no me digas que fue para engañar a Becky, porque ella no estuvo en la cabaña. Eras tan feliz…

—¿Y eso qué significa? —pregunté, encendido—. ¿Quieres decir que el resto del tiempo soy desgraciado?

Ella levantó la barbilla.

—Puede.

Will carraspeó mientras nos miraba alternativamente.

—¿Por qué no nos tomamos un respiro? —sugirió.

Pero yo no había terminado.

—No entiendo qué problema hay ni por qué le interesa de repente a todo el mundo mi vida amorosa.

Ziggy dio una palmada sobre la mesa y soltó una carcajada rabiosa.

—¡Qué fuerte me parece que tú precisamente digas eso!

Llegué a reírme.

—No puedes comparar de ningún modo las dos situaciones. Tú nunca habías salido con nadie. Yo he tenido relaciones. ¡Estoy divorciado, joder! No es lo mismo que no haber salido nunca de un rincón.

—¡Te divorciaste hace seis años!

—¿Por qué no puedes dejarlo? Fue un rollo, Ziggy. Lo que Pippa y yo tuvimos fue un simple rollo. La gente los tiene cada día. Pregúntale a tu marido, que tiene algo de experiencia en la materia.

—A mí no me pareció un simple rollo —dijo Will, lanzándome una mirada de advertencia.

—Y no es asunto vuestro —dije, dejando el tenedor en el plato—, pero esa decisión no fue solo mía. Los dos pensamos igual. Ninguno de nosotros estaba en situación de querer algo más.

—¿Cómo sabes siquiera lo que piensa ella? Nunca la has llamado.

—Pues…

—¡Le enviaste un puto mensaje de texto!

Will y yo nos quedamos sin aliento y retrocedimos instintivamente en el asiento. Mi hermana no decía tacos. Y si lo hacía, era porque algo estaba en llamas o había aparecido en la casa un nuevo ejemplar de Science antes de lo previsto. Nunca me los decía a mí.

—Pippa acababa de salir de una relación —le conté, tratando de suavizar mi tono. Ziggy solo quería lo mejor para mí, y yo lo sabía—. Estaba viviendo con alguien, Ziggs. Nunca pensamos que lo que teníamos fuese a ir a más.

—Eso no significa que no fuese posible.

—Sí, eso es exactamente lo que significa.

—¿Por qué? ¿Porque estaba despechada? ¿Porque eres un abogado que se abrocha las camisas hasta arriba y ella, a veces, lleva el pelo de color rosa? Cualquier persona con sangre en las venas se tiraría a Pippa. ¡Vaya, me la tiraría yo!

Will levantó la cabeza de golpe.

—¿Lo dices en serio?

—En mi imaginación, ¿por qué no? —Ziggy se encogió de hombros—. Y si Jensen dejara de ser tan…

—¡Ya vale! —grité, y un silencio invadió la habitación—. Esto no va contigo, Hanna.

—¿Acabas de llamarme Hanna? —preguntó, con las mejillas encendidas—. ¿Crees que es divertido verte así, saber que cada noche vuelves a tu casa vacía y que nunca jamás cambiarás porque tienes demasiado miedo o eres demasiado tozudo para dar el primer paso? Me preocupo por ti, Jensen. ¡Me preocupo todos los putos días!

—¡Ya se te pasará! ¡Yo no me preocupo!

—¡Pues deberías! ¡A este paso, nunca estarás con nadie! —Abrió unos ojos como platos y tomó aire por la boca—. No quería decir…

—Sí, ya lo sé. No querías decirlo en voz alta.

Me levanté de la mesa.

Ziggy parecía horrorizada y a punto de disculparse, pero yo estaba demasiado irritado para seguir escuchando.

—Gracias por la cena —dije.

Arrojé mi servilleta sobre la mesa y me fui por el pasillo.

A pesar del frío, volví a casa con las ventanillas abiertas, confiando en que el sonido del viento dentro del coche pudiera borrar el eco de las palabras de mi hermana.

Cuando aparqué delante de mi casa y apagué el motor, la calle estaba en silencio. No bajé del vehículo, y no porque me planteara la posibilidad de ir a ningún otro sitio, sino porque no quería entrar. Dentro, todo estaba ordenado y silencioso. Dentro, la alfombra del salón tenía marcas de la aspiradora que nunca borraba ninguna pisada. Dentro, había un montón de gastados menús de comida a domicilio y una extensa lista de programas en la categoría «Vistos recientemente» de Netflix.

De pronto, la idea de entrar me resultó insoportable.

¿Qué pasaba conmigo? Siempre me había encantado mi casa. Siempre había destacado en mi trabajo y disfrutado de mi rutina. Estaba dispuesto a reconocer que la mayor parte del tiempo no me sentía total y absolutamente eufórico, pero me conformaba de buena gana con estar satisfecho.

¿Por qué ya no me parecía suficiente?

Finalmente bajé del coche y caminé hasta el porche, sacándome despacio las llaves del bolsillo. Mis ventanas estaban a oscuras, salvo por las lámparas con temporizador, y me negué a hacer una comparación más entre mi porche y el de Ziggy, mi vida y la de Ziggy.

«La de Hanna —pensé, sorprendiéndome a mí mismo por primera vez—. No quiero comparar mi vida y la de Hanna».

Mi hermana había crecido.

Me había superado incluso en lo bien que lo hacía, en el entusiasmo que le ponía.

Abrí la puerta, entré y tiré las llaves en dirección a la mesa del recibidor. Sin molestarme en encender las luces o coger el mando a distancia, me senté delante del televisor apagado.

Hanna tenía razón, debía preocuparme. Tenía un trabajo por el que lo había sacrificado todo y una familia a la que adoraba, lo cual era muchísimo más de lo que tenía la mayoría de la gente. Sin embargo, no estaba haciendo nada para vivir con mayor plenitud.

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