Battlefield

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Battlefield

2015

 

 

© M. Jane Rusvelt 2015

Primera Edición

 

 

 

Correcciones: Joselyn Chaves

Diseño de portada e interior: Natalia Hatt

www.publicaenamazon.com

 

Todos los derechos reservados. No está permitida la reproducción total, ni parcial, de este libro; ni la recopilación en un sistema informático ajeno a AMAZON; ni en otro sistema mecánico, fotocopias (u otros medios) sin la autorización previa del propietario del los derechos de autor.

TABLA DE CONTENIDO

 

Prefacio

PRIMERA PARTE

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

SEGUNDA PARTE

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

TERCERA PARTE

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Epílogo

Agradecimientos

Ponme un sello sobre tu corazón,

Como una señal sobre tu brazo.

Porque fuerte es el amor,

Tanto como la muerte;

Y fiera la pasión, como el sepulcro.

Sus saetas, brasas de fuego,

Intensa llama.

 

Cantares 8:6

 

—¡No! ¡no! —insistió Liam. Su voz se escuchaba angustiada, estaba impregnada de miedo y desespero; sus ojos se habían llenado de lágrimas.

Lentamente, la superficie de cristal de las puertas de emergencia se empañaba con su aliento, mientras su temblorosa mano derecha la tocaba.

Había algo en el rostro de Liam que llamó la atención de su hermana. Maraya había corrido hacia él, quien intentaba desesperado atravesar las puertas de la sala de emergencias. Lo tomó del brazo y lo miró a los ojos, parecía desorbitado, fuera de sí. Sintió que se derrumbaba, quizá por la presión y la angustia.

—Ella —empezó a decir Maraya, pero su voz se quebró—… ella estará bien.

—¡Está muriendo! —gritó Liam.

Sus manos apretaron con fuerza los brazos de Maraya, y esta lo miró estupefacta; le estaba haciendo daño, quería que se detuviera, que la soltara, pero se mantuvo.

Al fin la dejó al escuchar unos gritos provenientes del otro extremo de la sala.

—¡Aria! ¡Aria! —Era Andrea, la madre de Aria.

El padre la retuvo con un agarre, mientras ella se agitaba con violencia, buscando escapar.

—¡No! —continuaba gritando. Sus chillidos creaban un hoyo en la cabeza de Liam, cada que gritaba su cuerpo temblaba y las lágrimas se deslizaban por su rostro.

Maraya tragó saliva y secó el rostro de su hermano.

—¡Escúchame! —exigió, tratando de obtener su atención—. ¡Ella va a estar bien!

Liam la miró como si lo que estuviera diciendo no tuviera sentido. Se alejó de su hermana y caminó hacia Andrea, pero Kenna se interpuso en su camino, viéndolo directo a los ojos. Él la observó molesto.

Ella no tenía nada diferente a los demás; su pálido rostro estaba hinchado por tanto llorar.

—No quiero que hables —dijo, con un tono distante y seco.

Kenna se le acercó, dudó por un momento y lo abrazó con fuerza. Él no la imitó, tan solo se mantuvo firme, con la mirada perdiéndose en las luces de la sala de emergencia, que parpadeaban con lentitud.

—Liam, ella podría morir —susurró Kenna.

La voz rebotaba sobre su pecho, doliéndole. Liam tragó saliva, intentó mantenerse firme, no decir una palabra. Enseguida, Kenna se soltó y lo tomó de las manos. No la miró, tan solo tensó la mandíbula.

Había algo en la mente de Liam que lo hacía sentirse culpable por todo lo que sucedía en aquel momento, estaba enfadado por las situaciones a su alrededor.

 

La madre de Aria miró a su esposo, desesperada; los ojos estaban hinchados y cada una de sus lágrimas había mojado su cuello y parte de la blusa. Su esposo la había abrazado, él tan solo intentaba mantenerse en pie.

—Sabíamos que sucedería, tarde o temprano —dijo Andrea.

—An —susurró su esposo—, ella es más fuerte que cualquiera de nosotros, esto es tan solo un mal momento.

—Si ella muere… —insistió Andrea.

—An… —Tomó su rostro entre sus manos.

—¡Ella es fuerte! —Su mandíbula se tensó y su mirada se volvió más firme.

 

Kenna miró a Liam y se acercó a él. Le tomó la mano.

—Necesitas verla.

Liam apretó la mano de Kenna con fuerza, luego la soltó. Atravesó las grandes puertas de emergencia, corrió por los pasillos y se detuvo al advertir a la enfermera junto a una puerta blanca.

Ella le sonrió con dificultad.

—La última vez que te vi, te supliqué que fueras a casa, me dijiste que tu casa era donde ella estuviera. —Liam la escuchó con atención; sostenía la perilla de la puerta entre sus manos—. Liam… confío en que harás que se quede en casa. Ella te necesita, en todos los sentidos.

Él bajó la cabeza, después giró la perilla. Abrió la puerta y suspiró con dificultad. Observó hacia la cama en la que se encontraba el cuerpo debilitado e inconsciente de Aria Bennet. La chica de la mirada zombie.

Se acercó a ella y le tomó la mano…

—Aria, este es solo el comienzo.

 

 

«Hay algo en la mente retorcida de los jóvenes, que hace que el mundo se mueva con violencia. Pero no se trata de los jóvenes, se trata de él; él hace que mi mundo se mueva con violencia. Desgarrando mi alma casi por completo y obligándome a retractarme de lo que realmente quiero. ¿Es algo que podría considerar como nuevo?».

 

―Aria Bennet. 

 

 

A lo lejos del camino, se veían dos grandes portones dorados, que daban entrada a una comunidad. Las calles estaban desoladas; el sonido del motor de nuestro carro rebotaba en los árboles que decoraban la vía. Miré con detenimiento cada uno de los detalles del lugar, a través de la ventana que se deslizó hacia abajo, dejando entrar una ráfaga, la cual chocó contra mi rostro.

Vi las zonas verdes, que se mantenían limpias y amplias. El auto se detuvo, provocando que mi corazón se acelerara unos segundos. Observé atenta la casa que estaba enfrente de mis ojos.

Solté un suspiro.

En mi último año de la preparatoria, mi papá decidió que debíamos mudarnos a otro estado. Era la undécima vez. Se había convertido en una molesta costumbre; habíamos vivido en diferentes estados desde que tenía seis años de edad, cada año en uno diferente, que con costo podía recordar. En esta ocasión, la suerte estuvo en Carolina del Norte.

Pero ¿cuál era el asunto que nos obligaba a cambiar de casa? Mi padre, quien era un famoso, no tan famoso, empresario. Su gran empresa de tecnología avanzada le suplica cada año que se haga cargo de las nuevas sedes que crean en la compañía.

A pesar de que en lo económico nos encontramos bien, en el lado social puedo decir que no tengo amigos, y supongo que eso no era algo normal a mis diecisiete años. Me consideraba a mí misma una gitana o un intento fracasado de una.

Levanté una de las grandes cajas que estaban cerca del auto y miré a mi madre; ella sonrió. Tenía en sus manos otra caja llena de utensilios para el hogar.

Caminé hacia la entrada de la casa, sin prestarle mucha atención a mamá. Puse mala cara mientras ella miraba a mi padre, quien se acercaba con otra caja, sin saber qué cara poner.

La vivienda era gigantesca, la entrada era casi majestuosa, pero no tanto como la de una mansión. Contaba con grandes espacios y eso me gustaba; me agradaba tener mi área y que nadie la corrompiera.

Subí las escaleras y miré las paredes pálidas. Doblé hacia la derecha y encontré una puerta, era el baño, después otra, la habitación grande, la de mis padres. En una tercera puerta estaba DJ, mi hermano menor. David Joseph.

—¡Esta será mi habitación! —exclamó al verme entrar. Me quejé y enseguida salí de ahí.

DJ era ese tipo de hermano pequeño cuya única función era molestar.

Caminé hacia la cuarta puerta y entré.

—¡Ni lo pienses, hermanita! —dijo mi hermano mayor, James—. Esta será mi habitación, mientras tanto.

—Claro —susurré y salí de ahí.

Solo quedaba el último cuatro, el del rincón. Era ese tipo de cuartos que, después de atravesar un estrecho pasillo, te encuentras con la puerta y chocas.

Nunca había sido de mi agrado elegir siempre lo último, pero no tenía otra opción, ese era mi escondite. Entré, estaba muy segura de que sería el sitio más desastroso, esos que dan miedo y tan solo ingresar en ellos ya deseas salir corriendo, pero, en lugar de eso, me encontré con un lugar perfecto para mí.

Puse la caja en el suelo, pues ya tenía las manos adoloridas. Caminé hacia el centro de la habitación y la miré con detenimiento. Era gigantesca, y a mí me encantaban los espacios grandes. Tenía puertas francesas, las cuales dirigían hasta un balcón, y dos grandes espejos extendidos por toda una pared; también había un closet tan grande como otro dormitorio y al lado se encontraba el baño.

Podía asegurar que era la mejor recamara que alguna vez había elegido. Era como estar en un estudio de baile, solo que personalizado.

Sentí una mano tocar mi brazo.

—Les dije a tus hermanos que te dejaran esta habitación porque sabía que te encantaría. —Era la voz de mi padre. No me detuve para mirarlo; continué admirando el lugar—. ¿Te gusta? —Podía de decir que sí, pero sería una mentira…

—Es perfecta. Me encanta. —Esa era la realidad.

 

Los siguientes días se habían convertido en un periodo de adaptación. Finalmente, la casa estaba completamente amueblada y perfecta. Todo estaba en su lugar, como se esperaba, y el proceso de adaptación volvía a ser una rutina. Pero había algo más a lo que debía enfrentarme.

La preparatoria.

El primer día de clases no era uno de mis favoritos, nunca lo ha sido.

«Por favor, tu nombre, cuántos años tienes, qué es lo que más te gusta hacer…» y demás. «Aria Bennett, diecisiete años, la danza… » y demás. Eran las mismas preguntas, con las mismas respuestas. Me retractaría de responder lo mismo, pero, en cierto modo, terminaría diciendo algo similar. Intentaba no volverme loca por el interrogatorio, sabía que podía aguantar un año más, era el último. El próximo, era posible que fuera a una universidad de artes y no me moviera de ahí, al menos por tres o cuatro años.

Las primeras clases fueron casi iguales; el único respiro que disfrutaba en todos los colegios era el receso de la hora de almuerzo.

Las filas para retirar la comida no son nada diferentes. El desorden y los gritos de los muchachos mientras hacen la fila son algo que me hace sentir en casa, pero a la vez extraña, como un bicho raro.

De repente, sentí algo empujarme, perdí el equilibrio y caí al suelo. El frío y asqueroso suelo, que de seguro anhelaba que me estrellara de forma ridícula. Maldije en silencio.

Para haber sido el primer día de clases, no estaba nada mal que terminara en el suelo. Las últimas veces, de las tantas que he cambiado de preparatoria, siempre sucedió algo semejante, o al menos relacionado con la comida. El año anterior, por accidente resbalé y todo el almuerzo me cayó en el escote; el año anterior a ese, una chica había vomitado sobre mí. Era una chica nerd, a la que la aterraba hablar en público y, como era nueva, al igual que yo, cuando la maestra había preguntado su nombre ella tan solo arrojó.

Estaba segura de que en ese momento, sea quien hubiera sido, se reiría de mí. En vez de eso, había extendido su mano y había dicho:

—¿Estás bien? —Entonces, lo miré a los ojos, absorta como si estuviera viendo un cuadro de una galería.

Sé que hay una gran diferencia entre «¿estás bien?» y «¡¿estás bien?!», sin embargo, el estar bien no era lo que importaba en ese momento, sino lo que mi mirada captó.

Había algo en sus ojos ―ignorando el hermoso rostro― que intentaba hallar comunicación conmigo. Me había quedado como estúpida, viéndolo sin pestañar, hasta que caí en cuenta que todos me observaban y reían a la vez. Había tomado su mano y me había puesto de pie. Traté de no mirarlo, de evitar que mis mejillas se sonrosaran ―aunque eso no era problema, dado que mi piel era morena―; sin embargo, podía sentir cómo la sangre se me subía a los pómulos, y sin querer lo vi.

Su hermoso cabello negro, ligeramente ondulado y largo, le daban un perfecto contorno a su cara. Sus ojos azules parecían dos océanos. Me había dado cuenta que era más alto que yo como por quince centímetros. Tenía una sonrisa en el rostro y enseguida había dicho:

—Lo siento, no era mi intención. —Yo había sonreído con torpeza y supe que me encontraba en una situación vergonzosa.

—Está bien —respondí, pero mi voz salió como un susurro.

Él se había alejado en una dirección opuesta a la fila, dejándome una sonrisa. Intenté no seguirlo con la mirada, no parecer desesperada por volver a ver esos ojos que no se borrarían de mi memoria por un gran rato, pero al cabo de unos minutos me encontraba en una de las mesas. No me había dado cuenta que a pocos metros se encontraba él con su grupo de amigos, entre ellos una chica con el cabello castaño claro y otras cuantas más.

Había entendido que estaba en territorio prohibido. Apenas llevaba un día en el colegio y ya padecía la atención de todo el mundo sobre mí, o al menos todos los que estaban en la fila. Saqué mi celular para parecer ocupada, pero al alzar la mirada noté que el chico me detallaba, mientras a su alrededor los demás reían y hablaban. Luego, la chica castaña le había dicho algo que lo obligó a dejar de mirarme. Me sentí incomoda por un momento: yo, chica nueva, sentada sola en una mesa, con un celular en la mano para parecer ocupada. ¡Vaya, qué novedad! Pero, a los pocos minutos, alguien se sentó al frente mío. Mi corazón parecía latir a mil por hora. Alcé la vista y me encontré un rostro muy conocido.

Una chica de cabellos castaño oscuro, lacio y corto hasta los hombros, portaba una sonrisa.

—Vaya, vaya. Mira lo que trajo el sol de Carolina del Sur. —Su voz era un poco chillona y suave a su vez. ¿Era eso posible?

—Kenna —dije sorprendida.

Kenna era mi mejor amiga desde que éramos pequeñas. Nuestros padres siempre habían trabajado juntos, hasta que a su padre lo mandaron a otro estado, un año atrás. Me había sorprendido al verla, puesto que la última vez que la había visto tenía el cabello tan largo que le llegaba a cintura y en ese momento lo llevaba tan corto que casi no la reconocí.

—Era posible que no me reconocieras, doné la mayoría de mi cabello para los niños con cáncer. —Kenna y su gran corazón. Era muy atrevida y divertida, y siempre tuvo inclinación para ayudar a los demás.

—Sí que has cambiado —aseguré, tratando de quitar mi cara de sorpresa.

—¿Cómo te ha ido en tu primer día de clases?

Pues… sin contar que era la undécima vez que tenía que presentarme, que me caí mientras hacía la fila y había un chico por allá al que no podía quitarle la mirada…

—Bien.

—Bueno, estaba pensado que, tal vez, podrías unírtenos. —Miró hacia otra mesa, la cual estaba mucho más cerca de él, donde estaban varias chicas sentadas, conversando

—Sí, claro —respondí, pero no podía contenerme y le hice una pregunta tonta—. ¡Espera! —Miré hacia donde estaba él—. ¿Quién es? —Kenna miró indiscretamente, como siempre hacía, soltando una risa

—Ese es Liam Forest, no vas a querer estar cerca suyo; llama la atención de todas las chicas y miles están detrás de sus huesos, aparte de que es el mejor jugador de fútbol en el colegio.

—¡Oh! —exclamé. En cierto modo, Kenna tenía razón. No me gustaba llamar la atención en ningún aspecto, y si él lo hacía posiblemente no me gustaría estar cerca de él—. Tienes razón, no me gustaría acercármele —aseguré, poniéndome en pie.

Minutos después, me gané un puesto en el grupo de amigas de Kenna. Eran simpáticas, gozaban de esa personalidad tan activa de la cual yo carecía; sin embargo, me sentí a gusto con ellas. La conversación empezó a tornarse en cuáles eran los chicos más guapos y cuáles no y, sin haberlo esperado, una me preguntó si tenía un amor platónico. ¡Oh, claro! No era que estaba pensando en Liam, aunque… lo estaba haciendo.

—Claro. Creo que Kyle Beckerman —dije.

Un gran jugador de la selección de los Estados Unidos, bueno, hasta donde había escuchado en las conversaciones de las chicas del colegio anterior. Todas morían por él, aunque yo no sabía quién era lo había dicho porque fue el primer nombre que se me había venido a la cabeza. De repente, todas habían empezado a hablar de sus ojos, su cabello y su barba, ¿cómo? ¿Su barba? Claro, era la nueva moda bearded man. Esos hombres que se dejan la barba, había explicado una, pero no le puse mucha atención.

El grupo social de Kenna me integraba en cada pregunta que hacía. ¿Color de ojos favoritos? ¿Cabello? ¿Altos o enanos? ¿Con músculos o sin? ¿Deportistas, frikis? ¿En serio? Me interrogaban una y otra vez, nunca había tenido ese tipo de conversación, aun así, sin duda alguna había disfrutado el conocer sus intereses.

El rato del almuerzo había sido mejor que cualquier otro que hubiese transcurrido en cualquiera de los antiguos colegios donde estuve, y supuse que debía darle las gracias a Kenna. Algo que intenté hacer, pero me hizo recordar que hablaba tanto como una cotorra, que no había ningún momento en el que pudiera agradecerle.

 

Al llegar a casa, me encontré en una situación placentera: mis padres no habían llegado del trabajo y seguramente mis hermanos tampoco. Enseguida, subí las escaleras y oí a alguien en la sala. Hice mala cara y caminé hasta el lugar. Observé una cabellera castaña clara, viendo en dirección al televisor; era James. Escuché un suspiro. ¿Hacía cuánto estaba ahí?

—¿Buenas? —dije, dejando mi bolso en una esquina del mueble y sentándome a su lado.

James era ese tipo de chico preocupado por su apariencia. Tenía el cuerpo bien moldeado, a causa de mucho gimnasio. Su cabello castaño claro tenía un corte muy a la moda, una gran melena en el centro, que siempre se echaba hacia atrás, y los costados rasurados. Sus ojos los tenía del mismo color de mi madre, verdes musgo, pero el color de su piel era pálida como la de mi padre.

Yo, por lo contrario, me parecía en todo a mi madre, con el cabello castaño oscuro y algunos reflejos rubios, que había provocado con un tinte. Ojos verdes, tez morena y de estatura ni tan alta, ni tan baja. Muchos nos preguntaban si realmente éramos hermanos, puesto que James y DJ se parecerían más a mi padre en lo castaño claro, la tez pálida y las facciones.

James no dijo nada; continuó viendo el televisor que estaba apagado. Lo miré confundida.

—¿Estás bien? —Pero no contestó. Crucé los brazos y esperé hasta que se dignara a decir algo y así lo hizo.

—Aria… —Su voz destruyó el vacío silencio que se había instalado. Me miró sorprendido, no parecía haber cambiado el rostro

—¿Qué pasa? —pregunté, empezando a desesperarme.

—Lo he logrado. —Lo miré aún más confundida.

—¿Ah?

—He logrado entrar a la Universidad de Stanford.

¿Ah? ¿Logrado entrar a la universidad de Stanford? A pesar de que entrar ahí era una de las cosas más complicadas del mundo, James tenía la esperanza de ingresar con una beca deportiva de fútbol. Su rostro se miraba inexpresivo, no se le podía notar si estaba feliz u orgulloso, tan solo no sabía cómo expresarlo. Hasta que pegó un brinco y gritó:

—¡Lo he logrado! —Me levanté y enseguida él me había tomado entre sus brazos y había empezado a darme vueltas. Se notaba que su felicidad era enorme.

Mi hermano había logrado entrar.

Me soltó, provocándome un leve mareo. Reí un poco mientras intentaba estabilizarme, y James me miró. Estaba feliz por él, pero a la vez estaba triste; no quería que mi hermano se fuera, podría sonar muy egoísta, pero no tendría con quién discutir, a quién contarle mis problemas, a quién llamar cuando tuviera una pesadilla. Ya no lo tendría a él y que DJ tomase ese lugar sería algo muy extraño, tan solo era un niño de 9 años.

Él notó como mi rostro había cambiado tan drásticamente y se acercó.

—¿No te alegras por mí? —Me detalló con esos mismos ojos verdes que toda la familia tenía, exceptuando a mi padre.

—Claro que lo hago —aseguré, evitando su mirada.

—Aria —Puso su mano, con delicadeza, sobre mi mejilla—. Sé que será difícil todo este proceso, pero sabes que siempre seré tu hermano y que estaré ahí para ti. —Sus palabras habían calado con tanta fuerza dentro de mí, que no me había dado cuenta de que los ojos se me empezaban a humedecer.

Escuché la puerta abrirse y me apresuré a salir de ahí, sabía que mis padres atravesarían la sala y yo no podría aguantar el llanto. Antes de que pudiera subir las escaleras y encerrarme en la habitación, mis padres entraron y dejaron sus cosas en el armario de la entrada. Evadí por completo sus buenas tardes y corrí para refugiarme en mi cuarto.

Mi madre era muy ridícula cuando se trataba de sorpresas, no lograba disimular su expresión curiosa, aunque nunca entendí por qué.

A la mañana siguiente, me levanté cansada. La noche anterior no había salido ni siquiera para cenar. La tensión en la casa era demasiada para mí. Era posible que pasaran todo el rato hablando de la gran noticia de James. Mi intención no era que se detuviera a medio logro por mi culpa, aun así, James era como mi mejor amigo, mi confidente y a veces mi pesadilla, como todo hermano mayor. No importaba cuán alegre estuviera por él, el miedo de no poder sobrevivir a todos los cambios drásticos que siempre suceden cuando partiera, me aterraba demasiado.

Él siempre había sido mi fuerte, mi protector, mi hermano. No podía asimilar la idea; a pesar de que había tocado por más de media hora la puerta de mi cuarto, me ahogué en la música y los espejos de mi habitación. Lo evadí por completo.

Hasta que finalmente, mi madre entró al rescate.

—¡Debes levantarte! —dijo, quitándome las cobijas del rostro. La miré furiosa.

—¿No crees que es muy temprano para ir a la escuela? —le pregunté.

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